Capítulo 5

—AH… ¿Richard?

Richard se detuvo en medio del vestíbulo principal y se volvió. Jamie estaba de pie con aire vacilante en el umbral de una puerta.

—Yo… me preguntaba si podría disponer de un momento de su tiempo.

Como tras el almuerzo su bruja había declinado altivamente la invitación de buscar otro árbol, retirándose con un seductor balanceo de caderas a sus aposentos, él había decidido dirigirse al salón del billar para pasar la tarde. Así pues, sin otra cosa que hacer, Richard no vio motivos para no aceptar la propuesta de Jamie.

Sabía lo que se avecinaba.

Jamie no lo decepcionó. Tras cerrar la puerta, lo siguió al interior de la habitación y le indicó un sillón alargado orientado hacia el escritorio. Richard se hundió en el asiento y, repantigado con elegancia, se puso a balancear una bota sobre la rodilla.

Su anfitrión, sin embargo, no se sentó en el sillón de detrás del escritorio, sino que echó a andar con nerviosismo frente al hogar. Richard echó un vistazo a la estancia y se fijó en los libros de contabilidad que llenaban las estanterías alineadas en una de las paredes, así como en los mapas y diagramas de la zona diseminados por la pieza.

Era tan evidente que allí se llevaban las cuentas de la propiedad como que se trataba del espacio privado de Jamie. La habitación era pequeña pero cómoda, mucho más que la biblioteca que había ocupado Seamus,

—Me estaba preguntando —empezó por fin Jamie— si había decido ya la respuesta que dará al abogado la semana que viene.

La mirada que dirigió a Richard era una súplica que expresaba los peores augurios.

—Me temo —replicó Richard con su indolencia londinense— que aún no lo he decidido.

Jamie se mesó el pelo y siguió andando.

—Pero… no es muy probable, ¿verdad?

—En cuanto a eso —dijo Richard—, lo cierto es que no puedo decirlo.

En el pasillo, oculta entre las sombras, Algaria pegaba la oreja contra los paneles de roble de la puerta del despacho. Mientras subía por las caleras de la galería camino de la habitación de Catriona para preguntarle el motivo de su inusitada retirada, había oído que Jamie llamaba a Richard en el recibidor. La intención de Jamie era evidente; lo que había oído hasta entonces lo confirmaba. No era reacia a fisgonear si eso servía para tranquilizar sus pensamientos. Y los de Catriona.

—Pero, por lo general, reside en Londres. Me temo que Catriona nunca vivirá en otro sitio que no sea Casphairn Manor.

—Ya me he dado cuenta.

—Y además, en realidad es una especie de bruja, ya sabe. No de la que convierte a la gente en sapos, anguilas o cualquier criatura que se le ocurra, sino que puede hacer… cosas extrañas… y también lograr que personas las hagan.

—¿En serio?

Al oír el tono irónico de Richard, Algaria apretó los dientes.

—Sin duda usted está acostumbrado a los bailes y las fiestas de Londres… Una sucesión incesante de ellas, supongo.

—Por supuesto. Una sucesión incesante de bailes y fiestas.

De pronto, Algaria creyó interpretar algo oculto en la respuesta, pero antes de que pudiera adivinar de qué se trataba, Jamie volvió a hablar.

—Y bueno… —Tosió—. Me atrevo a suponer que hay muchas damas, damas muy hermosas, que adornan esos bailes y fiestas.

Richard inclinó la cabeza sin inmutarse.

La falta de respuesta puso más nervioso a Jamie.

—Comprendo que la vida en la casa solariega resulte muy tranquila… sin bailes ni fiestas. De hecho, según Catriona, la tranquilidad es aún mayor que aquí.

—Pero no el frío. —Richard respondió instintivamente. Por suerte, Jamie tomó sus palabras al pie de la letra.

—Es verdad, pero eso sigue siendo mucho frío. —Le miró fijamente—. Las Lowlands son un poco más frías que Londres.

—No cabe duda.

