TENÍA el tacto de una diosa. Richard aún sentía sus manos sobre él, en su espalda, en sus costados, en su…
Despertó sobresaltado. Miró la cama a su lado y comprendió que había estado soñando.
«O mejor dicho —pensó—, recordando».
La cama estaba tan pulcra y ordenada como la mañana anterior. Después de recorrer el dormitorio con la vista, no vio ninguna señal de la presencia de la bruja. Se recostó sobre las almohadas y frunció el entrecejo. No era alguien con el sueño especialmente pesado, pero sin duda ella podía deslizarse de entre sus brazos y alisar la sábana junto a él sin despertarlo. Se movía con suavidad, más que caminar, se deslizaba. Sus manos estaban acostumbradas a tranquilizar y sus gestos siempre eran elegantes.
Se negó a pensar en las manos de Catriona.
Arrojó la colcha a un lado con un juramento y atravesó malhumorado el cuarto hacia el llamador. Volvía a sentirse un cazador. Todo cuanto necesitaba hacer en ese momento era localizar a su presa.
La encontró en el salón del desayuno, comiendo despreocupadamente un huevo cocido. Lo saludó con una sonrisa alegre y simpática.
Era tal su felicidad, que Richard se sumió en una momentánea zozobra.
Vaciló, le devolvió el saludo y se dirigió a la mesa del bufé. Después de escoger entre las distintas carnes disponibles, volvió a la mesa y se sentó enfrente de Catriona. Malcolm, que masticaba con pereza una tostada en la otra punta de la mesa, y Algaria O’Rourke, eran los únicos que ya habían bajado.
El perro guardián de Catriona, sentada junto a ella, lo miró con su acostumbrada desaprobación. Richard la ignoró y se puso a comer… mientras observaba cómo lo hacía Catriona. La observó lamer la yema del huevo de su labio inferior y, después, hacer lo propio con la cuchara. Vio sus labios brillantes al beber un sorbo de té.
Se movió en la silla, bajó la mirada hasta su plato e intentó recordar cómo urdir una trampa.
—¿Ha tenido algún sueño perturbador esta noche?
Levantó la vista; Catriona le sonreía, mientras sus ojos verdes lo estudiaban con descaro.
—No. —Le sostuvo la mirada—. De hecho, creo que esta noche no he soñado.
La sonrisa de Catriona era soberbia y tan cálida como el sol.
—Estupendo.
Richard parpadeó presa de una agitación interior.
—Me preguntaba…
—¿Catriona?
Todos alzaron la mirada. Mary dudaba junto al umbral de la puerta, retorciéndose las manos.
—Si has terminado, ¿podrías venir a ver a los niños? Están tan insoportables.
—Por supuesto. —Dejando la servilleta junto al plato, se levantó—. ¿Siguen con fiebre?
Echó a andar con decisión y no volvió la vista atrás. Richard aprovechó para contemplar su trasero a su antojo.
Luego volvió a su plato y retomó sus planes; el primer punto de su agenda era un largo paseo a caballo.
Cabalgó hasta bien entrada la tarde, hasta que apenas hubo luz. Al regresar a la casa, ordenó que le subieran una tardía merienda a su habitación. Worboys llegó con la bandeja. Se quedó para quitarle el gabán y los guantes y hacer algunas preguntas.
—¿Estoy en lo cierto al suponer que partiremos en cuanto se haya ido el abogado, señor?
—Hummm —musitó Richard, llevándose a la boca un trozo de rosbif.
—Debo decir —insistió Worboys— que ha sido una estancia de lo más instructiva. Hace que uno aprecie las pequeñas cosas de Londres.
Arrellanado en un sillón delante de la chimenea, Richard no contestó.
—Supongo que volveremos a la ciudad directamente. ¿O tiene intención de visitar Leicestershire?
—No tengo la más remota idea.
Worboys se sorbió la nariz, a todas luces contrariado por tanta indecisión. Abrió la puerta del vestidor y, mientras removía prendas y estiraba mangas, Richard siguió masticando sin inmutarse, la mirada fija en las llamas.
Pensó en el destino de una bruja.
Una parte de su mente —la perteneciente a los Cynster— había considerado hacerla suya desde el instante mismo en que la había visto por primera vez. Desde la lectura del testamento, había estado considerando la posibilidad. De una u otra manera, trataba de decidir si debía aceptar la oportunidad que Seamus había propiciado, resignarse al destino y tomar esposa… o alejarse y dejarla atrás.
Tal había sido su estado antes de que ella se metiera en su cama.
En ese momento… Richard miraba fijamente las llamas saltarinas con los largos dedos apretados alrededor de la copa labrada.
—¿Está listo para vestirse para la cena, señor?
Richard levantó la vista con la expresión forzada.
—Pues claro.
Motivo. Tenía que haber algún motivo para meterse en su cama.
Richard vio a Catriona en cuanto cruzó el umbral del salón y, con una expresión lánguida y despreocupada que en realidad ocultaba un propósito cruel, se dirigió hacia ella.
Catriona esbozó una amplia sonrisa franca.
