Capítulo 4

AQUELLA noche, acosada por la visión de la cara de un guerrero, Catriona apenas durmió. Obligada a enfrentarse a aquella misma visión en carne y hueso en la mesa del desayuno, hizo un gesto cargado de desdén y se fue a dar un largo paseo a caballo.

Al dirigirse al piso superior para cambiarse, se encontró con Algaria en lo alto de las escaleras. La oscura mirada de la mujer se aferró a su cara tras recorrerla de arriba abajo.

—¿Adónde vas tan temprano?

—Necesito tomar el fresco… ¿Cómo puede estar tan viciado el aire en un lugar tan frío?

—Hmmm. —Mirando hacia el recibidor de la planta de abajo, Algaria respiró hondo—. Sin duda la atmósfera es poco cordial —admitió lanzando una mirada suspicaz a Catriona—, con toda esta payasada innecesaria.

—¿Payasada?

—Sí. Está más claro que el agua que ese bastardo de ahí abajo no tiene ninguna intención de casarse… ni contigo ni, te lo garantizo, con ninguna otra mujer. —El decidido semblante de Algaria mostraba unas arrugas profundamente marcadas—. Está claro que es un gandul y que sólo se está divirtiendo a nuestra costa. Ni siquiera Mary espera otra cosa que él desista finalmente de formar parte del disparatado plan de Seamus y se vuelva a Londres. Cree que Cynster está montando el espectáculo de considerar seriamente el asunto por educación.

Catriona se puso rígida.

—¿De veras?

Algaria sonrió y le dio unas palmaditas en la mano.

—No hay por qué ofenderse… Después de todo es lo que queríamos. —Empezó a bajar las escaleras—. Que se vaya y te deje tranquila.

Catriona se quedó mirando a Algaria. Sus palabras no podían ser más claras, pero de alguna forma sintió un atisbo de decepción al que hizo oídos sordos. Catriona se volvió y se dirigió con decisión hacia su dormitorio.

Ponerse el traje de amazona le llevó unos minutos: una cómoda chaqueta de montar y una falda a juego de una preciosa sarga verde. Práctico; aunque no especialmente caliente, por lo que hurgó en el ropero en busca de su anticuada capa forrada en piel. El pelo era un problema… Al final, sé hizo unas trenzas y se las recogió en lo alto de la cabeza.

Satisfecha porque su pelo no se soltaría por más duro que fuera el paseo, se echó la capa por los hombros y se dirigió a la puerta.

Las caballerizas se acurrucaban entre la casa principal y la montaña, a cubierto de los incesantes vientos y, en ese momento, de la fina nieve racheada. El día estaba encapotado, pero las nubes eran demasiado livianas para disuadirla. Estaba acostumbrada a cabalgar con todo tipo de tiempo siempre que sus obligaciones lo requerían. Las vistas tal vez fueran grises pero la visibilidad era buena. Las nubes flotaban inmóviles y mantenían la temperatura por encima de los cero grados. Mientras que en campo abierto la nieve tenía la profundidad de una pezuña, en los caminos y senderos la capa era más fina y no había placas de hielo.

En líneas generales, era un día invernal del todo aceptable para salir a cabalgar por los Trossachs. Envuelta en tales pensamientos, Catriona montó a lomos de un robusto caballo zaino, abandonó con estrépito de cascos el patio de las cuadras y se dirigió hacia los árboles. En el pasado a menudo había recurrido a la equitación como una forma de escapar del campo de batalla que era la casa; se acordaba bien de los caminos. El que tomó serpenteaba a través de un grupo de abedules que rodeaban la rocosa ladera de la montaña y que finalmente se unía a otro camino de herradura que conducía a la cima. Deseosa de atravesar al galope la despejada cima de Keltyhead, espoleó a su montura montaña arriba.

Cuando, surgiendo de entre los árboles, salió a la cima habitualmente barrida por el viento, las Highlands se desplegaron ante ella. La brisa se convirtió entonces en poco más que un susurro sibilante, que se colaba entre las ramas desnudas. Incluso habían dejado de caer los finos copos de nieve. El espíritu de Catriona se elevó y, al otear la amplitud de aquellas vistas, respiró hondo. Justo delante de ella, una zona abierta apenas cubierta por una tosco césped silvestre le hizo señas de que se acercara; no esperó a más. Sonriendo y por fin alegre, espoleó al caballo para enseguida pasar con soltura al galope.

El aire, frío, glacialmente fresco, corrió a recibirla. Le azotó las mejillas y le tiró de las trenzas. Catriona lo recibió con júbilo. Era uno de los sencillos placeres de la Señora. Exultante, en armonía con su montaña, atravesó el espacio vacío, sumergida en el vasto silencio que la envolvía.

Estaba a medio camino de la extensión sin árboles cuando un pesado ruido de cascos y un relincho rompieron el silencio. Se volvió y vio una figura alta y familiar a caballo, que la observaba desde la linde del bosque. Tan inmóvil y oscuro como los árboles detrás de él, la contemplaba. Luego se movió. El imponente caballo negro que montaba la figura apretó el paso con energía, saliendo tras ella para interceptarla.

A Catriona se le hizo un nudo en la garganta que le cortó la respiración. De inmediato, miró hacia delante y acicateó a su montura. ¡Maldito hombre! ¿Por qué no podía dejarla tranquila? Sin embargo, sus labios se curvaron en una sonrisa que fue menos agria… La embargó una sensación instintivamente femenina, un reflejo de excitación que le había puesto los nervios de punta.

¿Por qué tenía que seguirla?