Puesto que Jamie continuaba destacando los acusados contrastes entre la vida que él imaginaba que Richard llevaba en Londres —sólo una ligera exageración de la realidad— y la que podría esperar como señor de Casphairn Manor, Richard seguía con sus educadas y evasivas respuestas. Como Jamie era su anfitrión, se sentía obligado a seguirle la corriente hasta ese punto, pero desde luego no se comprometería.

No podía. Todavía no estaba preparado.

Sin embargo, un extraño impulso, parecido a un embrujo, lo llevaba a considerar seriamente la proposición de Seamus, y cuanto más lo hacía (cuanto más conocía a Catriona Hennessy), más inclinado se sentía a aceptarlo.

Recoger el guante de Seamus, aceptar su reto, era algo que día a día se convertía más en un llamamiento, la apelación a una fuerza superior, la propuesta de un cometido.

Un cometido de por vida, debía admitirlo, pero que incluía la creciente admiración por una de las recompensas que obtendría. La idea de tener una bruja en la cama para el resto de su vida, suya para hacerla rabiar, provocarla y disfrutar cuanto a él —y también a ella— le complaciera, se estaba perfilando como un aliciente poderoso.

Pero desconfiaba de la situación. El destino y Seamus McEnery habían conspirado para colocarlo allí. Tampoco había ningún motivo para confiar, al menos en lo tocante al matrimonio, teniendo en cuenta lo que este significaba para él.

Así que se protegió y guardó silencio, como era propio de un caballero.

—Bien. —Jamie por fin se detuvo y, un tanto desmoralizado, concluyó—: La verdad es que supongo que la vida en las Lowlands, casado con una bruja montaraz, no admite comparación con la vida elegante de Londres.

Richard bajó la mirada e inclinó la cabeza con gravedad.

—Claro que no.

La vida con una bruja montaraz era infinitamente más atractiva.

Algaria llegó sin resuello a lo alto de la escalera en el momento en que se abría la puerta del despacho. Se deslizó en silencio en las sombras de la galería y se dirigió al dormitorio de Catriona. Llamó discretamente a la puerta y no obtuvo respuesta. Aguzó el oído y por fin se decidió a abrir.

Al entrar, vio a Catriona desplomada en el suelo.

Sofocando un grito, cerró la puerta de inmediato y se precipitó al interior de la habitación. Un rápido vistazo a los objetos que había en la mesa junto a la que yacía Catriona fue suficiente para informarla de lo ocurrido. Su antigua pupila había estado adivinando el futuro y, si su desvanecimiento era una señal, lo había hecho de forma intensa.

Algaria le estiró las piernas y Catriona se movió.

Al cabo de un momento, tras pasarle un trapo húmedo por la cara, la muchacha recobró el conocimiento. Abriendo ligeramente los ojos, vio que quien la ayudaba era Algaria y se tranquilizó.

—¡Mierda!

—¿Mierda?

Acodándose con dificultad, Catriona agitó la mano.

—Tú no… Toda esta situación… —Había ido más allá de una mera adivinación; literalmente había desafiado a los poderes, exigiéndoles una respuesta clara.

La respuesta recibida había sido algo más que clara: categórica.

—Bueno, la situación acaba de dar un giro positivo.

—¿De veras? —Catriona puso ceño mientras Algaria la ayudaba a levantarse. La expresión petulante de su mentora hizo que sonaran campanas de alarma—. ¿Y cómo?

—Enseguida. —Algaria la condujo hasta la cama—. Aquí… Túmbate y descansa. Ahora te contaré todo lo que he oído.

Débil aún por el esfuerzo, pues enfrentarse a la Omnisapiente era extremadamente agotador, Catriona estaba ansiosa por tumbarse. Algaria se sentó a su lado y procedió a contarle que había escuchado la conversación de Jamie y Richard Cynster en el despacho.

La memoria de Algaria, perfeccionada por las exigencias de su vocación, era excepcional; a Catriona no le cupo ninguna duda de que estaba escuchando con exactitud las palabras que se habían dicho. La veracidad de Algaria estaba fuera de toda duda, tanto como su devoción a su propio bienestar. Catriona lo sabía por experiencia. Sin embargo, en ese momento el chisme de Algaria le estaba provocando dolor de cabeza.

