Capítulo 3

UNOS minutos antes de las ocho de la mañana siguiente, Catriona se dirigió a la biblioteca, donde habían sido convocados para oír la última voluntad de Seamus. Había desayunado en la habitación, porque allí hacía menos frío.

El hecho de que tratara de convencerse a sí misma la preocupaba. En realidad, había desayunado en privado para no tener que enfrentarse a Richard Cynster y el poder que ejercía, fuera el que fuese. Se esforzaba por no pensar en ello. Aquel camino sólo llevaba a la confusión.

Había un lacayo junto a la biblioteca. Abrió la puerta y Catriona entró majestuosamente. Esta agradeció que alguna alma sensible hubiera ordenado encender el fuego con más leña que el exiguo montón habitual. El hogar, grande y profundo, ocupaba uno de los extremos de la monstruosa estancia, la más espaciosa de la casa, que discurría a lo largo de toda un ala. Como los muros eran de piedra y las ventanas estrechas carecían de cortinas, el ambiente era permanentemente gélido. Por eso se había puesto un vestido azul de lana con las mangas largas y entalladas, pero aun así agradeció la calidez del fuego.

Jamie y Mary estaban sentados en el sofá, los demás ocupaban unos sillones situados a ambos lados de aquel, todos formando un semicírculo frente al fuego, junto al enorme y viejo escritorio de Seamus. En ese momento un abogado de Perth ocupaba la silla de Seamus y revolvía unos papeles.

Dejándose caer en un sillón vacío entre Meg y Malcolm, Catriona saludó al abogado con un gesto cortés de la cabeza; luego hizo lo propio con el resto de los presentes, dejando que su mirada se cruzara con la de Richard Cynster sólo un momento.

Richard se hallaba sentado en otro sofá detrás de Mary, mostrando una gracia indolente que contrastaba con el aire vacilante del resto de los varones presentes. Inclinó la cabeza con expresión imperturbable. Catriona le devolvió el saludo y se obligó a apartar la mirada.

Una simple ojeada había bastado para colmar la imaginación de Catriona con una visión bastante más poderosa que la que había tenido hasta entonces. Richard se había puesto una levita azul, de un color más intenso que el vestido de Catriona, que se ajustaba a la perfección a la anchura de los hombros. Un chaleco de seda a rayas azules y negras cubría una camisa blanca, cerrada a la altura del cuello con un hermoso pañuelo. Los pantalones, de la gamuza más delicada, se aferraban a los muslos poderosos, destacándolos mucho más de lo que Catriona habría deseado.

Deseó que Cynster estuviera en cualquier parte excepto allí; tenía que esforzarse por mantener la mirada lejos de él. Sentado a su lado, Malcolm no se reprimía tanto: repantigado en el sillón, se roía un nudillo y miraba de hito en hito y sin disimulo la indolente elegancia sentada frente a él. Catriona reprimió el impulso de decirle con sarcasmo que nunca estaría a la altura, al menos mientras se sentara de aquella manera.

En cambio, respiró hondo, dispuesta a tranquilizarse con cada inspiración. Con las manos cruzadas sobre el regazo, se recordó que estaba allí siguiendo las órdenes de la Señora. Después de todo quizá la hubiera enviado para conocer a Richard Cynster y aprender así lo que debía evitar. Es decir, a los hombres autoritarios.

Se concentró en el abogado y deseó que empezara de una vez con sus asuntos. El hombre levantó la vista y parpadeó, luego miró hacia el reloj de la chimenea con ojos de sabiondo.

—Bueno… Sí. —Echó un vistazo alrededor, contando las cabezas y casando las caras con una lista que dejó a un lado—. Bien, si estamos todos…

Como nadie le contradijo, cogió un largo pergamino, se aclaró la garganta y comenzó.

—Leo las palabras de nuestro cliente, Seamus McEnery, señor de Keltyhead, tal y como fueron dictadas a nuestro escribiente el 5 de septiembre del año en curso.

Volvió a aclararse la garganta y todos entendieron que a partir de momento lo que iban a oír eran las palabras literales de Seamus.

—«Este, mi testamento y última voluntad, no será lo que ninguno vosotros, reunidos aquí a petición mía, esperáis. Esta es mi última oportunidad de influir en los asuntos terrenales, de corregir mis errores y subsanar mis omisiones. Con la sabiduría que da la edad, me he visto obligado a utilizar este testamento a tal fin».

Como era lógico, una agitación nerviosa circuló entre el auditorio. Catriona estaba inmunizada, pero aun así frunció el entrecejo. ¿Qué tramaba ahora el viejo y astuto tejón? Advirtió que incluso Richard Cynster, se había movido un poco.