Dispuesta a despistarlo, se abalanzó sobre su montura. El galope de Cynster era mucho más pesado y Catriona sabía lo buena amazona que era. Al acercarse al final de la zona abierta, se preguntó cuál de los tres senderos que había ante ella, cada uno discurriendo en distinta dirección y sobre terreno diferente, serviría mejor a sus propósitos. Dependía de lo cerca que estuviera Cynster. Miró por encima del hombro, esperando verlo en la distancia… y estuvo a punto de caer de la silla. Abriendo los ojos desorbitadamente, lanzó un grito ahogado y se volvió hacia delante. ¡Sólo estaba a dos cuerpos de distancia!

Tomó el sendero más cercano y avanzó a través de recodos y curvas, sobre un terreno rocoso cubierto por árboles de gran altura. Irrumpió en el siguiente calvero a galope tendido, con el zaino respondiendo al desafío con entusiasmo. Se internaron en una explanada cubierta de nieve, pero de forma insistente e inexorable oyó el ruido seco y pesado de las pezuñas del caballo negro, que ganaba terreno poco a poco.

Una rápida ojeada le permitió ver a su perdición cabalgando con donaire y sin dificultad a lomos de uno de los grandes sementales de Seamus. Montaba el caballo como un dios… El guerrero de sus sueños. La visión la dejó sin aliento. Volvió la cabeza hacia delante con brusquedad. ¿Por qué demonios corría?

¿Y cómo explicaría su insensata huida? ¿Qué excusa pondría a su fuga precipitada una vez que la alcanzara?

Parpadeó, respiró con dificultad e hizo que el zaino aflojara el paso y se alejara de los árboles a los que se acercaban. Describiendo un ligero arco, torció para volver hacia el claro, seguida de cerca por el caballo negro. Finalmente Catriona se detuvo y cruzó las manos sobre el armazón de la montura. Con la mirada perdida en las montañas blancas que se abrían ante ella, respiró con fuerza, exhaló y se obligó a relajar los hombros.

—Es tan excitante una buena galopada con este tiempo. —Cuando miró por encima del hombro, su expresión era de total serenidad—. ¿No le parece?

La intensa mirada de Richard se cruzó con la suya.

—Cabalga como un marimacho.

La expresión de Catriona no se alteró. Estaba segura de que el comentario de Cynster pretendía reprenderla. Sin embargo, en su aturdimiento, se lo tomó como un cumplido… de un hombre que montaba muy bien. Le costó mantener la sonrisa inocente que tenía en los labios. Buscó la mirada de Cynster con una seguridad regia.

—Cabalgo como me place.

Richard percibió el sutil enojo de sus palabras, que consiguieron irritarlo.

—¿Cómo alma que lleva el diablo, sin miedo a arriesgar la vida?

Catriona se encogió de hombros con toda la altanería de la que era capaz y se volvió para contemplar el panorama.

—Hmmm —murmuró Richard. Catriona sentía su mirada en la cara—. Estoy empezando a entender las razones de Seamus.

—¿En serio? —Intentó contener las palabras, pero fue inútil—. ¿Y qué quiere decir con eso?

—Que se ha criado como una salvaje durante demasiado tiempo, sin nadie que la controle. Por su propia seguridad, necesita que alguien la cuide.

—He controlado mi vida durante los últimos seis años sin la ayuda ni la interferencia de nadie. No he necesitado la protección de nadie. ¿Por qué habría de necesitarla ahora?

—Porque… —De pronto, Richard lo vio todo claro y entendió por qué a su muerte Seamus había pisoteado la tradición para hacer todo lo posible a fin de poner a Catriona en manos de un hombre fuerte, que él supiera que la protegería. Con la mirada distante, fija y perdida en los picos blancos que se alzaban ante ellos, continuó—: A medida que pase el tiempo, se enfrentará a distintas amenazas, peligros con los que todavía no se ha topado.

Todavía no porque, mientras había vivido, Seamus había actuado como su protector, si bien es cierto que en la distancia. Habían encontrado las cartas, pero ¿cuántas insinuaciones más habían hecho de manera directa? Y Jamie no era Seamus… Él sería incapaz de resistirse a las nuevas ofertas, a las súplicas arteras. Sin duda se las remitiría a Catriona que, por fin, tendría que tratar con… todas las amenazas de las que Seamus la había protegido.

Esa era la razón de que él, Richard, estuviera allí, el motivo de que Seamus hubiera expresado su última voluntad como lo había hecho.

Con ceño, Richard bajó la mirada y comprobó que Catriona le estaba observando. Ella soltó un bufido de desaprobación y se apartó con aire solemne.

—No quiero entretenerle. —Con un movimiento de la mano hizo ademán de despedirse—. Conozco bien esta zona, puedo encontrar el camino de vuelta sin problemas.

Richard reprimió una risotada.

—Qué tranquilidad. —Catriona lo miró de reojo con cara de pocos amigos y él le respondió con una sonrisa encantadora—: Yo me he perdido.

La muchacha entrecerró los ojos mientras consideraba sin ambages si se atrevería a llamarlo mentiroso. Tras decidir que no, cambió de la defensa al ataque.

—Es realmente desaprensivo por su parte que alimente las esperanzas de la familia.

—¿Por pensar en la forma de ayudarlos? —Arqueó las cejas y añadió—: Lo contrario sí que sería desaprensivo.

—No son su familia.

—No, pero son una familia, y como tal, merecen mi respeto. Y mi consideración.

¿Era verdad eso? Catriona no habló, pero sus ojos reflejaron lo que pensaba. Richard le sostuvo la mirada.

—Tenía la ligera impresión de que las familias también anidaban en el corazón de su doctrinal.

—Y así es.

—Entonces, ¿no debería estar considerando qué puede hacer para ayudarlos? Son más débiles y menos capaces que usted o que yo. Y nada de esto es asunto de ellos.

