Capítulo 7

A la mañana siguiente Richard despertó lentamente. Pareció pasar un siglo antes de alcanzar la certeza de que estaba en este mundo y no en cualquier otro. Se sentía desorientado, aletargado. Agotado.

Si no conociera bien la sensación, habría dicho que se sentía saciado.

«Estupideces», se dijo con ceño.

Miró el lado vacío de la cama. La colcha estaba bien puesta y la almohada seguía incólume. Ni rastro de compañía. Para asegurarse, levantó la colcha y escudriñó debajo. A su lado, la sábana no presentaba la más mínima arruga; de hecho, tenía un aspecto muy pulcro.

Aun así, se sintió inquieto. Dirigió la mirada hacia la parte más sensible de su anatomía, como si pudiera responderle a la disparatada pregunta que le rondaba por la cabeza. Al fin, no halló ninguna evidencia ostensible de que hubiera estado implicado en algún alocado devaneo nocturno.

Dejó caer la colcha y se tumbó de espaldas sobre las almohadas; cruzó los brazos por encima de la cabeza y miró el dosel. Pero cuanto más pensaba en el sueño, más vivido se tornaba, negándose a desvanecerse a la fría luz matinal. Los detalles adquirían mayor firmeza e intensidad.

—Es ridículo. —Retiró la colcha de golpe y se levantó.

Se bañó y afeitó con la ayuda de Worboys. Luego se vistió, se puso la levita y se dirigió abajo. Durante su aseo matinal, el sueño permaneció en su mente, haciéndose cada vez más nítido y sensual.

Bajó por las escaleras con los labios apretados. Teniendo en cuenta la abstinencia de los últimos tiempos y la presencia de la bruja con la que había fantaseado bajo el mismo techo, quizá no fuera tan sorprendente que esta empezara a habitar sus sueños.

Entró en el salón con aire despreocupado, consciente de que llegaba tarde. Tras saludar al resto de los aburridos familiares de Seamus, se sirvió y llevó el plato a la mesa. El objeto de sus lujuriosos sueños estaba ausente, pero ya había demostrado que era madrugadora.

En McEnery House no se sabía lo que era una brillante conversación matinal, lo cual se avenía al humor de Richard. Comió en silencio; estaba endemoniadamente hambriento. Había devorado la mitad de lo que tenía en el plato cuando en el pasillo se oyeron unos pasos presurosos. Todos levantaron la vista.

Catriona entró a toda prisa.

Su mirada chocó con la de Richard. Se detuvo como si se hubiera dado de bruces contra una pared. Lo observó un instante con expresión ilegible.

—¡Bueno! Me preguntaba cuándo te levantarías.

El seco y reprobatorio comentario de Algaria deshizo el hechizo. Richard no fue capaz de discernir quién lo había lanzado, si Catriona o él. O alguna otra fuerza.

Catriona miró a Algaria y se acercó a la mesa.

—Yo… me he quedado dormida.

—Cuando he entrado a mirar, dormías como un tronco.

—Ya. —Evitando la mirada de todos, Catriona se sirvió una buena ración de arroz con pescado y huevos duros que le ofrecía el mayordomo, en lugar del té y la tostada habituales.

Richard miró el plato de Catriona y luego el suyo. Se preguntó si sería posible que las personas compartieran los sueños.

Hacía un día horrible, y la nieve y el aguanieve azotaban la casa. Ante la imposibilidad de dar un paseo para despejar la cabeza, Catriona decidió ir a examinar la destilería, que parecía no haber sufrido una revisión desde su última visita. La tarea se reveló tan absorbente, que no tuvo ocasión de dedicar ningún pensamiento consciente al problema que había visto alzarse en su horizonte.

No lo había visto hasta esa mañana, cuando había entrado corriendo en el salón. En ningún momento había previsto la intensidad de su relación con Richard… El que iba a ser el padre de su hijo.

