POR fin amaneció. Demacrada, Catriona arrastró su cansancio fuera de la incomodidad de la cama. Después de lavarse y vestirse, se detuvo delante de la puerta y, antes de abrirla, ensayó una sonrisa brillante y alegre.
Como había hecho hasta entonces, bajó pronto a desayunar. Cuando aparecieron los demás, se sirvió el té y se obligó a comer una tostada sin perder en ningún momento su encantadora alegría matutina.
En cuanto entró, Richard vio su sonrisa y el brillo de sus ojos. Risueña y dulce, la expresión de Catriona proclamaba que no tenía ninguna preocupación mundana.
Buscó con la mirada a Richard, que también la miró durante un breve instante. Acto seguido, se volvió y se dirigió a la mesa auxiliar.
Se sirvió el plato generosamente. Habría preferido seguir con aquella mirada amenazante, pero había otras personas presentes. Debía mostrarse educado, sin abandonar la aparente sofisticación de la que solía hacer gala. Se esforzó por recordarlo, aun cuando deseaba mandar las formas al infierno.
Se sentía frustrado.
Jamás había tenido que soportar aquel nivel de frustración sexual, de intenciones insatisfechas. En cuando al aspecto emocional del asunto, ni siquiera era capaz de abordarlo. Al menos, sin que un remolino de niebla iracunda le nublara la razón.
Su respuesta no era racional, y el ser consciente de ello no lo ayudaba en absoluto. Cuando se trataba de la bruja Catriona Hennessy, decididamente sus pensamientos, y también sus sentimientos, no podían calificarse de racionales. Eran poderosos, fuertes. Y les faltaba muy poco para descontrolarse.
Dejó el plato en la mesa y se sentó frente a ella. Le sostuvo con firmeza la atenta mirada y vio flaquear la sonrisa de Catriona. Se acordó un poco tarde de lo que la mañana tenía reservado. Apretó los dientes y bajó la mirada. Y allí la mantuvo mientras comía.
Catriona había huido de él antes; no quería mirar a través de la ventana de la biblioteca y ver su coche alejándose por el camino. Tenía otros planes.
—¿Señorita? La esperan en la biblioteca.
Catriona se volvió al tiempo que se incorporaba y se olvidó de inmediato del niño que estaba arropando.
—¿Ya?
La doncella asintió con la cabeza y abrió los ojos desorbitadamente,
—He oído que el abogado llegó antes de hora.
Catriona juró para sus adentros.
—Muy bien.
Se volvió hacia la niñera y le dio unas breves instrucciones, palmeó las cabezas de los niños y salió de la habitación, internándose en el largo y frío pasillo.
Se detuvo en el vestíbulo principal para mirarse al espejo; lo que vio no la tranquilizó. Llevaba el pelo cuidado, pero carecía de la luminosidad habitual; los rizos de la nuca colgaban sin vida. En cuanto a sus ojos, estaban dilatados y sin brillo. La palabra era desteñidos, exactamente tal y como ella se sentía. Su vestido matinal, de un marrón intenso, un color que solía sentarle bien, no hacía nada para disimular la palidez. Estaba cansada y seguía agotada. Para ser sinceros, no se sentía con fuerzas para soportar el inevitable dolor que el golpe final provocaría en los maltratados familiares de Seamus, cuando se enterasen de que tenían que abandonar la casa. Había querido marcharse esa misma tarde, pero terminó por cambiar de planes. Su presencia sería necesaria al menos durante un día más, sobre todo para calmar a Meg y a los niños.
Con un suspiro, se dio ánimos y se dirigió a la biblioteca.
El mayordomo le abrió la puerta y, al entrar, de inmediato percibió una presencia en el aire, una presencia inesperada. Se le erizaron los pelos de la nuca. Se detuvo en el centro de la larga pieza y evaluó la situación.
La familia… ¡al completo!, estaba reunida ante la chimenea como la vez anterior. Sentado al escritorio, el abogado revolvía unos papeles. El hombre la miró y enseguida desvió la mirada hacia otro lado.
De hecho, miró a Richard que, de espaldas a la habitación, contemplaba el exterior a través de un gran ventanal.