Tuvo que volver a toda prisa tras sus defensas, poniendo ceño y fingiendo un escalofrío.

—Hace frío para estar parado. —Alzó la mirada—. Y viene más nieve. Deberíamos regresar a la casa.

Richard no puso reparos cuando Catriona volvió grupas. Hizo avanzar su montura hasta situarse junto al zaino y luego, con galantería, se retiró para hacer amblar al caballo tras ella, mientras Catriona iniciaba el descenso por una pronunciada pendiente. Richard fue incapaz de apartar la mirada de las caderas de la chica, inclinándose deliberadamente de un lado a otro, mientras trataba de hallar algún modo de librar a la familia Seamus de aquel injusto testamento.

El comportamiento de la familia de Seamus en el salón y en la mesa a la hora de la comida supuso una dura prueba para el carácter de Catriona. Aunque a todas luces convencidos de que su causa estaba perdida, se empeñaron en mostrarla de la forma más halagadora posible, para convencer de sus múltiples encantos a un pretendiente reacio. Catriona se obligó a contener su genio ante aquella panda de seres retraídos y casi indefensos. Trató de sonreír con tirantez en lugar de aniquilarlos con una réplica apabullante o hacerlos añicos con el sable de su lengua. Richard se percató de que estaba a punto de estallar (recordaba a un volcán en erupción), y esperó al momento oportuno.

Cuando volvieron al salón y llegó el carrito del té, nadie cuestionó la sugerencia de Richard de llevarle la taza a Catriona. Como ya entonces ella se hallaba de pie, con gesto adusto, mirando a través de una de las ventanas, era improbable que alguien más se hubiera atrevido. Mientras se acercaba a ella con aire despreocupado y dos tazas en las manos clavó la mirada, deliberadamente inescrutable, en la cara de Algaria O’Rourke. Aferrada a su lugar habitual al lado de Catriona, la mujer observó con aire austero cómo se acercaba.

—¿Algaria?

Richard oyó la voz de Mary a sus espaldas, y vio la consternación e indecisión que infundía en el rostro de Algaria.

Richard se detuvo ante ella y esbozó una amplia sonrisa.

—No muerdo, al menos en los salones.

Al oír el comentario, Catriona se volvió y se hizo cargo de la situación con una mirada. Tendió la mano para coger una de las tazas y le hizo una mueca a Algaria.

—¡Anda, ve a ver cómo está Meg!

Con una última mirada de advertencia hacia Richard, Algaria inclinó la cabeza y se fue. Richard observó cómo se alejaba en silencio.

—¿Muerde?

Catriona estuvo a punto de atragantarse con el té.

—Es una discípula aventajada. Cuando murió mi madre, se convirtió en mi consejera. Así que tenga cuidado… Podría convertirlo en sapo si se pasa de la raya.

Richard bebió un sorbo de té y se volvió para observar a Catriona. Seguía a punto de estallar.

—Si lo desea, puede hacerme trizas —bromeó.

Por su expresión, Richard dedujo que estaba considerándolo seriamente.

—Todo esto es por su culpa. Mientras piensen que hay una posibilidad remota, se sentirán obligados a darle un empujoncito para que se interese por mí.

—Usted puede aclararles que no necesitan esforzarse.

Catriona se irguió, alzó la mirada y vio el acechante ardor de sus ojos. Frunció el entrecejo.

—Basta ya.

—¿Basta de qué?

—De pensar en aquel beso en el cementerio.

—¿Por qué? Fue muy agradable, incluso para un cementerio.

Reprimiendo un escalofrío, Catriona se esforzó en olvidar lo ocurrido.

—Fue una equivocación.

—Así que insiste.

—Puede terminar con esta payasada, esta insensata agonía de expectativas con sólo exponer sus intenciones.

—¿Y cómo podría hacerlo si yo mismo no las conozco?

Lo miró torvamente y dijo:

—Sabe perfectamente que dentro de una semana volverá a Londres sin una esposa. —Richard se limitó a arquear las cejas con aquella exasperante y altanera confianza en sí mismo que tanto la sulfuraba. Catriona apartó la mirada—. No quiere casarse conmigo más de lo que yo deseo hacerlo con usted.

Richard bajó la cabeza y Catriona sintió la repentina intensidad de su mirada.

—Ah… pero yo sí que quiero, muchísimo además, acostarme con usted. En realidad tanto, o incluso más, de lo que usted lo desea, lo cual bien podría predisponernos al matrimonio.

Catriona estaba atónita.

—¿Acaso no es de la misma opinión?

Catriona apretó la boca con fuerza. Luego respondió:

—No, claro que no. —Le ardían las mejillas. Respiró hondo y apartó la mirada, añadiendo entre dientes—: Estoy absolutamente segura de que no deseo acostarme con usted.

Richard contempló su perfil. Aun sin mirar, Catriona fue consciente de la seductora expresión de su rostro.

—Y ahora… ¿quién está mintiendo?

Catriona se irguió, evitando mirarlo a los ojos.

—Sólo se está burlando de mí.

—¿Eso cree?

Las palabras, dichas en voz baja, le crisparon los nervios una vez más. Richard le posó los dedos sobre la sensible piel de la nuca. Catriona dio un respingo. Luego respiró con fuerza y volvió la cabeza hacia Cynster.

—Deje de hacer eso.

—¿Por qué? —Con expresión imperturbable, estudió el rostro de Catriona—. Si le gusta.

Mordiéndose la lengua para no mentir de nuevo, Catriona se obligó a mirarlo a los ojos… a fin de ignorar las desaforadas sensaciones que devoraban su cuerpo.