No tuvo ocasión de pensar en cómo había cambiado su visión de Richard y en si aquello significaba que debía cambiar su plan, o en si este entrañaba más riesgo.

Esa mañana, se había sentido confusa, lo cual no la sorprendía. Había visto en los ojos de Richard el recuerdo de la noche anterior. Teniendo en cuenta lo que había ocurrido, no era de extrañar. No había esperado encontrar a Richard parcialmente despierto, y mucho menos en aquel estado peculiar entre el sueño y la vigilia.

Por tanto, no era sorprendente que recordara algo, aunque por su expresión supo que no recordaba lo suficiente para estar seguro de que no había sido un sueño.

No corría peligro, pero Richard estaba inquieto. Debía tenerlo presente.

—Haced unos ramilletes con todo esto y colgadlo debidamente. Y cuando hayáis terminado, podéis tirar el resto a la basura. —Se refería al montón de hierbas viejas que hacía tiempo que habían perdido su eficacia. Catriona examinó la mejorada destilería con las manos en la cadera. Luego añadió—: Por la mañana empezaremos con los aceites.

—Sí, señora —asintieron al unísono el ama de llaves y dos doncellas.

Catriona las dejó entregadas al trabajo y se encaminó de vuelta al salón familiar. El trayecto discurría por un laberinto de pasillos que desembocaba en una estrecha galería con vistas al camino lateral.

La galería conducía al ala principal de la casa. Empezó a recorrerla antes de levantar la vista y ver la enorme figura que, inmóvil frente a uno de los largos ventanales, contemplaba la mañana invernal. Richard la oyó y se volvió hacia ella. No le bloqueó el paso, pero pareció dar la impresión de que le habría gustado hacerlo.

Altiva, Catriona siguió caminando con decisión, aunque al acercarse a él redujo el paso, súbitamente consciente de un cambio en la atmósfera, una especie de reacción sexual ostensible. Por parte de Richard… y también de ella.

Se detuvo a un metro de distancia, sin atreverse a una mayor proximidad por el temor de lo que el repentino y virulento impulso de tocarlo podría llevarla a hacer. Adoptando una expresión amable, levantó la barbilla y lo miró con aire inquisitivo.

Por su parte, Richard le devolvió la mirada. La atracción entre ellos se hizo más fuerte e intensa.

Catriona, consciente de ello, dio un respingo y sintió que sus pezones se endurecían. Luchó por mantenerse firme, rezando para que Richard no se diera cuenta.

—Me preguntaba —dijo por fin Richard—, si le gustaría dar un paseo. —El tono evidenció que quería estar a solas con ella, en algún lugar privado—. Por el invernadero, dado que no tenemos otra elección.

El hecho de que, aun sabiendo la verdad, considerara realmente la posibilidad, asustó a Catriona.

—Creo que no. —Optó por la prudencia, suavizando la negativa con una sonrisa—. Debo atender a Meg; no se encuentra bien.

—¿Y no puede hacerlo Algaria?

La reacción airada de Richard casi la hizo sonreír. Se le había caído la máscara, mostrando al guerrero que ocultaba.

—No… Meg me prefiere a mí.

Richard apretó los labios.

—Como yo.

Catriona no pudo evitar sonreír con aire burlón.

—Ella está enferma… y usted, no.

—Cuánto sabe. —Hundió las manos en los bolsillos del pantalón, se volvió y echó a andar a su lado cuando Catriona reemprendió la marcha por el ala principal.

Catriona lo miró cautamente y dijo:

—Usted no está enfermo.

—¿Puede decirlo con sólo un vistazo? —preguntó Richard con arrogancia.

—Por lo general, sí. —Sus miradas se cruzaron—. En su caso, el aura es muy fuerte y no hay rastro de enfermedad alguna.

Richard soltó una exclamación de desagrado.

—Cuando haya terminado con Meg, puede venir y examinar mi energía con más detalle.

Catriona se esforzó en mantener los labios apretados, expresando severidad.