Tanto el abogado como ella observaron aquella espalda, vestida elegantemente de azul oscuro. Volvió el desasosiego anterior, aquel sentimiento enervante y tenso que la había abrumado en el salón del desayuno, cuando él le había lanzado una mirada acusadora. Como si tuviera una gran cuenta que ajustar con ella.
Ignoraba por completo de qué se trataba.
Ni su espalda, alta y recta, ni sus manos, apretadas detrás de él, le dieron pista alguna.
De pronto, por encima de aquel desasosiego, la asaltó otro presentimiento. Una creciente y turbulenta sensación de que iba a ocurrir algo inminente y trascendental. En la habitación la energía era fuerte, acaparadora y Catriona era incapaz de localizar su epicentro. En guardia, avanzó con cautela y ocupó el asiento vacío al lado de Mary.
En ese momento Richard se volvió y la miró.
Sus miradas se cruzaron y Catriona comprendió quién era la fuente de aquella energía. Súbitamente exhausta, miró la puerta y volvió a mirarlo.
Richard se dirigió con aire acechante a la chimenea. Se hallaba a tres metros de distancia, y la puerta a nueve. No había escapatoria.
Sus intenciones, no obstante, permanecían ocultas.
Catriona respiró con dificultad a través del ya familiar torniquete que le obstruía los pulmones y dejó que el orgullo le infundiera expresión al rostro. Alzó el mentón, devolvió el saludo a Richard y, de forma harto significativa, pasó a mirar al abogado. Deseó que empezara de una vez con su cometido para quitarse aquello de en medio, y que Richard Cynster pudiera marcharse y ella respirar de nuevo.
El abogado carraspeó, miró en derredor por debajo de unas cejas muy pobladas y pasó a escudriñar los papeles que tenía en la mano.
—Como todos ustedes saben…
El preámbulo esbozó la situación tal y como la conocían. Todos se movieron y cambiaron de postura, a la espera de que fuera al grano. Por fin, se aclaró la garganta de nuevo y miró directamente a Richard.
—El propósito de mi visita hoy aquí es preguntarle, Richard Melville Cynster, si acepta y se aviene a cumplir los términos del testamento de nuestro cliente Seamus McEnery.
—Acepto y me avengo.
Las palabras, tan inesperadas, fueron proferidas con tal serenidad, que Catriona apenas fue capaz de asimilarlas. Su pensamiento se negó a creer a sus oídos.
En un estado de similar aflicción, el abogado parpadeó. Consultó los papeles con ojos de miope, se ajustó las gafas, respiró y volvió a mirar a Richard.
—¿Manifiesta que se casará con la pupila del difunto señor McEnery?
Richard lo miró a los ojos con frialdad antes de mirar a Catriona. Luego habló tranquila y parsimoniosamente.
—Sí. Me casaré con Catriona Mary Hennessy, pupila del difunto Seamus McEnery.
—¡Bieeen!
El grito de júbilo de Malcolm precedió a la algarabía. La habitación estalló en exclamaciones, agradecimientos cordiales y manifestaciones de profundo alivio.
Catriona apenas los oía, la mirada clavada en la de Richard, dejando que aquella marea la envolviera y con la sensación de un cambio no especialmente sutil en la energía que la rodeaba. Sin duda alguna la trampa se estaba cerrando sobre ella, y ni siquiera podía ver de qué se trataba.
A pesar de la efusiva palmada en la espalda y del apretón de manos con que le obsequió Jamie y pese a las preguntas del abogado, la mirada intensa de Richard no flaqueó. Atrapada en aquel haz de firmeza, Catriona se levantó con calma pero con mucha menos seguridad. Extendiendo una mano, se agarró al respaldo de la silla y se irguió… Incapaz de controlarse, levantó la barbilla en actitud desafiante.
El clamor que los envolvía fue remitiendo a medida que la familia cayó en la cuenta del conflicto de voluntades que estallaba delante de sus narices.
Catriona esperó a que reinara el silencio para afirmar con voz clara y tranquila:
—Yo, sin embargo, no me casaré con usted.
El semblante de Richard se ensombreció. Lentamente se encaminó hacia Catriona con su habitual indolencia, mientras los demás se apartaban. Aunque algo intimidante, en su actitud no había una amenaza manifiesta.
Se detuvo delante de ella, bajó la vista para mirarla a los ojos y luego mirar a los demás por encima del hombro de Catriona.
—Si tienen la bondad de disculparnos.