—Puesto que no va a acostarse conmigo, no hay razón para que nos casemos, así que volverá a Londres y la fortuna de Seamus irá a parar a la Iglesia. ¿Por qué no lo acepta?

—Admitiré que si estuviera comprometido, sin duda una boda exigiría acostarse. En mi opinión, en este caso ambas cosas son inseparables

—Es muy probable —dijo Catriona con voz queda—. Sin embargo como no habrá boda…

—¿Qué es esto?

Antes de que ella se diera cuenta, Richard tomó la delicada cadena que le colgaba del cuello, visible por encima del escote del vestido. Luego separó la cadena y extrajo el colgante de su santuario en el valle formado por la comisura de sus pechos.

Sujetándolo con firmeza, le dio la vuelta entre los largos dedos. Catriona era incapaz de moverse.

Contempló el largo cristal y frunció el entrecejo.

—Está tallada, como la del collar de mi madre, sólo que es otra clase de piedra.

De inmediato Catriona le arrebató el colgante de la mano.

—Cuarzo rosa. —Se preguntó si su voz reflejaba la tensión que sentía. Volvió a depositar el colgante en su refugio… y tuvo que esforzarse para ocultar la impresión que le causó debido al calor de la piedra, pues la mano de Richard había aumentado la temperatura considerablemente. Luego reagrupó sus dispersas defensas y se retiró tras un muro de frialdad.

—Y ahora, si ha terminado de burlarse de mí…

La risa que percibió en los labios de Richard era la definición de lo diabólico.

Ambos se miraron durante un instante demasiado largo y Catriona sintió que la consumían unas llamas abrasadoras. Sintió…

—Es usted un demonio. —Se recogió las faldas—. ¡No tiene nada de caballero!

—Claro que no. Soy un bastardo —se limitó a decir Richard.

Era eso… y mucho más.

«Y engendrará a tus hijos».

Catriona despertó sobresaltada con un grito ahogado y tembloroso que flotó en la oscuridad vacía. Sobre ella, la estancia permanecía en calma y en silencio; las mantas eran un amasijo de ropa que la cubrían. Se tumbó de espaldas, el corazón latiéndole a un ritmo inusitado en ella, pero que reconoció demasiado bien. Con los brazos en tensión a los costados, los dedos se aferraban a las sábanas. Le costó estirarlos, aflojar los músculos agarrotados. Poco a poco, la tensión que la aprisionaba remitió y la respiración se acompasó.

Dejó atrás la confusión, la consternación, y la amenaza que aumentaba por momentos cada día, cada hora, cada noche.

Sobre todo por la noche… cuando no necesitaba, cuando no podía… esconderse de sí misma, cuando en sus sueños sus anhelos más íntimos sus calladas necesidades prevalecían. El resto del tiempo, como siempre eran anulados por la voluntad de la Señora.

Pero no era eso lo que ocurría en ese momento. De hecho, la voluntad de la Señora y sus propios anhelos estaban actuando de forma acompasada empujándola a los brazos de…

«De un hombre con el que no puedo casarme».

Se apoyó sobre el codo y estiró el brazo para coger el vaso de agua de la mesilla de noche. Bebió un sorbo; el agua fría sofocó el persistente calor, el mismo que en el sueño había estallado de los labios de Richard que la besaban, el del tacto del frío mármol que había encendido la llama. Un calor que se había extendido por su cuerpo como un incendio forestal en respuesta a la avidez ardiente de los ojos y el alma de Cynster.

Sola en la noche, no había razón para negar que lo había deseado desde el principio. Lo había deseado con tal decisión y certeza que apenas podía creerlo. Deseaba tenerlo en la cama, que fuera él quien llenara el espacio vacío que había a su lado, quien desvaneciera la íntima soledad que formaba parte de su persona pública. Pero desde pequeña se le había enseñado a posponer los deseos a las necesidades de su gente; en este caso, la elección había sido clara.

O así lo había creído.

Pero ya no estaba segura. Dudaba de todo.

Volvió a desplomarse en la cama y se concentró en el dosel. En el pasado, en su juventud terca y montaraz, a veces se había resistido a la voluntad de la Señora, y sabía lo que se sentía: una agotadora combinación de incertidumbre, insatisfacción y confusión abrumadora, de la cual era imposible liberarse.

Estaba enfrentada a sí misma, porque se enfrentaba al destino, a la voluntad de la Señora.

Acallando un alarido de aguda insatisfacción, le dio un puñetazo a la almohada, se puso de costado y se acurrucó.

Tenía que ser imposible. ¿Lo había visto la Señora? ¿Sabía lo que en este caso le estaba sugiriendo? ¿Ordenando?

¿Sabía dónde estaba metiendo a su discípula más avezada?

En el matrimonio con un bastardo autoritario.

El pensamiento le paralizó la mente. Clavó la mirada en la oscuridad, se sacudió, cerró los ojos y se dispuso a dormir… sin más sueños.

A la mañana siguiente Catriona se levantó tarde, demasiado tarde para desayunar. Después de tomar té y una tostada en una bandeja, se puso ropa de abrigo y, arrastrando la pelliza al tiempo que evitaba la mirada vigilante de Algaria, salió para dar un paseo. Necesitaba aclarar las ideas. El día era más luminoso que la víspera; sólo un poco de nieve seguía salpicando los senderos. Se paró en los escalones laterales y miró. No vio a nadie, se dirigió a paso ligero hacia uno de los senderos descendentes y se perdió entre las sombras que arrojaban los árboles.

Bajo las ramas extendidas reinaban la paz y la tranquilidad. Empezó a bajar y el único sonido que oía era el crujido de sus botas sobre las hojas secas y muertas. El aire era fresco y puro. Respiró hondo para llenarse los pulmones con él. Y se sintió mejor.