Sentado a sus anchas en el sillón, Richard puso cejo y se esforzó en sacudirse el presentimiento que el párrafo inicial de Seamus le había suscitado. Era sólo un actor secundario en aquella representación, no había ningún motivo para suponer que aquellas palabras fueran dirigidas a él.

Sin embargo, a medida que el abogado avanzó, comprobó que al parecer estaba equivocado.

—«Mi primer legado cerrará un capítulo de mi vida por lo demás hace tiempo terminado. Es mi deseo entregar en mano a su hijo el collar que mi primera esposa le legó. Como he estipulado que él, Richard Melville Cynster, ha de estar presente para recibirlo, que sirva ahora a su propósito».

El abogado buscó algo a tientas encima del escritorio, se levantó y se acercó a Richard.

—Gracias —murmuró Richard, levantando las delicadas sartas de las manos nudosas del abogado. Con cuidado, desenredó los eslabones de oro finamente labrados, intercalados con piedras cónicas de un rosa opaco. Del centro del collar colgaba una amatista alargada, grabada con unos signos demasiado pequeños para que pudiera descifrarlos.

—Fue un completo desafuero del señor McEnery ocultárselo —susurró el abogado—. Por favor, créame si le digo que se hizo en contra de nuestro parecer.

Mientras estudiaba el colgante y advertía la extraña calidez de las piedras, Richard asintió con aire distraído. Cuando el abogado volvió al escritorio, Richard levantó la vista… Desde el otro lado del círculo de asientos, la mirada de Catriona estaba fija en la joya. Su concentración era absoluta. De forma deliberada, Richard dejó que los cristales colgaran y los movió; la mirada de Catriona permaneció clavada en la joya. El abogado volvió a sentarse y Richard cerró el puño alrededor del colgante. Catriona suspiró y levantó la vista, su mirada se cruzó con la Cynster y luego la apartó con calma. Resistiéndose al impulso de arquear las cejas, Richard se guardó el collar en el bolsillo.

__Bien, ¿dónde estábamos? Ah… sí. —El abogado carraspeó y añadió—: «En cuanto a la riqueza que dejo al morir, bienes raíces, muebles y fondos, todo ha de mantenerse en fideicomiso durante una semana a partir de hoy, el día en que es leído mi testamento». —El hombre hizo una pausa, tomó aire y continuó de un tirón—: «Si al cabo de una semana Richard Melville Cynster consiente en casarse con Catriona Mary Hennessy, la propiedad se dividirá entre mis hijos supérstites de la forma que se describe más abajo. Si no obstante, al término de dicha semana, Richard Cynster se negara a casarse con Catriona Hennessy, toda mi propiedad será vendida y los fondos así obtenidos se dividirán, a partes iguales, entre la diócesis de Edimburgo y la de Glasgow».

La impresión —absoluta y aplastante— los mantuvo a todos en silencio. Durante un minuto, sólo el crujir del pergamino y el extraño crepitar del fuego rompieron la quietud. El primero en reaccionar fue Richard; dio una enorme bocanada de aire, consciente de la sensación de irrealidad, como si estuviera en medio de un sueño enloquecido. Echó un vistazo a Catriona, que tenía la mirada perdida con expresión de total incredulidad.

—¿Cómo ha podido…? —La vehemente pregunta rompió el hechizo y súbitamente Catriona se concentró en el abogado.

A partir de ese momento, se produjo un aluvión de preguntas y exclamaciones. La familia de Seamus era incapaz de asimilar lo que les había hecho su padre. Se sentían desamparados, apenas eran capaces de hablar.

Sentada al lado de Richard, Mary se volvió hacia él con expresión acongojada.

—Dios mío… ¿cómo vamos a arreglárnoslas? —Con los ojos anegados, asió la mano de Richard, no en actitud de súplica sino buscando apoyo.

Instintivamente Richard cerró los dedos sobre los suyos, apretándole la mano para tranquilizarla. Cuando Mary se volvió hacia Jamie, Richard vio la desesperanza que la abrumaba.

—¿Qué vamos a hacer? —musitó en un sollozo cuando Jamie la rodeó con sus brazos.

Tan perplejo como ella, Jamie miró al abogado por encima de la cabeza de su mujer.

—¿Por qué?

Richard se dijo que aquella era la pregunta más pertinente. El abogado la aprovechó como entrada e hizo un gesto con las manos a los demás para mandarlos callar.