Sin esperar respuesta alguna la agarró de la mano y, antes incluso que pudiera pestañear, Richard avanzaba a grandes zancadas por la habitación con ella a rastras.
Catriona reprimió una virulenta maldición. Debía caminar a toda prisa para mantenerse en pie. Contuvo su genio; al fin y al cabo, poner tierra de por medio entre ellos y los demás suponía una ventaja manifiesta.
Richard no se detuvo hasta alcanzar el otro extremo de la estancia, situándose de espaldas a la pared de las estanterías, entre dos sólidos sillones y una mesita. En cuanto la soltó, Catriona se encaró con él.
—No me casaré contigo. Ya te expliqué los motivos.
—Por supuesto.
Ambos hablaron en susurros. Catriona parpadeó y sintió la punzada de una mirada tan dura que literalmente se quedó anonadada.
—Pero eso fue antes de que te metieras en mi cama.
Su mundo se tambaleó. Pudo oír los latidos de su corazón. Volvió a pestañear con lentitud. Abrió los labios para negar… pero la mirada de Richard, de un azul incandescente, la hizo cambiar de idea. Levantó la barbilla.
—Nadie te creerá jamás.
Richard arqueó las cejas.
—¿Ah, no?
Richard miró alrededor y vio el cuaderno de dibujo y el lápiz de Meg en una mesita. Los cogió y, ante la perpleja mirada de Catriona, abrió el cuaderno por una página en blanco e hizo un rápido apunte. Luego le entregó el cuaderno.
—¿Y cómo piensas explicar que conozca esto?
Catriona observó el dibujo. Era su marca de nacimiento. El mundo se tambaleaba ante ella.
Richard se inclinó con gesto protector pero amenazante.
—Estoy seguro de que recuerdas las circunstancias en las que lo vi. Estabas en mi cama, de rodillas, totalmente desnuda delante de mí, mientras yo… te poseía.
Aquellas palabras susurradas con energía y precisión, a menos de treinta centímetros de distancia, asestaron un duro golpe a sus defensas. Catriona sintió que se debilitaban y agrietaban, y que a través de ellas se filtraban la emoción y las sensaciones que había sentido en la cama de Richard.
Ahuyentar aquel pensamiento y sellar las grietas de sus muros le exigió toda su fuerza de voluntad. Clavó la mirada en el dibujo hasta que recuperó cierta tranquilidad. Entonces levantó la vista y dijo con voz queda:
—Estabas despierto.
—Lo estaba. —El rostro de Richard era una máscara de ángulos y planos insensibles, la personificación de la resolución.
Catriona se preparó mentalmente para el combate.
—¿Del todo?
—Absolutamente. La segunda noche no probé el whisky. Ni la tercera.
Catriona lo miró a los ojos, luego hizo una mueca y bajó la mirada.
Richard esperó. Ante el silencio de Catriona, le quitó el cuaderno de dibujo de las manos.
—Así pues —dijo señalando al grupo con un gesto—, ¿vamos y les damos la buena nueva?
Catriona levantó la cabeza.
—No he cambiado de idea.
Se inclinó y le susurró al oído:
—Bueno, pues cámbiala.
Catriona dio un paso atrás. Dirigió la mirada hacia la habitación y vio a los demás observando. Se puso rígida de inmediato, contempló a su torturador, levantó las manos y las apretó contra el pecho de Richard.
—¡Déjalo ya! Intentas asustarme deliberadamente.
—No intento asustarte —replicó con los dientes apretados—. Intento intimidarte… Hay ciertas diferencias.
Catriona lo fulminó con la mirada.
—No tienes que hacerlo… ¡Piénsalo! No quieres casarte conmigo… No quieres casarte con nadie. Sólo soy una mujer, igual que las demás. —Hizo un gesto con la mano como si abarcara a una multitud—. Si te marchas, descubrirás que soy como las demás… y dentro de una semana me habrás olvidado.
—Sabes mucho al respecto.
Habló con tono despectivo. Richard apoyó la mano contra la estantería a la altura del hombro de Catriona, casi aprisionándola. Catriona sintió las estanterías a su espalda, se irguió y levantó aún más la barbilla, desafiándolo con la mirada.