—Sólo se siente un poco bajo de moral, lo cual es comprensible. —Llegaron al pie de la escalinata principal. Con un gesto, Catriona señaló el inhóspito panorama que se abría más allá de las ventanas del pasillo.

Richard dirigió la mirada hacia allí y se detuvo delante de las escaleras. Catriona subió el primer escalón y lo miró a la cara.

—Estaría perfectamente bien —dijo Richard, mirándola a los ojos— si tan sólo pudiera…

Sus palabras se apagaron; el deseo los barrió, tangible y caliente como el viento del desierto. La miró fijamente. Catriona se aferró al pasamanos y se esforzó por no responder, dispuesta a mantener la máscara en su sitio mientras la de él se tambaleaba.

Entonces Richard parpadeó, puso ceño y meneó la cabeza.

—No importa.

Más afectada de lo que debía mostrar, Catriona esbozó una débil sonrisa.

—Quizá más tarde.

Richard la miró y asintió con la cabeza.

—Más tarde.

No fue posible, al menos aquel día. Pese a sus mejores intenciones, Catriona se encontró permanentemente solicitada, por Meg, por los niños, incluso por Mary, que por lo general gozaba de una salud de hierro. Las tensiones provocadas en la casa por el testamento de Seamus se estaban cobrando sus víctimas.

El único momento que tuvo para sí fue la media hora que empleó en vestirse para la cena. Apenas tiempo suficiente para valorar las implicaciones del inesperado giro que había tomado su sencillo plan. Mientras se ponía a toda prisa el vestido, se sacudía y cepillaba el pelo y se volvía a hacer las trenzas, reconsideró su posición con rapidez.

Si las cosas hubieran discurrido como había planeado, habría evitado con tenacidad a Richard, sin hacer nada que le diera el más mínimo motivo para cambiar de idea. Había planeado guardar las distancias hasta que él rechazara el mandato de Seamus, le viera emprender camino a Londres y ella volviera al valle, llevándose a su hijo.

Ese era su plan.

Sin embargo, un pequeño detalle había salido mal. Y tenía que corregirlo. Richard recordaba lo suficiente de la noche anterior como para sentirse inquieto. Catriona no podía aceptar la idea de que ello se debiera a sus maquinaciones.

Debía hacer algo al respecto.

Lo primero que hizo, antes de bajar la última para cenar, como siempre, fue añadir a la funesta licorera de Richard unas cuantas gotas de otra poción que le impidiera recordar más «sueños».

Lo segundo fue no salir huyendo cuando Richard volvió a entrar en el salón después de cenar y se dirigió directamente hacia ella.

Algaria, que estaba a su lado, se puso rígida. Catriona le hizo un gesto con la mano de que se fuera y la mujer obedeció a regañadientes. Richard apenas la saludó con la cabeza cuando ocupó su lugar.

—¿Dónde diablos se ha metido?

Catriona abrió los ojos desorbitadamente.

—Calmando a Meg, dándole una medicina a los niños (a los seis) luego preparando una poción para Mary, más tarde examinando a los niños, después ayudando a Meg a levantarse, examinando de nuevo a los niños, luego… —Hizo un gesto con la mano—. Se me fue el día volando, lo siento.

Richard la miró atentamente y dijo:

—Tenía la esperanza de verla después del almuerzo.

Catriona le lanzó una mirada impotente de disculpa.

Richard resopló y fulminó con la mirada al resto de la concurrencia. Había ocupado lo que probablemente podía considerarse como el día más sombrío de su vida en la biblioteca y en la sala de billar, rezando para que su repentina susceptibilidad se desvaneciera.

Y no lo había hecho.

Aun entonces, charlando sin más junto a ella, su mente recordaba al pie de la letra lo que el cuerpo de Catriona había sentido al apretarse contra el suyo. Desnudo… piel contra piel. El pensamiento le subió la temperatura… más de lo que ya estaba. Si el día anterior, con su capacidad para excitarlo, Catriona había sido un problema, después del sueño de la última noche podía considerarla una auténtica crisis.