—¡Tal cual! —concluyó triunfal Algaria—. Es como te digo… Sólo se está divirtiendo, burlándose de ti, si prefieres, pero está absolutamente decidido a volver a Londres y dejarte soltera. No hizo ningún intento de negarlo.

—Humm. —Frunciendo el entrecejo, Catriona se masajeó las sienes.

Algaria la miró detenidamente y la expresión de triunfo desapareció de su cara.

—¿De qué se trata?

Catriona hizo una mueca.

—Una complicación. —Antes de que Algaria comenzara a preguntar, alzó la mano y dijo—: Ahora me siento muy cansada para pensar. Necesito descansar y meditar… para ver cómo encaja lo que se me ha dicho con los hechos y cómo podría cuajar todo.

Levantó la cabeza y sonrió a Algaria con cierta languidez.

—Déjame descansar un par de horas. Luego vuelve y despiértame para la cena.

Algaria dudó.

—¿Me contarás entonces lo que has aprendido?

Adivinando el temor de la anciana a ser excluida, a que se prescindiera de ella, Catriona sonrió y le apretó la mano.

—Te lo contaré todo antes de la cena.

La hora de la cena llegó demasiado deprisa. Catriona tuvo la impresión de que apenas había tenido tiempo de ordenar sus pensamientos antes de que Algaria regresara.

Se levantó penosamente sobre las almohadas e hizo un gesto con la mano a su mentora de que se adelantara.

—Ven. Siéntate y te lo contaré todo.

Empezó por las primeras visiones seguidas de las revelaciones posteriores hasta concluir con la más reciente.

Cuando repitió esta última, un mandato categórico, Algaria la miró de hito en hito. Luego frunció el entrecejo e inquirió:

—Sólo eso… ¿Ninguna advertencia?

—Ni una. No pudo exponerlo con más sencillez: «Engendrará a tus hijos». —Las palabras seguían sonando en la mente de Catriona.

Algaria parecía tan preocupada como ella.

—Pero…

Volvieron a considerar el problema juntas, de manera concisa. Catriona le había dado tantas vueltas sola que la cabeza aún le dolía.

—Él es demasiado fuerte —insistió Algaria—. No es la clase de hombre con el que puedes casarte. Jamás se contentará con cruzarse de brazos como un feliz enamorado y dejara que tomes las decisiones. —Meneó la cabeza con desconcierto—. Pero si lo dice la Señora…

—Por eso mismo. —Catriona esperó con paciencia mientras Algaria examinaba el problema desde todos los ángulos. En buena medida, el punto de vista de su mentora fue un reflejo del suyo.

Al final, Algaria volvió a negar con la cabeza y dijo:

—No le veo ni pies ni cabeza; solo nos queda esperar algún signo que nos indique cómo debemos proceder.

Catriona la miró a los ojos.

—Acabo de recibir ese signo. Lo has traído tú.

Algaria parpadeó atónita.

—¿La noticia de que se marchará?

—Por supuesto… Y si se va, ¿cómo demonios va a engendrar un hijo en mí? No puedo perseguirle hasta Londres, aunque, como has dicho, parece dispuesto a partir a final de semana… En mis conversaciones con él no he detectado indicio alguno de lo contrario.

—No parece que le gustes mucho, pero hay muchos hombres.

Catriona inclinó la cabeza.

—Como bien dices, físicamente soy bastante atractiva, pero aun así… —Lo consideró y añadió—: Todo lo que ha dicho y hecho concuerda con lo que has oído… Se plantea la posibilidad porque hay diversos elementos en la situación que le atraen, pero al fin y al cabo no puedo ofrecerle nada que en realidad no sea capaz de encontrar en Londres junto a una mujer mucho más adecuada a su estilo de vida.

Se sintió orgullosa de su conclusión. Alcanzarla le había costado algo de introspección y poner en práctica una franqueza brutal. Richard Cynster se sentía atraído por ella por diversas razones, pero, en última instancia, no sería una esposa adecuada para él. Y Cynster era lo bastante listo para saberlo.

—¿Y entonces qué? —preguntó Algaria—. Si se va…

Catriona respiró hondo.