Los recuerdos de Richard de la primera noche juntos eran incompletos, aunque estaba dispuesto a jurar que Catriona había llegado virgen. Una virgen entusiasta, con ganas de aprender, una virgen dispuesta al libertinaje, pero aun así virgen. Nunca había yacido con ningún hombre antes que con él.
Lo cual planteaba una enjundiosa pregunta: ¿por qué él? O mejor aún, ¿por qué entonces?
—Me estaba preguntando —dijo Richard mientras reclamaba su ya habitual lugar junto a ella— adónde tiene intención de ir después de que hayamos resuelto este asunto del testamento.
Catriona se volvió y lo miró a los ojos.
—Al valle, por supuesto. Nunca estoy fuera mucho tiempo… Por lo general, no más de un día.
—¿Nunca va a Edimburgo o a Glasgow?
—Ni siquiera a Carlisle, y está más cerca.
—Pero encarga cosas. Mencionó que lo hacía.
—Tengo representantes que paran en el valle. —Se encogió de hombros—. Parece más prudente no hacer ostentación de mi persona… ni del valle. Vivimos muy bien en nuestro anonimato.
—Ya. —Richard la miró e inquirió—. ¿Hay otras familias de posición en el valle?
—¿De posición?
—Independientes, que no sean aparceros suyos.
Catriona negó con la cabeza.
—No, soy la dueña de todo el valle. —Arqueó fugazmente las cejas—. Ni siquiera tenemos coadjutor, porque no hay iglesia, claro.
Richard estaba sorprendido.
—¿Cómo es posible? ¿Acaso los primeros presbíteros desaparecieron sin más?
Catriona intentó no reír, pero no lo consiguió.
—La Señora no aprueba la violencia. Pero la respuesta a su pregunta es la geografía. El valle está aislado. De hecho, si no se sabe que está allí, no es fácil encontrarlo.
—Al menos debe de tener vecinos… los propietarios de los alrededores.
Catriona hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Pero en las colinas la población está muy diseminada. —Lo miró—. Es una existencia solitaria.
Richard tuvo la impresión de que la última frase ocultaba un sentido que no logró entender. Catriona le sostuvo la mirada un instante y luego pareció echarse atrás. Parpadeó y miró hacia otro lado, esbozando una fugaz sonrisa al alargar la mano para coger una de las tazas que llevaba Mary.
Richard también sonrió a Mary y la alivió del peso de una segunda taza.
—Querida, no tengo palabras para agradecértelo —dijo Mary, llena de gratitud—. No sé cómo me las habría arreglado si no llegas a estar aquí. Los chicos nos habrían vuelto locos a todos. De hecho, se han pasado toda la tarde escuchando tus cuentos. No sé cómo lo haces. Eres tan buena con ellos, incluso con los pequeños.
Catriona esbozó una de sus sonrisas misteriosas.
—Es sólo una parte del arte de la curandería.
Richard arqueó una ceja con aire escéptico detrás de su taza de té. Las curanderas que conocía solían disfrutar asustando a los niños y los admitían como pacientes sólo a regañadientes. Ni las curanderas ni la mayoría de los adultos tenían la paciencia necesaria para aguantar las intemperancias de los niños.
—Sea como fuere —dijo Mary—, todos agradecemos sinceramente tus esfuerzos. —Miró esperanzada a Catriona—. ¿Estás segura de que no te quedarás? —Su rostro se ensombreció e hizo una mueca—. No sé dónde estaremos dentro de dos semanas. —Lanzó una mirada de disculpa hacia Richard—. Pero en cualquier caso siempre serás bien recibida.
Catriona le apretó la mano.
—Lo sé, y no te preocupes. Las cosas se arreglarán solas. Pero he de volver al valle, llevo fuera más tiempo del previsto.
Un leve ceño y una sombra de preocupación enturbiaron su mirada durante un instante. Richard se dio cuenta. Vaciando la taza, se dijo que, al margen de cualquier otra consideración, Catriona Hennessy se tomaba su papel de Señora del valle con seriedad.
Quizá con demasiada.
Quería saber por qué había decidido entregarse a él.
¿Pretendía únicamente tener una experiencia… o había algo más?
Tumbado en la cama, con las cortinas del dosel echadas, Richard escuchó dar los cuartos al reloj de la escalera con la mirada clavada en la oscuridad.
Esperaba a que ella acudiera de nuevo hasta él.
No sabía lo que sentía; sus reacciones, incluso después de un día entero a caballo en un mundo desolado, seguían enmarañadas con demasiada violencia como para estar seguro de ellas o incluso analizarlas. Por un lado, se sentía honrado porque Catriona lo hubiera elegido, por el motivo que fuera; por otro, estaba furioso por su atrevimiento. Y había otros sentimientos que surgían siempre que pensaba en ella y que trascendían cualquier respuesta racional, o al menos cualquiera que él pudiera entender.
Quería saber por qué. Lo necesitaba.
Podía preguntárselo, esperar sin más a que apareciese y hacerle una sencilla pregunta, aunque dudaba que obtuviera una respuesta. También dudaba que se quedara a pasar el resto de la noche entre sus brazos.