—Quería hablar con usted.

Aunque Richard no estaba del todo seguro, sí estaba decidido a saber si ella sentía lo mismo, si sentía la descarnada lujuria que había entre ellos. Tras observarla con detenimiento, no había llegado a ninguna conclusión. En ese momento, apenas separados por unos centímetros, ella pensaba con tranquilidad en sus palabras y la miró de soslayo. La expresión de Catriona se mantuvo inalterable.

Por su parte, Richard era incapaz de dejar de pensar en su sueño.

—Tenemos que hablar.

Catriona le lanzó una mirada inquisitiva.

—No está enfermo. No precisa mi consejo profesional.

Quizá tuviera razón y no estuviera físicamente enfermo. En cuanto; al «sueño», estaba seguro de que no había sido real por la sencilla razón que era imposible. Las posibilidades de que Catriona apareciese en su dormitorio de aquella manera, sonriendo y dispuesta a acostarse con él, eran, a su juicio, nulas.

Así pues, nada de todo aquello había ocurrido.

Pero jamás había tenido recuerdos como ese, ni siquiera de acontecimientos reales, de mujeres reales… con las que hubiera compartido una cama. Por más que odiara pensarlo, no estaba seguro de que las largas noches de su dilatada y triunfal carrera de libertino no estuvieran retornando para perseguirlo.

Además, en el fondo tenía la impresión de que había pasado la noche con ella.

Respiró hondo e inquirió.

—¿Sabe mucho de sueños? —Richard la miró—. ¿Sabe interpretarlos?

Richard percibió la duda en los ojos de Catriona.

—A veces —contestó por fin—. Los sueños a menudo significan algo, pero ese algo no está claro —dijo, y enseguida añadió—: En ocasiones no tiene nada que ver con lo que aparece en el sueño.

Richard la miró exasperado.

—Eso es de gran ayuda.

Catriona parpadeó y observó a Richard.

—Si está preocupado por algún sueño, lo mejor es apartarlo por el momento, porque si se supone que ha de significar algo, entonces ese algo se hará patente, por lo general a los pocos días. O desaparecerá el sueño.

—¿En serio? —Richard asintió con la cabeza a regañadientes. Quizá fuera un buen consejo que valía la pena poner en práctica. Pero antes necesitaba evitar que lo abandonara. Señaló el carrito del té, situado delante de Mary—. Cogeré nuestras tazas.

Catriona inclinó la cabeza con elegancia y le observó atravesar la estancia. Se dijo que necesitaba un abanico. Tenía tanto calor que estaba sorprendida de no haber entrado en combustión espontánea allí mismo, en el salón de Mary. La asaltaban oleadas de calor que se intensificaba cuando Richard la miraba directamente. La única razón de que siguiera allí, recurriendo a su fuerza de voluntad y experiencia para aparecer impertérrita, era que se había convencido de que ese era el castigo que tenía que pagar por la forma en que su plan había afectado a Richard. Debía hacer frente al antídoto y reportarle todo el alivio que pudiera, pero…

Necesitaba tomar un té.

Richard volvió y le entregó su taza; ella la aceptó y bebió con gratitud.

Él también bebió un sorbo, luego dejó la taza sobre el platillo.

—Hábleme sobre ese papel suyo… el de ser la Señora del valle.

Catriona parpadeó y lo miró.

—¿La Señora del valle? —Como Richard se limitó a esperar, preguntó—: ¿Quiere saber qué hago?

Richard asintió con la cabeza y advirtió que Catriona lo miraba cautela.

—¿Por qué?

—Porque… —Hizo una pausa—. Porque quiero saber lo que voy a rechazar. —Si Catriona pensaba que estaba considerando aceptar el plan de Seamus, no le diría nada. Remató las palabras con una de sus sonrisas provocativas.

—No tiene necesidad de saber.