—Para tu información, debes saber que por lo general insisto en que las damas con las que trato tengan el buen sentido de no sacarme de quicio —añadió Richard—. Algunas lo intentan, lo admito, pero ninguna lo logra. Todas permanecen justo donde yo quiero que estén, a una distancia prudencial. No se meten en mis sueños, ni interfieren en mis aspiraciones, ni desafían mis esperanzas… ni mis miedos. —Entrecerró los ojos—. Sin embargo, tú eres diferente. Has logrado sacarme de quicio sin ni siquiera intentarlo, antes incluso de que descubriera la fuerza de tus hechizos. Ahora estás ahí, y ahí seguirás. —Su mirada se endureció—. Te sugiero que te acostumbres a tu nueva posición.
—Es como si prefirieses que no estuviera ahí… sacándote de quicio como dices tú.
Richard dudó durante unos segundos antes de decir:
—Admitiré que no estoy seguro de aprobar nuestra particular intimidad, y sin duda no apruebo tu iniciativa. Sin embargo, la verdad es que después de haberte tenido debajo de mí, no voy a soltarte. —La miró fijamente—. Es tan simple como eso.
Catriona leyó la verdad en sus ojos; puso ceño y meneó la cabeza.
—Eso no puede ser.
—Claro que sí —replicó—. El destino te ha ofrecido a mí en bandeja de plata. Y no tengo la más mínima intención de rechazarte.
Se produjo un momento de tensión. Catriona sentía la sensualidad que había entre ellos, algo vital y vivo, que irradiaba calor, que parecía tener voluntad propia, algo peligrosamente compulsivo. Ella lo miró, respiró lenta y perentoriamente e intentó otra táctica.
—Todo esto se debe a que estás furioso.
También sentía la ira encerrada tras la máscara de Richard.
—Típicamente masculino; consientes en casarte conmigo y organizar sabe Dios qué embrollos legales sólo porque estás de un humor de perros conmigo por algo que he hecho. —Frunció el entrecejo—. No puedo imaginar el qué, pero apenas es razón suficiente para montar este alboroto.
Richard se puso tenso.
—No estoy furioso, sino frustrado. Una consecuencia no de algo que has hecho, sino de algo que has omitido hacer.
Las palabras, mordaces, contenían la fuerza e intimidación suficientes para hacer que Catriona tratara de retroceder. Sin embargo, ella se negó a ceder, y le lanzó una mirada beligerante.
—¿De qué hablas?
—Omitiste venir a mi cama.
La torcida sonrisa de Richard le recordó al lobo de Caperucita Roja. Lo observó con creciente perplejidad.
—¿Consientes en casarte conmigo porque no he sucumbido a tus legendarios encantos? ¿Porque no estaba tan ciega como para no resistirme…?
—¡No! —Richard había utilizado el mismo tono para dirigirse a la tropa en Waterloo. Por suerte, funcionó e interrumpió la diatriba de Catriona. Con una mirada de advertencia, las mandíbulas en tensión, cogió el cuaderno de dibujo con fuerza y esperó. Finalmente, ya con un tono más razonable, pudo añadir—: Quiero decir que me sentí sexualmente frustrado porque te deseaba. Soy yo el que no puede resistirse. Y no me gusta que tú sí puedas.
Catriona lo miró parpadeando mientras estudiaba sus ojos y su cara.
—Ah.
Richard observó la expresión algo cautelosa de Catriona y se aferró a su temple, a los inevitables modales de educación, que era todo cuanto se levantaba entre ella y una demostración efectiva de los argumentos más poderosos que le impelían a casarse con ella. Si cedía a sus impulsos escandalizaría a Jamie y su familia.
—Confío —dijo, y a pesar de la apariencia cortés, su tono era salvaje— en que ahora tengas claro este extremo. Quiero casarme contigo porque quiero que seas mi esposa.
Catriona movió la cabeza; no necesitaba más explicaciones. Percibía los sentimientos de Richard, lo cual no era ninguna ayuda para su causa. Entrelazando las manos delante de ella, respiró hondo e intentó desesperadamente encontrar una grieta, una brecha, en el muro que Richard estaba levantando en torno a él.
—Pero ¿por qué has decidido casarte conmigo? Me has deseado desde el principio, pero has decidido lo del matrimonio hace poco.