—Si se va, se va… No podemos hacer nada para detenerlo. Lo cual significa…

Miró a Algaria, esperando que llegara a la misma conclusión que ella.

Esta vez su mentora le falló. En un estado de total desconcierto, la miró fijamente y susurró:

—Lo cual significa… ¿qué?

—Significa —afirmó Catriona, saltando de la cama y echándose a andar— que engendraré un hijo suyo, pero que no nos casaremos. —Rechazó el ceño de Algaria con un gesto de la mano—. Si piensas en ello, sin duda es la solución perfecta para mí: tener un hijo fuera del matrimonio. La Señora, te habrás dado cuenta, no habla de matrimonio, sólo del hecho de que tendré un hijo suyo. Y debes admitirlo: si Cynster fuera un semental, sería un campeón.

—¿Un campeón? Vas a… —La voz de Algaria se quebró. Horrorizada, la miró de hito en hito—. ¿Cómo?

Catriona hablaba con firmeza.

—Supongo que metiéndome en su cama.

—Sí, pero… —Atónita, Algaria respiró hondo—. No es tan sencillo.

Irritada por la persistente incertidumbre y su inexperiencia, Catriona añadió con aire meditabundo:

—No puede ser tan difícil. Es un libertino. El hecho debería producirse con naturalidad. Y empiezo a ovular ahora… Todos los indicios son propicios.

Algaria meneó la cabeza.

—Pero ¿qué pasaría si, después de consumarlo, cambiara de idea y decidiera quedarse? No puedes estar segura de que se marchará.

—Ya he pensado en eso. —Catriona, de pie frente al hogar, pensó en todo lo que Richard había dicho sobre la familia. Y aunque no lo habían discutido, podía imaginar cuál sería su postura acerca de abandonar a un hijo bastardo. Catriona sintió algún escrúpulo al respecto, pero siempre había obedecido a la Señora y siempre lo haría. Además, el hijo de Richard no estaría solo; sería un hijo muy amado. El suyo—. No lo sabrá.

Algaria abrió los ojos desorbitadamente.

—¿Engendrará un hijo en ti y no lo sabrá? —Se levantó de la cama y puso una mano en la frente de Catriona.

Catriona se la apartó de inmediato.

—Lo he planeado cuidadosamente… Se puede hacer, tú lo sabes. Es difícil, lo admito. Ha de estar lo bastante dormido para que no se acuerde cuando esté consciente y, sin embargo, su cuerpo y sus sentidos deben ser capaces de responder y actuar. Una poción narcótica le embotará la mente, y un afrodisíaco le preparará el cuerpo. Las dosis tendrán que ser calculadas con precisión, para que se contrarresten, pero si mido bien las cantidades, todo irá sobre ruedas.

Algaria pareció enfermar, pero no la contradijo… No podía. Ella le había enseñado la mayor parte de aquellos conocimientos. Sin embargo, si podía quejarse.

—Estás loca. No funcionará. Pueden fallar muchas cosas.

—¡Tonterías!

Más allá de su enfado, Algaria ocultaba a duras penas el miedo y la preocupación que sentía.

—No tomaré parte en esto. Es un plan tan disparatado como el de Seamus.

—Es lo que exige la Señora. Ella me guiará.

Algaria apretó los labios y meneó la cabeza.

—Debes de haberla malinterpretado.

Catriona se irguió ante ella. Sabía que Algaria no creía posible malinterpretar una orden tan firme e insistente. Cruzó los brazos y miró fijamente a su mentora.

—Dame una alternativa y la consideraré… siempre y cuando dé como resultado que Richard Melville Cynster sea el padre de mi hijo.

Algaria volvió a menear la cabeza lentamente.

—Me opongo a esto. Tiene que ser una equivocación.

Consciente de la profunda desconfianza de su mentora hacia la mayoría de los hombres, y sobre todo de los que eran como Richard Cynster Catriona no discutió.

—Tengo las órdenes de la Señora y estoy decidida a cumplirlas. —Hizo una pausa y preguntó con más amabilidad—: ¿Me ayudarás?