—¿Qué hay de malo? —La miró de soslayo. El aire altivo de Catriona incomodó a Richard—. Es la curandera local, pero eso no puede ser el compendio de todas sus obligaciones, al menos si también es la dueña del valle.

—Por supuesto que no.

—Supongo que lleva el control de las rentas y las ventas de los productos, pero ¿qué pasa con el resto de los asuntos? El ganado, por ejemplo ¿Supervisa usted misma la reproducción o le ayuda alguien más?

Entre molesta y resignada, Catriona respondió:

—Hay más gente, por supuesto. La mayor parte de los asuntos agrícolas lo lleva uno de mis empleados, pero la lechería va aparte.

—¿Elabora su propio queso? —A fuerza de una sucesión de cuidosas preguntas, logró sonsacarla y hacerse una razonable composición de lugar sobre las propiedades de Catriona y cómo las administraba. Y tal como esperaba, había lagunas en su administración: asuntos de importancia que delegaba en gente que no estaba realmente cualificada. A pesar o quizás a causa de sus creencias, confiaba con demasiada facilidad.

Ya había tenido ocasión de comprobarlo.

Catriona contestó a sus preguntas porque no pudo encontrar ninguna razón para no hacerlo. Richard la sorprendió con su perspicacia y experiencia. Al final, le preguntó:

—¿Cómo sabe preguntar todo esto? —Lo miró fijamente, agradecida porque el calor entre ambos hubiera disminuido—. ¿Administra grandes propiedades en su tiempo libre?

La miró algo desconcertado.

—¿Tiempo libre?

—Suponía que sus conquistas londinenses le ocupaban la mayor parte del tiempo.

—Por supuesto. —La seca respuesta de Catriona lo divirtió—. Olvida… que soy un Cynster.

—¿Y bien?

Richard sonrió con orgullo y murmuró:

—Ha olvidado la divisa familiar.

Catriona sintió que la tensión aumentaba. Miró a Richard a los ojos y preguntó:

—¿Y cuál es su lema?

—«Tener… y conservar».

Las palabras flotaron entre ambos cargadas de significados. Sosteniéndole la mirada, Catriona rezó para que él no viera a través de su máscara con tanta facilidad como ella podía ver a través de la suya. No necesitaba que le dijera que aquellas palabras no eran sólo una divisa, sino una raison d’etre. Para los demás quizá, pero sobre todo para él.

Para el bastardo… el guerrero sin causa.

Sin poder apenas respirar, Catriona le entregó la taza vacía.

—Si me disculpa, he de ir a ver cómo está Meg.

La dejó marchar sin decir nada, lo cual fue un alivio. Cuánto tiempo podría haber resistido la tentación de alargar la mano hacia él, de dejar que la tuviera como su causa, era algo que Catriona se negó a considerar.

Sin embargo, esa misma noche, al morir la última campanada de las doce, Catriona se hallaba una vez más delante de la puerta de Richard, preguntándose el motivo exacto de su presencia allí.

Ante todo, se trataba de las órdenes de la Señora, órdenes que no podía desafiar. Además, debía pasar un mínimo de tres noches con él; eso era lo que ella aconsejaría a cualquier otra mujer en su situación.

Por último, y no por ello menos importante, tenía que admitir el hecho de que lo deseaba. Quería estar entre sus brazos de nuevo, no quería perder ni un instante del escaso tiempo que el destino les había concedido. Deseaba abrazar una vez más al vulnerable guerrero, entregarse a él por completo para llenarle el vacío que tenía en el alma. No podían casarse, pero eso no significaba que él —y ella— no desearan gozar de su compañía… Aunque sólo fuera en los sueños de Richard.

Respiró hondo y alargó la mano hacia el picaporte.

Tumbado en la cama, de espaldas y con los ojos muy abiertos, Richard observaba con aire taciturno la licorera. Se había acostado sin tomar la copa habitual. Se le había ocurrido que quizás el whisky era el responsable de aquellos sueños.