—Porque… —Richard se interrumpió y la contempló; luego, desechó la cautela y prosiguió—: Porque eres una condenada bruja que pasea sola. Que cabalga sola. Una dulce y desvalida bruja que tiene una enternecedora pero absolutamente equivocada confianza en la capacidad protectora de los poderes místicos. —Su rostro se endureció—. Pero vives en un mundo de hombres y, con la muerte de Seamus, tu protección frente a ellos se ha desvanecido, y lo más revelador es que ni siquiera te has dado cuenta. Ni siquiera te has percatado del peligro.
Catriona frunció el entrecejo.
—¿Qué peligro?
—El que representan tus vecinos. —Decidió entrar en detalles. Se sacó las cartas dobladas del bolsillo y le enseñó las proposiciones y las amenazas que había recibido Seamus—. Mira la última de Dougal Douglas. —Esperó a que Catriona la encontrara—. Debes leer entre líneas, pero su mensaje es bastante claro.
Catriona leyó la única hoja llena de tachones y respiró con dificultad.
—¿Informará de mí a las autoridades, a la Iglesia y al Estado, si no me caso con él?
Cuando alzó la mirada, Richard vio algo parecido al temor en sus ojos.
Richard puso ceño y reclamó las cartas.
—No te preocupes. Hay una manera muy sencilla de silenciar sus pistolas.
—¿Cuál?
—Cásate conmigo.
—¿Y eso de qué servirá?
—Si te casas conmigo, según la ley tus tierras pasarán a ser mías, así que no hay razón para perseguirte.
Catriona miró las cartas que sostenía Richard.
—¿Y si aun así lo hace… por resentimiento?
—Si lo hace, puedo garantizarte que no pasará nada.
Lo miró a la cara.
—¿Porque eres un Cynster?
—Exacto. —Tras un instante de duda, añadió—: Seamus sabía que necesitaba cierta clase de hombre para ti… Un hombre adecuado, con el grado adecuado de poder. —Meditó e hizo una mueca—. Un Cynster satisface los requisitos a la perfección, y él tenía uno, es decir yo, atado a una cadena. A saber: el collar de mi madre. Sobre todo, sabía que si le dabas la tierra a un Cynster, este jamás la soltaría. El «Tener y conservar» sigue rigiendo nuestras vidas. Lo cual significaba que estarías a salvo. Si la tierra fuera mía, nunca podría vender el valle. —Miró a Catriona a los ojos y afirmó lo que ya parecía evidente—. Por medio de toda esta farsa de su testamento, Seamus sólo tenía un objetivo verdadero: garantizar tu seguridad de forma permanente.
Catriona frunció el entrecejo y guardó silencio, por lo que Richard insistió despiadadamente en aquel extremo.
—Al hacer público de manera ostensible que era tu tutor, atrajo hacia él todas las propuestas, manteniéndote así al margen de las preocupaciones. Pero Jamie no es Seamus; no podrá desviar a estos tres de su objetivo. Mientras Seamus vivía, estabas a cubierto, pero ahora que ya no está, se abrirá la temporada de caza… de ti y de tu valle.
Catriona echó una ojeada a las cartas.
—No me había dado cuenta. No lo sabía.
—Lo sabes muy bien. —Richard volvió a meterse las cartas en el bolillo—. Lo dijiste anteanoche. Dijiste que me necesitas. Tal vez optes por no admitirlo conscientemente, pero en el fondo lo sabes. Quizá no lo aceptes, pero eso no altera la realidad.
—¡Tú no eres mi guardián! —exclamó Catriona.
Richard la miró y no pudo evitar un gruñido.
—En lo que respecta a tu persona, me daré por aludido.
Catriona le lanzó una mirada feroz, pero Richard se mantuvo impasible. Luego inquirió:
—¿Por qué acudiste a mi cama?
Catriona suspiró y se dijo que él había sido completamente honesto y franco.
—Porque la Señora así lo quiso.
Al cabo de unos segundos, Richard arqueó una ceja.
—¿Tu Señora te dijo que acudieras a mi cama?
—Sí —se limitó a responder.
Richard la escuchó en silencio, atónito. Había esperado que le contestara que lo había hecho por soledad, algo que él entendía, que había reconocido de forma instintiva en ella. La intervención divina resultaba un poco más difícil de asimilar, así como la lujuria posesiva que rugió en su interior al imaginársela cargada con su hijo.