Durante las dos noches anteriores, Catriona había creído que él estaba dormido, drogado. Capaz físicamente, pero sin control sobre su mente. En la primera noche, por supuesto, aquel había sido el caso. Seguía sin recordarlo todo… Había fragmentos claros como el cristal, mientras que otras partes eran una amalgama de sensaciones confusas que ahogaban los otros recuerdos. Sabía que había hablado y que ella le había contestado, de ahí el motivo de que Catriona no hubiera reaccionado la última noche, cuando él había vuelto a hablar. Debía de creer que hablaba en sueños.
Tras un día entero de reflexiones, era la única vía probable que podía vislumbrar para conseguir la respuesta que quería. Si le hacía la pregunta mientras estuviera en sus brazos y creyera que dormía, Catriona se sentiría bastante menos inhibida para responder. Era posible incluso que le contara la verdad.
Quizá no de inmediato, pero…
De la primera noche recordaba la manera en que la había martirizado… Eran retazos que ardían, como un brillante faro, en su cerebro. Catriona se había entregado con mucha rapidez. Lo cual, ahora que la conocía bien, no le sorprendía. Había reprimido todo su furor durante demasiado tiempo; nueva en el juego, carecía de la habilidad para evitar lo inevitable durante mucho tiempo, de contener aquella energía reprimida.
Sólo había empezado a torturarla, quería enseñarle muchas más cosas. Y disfrutaría haciéndolas. Mientras Catriona creyera que dormía, hablaría… Con el tiempo, estaba seguro. Y cuanto más se resistiera, más disfrutaría él. Y ella también.
Esa noche, tendría su respuesta. Por esa razón había echado las cortinas, para que no la oyera al entrar y no supiera que estaba allí hasta que se separaran las cortinas. Había dejado una rendija a los pies de la cama por la que se filtraba un débil haz procedente de la chimenea; justo lo suficiente para que él, con su excelente visión, pudiera verla con claridad.
Catriona comprobó que estaba allí, tumbado y relajado bajo las mantas, y entonces miró extrañada hacia las cortinas que casi cercaban la cama.
Torció los labios con la suave e inconfundible sonrisa de bruja que exasperaba a Richard. Alzando las manos hasta los hombros, soltó los tirantes y dejó caer el salto de cama. De pronto quedó desnuda, la piel pálida en contraste con el encendido pelo rojo.
Richard reprimió con esfuerzo el impulso de alargar las manos hacia ella, aunque no pudo evitar devorarla con la mirada. Catriona se dio cuenta y lo miró sonriendo. Luego levantó las mantas y se deslizó junto a él.
Richard se volvió y la atrajo entre sus brazos antes de que ella pudiera tocarlo. Suspiró y se hundió contra él, alzando la cara para mirarlo.
Richard la besó con dulzura, sin prisas, feliz de saborear la suave calidez del cuerpo que se apretaba contra él libremente, feliz de explorar aquella boca, suya para solicitar cuanto él quisiera.
Trató de contener sus pensamientos y sus actos, se suponía que estaba dormido, que le hacía el amor en sueños.
Así que se frenó y dejó que creciera la urgencia de Catriona, permitió que se excitara, que le ardiera la piel, que sus besos pidieran más cada vez. Se hundió de espaldas en las almohadas y la dejó que tomara el mando, o al menos que creyera que lo hacía. Medio encima de él, Catriona lo besó con furia y se retorció, acalorada, aumentando la intimidad de sus caricias.
Richard apretó los dientes, disfrutando de cada instante.
Pero mantenía las manos de Catriona en alto, sus dedos entrelazados con los de ella para evitar que precipitara los acontecimientos, aquellos que él tenía previsto controlar.
Envuelta en la calidez de la oscuridad, Catriona se rindió a la noche, a sus deseos más profundos y se entregó a él. Esa sería la última noche que pasarían juntos; estaba decidida a llenarla de placer, tanto físico como emocional. Las sensaciones físicas eran pura dicha, pero el placer emocional que encontraba en la unión de ambos era algo por lo que habría vendido su alma.
Casi a ciegas en la densa oscuridad, sólo distinguía a Richard como una profunda sombra. Cerrando los ojos le pareció que lo veía con más claridad. Prescindió de la vista para explorarlo con el tacto mientras estaba tumbada encima de él. Con las manos enlazadas, tuvo plena conciencia de las sensaciones que percibía a través de la delicada piel de los senos y el vientre. Saboreando los fascinantes contrastes —de texturas de la caliente y tersa piel que un vello crespo volvía áspera; de la fuerza innata y fácilmente perceptible que yacía, tan relajada, tan dócil bajo ella—, Catriona se retorció lenta y sensualmente, llenando su mente, sus recuerdos.
El calor brotó entre ellos y se hizo más ardiente.
Catriona se sintió liberada al entregarse a la oleada de calor. Liberó los dedos de un tirón, sujetó la cara de Richard con las manos y lo besó con voracidad.