Por tanto, lo evitaría. No podría soportar otro día como aquel, con el cuerpo reaccionando como si algo que no había ocurrido lo hubiera hecho. Se volvería loco. Había quien sostenía que los escoceses estaban locos de atar, y Seamus era un buen ejemplo. Sí, tal vez tuviera la culpa el whisky.

La suave corriente de aire al abrirse la puerta le hizo volver la cabeza. La puerta se abrió y Catriona entró. Cerró la puerta sin hacer ruido y escudriñó la habitación… y lo vio. El fuego se había consumido, pero Richard aún pudo distinguir la leve y peculiar sonrisa de Catriona.

Sintió que el cuerpo le temblaba cuando, todavía con la sonrisa en los labios, Catriona se dirigió a la cama quitándose la bata (la misma que él tan bien recordaba) a medida que se acercaba. Con la cabeza ladeada, observó a Richard… sin dejar de sonreír dulcemente.

Inmóvil, Richard la miró con los ojos entrecerrados y se percató de que ella le contemplaba el rostro. La luz del fuego apenas iluminaba el cabezal de la cama. Tal vez su bruja descubriera que tenía los ojos abiertos, pero estaba seguro de que no sería capaz de leer lo que había en ellos. De haberlo hecho, habría salido huyendo.

Por el contrario, la sonrisa de Catriona se ensanchó. Tendió la mano para coger la colcha y dudó. Entonces se encogió de hombros, se irguió y… lentamente se desabrochó el corpiño del camisón, cogió la falda y se la sacó por la cabeza.

Richard respiró como si fuera un suplicio. De haber podido moverse, se habría pellizcado. Pero sabía que no estaba dormido.

Ahora sabía que no era un sueño, que aquello era real.

Desnuda por completo, la larga cabellera cubriéndole los hombros, sobre la espalda, sobre la piel —los senos tersos, las ijadas suaves—, reluciendo bajo la débil luz como si fuera de marfil, Catriona levantó la colcha y se metió en la cama. La inclinación del colchón mientras se acomodaba a su lado desencadenó una respuesta instintiva, casi violenta. Lo único que pudo hacer Richard fue reprimir el primitivo impulso de volverse, echarse encima y poseerla.

Con la mente embotada y los sentidos confusos, se esforzó en asumir el hecho de que realmente ella estaba allí, en su cama… desnuda.

¿Qué demonios estaba tramando?

Richard no se había movido, no se atrevió. De lo contrario, habría perdido el control y sólo Dios sabía qué habría ocurrido entonces. Con los músculos del cuerpo agarrotados a causa de la contención, la miró.

De pronto Catriona lo tocó. Posó una mano pequeña y cálida sobre su pecho, deslizándola con descaro.

Después de aquello, ni el infierno ni el mismo Dios, ni siquiera su Señora, importaban.

Richard cerró los ojos con un largo suspiro. Catriona palpó más abajo y el control de Richard saltó hecho pedazos. Le cogió las manos, cerrándoselas sobre la cabeza dentro de una de las suyas. Con el mismo movimiento, se levantó sobre ella, le buscó los labios y la besó.

En la mente desasosegada de Richard ardía un pensamiento: el confirmar, fuera de toda duda, que ella había sido la mujer de su sueño. La misma que la noche anterior le había hecho revivir, la que le había suplicado que la poseyera, para luego retorcerse entre sus brazos como una libertina.

Posó una mano sobre el pecho firme de Catriona y lo reconoció. Notó cómo se hinchaba, pellizcó suavemente el duro pezón y también lo reconoció. Deslizó la mano hacia abajo, siguiendo curva tras curva, por el pecho, la cintura, la cadera y el muslo, hasta alcanzar su trasero, suave y perfecto. Igual que la noche anterior.

Y ella estaba allí; al igual que la noche anterior: la boca, caliente e impaciente, los labios, fundiéndose en su boca, la lengua, batiéndose en duelo con la suya. Sujetándole todavía los brazos por encima de la cabeza, el cuerpo de Catriona se arqueó bajo él, devolviéndole las caricias.