Algaria la miró en silencio. Luego dijo:

—No… no puedo. No tomaré parte en eso. Ningún bien se derivará de ello, recuerda mis palabras.

Habló pausadamente, no tenía ninguna alternativa que ofrecer y lo sabía.

Catriona suspiró.

—Muy bien. Déjame sola. Tengo que trabajar en la mezcla.

Tenía todo lo que necesitaba en su neceser, el que había heredado de su madre. Había reemplazado religiosamente cada hierba y cada sustancia a medida que habían envejecido, sin preguntarse las razones de su inclusión en la selección. El afrodisíaco también estaba allí junto con una potente poción narcótica.

Algaria se encaminó a la puerta. Con la mano en el pomo, se detuvo miró hacia atrás.

Catriona levantó la vista y arqueó una ceja.

Algaria se irguió y alzó el mentón.

—Si todavía me quieres un poco, te ruego que no vayas junto a Richard Cynster.

Catriona contempló sus oscuros ojos y susurró:

—La Señora así lo dispone… y no tengo más remedio.

Los aspectos prácticos de drogar a su perdición se revelaron mucho más fáciles de lo que había esperado. A última hora de la noche Catriona deambulaba por su dormitorio, a la espera de que llegara la hora de la verdad, el momento en el que se dirigiría a la habitación de Richard y descubriría si había tenido éxito.

Mezclar la poción se había reducido a una simple cuestión de cálculos, todos basados en su amplia experiencia. Por rutina tenía en sus manos la salud de más de doscientas almas del valle, tratándolas desde el nacimiento hasta la muerte. Conocía las hierbas. Su única duda radicaba en calcular el peso exacto; al final, se limitó a añadir un poco de más de ambas pociones y se encomendó con fervor a la Señora.

En cuanto a cómo conseguir que se tomara la droga, había tenido a mano la solución: se acordó de la charla de Richard sobre el whisky. Era perfecto para sus propósitos. El fuerte sabor a madera disimularía el penetrante olor de las hierbas, al menos para un no iniciado. Había calculado la cantidad a añadir en la licorera para que una buena copa contuviera la droga suficiente para satisfacer sus necesidades.

La introducción de la droga en la licorera había sido de lo más sencillo. Siempre era la última en bajar a cenar. Sólo tuvo que esperar a que llegara la hora habitual y, de camino al comedor, se detuvo en el dormitorio de Richard. El único momento de tensión se produjo cuando estaba a punto de llegar a la puerta del dormitorio. Esta se abrió y el criado de Richard salió de la habitación. Inmóvil entre las sombras, lo había visto marcharse y de inmediato entró con sigilo.

Era uno de los dormitorios más espaciosos de la casa. La licorera estaba en una mesa de pared, debajo de la ventana. Fue cuestión de un instante calcular el volumen de líquido de la licorera y añadir la cantidad necesaria de su preparado. Luego, tapando el frasco, se volvió y abandonó rápidamente la habitación para ir a cenar.

En cambio, le había resultado difícil acallar su conciencia, la conciencia de lo que estaba tramando, sobre todo bajo la mirada de Richard, que se había percatado de que Catriona tenía los nervios de punta. Se mostró fingidamente altanera, al tiempo que rezaba para que Richard creyera que su nerviosismo se debía a los efectos del beso de la mañana.

Catriona soltó una exclamación de desagrado y giró en redondo, haciendo que los bajos del salto de cama se mecieran en torno a sus pies. Debajo llevaba un delicado camisón de batista; supuso que, tratándose del Richard, debería haber sido de seda, pero no disponía de ninguna prenda semejante. El pensamiento de las manos de Richard sobre su cuerpo sólo cubierto por el fino camisón la estremeció. Levantó la vista hacia el reloj de la repisa de la chimenea en el momento en que daba las campanadas.

Doce tañidos ininterrumpidos.

Era la hora.

Respirando con dificultad a través del torniquete que le aprisionaba los pulmones, cerró los ojos y rezó una breve plegaria. Luego, abrochándose el cinturón de la bata, se encaminó con decisión hacia la puerta para acudir a la cita con el que iba a ser el padre de su hijo.