El camino descendía de manera abrupta hacia una hondonada. Dobló en un recodo… y lo vio esperando, apoyado contra el tronco de un árbol alto, protegido por el gabán de la ligera brisa que le alborotaba el pelo negro.

La observaba con la actitud de un hombre qué espera a su amante para una cita concertada con anterioridad.

Cuando llegó a su altura, Catriona estuvo tentada de estirar el brazo y apoyar la mano sobre el corazón de Richard, para ver si latía con fuerza. Debía de haber salido de la casa detrás de ella y echar a correr por el otro sendero para llegar allí en ese momento. Pero tocarlo era algo que ni se planteaba. En su lugar, arqueó las cejas y preguntó:

—¿Se ha perdido otra vez?

La miró fijamente.

—No. —Y enseguida añadió—: Estaba esperándola.

Dadas las circunstancias, Catriona le devolvió la mirada, soltó una exclamación de contrariedad e hizo un gesto con la mano de que aceptaba su compañía. Continuó paseando y Richard se puso a su lado con una larga zancada. Era mucho más corpulento que ella, y su presencia pesaba más de la cuenta sobre los sentidos de Catriona, que, con la respiración entrecortada, levantó la vista para observar los retales de cielo enmarcados por las ramas desnudas.

—¿Los Cynster viven en Londres?

—Sí. Algunos todo el año; otros, a temporadas.

—¿Y usted?

—Ahora, siempre. —Richard escudriñó los alrededores—. Pero me crie en Cambridgeshire, en Somersham Place, en la residencia ducal.

Catriona lo miró de reojo.

—Jamie me dijo que su padre es duque.

—Sebastian Sylvester Cynster, quinto duque de St. Ivés.

El cariño con que lo dijo no escapó a la atención de Catriona.

—¿Fue criado en el seno de la familia?

—Sí, claro.

—¿Tiene algún hermano mayor?

—Diablo. —Catriona pareció algo sorprendida, Richard hizo una mueca y añadió—: Sylvester Sebastian para mamá… Diablo para todos los demás.

—Entiendo.

—Diablo es el actual poseedor del título. Vive en Somersham con su esposa, Honoria, y su heredero.

—¿Es una familia muy numerosa?

—No, si se refiere a si tengo más hermanos o hermanas, pero si pregunta por el clan, como bien podría definirse, sí.

—¿Hay muchos Cynster?

—Más que suficientes, tal y como le dirá cualquier madre amantísima de la alta sociedad.

—Entiendo. —Catriona estaba demasiado interesada en mantener el tono adecuadamente reprobatorio—. Así que tiene… muchos primos, ¿no?

Inesperadamente, Richard se los describió a todos, incluyendo a tíos y tías, y a sus hijos, encabezados por sus cuatro primos varones. Tras una rápida relación de las principales relaciones familiares, pasó a enumerar a sus primos y primas más jóvenes.

—Por supuesto —concluyó—, en la ciudad sólo me veo con Amanda y Amelia.

Catriona las ubicó en el árbol genealógico mental que se había formado.

—¿Las gemelas?

—Sí.

Richard frunció el entrecejo y bajó la vista. Puesto que no dijo no más, Catriona preguntó:

—¿Por qué le preocupan?

Richard la miró.

—Estaba pensando… que es improbable que tanto Diablo como Vane, unos caballeros recién casados, pasen mucho tiempo en la ciudad. Y conmigo aquí… —Su ceño se hizo más intenso—. Está Demonio, claro, pero tal vez tenga que visitar su criadero de caballos, lo cual sólo deja a Gabriel y a Lucifer. —Hizo una mueca—. Espero que Demonio se acuerde de darles un toque de atención antes de marcharse de la ciudad.

—¿Por qué es necesario darles un toque de atención? Seguro que con todos esos parientes las gemelas estarán bien cuidadas.

La expresión de Richard se endureció.

—Existen algunos peligros entre la alta sociedad que es mejor que sean tratados por los expertos.

La máscara desapareció y apareció el guerrero.

—Esa es precisamente la razón de que yo y los otros seamos la clase de observadores que más necesitan las gemelas.

Por su expresión, Catriona se percató de que Richard hablaba en serio. Sin embargo, con la mirada al frente, ella se esforzó en mantener la compostura, pero fracasó. Y se le escapó una sonora carcajada.

Richard la miró fijamente.

Catriona agitó la mano con gesto conciliador.

—Verá, es sólo que la idea… Bueno, imaginarlo a usted y a sus primos merodeando por los salones de baile mientras vigilan a escondidas a dos jóvenes damas…

—Dos jóvenes damas Cynster.

—Por supuesto. —Inclinó la cabeza y sus miradas se cruzaron—. Pero ¿qué pasaría si las gemelas no quisieran que se las vigilara? ¿Qué ocurriría si, de hecho, poseyeran las mismas inclinaciones que usted? Provienen del mismo linaje… y tales inclinaciones no son exclusivas de los varones.

Richard se quedó inmóvil y la miró fijamente. Luego, contrariado ante la sola idea, sacudió los hombros y echó a caminar de nuevo. Volvió a poner ceño.

—Son demasiado jóvenes —afirmó al fin.

Con la sonrisa en los labios, Catriona dirigió la mirada hacia las nevadas cumbres de las estribaciones. Al cabo, reflexionó:

—Así que la familia es numerosa y usted se crio en su seno… Por eso considera tan importante la familia.

Lo dijo sin mirarlo, pero sintió el calor de sus ojos observarla. Aunque era una afirmación, de hecho ocultaba la pregunta principal: ¿por qué un nombre como él tenía unos sentimientos tan fuertes sobre la familia?