No estaba del todo seguro de sus sentimientos acerca de las razones de Catriona, pero la oportunidad era demasiado buena para no aprovecharla.
—En ese caso —dijo apartándose de la estantería—, es evidente que, por tu parte, no existe ningún impedimento para nuestro matrimonio.
Catriona lo miró ceñuda.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Hijos —respondió de inmediato—. La Señora te dijo que yo sería el padre de tus hijos. —Catriona lo miró fijamente sin comprender. Richard se explicó—. Hijos. Plural. Más de uno.
Catriona parpadeó con expresión ausente.
—Se hace un poco difícil comprender cómo podrías engendrar una prole conmigo sin el beneficio del matrimonio.
—Gemelos. —De repente, Catriona volvió a concentrarse en la cara de Richard—. En tu familia hay gemelas… Amanda y Amelia.
Richard meneó la cabeza.
—Su padre es un gemelo, y su madre tiene hermanos gemelos. No tiene nada que ver con nuestro caso.
—Pero… —Catriona lo miró de hito en hito—. La Señora no habló de matrimonio.
—Los dioses no son tan ceremoniosos. El matrimonio es una institución creada por los hombres.
—Pero… —Catriona no supo qué decir.
Richard se dio cuenta. La observó y añadió con un susurro cautivador:
—Lo que te dije iba en serio. Si nos casamos, no interferiré en tus actividades. —La miró fijamente a los ojos—. Juro que siempre apoyaré tu posición y que te acataré como Señora del valle.
Hablaba en serio. Acababa de hacer una promesa de fidelidad que sólo un guerrero podía realizar, y además sólo a su reina. Catriona sintió que su voluntad cambiaba, que estaba perdiendo la batalla para mantenerse fuera del alcance de Richard.
Una parte importante de su mente la exhortaba a reconsiderar, a aceptar todo lo que le ofrecía…
Como quizá lo había intentado la Señora.
La cabeza, la mente y los sentidos le daban vueltas. Consiguió concentrarse no sin esfuerzo… Bajó la mirada y se obligó a prescindir de las complicadas motivaciones de Richard y de ella misma, para afrontar el asunto directamente.
Tras un instante de silencio, alzó la cabeza y preguntó:
—No piensas soltarme, ¿verdad?
—No. —Se le había endurecido el rostro. Mirándola fijamente a los ojos, añadió en voz baja—: Y tal vez te gustaría considerar la circunstancia de que si me rechazas y das a luz un hijo mío, tendré por ley un derecho inalienable sobre él.
Catriona captó la firmeza del compromiso de Richard, no hacia ella, sino hacia el hijo no nacido de ambos.
—¿Me quitarías al niño?
La expresión de Richard no flaqueó. Ella leyó la respuesta en sus ojos antes de que hablara.
—Arrebataría a cualquier hijo mío aún de los brazos de la mismísima Señora, si esta pretendiera alejarlo de mí.
Catriona respiró hondo y se irguió. La trampa se cerraba con firmeza y ternura, pero con hermetismo.
El guerrero había conseguido su causa.
—No será tan malo como me temía. —Catriona deslizó el cepillo por su pelo y miró a Algaria en el espejo. Su antigua mentora estaba al borde del pánico—. Ha prometido apoyar mi posición, mi papel, y no socavarlo. No estaba obligado a hacerlo.
—Eso es lo que dice ahora —replicó Algaria con escepticismo—. Sólo tienes que esperar a que te lleve de regreso al valle. En cuanto tu estado de gestación sea avanzado, se hará el dueño y señor. —Sin dejar de andar, Algaria se volvió bruscamente—. ¿No te das cuenta de que tendrá la potestad de vender el valle?
—No lo hará —aseguró convencida—. Es un bastardo… y un Cynster. Hay más posibilidades de que él conserve el valle para sus hijos que cualquier otro. —Protegerlo para sus hijos… Catriona sonrió mientras seguía cepillándose el pelo.
Algaria no había estado presente en la biblioteca. Al enterarse de la inminente boda y de que no partirían al día siguiente, se había horrorizado. Además, estaba segura de que Richard, valiéndose de algún extraño y profundo poder, debía de haber obligado a Catriona a aceptar.
El único poder que había utilizado Richard era su verdadero yo, aquel que realmente se ocultaba tras la máscara. Catriona había intentado explicárselo, pero Algaria no estaba dispuesta a escuchar.