Catriona se hundió en el beso, atrapada en un resplandor de deseo cada vez más intenso. Quería fundirse bajo Richard y que él hiciera lo propio. Le deslizó los dedos por el pelo, besándolo en los labios, hostigándolo, retándolo. Provocándolo.
Pese a responder con fogosidad, Richard permanecía boca arriba debajo de Catriona, que, maldiciendo en su fuero interno los efectos de la poción, evitó las manos de Richard y empezó a explorar su cuerpo, recorriendo anhelante los ángulos de las clavículas, la sugerente llanura del pecho, los musculosos brazos.
Richard la abrazó, impidiéndole que llegara más abajo.
Lo cierto es que ya estaba bastante excitado. La acerada virilidad de Richard, ardiente, apremiante, se apretaba contra la cadera de Catriona. Al menos una parte de él respondía.
Catriona se puso encima de él, notando el miembro de Richard entre los muslos. Balanceó las caderas, buscando el mayor placer posible en su roce.
Y entonces sintió que los brazos de Richard se movían, tensándose y relajándose para volver a tensarse, como si fuera incapaz de controlar su voluntad.
Catriona reprimió una maldición y lo besó en la boca, ofreciéndole una lenta ondulación de senos, caderas y muslos. La llamada era deliberadamente sensual.
Y él respondió: Catriona percibió el estallido y la apremiante necesidad que ella había alimentado. Sintió cómo el imponente cuerpo de Richard temblaba de anticipación, de impaciencia.
Con un jadeo retiró los labios de los de Richard y, deslizándose, se dejó caer a su lado. El cuerpo de Richard la siguió como si fuera una marioneta. Volviéndose sobre su espalda, Catriona lo sujetó por el brazo y lo obligó a situarse encima de ella.
Preso de lujuria, Richard siguió la iniciativa de Catriona, haciéndole creer que obedecía, aturdido, sus indicaciones mientras ella le espoleaba a embestirla. Richard accedió con un movimiento lento y pesado.
Consumida por el deseo, Catriona separó las piernas. Richard se balanceó con pesadez y se dejó caer en medio, tomándose su tiempo antes de poseerla. Ella se arqueó de impaciencia, y Richard sintió el calor de su sexo en la parte más sensible de su anatomía.
De repente sintió que algo se movía y se cerraba en su pecho. Con un jadeo suave y desesperado, Catriona se arqueó de nuevo y Richard la penetró suavemente.
Saboreó cada milímetro de la ardiente intimidad de Catriona, mientras ella lo recibía dichosa.
Catriona suspiró y deslizó las manos hasta la cintura de Richard. Él las cogió, descargando su peso sobre Catriona. Por fin, dulcemente pero con firmeza, le arrebató el control. Ella se movió debajo de él, hundiéndose en el suave colchón, inclinando las caderas para recibirlo mejor.
Catriona levantó las piernas con cierta timidez y se las deslizó sobre los costados.
—Sí —musitó Richard, y la besó apasionadamente mientras la penetraba más profundamente sintiendo la encendida respuesta de Catriona. Luego se dispuso a alimentarla, a conducirla a la desesperación. La mayor que hubiera conocido jamás.
Con cada nueva embestida, el placer de Catriona fue en aumento. Richard impuso un ritmo de balanceo constante. Por fin, rebosante de deseo, Catriona se arqueó bajo el cuerpo de su amante, saliendo al encuentro de cada empujón, acariciándolo con toda su piel, buscando el máximo contacto, reverenciándolo, sintiéndose totalmente poseída.
Atrapada, Catriona necesitaba liberar sus manos, abrazarlo, desesperada por atraerlo hacia sí… por alcanzar el clímax que reclamaba su cuerpo. Se retorció y jadeó, tratando de aproximarse para recibirlo aún más adentro y aumentar la intimidad que compartían. Los dedos de Richard, aferrados a los de ella, no cedieron, pero para alivio de Catriona levantó el pecho un poco, lo suficiente para que los pezones de ella, dolorosamente endurecidos, acariciaran la piel de Richard.
De su garganta brotó un gemido y, luchando por abrir los ojos lo reprimió mientras Richard se incorporaba un poco más e interrumpía el beso. Catriona sintió que un estremecimiento le recorría el cuerpo. Se irguió lentamente imprimiendo a sus movimientos un ritmo cadencioso e incontenible que provenía de su más secreta intimidad.
Instintivamente, apresó los costados de Richard con los muslos, jadeando, arqueándose mientras él empujaba cada vez con más fuerza.
De pronto él se detuvo. Catriona aguardó expectante la siguiente embestida con la impaciencia de su naturaleza desbocada, pero lo único que sintió fue el leve balanceo de Richard al penetrarla sólo un poco, levemente.
Antes de protestar, Catriona volvió a jadear cuando Richard le mordisqueó un pezón. Ella empezaba a dudar que fuera capaz de soportar tanto placer.
Los labios de Richard quemaban cuando volvieron a rozar los de Catriona.
—¿Por qué estás aquí? —susurró.