Siguieron paseando durante un buen rato antes de que Richard contestara.

—En realidad creo que es al revés.

Levantó la vista, intrigada. Richard la miró de hito en hito.

—Los Cynster somos como somos porque la familia es importante para nosotros.

Y continuaron caminando. Catriona no intentó disimular su interés. Siguió mirándolo a la cara y escuchando atentamente.

Richard hizo una ligera mueca y agregó:

—Los Cynster somos codiciosos por naturaleza, necesitamos tener posesiones. No en vano el lema de la familia es «Tener y conservar». Pero incluso antaño el lema no hacía referencia (o no sólo) a lo material. —Se interrumpió. Cuando volvió a hablar, lo hizo con lentitud, la mirada ceñuda fija en la nieve—. Siempre fuimos una raza de guerreros, pero no sólo luchamos por las tierras y la riqueza material. Desde nuestra más tierna infancia, en nuestro interior resuena la comprensión de que el éxito (el verdadero éxito) significa capturar y conservar algo más. Ese algo más es el futuro… Destacar está muy bien, pero uno necesita sobrevivir. Apoderarse de tierras está bien y es bueno, pero queremos conservarlas para siempre, lo cual significa crear y construir una familia, defendiendo la que ya existe y creando la siguiente generación. Porque nuestro futuro es la siguiente generación. Sin asegurar el futuro, el éxito material no es un verdadero éxito.

Parecía haberse olvidado de ella. Catriona caminaba en silencio, procurando que el humor de Richard no cambiara. Entonces él levantó la vista, entrecerrando los ojos un poco, con la cara exactamente igual a como ella lo había visto en sus sueños… la del guerrero clarividente.

—Se podría decir —murmuró—, que un Cynster sin familia es un Cynster fracasado.

Llegaron al final de la cresta. El sendero torcía en un promontorio rocoso que formaba un pequeño mirador y luego volvía a girar para ascender por la ladera a través de los árboles. Se detuvieron en el promontorio. El viento, procedente de las cumbres nevadas que tenían enfrente, era fuerte y gélido.

Ambos contemplaron el majestuoso espectáculo. Catriona señalaba diversos picos y puntos de referencia, nombrándolos y explicando su significado. Richard la escuchaba con atención, los ojos entrecerrados contra el viento y el resplandor. Mientras observaba el paisaje, Catriona lo miraba con disimulo.

Advirtió que la expresión de Richard rara vez era espontánea, aunque a veces pareciera abierta y natural. En realidad, era reservado y mantenía los sentimientos ocultos tras su máscara, aquella fachada que mostraba al mundo. Fuera cual fuese la reacción que mostrara, era la que quería enseñar; incluso su siempre dispuesto e insustancial encanto era una habilidad cultivada con esmero.

Pero al hablar de su familia, y de la familia en general, la máscara se había deslizado y Catriona había visto al hombre que se ocultaba detrás, así como algo de su vulnerabilidad. La había conmovido, obligándola a controlar férreamente sus propias reacciones para no dejarse llevar por ellas. Richard Cynster era la personificación de la tentación, y esa mañana había añadido otra dimensión a su atractivo.

Sin duda era lo último que necesitaba.

Catriona se volvió, sofocando a medias un suspiro.

—Deberíamos volver.

Richard oteó el empinado sendero y también contuvo un suspiro. Reprimiendo sus impulsos libertinos, ofreció el brazo a Catriona para subir el primer tramo del sendero, que la nieve derretida volvía peligroso. Caminar a su lado lentamente, consciente de la tibia calidez de Catriona mientras avanzaba junto a él, y no hacer ningún gesto por seducirla, le había exigido un esfuerzo considerable; hablar de su familia, explicar las razones de sus sentimientos mientras mantenía la distancia entre ellos, había puesto a prueba su fuerza de voluntad. Pero ya no estaba seguro de hasta qué punto podía presionarla… y tampoco de si debía hacerlo.

Como había temido, Catriona resbaló. Resignado, la apretó contra él, incapaz de ignorar el contacto de las suaves curvas contra su cuerpo o de reprimir su reacción instintiva. Por suerte, Catriona estaba absorta en recuperar el equilibrio, pero, cuando volvió a caer encima de él la turgencia de un pecho apretado con fuerza contra el suyo, una cadera y un muslo encabalgados en su cadera, tuvo que morderse el labio para reprimir un gemido.

Cuando por fin llegaron al lugar en el que el sendero se nivelaba, Richard había renunciado a disimular su ceño. Catriona se detuvo para recuperar el aliento; Richard, para que su cuerpo se relajara. Catriona contempló el paisaje con inocencia, mientras Richard, enojado y frustrado hasta lo indecible, la contemplaba a ella. Volvió a adoptar su máscara de impasibilidad.

—Comprende por qué Seamus lo hizo, ¿verdad?

Catriona se volvió y sugirió:

—¿Porque estaba loco?

Richard apretó los labios.

—No. —Dudó mientras contemplaba sus ojos claros—. Usted es una oferta atractiva, tanto por su persona como por sus tierras. No me dirá que no es consciente de ello. Al parecer, sus pretendientes se cuentan por legiones, la mayoría hombres que venderían el valle a sus espaldas y que la tratarían con bastante menos respeto del que merece. Seamus lo sabía mejor que nadie, y por eso hizo una última apuesta, un último intento de garantizar su seguridad.

Catriona esbozó una débil sonrisa, adoptando una expresión pletórica de superioridad femenina, destinada sin duda a provocarlo… a él o a cualquier hombre.