Siguiendo un impulso salvaje, Richard le abrió las piernas. La tocó, estaba húmeda, ferozmente caliente; el tacto de Richard la excitó y la hizo suplicar que siguiera. Cuando le introdujo el dedo, ella jadeó… su nombre.

Richard lo bebió de sus labios y le abrió aún más los muslos, colocándose en medio. Y se deslizó dentro.

Apoyado en ella, dejó caer la cabeza hacia atrás cuando Catriona cerró su ardiente terciopelo sobre él. Richard empezó a moverse en su interior y ella respondió, acompasando el movimiento, acogiéndolo en su calor y abrazándolo.

Tras soltarle las manos, Catriona le acarició el pecho y luego le apretó los duros músculos del costado. Abrazándolo, volvió a colocar las caderas y lo condujo a mayores profundidades.

Richard jadeó, se dejó caer sobre los codos, le enmarcó la cara con las manos y la besó con voracidad. Locos de deseo, el contacto de ambos cuerpos los empujaba más allá.

Pero Richard los mantuvo en aquel punto, sujetándolos, en el ojo del huracán. Prolongó su unión todo lo que pudo, encumbrado en el puro goce de poseerla.

Bajo él, Catriona gozaba en la infinita intimidad, en la clara y luminosa conciencia de que era así como estaba escrito. Sus cuerpos se movían en una danza más vieja que el tiempo; el de Richard, inflexible, conduciendo; el suyo, suave, dejándose llevar.

Los dos… amando.

El pensamiento la asaltó con un suspiro interrumpido. Con los cuerpos entrelazados, prosiguieron hasta alcanzar una sensación que iba más allá de lo físico, abriendo una brecha en algún otro nivel.

Cada caricia estaba llena de significado, de sentimiento, de emoción. Preguntaban y respondían por medio de jadeos, de recíprocos e intensos empujones que los enlazaban.

Sus corazones parecían unidos, entregados mutuamente, en un nivel en el que los cuerpos dejaban de existir y las almas, liberadas, podían tocar. Y ser tocadas.

Era, en fin, un nivel de placer infinito, de éxtasis ilimitado que exploraron juntos… viviendo intensamente cada uno de aquellos preciosos instantes.

La fusión, cuando se produjo, fue todo calor, calor glorioso, ríos líquidos que se derramaron por sus cuerpos, por sus venas. Alcanzaron el clímax juntos, fundiéndose como un solo cuerpo, y luego se calmaron poco a poco.

Richard fue el primero en recuperar la serenidad, pero se encontraba demasiado agitado para moverse. Su mente seguía ajena a todo, tambaleándose entre la verdad, la realidad y una verdad aún mayor. El cuerpo de Catriona era su ancla; sus brazos, ciñéndolo con fuerza, parecían sugerir que la mujer tenía tan pocas ganas de moverse como él.

Pareció que transcurrían horas antes de que pudieran soportar la separación, la lenta retirada de sus extremidades. Aun entonces, Catriona se volvió hacia él y se deslizó entre los brazos de Richard como si aquel fuera su sitio.

La abrazó e intentó contener el avance de sus pensamientos, procurando no reconocer aquella verdad más evidente. En su lugar, probó a centrarse en el hecho tanto menos desconcertante de que lo ocurrido la noche anterior no se trataba de un sueño. No se estaba volviendo loco; al menos, no en el sentido que se había imaginado.

El reloj de la escalera marcó la una. Bajó los ojos para mirarle la cara y se dio cuenta de que estaba despierta. Tras un instante de duda, dijo:

—A veces, los sueños no resultan como esperabas.

Sintió la lenta exhalación de Catriona antes de que esta susurrara:

—No. —Levantó la cabeza, se incorporó y lo besó prolongadamente. Luego se recostó y se arrellanó en los brazos de Richard—. No.

Se quedó dormida con la cabeza apoyada en sus hombros. Richard contempló la oscuridad con expresión ceñuda.