En un principio, Catriona se preguntó si le había hablado o si sólo eran imaginaciones suyas. Pero las caderas de Richard dejaron de balancearse y luego se apartó de ella.
—Porque te deseo.
Tras una leve vacilación, Richard reanudó el balanceo. Catriona suspiró y, al sentirle de nuevo en su interior, perdió el aliento que le quedaba.
Richard siguió adelante, pero sólo la firme resolución y la fuerza de voluntad propias de un Cynster le permitieron mantener el control mientras seguía haciéndole el amor. Ella respondía sin astucia ni reticencia, sin dudarlo, ofreciéndole el hechizo femenino más poderoso con el que Richard se hubiera encontrado jamás.
La tentación de perderse en sus brazos y su cuerpo crecía a cada segundo. Pero también necesitaba conocer sus motivos.
Ralentizó el ritmo hasta casi detenerse, consciente de que Catriona le exigiría más.
Cuando en efecto le rogó que volviera a dominarla, Richard la besó en la sien.
—¿Por qué me deseas? ¿Por qué a mí? ¿Por qué ahora?
Una expresión de preocupación cruzó fugazmente el rostro de Catriona. Richard, tragándose una maldición, volvió a embestirla.
La condujo a lo más alto del deseo. A pesar del peso de Richard, Catriona subió las caderas para sentirlo aún más. Richard le soltó las manos y cogió una almohada, colocándola debajo de las caderas de Catriona.
La inclinó para poseerla con más fuerza. Catriona jadeó de placer, pero Richard hizo oídos sordos.
—Agárrame con las piernas.
Catriona obedeció de inmediato. Aferrándola con los brazos, Richard la hizo subir hasta el siguiente plano de pasión. Catriona le recorrió el pecho con las manos, asiéndolo con fuerza.
Luego dejó caer la cabeza hacia atrás y trató de respirar hondo. Se entregó por completo al torbellino de sensaciones que Richard le imponía, a la fuerza que sentía en cada latido sincronizado de sus corazones. Una sensación de belleza, deleite y placer inimaginables que planeaban… fuera de su alcance.
—¿Por qué estás aquí, aferrada a mi cintura, ofreciéndote en cuerpo y alma?
La pregunta, un susurro en la noche, bajó hasta ella flotando. La sobrepasó; con los ojos cerrados, meneó la cabeza. Y se concentró en la acerada flexibilidad del cuerpo de Richard mientras se fundía con el suyo.
En algún oscuro recoveco de la mente de Catriona se formó un vago pensamiento bastante mordaz: si ese era su comportamiento cuando estaba dormido, ¿cómo sería despierto?
Se mordió el labio dispuesta a guardar silencio. Cuando Richard de pronto se apartó y salió de ella, gritó indignada. Abriendo los párpados con dificultad, lo vio levantarse y apartarse completamente de ella. Atónita, a medio sentar, alargó las manos hacia él…
Richard la obligó a situarse boca abajo, tirando de ella hasta ponerla de rodillas.
Luego empezó a acariciarla por detrás, hasta que le dolieron los senos, la piel enrojecida. Tenía los nervios a flor de piel y todo su cuerpo se convirtió en un torbellino de deseo que anhelaba el pleno goce.
De rodillas detrás de ella, Richard inclinó la cabeza y le mordisqueó el lóbulo de la oreja, para luego tranquilizarla con los labios.
—Inclínate un poco hacia delante.
Ella obedeció y Richard la sujetó por las caderas, le separó los muslos y la acarició, hasta que Catriona lo llamó entre sollozos.
Richard se deslizó en su interior —con suavidad, fácilmente— y la llenó profundamente, tanto que Catriona pudo sentirlo por todo el cuerpo. Con los ojos cerrados, en un rapto de placer, Catriona sintió cómo la poseía.
Richard fue incapaz de sonreír, ni siquiera con petulancia. Catriona lo necesitaba dentro de ella en ese instante, de lo contrario se sentiría vacía. Así pues, podía llenarla sin reparos, dando rienda suelta a sus instintos. Richard podía decidir cómo y cuándo permitiría que gozara ella atrapada en la red de pasión que había tejido para intentar conseguir la respuesta a su pregunta.
Pero primero…
Iba a hacerle el amor hasta que Catriona fuera incapaz de pensar, hasta que no le quedara voluntad para negarse, recurriendo a su pericia y su experiencia.
Quería ser despiadado.
Empezó a acariciarle los pechos mientras la besaba en la nuca. Luego le apartó con una caricia el alborotado pelo y la besó en los hombros, bajando por la columna.
Iba a ser despiadado.
Ya había estudiado sus curvas; las conocía bien. En ese momento, de rodillas ante él, reparó en otros aspectos de la belleza de Catriona: los delicados huesos, la energía elegante y flexible, la extrema feminidad de su espalda, la delicadeza con que se arqueaba la columna.
Dejó vagar la mirada y se incorporó, asiendo de nuevo las caderas de Catriona, que se estremecía de placer. Al cabo de unos segundos, Richard se descubrió contemplando las nalgas de Catriona, hemisferios de marfil que temblaban con fuerza ante cada nueva embestida de su miembro, que se deslizaba sin esfuerzo en la húmeda intimidad de Catriona.