—Seamus era un tirano con su familia. Jamás se le habría ocurrido pensar que soy muy capaz de cuidar de mí misma.

Si le hubiera dado unas palmaditas en la mano y le hubiera dicho que no se preocupara, el efecto habría sido el mismo. Richard no se molestó en reprimir un suspiro de exasperación.

—Catriona, usted es incapaz de defenderse de un imberbe, así que mucho menos de un hombre decidido.

Alzó el mentón y lo miró con aire desafiante.

—Tonterías. Además, la Señora me protege.

—¿Ah, sí?

—Por supuesto. Los hombres siempre creen que llevan las de ganar solo porque son más fuertes.

—Y están equivocados, ¿verdad?

—Del todo. La Señora tiene sus métodos para tratar con los pretendientes inoportunos… y yo también.

Richard suspiró y apartó la mirada. Luego, se volvió bruscamente y se acercó a ella. Catriona dio un paso atrás y se apoyó instintivamente contra el tronco de un árbol. Richard puso una mano sobre el tronco, junto a Catriona, mientras con la otra le cogió la cara, enmarcándosela. La base del árbol estaba por encima del sendero, lo que hacía a Catriona un poco más alta. Richard acercó la cara hasta la de ella y la miró fijamente a los ojos.

—Demuéstremelo.

Catriona abrió aún más los ojos mientras lo buscaba con la mirada. El pecho le temblaba tensando la tela del vestido… y, aun así, le costaba respirar.

—¿Que le demuestre qué?

—Esos métodos que tienen usted y la Señora para tratar con los pretendientes indeseables. —Deslizó la mirada hasta los labios de Catriona y con el dedo pulgar le acarició el inferior.

Catriona se estremeció. El corazón le latía con fuerza y todavía no la había besado.

La idea se materializó en el acto. Bajando la cabeza, Richard le rozó tentadoramente los labios con los suyos, preguntándose a cuál de los dos le resultaba más excitante.

—¿Cómo tenía pensado protegerse de un hombre que la aborda y la besa? —Susurró la pregunta antes de levantar la cabeza. Los labios de Catriona se separaron un poco. Richard tomó aire y volvió a por más… Sus labios seductores iniciaron una lenta y pausada exploración de aquella cálida caverna que era la boca de Catriona.

Por fin, ella pareció ceder. Sin el menor indicio de lucha, le dio la bienvenida, enredando tímidamente la lengua con la de él.

Richard se apartó sólo para tomar aire y, con voz profunda y crispada, preguntó:

—¿Exactamente cómo tenía planeado detener a un hombre que intentara seducirla?

No esperó una respuesta, sino que volvió a besarla, tomando cuanto se le ofrecía y exigiendo más. Ordenando más. Y ella se lo dio… con generosidad.

«Se diría que no tenía muchas defensas», pensó Richard.

De alguna forma Catriona supo lo que estaba pensando Richard… El resto, le traía sin cuidado. Nunca había esperado tener ninguna defensa contra él. En general, podía paralizar a cualquier hombre con una simple mirada, aunque desde el principio él se había mostrado inmune, tanto frente a tal intimidación manifiesta como a otras manipulaciones más sutiles. No obstante, no estaba dispuesta a explicarle que con él, sus defensas, aquellas con las que la Señora le había obsequiado, no funcionaban.

Aunque la cabeza le diera vueltas y las piernas le temblaran, no estaba tan loca. En circunstancias normales, era capaz de enredar a los hombres, mental y verbalmente, de atemorizarlos, de hacer que tartamudearan, resollaran… un cúmulo de dificultades que hacía que hasta el más confiado saliera huyendo.

Pero a él, no. Con Richard, todo cuanto podía hacer era echar a correr.

Sin embargo, en ese momento lo único que deseaba era… disfrutar de la seducción.

Sus sentidos le aconsejaban que así lo hiciera.

Y de todo corazón.

En un momento dado Catriona levantó los brazos y rodeó el cuello de Richard, que se acercó y con la presión de su pecho le alivió los doloridos senos. Catriona volvió a besarlo con total abandono y sintió cómo se movía. Entonces Richard deslizó la mano detrás de ella, entre el árbol y su espalda, y la dejó caer. Cuando le asió el trasero, apartando las caderas del árbol, sus obstinados sentidos se sobresaltaron. Por fin, Richard la empujó con fuerza entre las piernas con el duro muslo.

Si la hubiera soltado, habría dejado de besarlo para jadear, pero la acometida prosiguió con un apremio creciente, una urgencia que Catriona sintió en los huesos. Sus labios se fundieron. Los de él eran de frío mármol, mientras que los de Catriona ardían. Richard se inclinó hacia ella, atrayéndola. La gruesa pelliza de Catriona amortiguó el encuentro de los cuerpos, aunque el calor seguía arrasándola en oleadas cada vez más intensas. La nieve en varios kilómetros a la redonda debía de estar derritiéndose.

Pero Catriona no se apartó, no se esforzó en huir, sino que se entregó a la pasión creciente, sintiendo la intimidad de Richard apretada contra ella, saboreando con entusiasmo cada matiz, cada aspecto. ¿Qué otra cosa podía hacer? Aquella era una experiencia de la que quizá no volvería a disfrutar nunca más.

Así que la disfrutó… incitando a su captor.

Y Richard respondió con ardor.

El deseo y el fuego de él la inflamaron, y cuando deslizó la mano desde su cara para cerrarse con firmeza sobre su pecho, Catriona jadeó y se tambaleó. Las rodillas apenas la sostenían. Mientras con una mano le aprisionaba el trasero por debajo, alzándola, los largos dedos de la otra se cerraban con firmeza sobre su pezón, acariciándolo, apretándolo con suavidad. Catriona se arqueó instintivamente, poseída por una ardiente necesidad que fue el contrapunto de Richard. La avidez acechante jamás había sido tan evidente ni se había grabado con tanta fuerza en los sentidos de Catriona. La saboreó en sus besos, la sintió en sus músculos agarrotados, en la sublime firmeza que se apretaba contra su vientre.