—No puedo creer que hayas accedido sin más. —Se detuvo y la miró fijamente.
—Créeme, no ha sido tan sencillo. Nuestra conversación ha versado sobre multitud de asuntos.
—¿Habéis hablado de su carácter, del hecho de que querrá mandar, de que necesitará mandar tanto como respirar?
Catriona bajó el cepillo con un suspiro.
—No he dicho que vaya a ser fácil.
—¿Fácil? ¡Va a ser imposible!
—Algaria. —Catriona se volvió en el taburete hacia su mentora y ayudante—. No he tomado la decisión a la ligera. En cuanto al asunto en sí, había demasiadas razones de peso a favor de este matrimonio… y pocas, de haber alguna, en contra. —Algaria abrió la boca, pero Catriona la silenció levantando una mano—. No, conozco su fuerza… y él también la conoce. Ha prometido reprimirla, utilizarla para apoyarme y no esgrimirla contra mí. —Sostuvo sin vacilación la mirada de Algaria—. Tengo la intención de darle la oportunidad de cumplir su promesa. Es un derecho que ha reclamado y que no puedo negarle de manera justificada. Mientras no fracase, mientras no incumpla sus votos, no deseo oír nada más acerca del asunto.
Esperó, pero Algaria guardó silencio y echó a andar de nuevo con nerviosismo.
—Podías haber sugerido un período de prueba para darle tiempo, al menos, a mostrar sus cartas.
—Dudo que hubiera aceptado, y sabes que ese nunca ha sido nuestro estilo.
—¡Casarse con un hombre como él tampoco ha sido nunca nuestro estilo!
Catriona suspiró y dejó que Algaria se tranquilizara. No compartía su inquietud, aunque podía entenderlo. Al igual que todos los discípulos de la Señora, Algaria sentía una desconfianza profundamente arraigada hacia los hombres dominantes, por buenas y evidentes razones. Una desconfianza que Catriona había compartido hasta que conoció a Richard Cynster, cuando sintió la atracción que podía representar un hombre poderoso y percibió la vulnerabilidad que escondía tras la máscara. Algaria también poseía el talento para ver detrás de la máscara de Richard, pero era inútil sugerírselo en aquel momento. Su antigua mentora sentía demasiada repugnancia por la visión de la fuerza y la dominación para ver más allá.
Contempló a Algaria y volvió a suspirar.
—Los tiempos cambian y también nosotras debemos hacerlo. Conozco demasiado bien los entresijos de la vida como para intentar resistirme a su flujo, las corrientes que me conducen a sus brazos son muy fuertes. Son incluso más poderosas que la voluntad de la Señora. —Algaria se detuvo y Catriona la miró a los ojos—. No lucharé contra el destino… ni contra la vida. La Señora no me puso aquí para eso.
Se volvió de nuevo hacia el espejo y cogió el cepillo con expresión serena.
—He consentido en casarme con Richard Cynster ante testigos. Nos casaremos en cuanto sea posible. —Se alisó la abundante melena con el cepillo; el rítmico movimiento resultaba tranquilizador—. Y entonces —murmuró cerrando los ojos—, entonces volveremos al valle.
Algaria salió de la habitación en silencio. Catriona, en un inusitado estado de agotamiento mental, se metió en la cama. La idea de visitar a Richard surgió para ser desechada de inmediato; no tardaría en ser suya y él lo sabía. Había sabido ser magnánimo en la victoria. Por eso en el salón había arqueado las cejas por encima de la taza de té y le había dicho que se fuera a la cama y durmiese un poco.
Adormilada, Catriona sintió cómo sus labios se curvaban. Por suerte, no había nadie lo bastante cerca para oírlo; el resto de la familia se hallaba muy ocupada intentando asimilar su «nuevo» estado. De hecho, era su antiguo estado lo que quizá fuera uno de los aspectos positivos del asunto: al devolverles la herencia, ya lo consideraban como el que les correspondía de verdad.
Era de esperar que Mary pudiera comprar cortinas nuevas.
La idea la hizo sonreír. Poco a poco, fue sumergiéndose en un sueño mucho más sereno y tranquilo de lo que hubiera esperado.
De un modo u otro, las cosas saldrían bien; así se lo susurró la Señora.