La visión lo mantenía embelesado. Catriona gimió con suavidad y giró las caderas, pegándose a él, adhiriéndose como un guante ardiente al penetrarla.
Richard jadeó, cerró los ojos y trató de controlar sus impulsos, recordándose que tenía que ser despiadado.
Pero en cuanto sus manos se deslizaron por los hombros de Catriona hasta alcanzar sus senos, supo que —con ella— a lo más que podía aspirar era a ser despiadadamente cariñoso.
Ni siquiera Catriona podía adorar a su Señora con la misma devoción con la que él la adoraba… Catriona era su templo; él, el sacerdote que la servía y le prodigaba atenciones. Un esclavo desvalido que se hundía más y más, una víctima de la emoción que lo ataba a ella por medio de aquel acto y le exigía obediencia, aceptación y rendición. Era como si una parte de él profundamente enterrada la reconociera como su compañera… su salvación.
Cuando por fin se incorporó, su respiración se hizo entrecortada y perdió por completo el control. Sabía que tenía una pregunta que hacer, y tardó un instante en recordar cuál era. Con Catriona arrodillada ante él, poseyéndola en aquel dulce calor, resultaba difícil imaginar que hubiera algo más importante.
Aunque sí lo había. Se dispuso a internar a Catriona en el último trecho del camino. Bajó la mirada y descubrió una marca de nacimiento justo al lado de su dedo pulgar, sobre el glúteo derecho, un antojo con forma de mariposa con las alas extendidas. Del tamaño de la uña del pulgar de Richard, la marca destacaba con claridad contra la piel clara.
Richard respiró con dificultad, hundió los dedos en las caderas de Catriona, la sujetó y empujó con más fuerza, impulsándola hacia el orgasmo demoledor que había planeado para ella.
La llevó hasta el penúltimo escalón…
De pronto se apartó y la levantó atrayéndola, acariciándole los senos, la palpitante erección temblando entre sus glúteos. La mantuvo erguida sobre las rodillas, apoyada contra él, y la besó en la oreja con delicadeza.
El cambio fue tan rápido que Catriona apenas tuvo conciencia del mismo, apenas oyó, sobre el ruido sordo y desesperado de su corazón, el ronco susurro de Richard.
—¿Por qué me quieres dentro de ti?
No podía verle la cara, no podía pensar, aunque sí percibió la exigencia del guerrero en su voz.
—Porque te necesito. —Las palabras salieron en un sollozo cargado de sinceridad. Levantó una mano y la extendió hacia atrás para acariciar la mejilla de Richard—. Por favor, Richard. Ahora…
Tenía la cara pegada a la de ella, así que oyó el suave siseo y la maldición sofocada que lo siguió.
Tras extender los brazos para rodearla, cogió primero una almohada y luego otra y las apiló delante de ella. Al mismo tiempo, la orientó hacia abajo y le arrastró las piernas hacia atrás. Catriona se encontró tumbad sobre el vientre, con las almohadas debajo de las caderas.
Él estaba detrás de ella, apretándole el trasero con las caderas, dispuesto a invadirla de nuevo. Richard, rozando la piel temblorosa por un creciente nerviosismo, exacerbó de manera terrible la sensibilidad de la cara interior de los muslos de Catriona.
Catriona gritó de placer. Horrorizada, agarró las sábanas y hundió la cara en ellas. Lo oyó gemir.
Expectante, Catriona cerró los ojos y se rindió por completo al esplendor que la llamaba. Se rindió al deseo de acoger a Richard y amarle de abrazarse a él y acariciarlo.
Embistiéndola con fuerza, la condujo al éxtasis. Y cuando este explotó junto a ella, gritó.
Atónito, Richard se embebió de aquel sonido maravilloso. Aún amortiguado por las sábanas, seguía siendo mágico. Siguió sujetándola, saboreando sus contracciones, las ondulantes caricias de su cuerpo cuando la liberación la recorrió de arriba abajo.
Richard esperó, impaciente pero con férrea resolución, hasta que Catriona se relajó debajo de él. Entonces, apretando los dientes, se inclinó hacia delante, cogió otras dos almohadas y se las colocó debajo de las caderas para alzarla aún más.
Y así juntos alcanzaron la cima del placer, que Catriona ni siquiera había imaginado que existiera. Cuando lo descubrió, se reunió con él con entusiasmo y la misma concentración. Con la piel perlada de sudor, se retorció debajo de Richard, exhortándolo a continuar, no con palabras sino con hechos, con el flagrante aliento de su cuerpo exuberante.
Por fin, el grito de Catriona absorbió a Richard, tirándole del corazón, las entrañas y el alma. Cerrando los ojos, la poseyó por completo y la siguió más allá del fin del mundo.
Catriona se despertó desorientada, dudando de si estaba despierta. Acalorada y en paz, se negó a moverse para no romper el hechizo.