Richard le inclinó las caderas, levantándola un poco, e introdujo su muslo entre los de ella con un movimiento provocativo.

El calor la poseyó, una tormenta de fuego y llamas que la arrasó por completo. Se aferró a la cabeza de Richard con frenesí, hundiendo los dedos en el abundante cabello mientras torcía los labios bajo los suyos.

Al cabo de unos segundos Catriona se apartó y echó a andar por el sendero, una mano en la manga de Richard y la otra sujetándose la falda mientras pasaba por encima de la raíz de un árbol. De pronto se oyó el ruido de unos pasos que avanzaban con decisión a sus espaldas.

Los dos se volvieron al unísono con fingida expresión de sorpresa. Catriona se sintió agradecida por las dispersas sombras que le ocultaron el rostro cuando la oscura mirada de Algaria la encontró.

—Creí que quizás os habíais perdido —dijo Algaria con ceño.

Obviando el hecho de que conocía mejor aquellos bosques que su consejera, Catriona inclinó delicadamente la cabeza, pues todavía estaba mareada.

—Enseñaba al señor Cynster los alrededores. Ya volvíamos.

Fue incapaz de seguir hablando. La expresión de Algaria reflejó su desconfianza y les hizo un gesto con la mano para que continuaran.

—No me esperéis. Yo voy muy lenta.

Catriona miró de reojo a su acompañante y vio un leve movimiento en sus labios, ignorando el peligroso brillo de los ojos.

—Muy bien.

Con majestuosa elegancia, como correspondía a la principal discípula de la Señora, Catriona se volvió y permitió a su perdición que la guiara. Sintió el calor de la mirada de Richard en la cara, pero siguió pendiente del camino y el paisaje. Aturdida y ruborizada, sus sentidos eran un clamor.

Trató de serenarse, obviando la pregunta de lo que podría haber ocurrido si Algaria no hubiera aparecido.

Necesitaba sosegarse para enfrentarse con Richard Cynster… y consigo misma. Y no estaba segura de lo que sería más difícil.

La actitud de Richard hacia la familia la había intrigado, así que, movida por la necesidad de saber más acerca de él, había intentado sonsacarle detalles para interpretar sus visiones bajo una luz de mayor sensatez. Por el contrario, lo que había descubierto dificultaba su decisión todavía más. ¿Cómo podía no responder a un hombre que deseaba y buscaba establecer una verdadera familia?

Sin embargo, el resto —todo lo que había sabido desde que abandonaran el mirador— sólo la había afianzado en su resolución de resistirse. Richard se había despojado de su máscara el tiempo suficiente para reafirmarla en sus íntimas convicciones acerca de él, para confirmarle las motivaciones emocionales de Cynster. Era, de hecho, un guerrero sin causa; y la causa que buscaba, que añoraba, era una familia a la que defender y proteger.

Lo cual estaba muy bien, pero los guerreros, en especial los que heredaban tal condición, no dejaban sus espadas en el vestíbulo y se convertían en sencillos hombres de familia. Nada más lejos. Seguían siendo guerreros hasta la médula, hasta las entrañas.

Y los guerreros eran autoritarios.

Catriona suspiró y distinguió la casa a lo lejos. Sabía que debía resistirse, pero al mismo tiempo crecía la tentación de entregarse a él, de tenerlo como su señor. Pero por encima de todo era la Señora del valle… y no podía, sencillamente no podía, dejar que entrara en su vida, no podía permitir que pensara en ella como parte de su causa, por tentadora que pudiera resultar la idea.

Y sin duda lo era. Y no había comprendido cuánto hasta que se encontró entre sus brazos bajo aquel árbol.

Salieron del bosque y entraron en el césped cubierto de nieve. Algaria los seguía a poca distancia. Más tranquila y decidida, Catriona respiró hondo, miró el rostro de Richard y luego hacia la casa.

La personificación de la tentación, ni más ni menos. Sus actitudes eran de un atractivo poderoso, y su sensualidad resultaba tan imperiosa que atraía los sentidos de Catriona hasta que todo lo demás se desvanecía. Pero su verdadera fuerza radicaba en aquello que se alzaba entre ellos. Era una personalidad demasiado fuerte, un hombre demasiado viril para renuncia a su inclinación natural a dominar a una esposa.

La casa, fría y gris, se alzaba ante ellos. Catriona sintió que Richard la miraba de nuevo.

—Parece pálida.

Catriona levantó la vista y se dio cuenta de que él pensaba que seguía mareada. Trató de recuperar la compostura.

—Últimamente no he dormido bien —aseguró, mirando al frente.

—¿En serio? Tal vez debiera adoptar la costumbre local de tomar una copita de whisky antes de acostarse. Jamie me ha dicho que los lugareños tienen una fe ciega en su efectividad.

Catriona lanzó una exclamación de incredulidad.

—Los de por aquí tienen una fe ciega en cualquier cosa que impliqué beber whisky.

Richard se rio entre dientes.

—No me extraña… Es muy bueno. Hasta ahora no había llegado a apreciarlo realmente. Soy un furibundo prosélito a las costumbres locales.

—Los prosélitos son siempre los más furibundos —observó Catriona—. Pero si de verdad está interesado, debería visitar la destilería del valle.

Llegaron a los escalones laterales. Catriona entró primero mientras le describía la destilería.