Pero la acosaba un presentimiento. Se obligó a abrir los ojos. Escudriñó la lúgubre oscuridad. Parpadeó para tratar de situarse y descubrir que seguía donde no debería estar.
En la cama de Richard.
El calor que la rodeaba provenía de él. Comprendió que el apogeo de la noche había pasado y que la mañana se aproximaba.
Blandió un látigo imaginario, respiró con dificultad, pues el brazo de Richard estaba sobre su cintura, e inició el proceso de desenredar las piernas de ambos. Esa era la tercera mañana que tenía que librarse del abrazo de Richard, pero la práctica no facilitaba la tarea.
Por fin, consiguió escabullirse de la cama. Se puso la bata y anudó el cinturón. Luego alisó la sábana rápidamente, colocó las mantas y ahuecó la almohada sin hacer ruido.
Se detuvo y miró a su compañero de cama. Dormía tumbado boca abajo, la pierna y el brazo que le había echado por encima descansando sobre la cama. Contempló su rostro, lo que podía ver del mismo. Los duros rasgos se habían relajado, pero seguían conservado la severidad, la promesa de energía; las pestañas bajadas eran como medias lunas negras sobre los pómulos; los labios mantenían la firmeza, la resolución. Aun en reposo, la cara le decía poco… más allá del hecho de que allí reposaba un guerrero sin causa.
Tenía que dejarlo.
Respiró hondo, alargó la mano para apartarle el errante mechón de pelo que solía caerle sobre la frente… y se detuvo. Por un instante su mano planeó sobre la colcha. Luego suspiró y retrocedió con una mueca de tristeza.
No podía arriesgarse a despertarlo.
En ese momento oyó el revuelo de la casa, el caminar de las doncellas en los desvanes, algunas puertas que se cerraban en la distancia.
Arrebujándose en el salto de cama para protegerse del frío matinal, lanzó una última y prolongada mirada… hacia el marido que no podía tener.
En cuanto las cortinas de la cama se cerraron, Richard abrió los ojos. Escuchó… hasta el más débil chasquido de la puerta al cerrarse. Contempló las cortinas, el espacio vacío junto a él. Finalmente, exhaló un hondo suspiro y se tumbó de espaldas. Cruzó los brazos detrás de la cabeza y miró el dosel.
Seguía sin tener su respuesta; al menos, no toda. Pero durante la noche había aprendido algo. Fuera lo que fuese lo que le despertaba la lujuria hacia ella, Catriona también lo sentía. Cuando estaban juntos, los sentimientos de Catriona hacia él eran la réplica de los suyos hacia ella.
No obstante, le resultaba imposible describirlos. Había una conexión sexual entre ellos, algo que investía a la mera relación carnal de una energía más profunda, fuerte y vibrante de lo normal. Él era un experto, se había acostado con muchas mujeres, pero no había conocido nada igual. Incluso en su inocencia, Catriona debía de ser consciente de ello, de aquel poder que resplandecía entre ellos cada vez que se tocaban, que se besaban.
En su caso, lo acompañaba ya a todas horas, presto a sacar la cabeza en cuanto Richard la veía. Dios se apiadara de él, pero lo cierto es que incluso se estaba acostumbrando a aquella sensación.
Apartó las mantas con una mueca, se levantó y se pasó las manos por la cara. Se conocía demasiado bien como para ignorar que no renunciaría fácilmente a aquel poder, aquella fuerza adictiva de afán posesivo que lo arrasaba en cuanto la veía.
No obstante, seguía sin saber la razón por la que ella se le había entregado. En las profundidades de la noche, cuando tras separarse Catriona se había deslizado entre sus brazos sin decir palabra, Richard no había tenido corazón para proseguir su interrogatorio. La había besado dulcemente hasta que se durmió, y después de abrazarla, él también había caído, dichosamente saciado, en un profundo sueño.
De pie, se desperezó y torció el gesto. Esa noche, hablaría claramente con ella. En cuanto estuviera en sus brazos. Ese día, sobre todo después de la última noche, tenía que hacer otras cosas.
El abogado regresaría al día siguiente.
Richard esperó en la mesa del desayuno hasta que apareció Jamie. Su anfitrión se adelantó a Algaria en la entrada. Después de esperar a que apareciese Catriona, Algaria le había lanzado una mirada que debería haberlo fulminado, luego se levantó y se fue a buscar a su antigua pupila.
Richard la observó marcharse. Se dijo que sin duda Algaria sabía dónde había estado pasando Catriona las noches. Entonces se volvió hacia Jamie.
Este, preocupado y demacrado, se sentía inquieto por los problemas de la residencia y la subsistencia de la familia. Sonrió con languidez.
—No hace un día especialmente bueno, me temo.
Richard no había reparado en ello.
—En realidad, me preguntaba si podría satisfacer mi curiosidad. —Antes de que Jamie pudiera preguntar cómo, Richard cogió su taza de café y señaló con un gesto el plato de Jamie—. Cuando termine de desayunar, claro.
Malcolm y uno de los anodinos cuñados de Jamie se hallaban presentes. Richard no quería divulgar sus planes, y menos aún que llegaran a oídos de su bruja. Quería informarla de su decisión en persona. Esa noche. Estaba impaciente por hacerlo, y no permitiría que nadie le estropeara los planes.
Jamie comió deprisa. Abandonaron juntos el salón y avanzaron parsimoniosamente por el pasillo. Jamie se detuvo y lo miró inquisitivamente. Richard le señaló el despacho de su anfitrión y siguieron caminando.
—Sentía curiosidad —murmuró Richard— por aquellas cartas que mencionó. Las que recibió Seamus sobre Catriona y sus tierras. No acabo de comprender por qué su padre quería que me casara con ella. Si pudiera ver lo que había estado tratando en relación con ella, tal vez aclarase el asunto.
Jamie arqueó las cejas y le guiñó un ojo con cierto aire de complicidad.
—Entiendo. —Ambos se detuvieron en la puerta del despacho. Jamie carraspeó—. ¿Está… considerando…?
Richard hizo una leve mueca.
—Sí, tal vez, pero… —Sus miradas se cruzaron—. Si esto llegara a oídos de Catriona, la vida para todos nosotros se volvería mucho más difícil.
Jamie parpadeó y se irguió.
—Por supuesto. —Richard advirtió que la cara de Jamie perdía algo de su enfermiza palidez cuando la esperanza, aunque débil, reemplazó al desaliento.
—¿Y esas cartas?
—¡Ah, sí! —Jamie dio un respingo—. Las dejé en la biblioteca.
La tarde estaba muriendo tras las ventanas de la biblioteca antes de que las hubiera leído todas. Cuando Jamie le habló de un montón de cartas, Richard no había imaginado que podía tratarse de uno de más de medio metro de altura. Además, no estaban ordenadas. Se pasó horas clasificándolas y descifrando las escrituras y las peticiones.
Sí, porque desde luego había habido muchas peticiones.
No había constancia de las contestaciones de Seamus, pero por la correspondencia continuada quedaba clara su actitud. Había hecho un trabajo de defensa incondicional de Catriona y su valle.
Richard suspiró y devolvió la última carta al montón, retiró el sillón, abrió el cajón inferior del escritorio y, repartidas en dos mitades, volvió a dejar las cartas donde Jamie las tenía guardadas. Luego se recostó en el sillón y observó los tres montones que había separado y alineado sobre el cartapacio.
Cada montón provenía de los tres vecinos colindantes con Catriona. Poco antes, había aprovechado un descanso para ir hasta el despacho de Jamie y consultar los mapas. Los vecinos querían las tierras de Catriona. Si embargo, y en contra de los recuerdos de Jamie, los tres seguían proponiendo el matrimonio: sir Olwyn Glean para él mismo, y sir Thomas Jenner para su hijo, Matthew, mientras que Dougal Douglas no lo especificaba.
Los tres grupos de correspondencia estaban completos, y había numerosas amenazas veladas por ambas partes. Seamus no llegaba a ser sutil. Glean era condescendiente, Jenner, pomposo, y Douglas, el más inquietante y directo.
Richard encendió la lámpara del escritorio y releyó las cartas una por una, para después juntarlas en un solo montón. Con expresión forzada y los labios apretados, dobló el montón y se lo metió en el bolsillo de la levita.
El gong que anunciaba la cena retumbó a lo lejos. Retiró el sillón y se levantó para dirigirse al piso superior a cambiarse.
Esa noche Catriona no paraba de dar vueltas en la cama. Completamente despierta, ora contemplaba el dosel de la cama, ora volvía a darse la vuelta sin que cesara la agitación.
No podía conciliar el sueño.
Algún diablo interior la informó del motivo… y la azuzó. Le recordó que hasta el dormitorio de Richard sólo había un corto trecho; y también a la cama de Richard, a sus brazos… al resto de su persona.
Catriona hizo oídos sordos a la tentación con un gemido de frustración. Era su obligación y no podía ceder a ella.
Había sabido lo que ocurriría: se vería tentada a acudir a él, intentaría decirse que una noche más no importaba. Pero la única justificación para sus actos eran las órdenes de la Señora, que no incluían noches extraordinarias para su propio esparcimiento. A esas alturas de su ovulación, tres noches eran suficientes. De la manera en que Richard le había hecho el amor, sin duda bastarían. No había justificación para más.
Así pues, consciente de que se vería tentada, mientras su resolución se mantenía firme y él se hallaba en la biblioteca, había ido a la habitación de Richard a plena luz del día para sustituir el licor drogado por otro no contaminado. Por tanto, aun cuando flaqueara, no podría ir hasta él.
Había empezado a flaquear mucho antes de que el reloj diera las doce.
En ese momento eran las cuatro de la madrugada y seguía sin dormir, tan intranquila como al principio. En cuanto a sus pensamientos… más le hubiera valido estar dormida.
Tenía muy presente que dentro de dos días, una vez que se marchara el abogado, nunca más volvería a ver Richard.
Él tampoco vería jamás a su hijo.
No supo cuál de los dos pensamientos le resultaba más doloroso.