—Si pudiera continuar…

Se hizo de nuevo el silencio y el abogado cogió el testamento. Respiró, alzó la vista y miró con ojos de miope por encima de sus quevedos.

—Este es un testamento de lo más irregular, así que no me duelen prendas en romper con la tradición y afirmar que tanto yo como el resto de mis asociados discutimos con todas nuestras fuerzas estas disposiciones, pero el señor McEnery no se conmovió en lo más mínimo. Tal y como está, el testamento es legal y, en nuestra opinión, no impugnable de acuerdo con la ley. —Bajó la vista y siguió leyendo—: «Las siguientes palabras van destinadas a mi pupila, Catriona Mary Hennessy. Con independencia de lo que pudiera pensar, era mi deber velar por su futuro. Así como en vida no fui lo bastante fuerte para influir en ella, ahora en la muerte la pongo en el camino de alguien que, si la mitad de los chismes que se cuentan de él y de su estirpe son verdad, posee los talentos requeridos para encargarse de ella».

A partir de ahí siguió una detallada descripción de cómo sería dividida la propiedad entre los hijos de Seamus en el caso de que Richard se aviniera a casarse con Catriona, y a la que nadie prestó atención. La familia y la propia Catriona estaban demasiado ocupados en condenar la perfidia de Seamus. Por su parte, Richard advirtió que ninguno de ellos imaginaba otro desenlace que no fuera que la propiedad pasase a la Iglesia.

Cuando el abogado llegó al final del testamento, una desesperación ti tal y absoluta se había adueñado de los McEnery. Jamie, tragándose su amarga decepción, se levantó para estrechar la mano del abogado y darle las gracias. Luego se alejó para consolar a Mary, consternada y deshecha en lágrimas.

—Es una injusticia —sollozó Mary—. ¡Ni siquiera lo mínimo para vivir! ¿Y qué pasará con los niños?

—Shhh, vamos, cálmate. —Jamie intentaba tranquilizarla, aunque sabía que era inútil.

—Estaba loco —escupió Malcolm—. Nos ha robado todo lo que teníamos derecho a esperar.

Meg y Cordelia sollozaban mientras sus dóciles consortes decían incoherencias.

Sentado en silencio en el sillón, ajeno a la emoción que embargaba a sus anfitriones, Richard observaba y escuchaba con aire reflexivo. Sin duda ninguno de los presentes esperaba que él los salvara.

Analizaba a Catriona, elegante y esbelta en su vestido azul oscuro, el pelo aún más brillante en el cuarto apagado y sombrío. Estaba consolando a Meg, aconsejándola con voz queda reflejando una corriente de tranquilidad casi visible. Richard aguzó el oído para escuchar lo que decía.

—No se puede hacer nada, así que no tiene sentido que te pongas nerviosa y tengas un aborto espontáneo. Sabes tan bien como todos que nunca me llevé bien con Seamus, pero jamás le hubiera creído capaz de esto. Estoy tan profundamente impresionada como tú. —Continuó hablando deprisa, acaparando la atención de Meg, obligándola a escuchar para tratar de contener el llanto—. El abogado dice que es un hecho consumado, así que aparte de maldecir a Seamus, ya no sirve de nada ponerse histérica. Hemos de permanecer unidos y ver qué podemos hacer y qué se puede salvar.

Y prosiguió, dirigiendo sus pensamientos, así como los de Meg, Cordelia y los maridos de estas, hacia un humor más positivo. Pero era innegable que se enfrentaban a una conmoción inesperada, y en ningún momento ni ella ni nadie, ni siquiera Jamie o Mary cuando se unieron al grupo, aportaron alternativa alguna.

Catriona evitó mirar a Richard, era casi como si le hubiera expulsado de su mente, como si hubiera olvidado que existía. De hecho, todos parecían haber olvidado… al oscuro depredador, al intruso, al Cynster infiltrado entre ellos. Nadie pensó en apelar a él.

Para todos, no sólo para Catriona, el resultado era un hecho consumado. Ni siquiera se molestaron en preguntarle a Richard por su decisión, por su respuesta al desafío de Seamus. Pero en aquel momento ellos eran los débiles y los desvalidos. Richard Cynster era algo más.

—¡Disculpen!

Richard observó que el abogado había recogido los documentos y le miraba fijamente. Su voz sonó tan atronadora que hizo callar a la familia.

—Señor Cynster, ¿podría contar con su decisión formal para que empecemos a ultimar la testamentaría?

Richard arqueó las cejas.

—Tengo una semana para decidir, ¿no es así?

El abogado parpadeó y se incorporó.

—Por supuesto. —Miró a Catriona—. Siete días completos es el plazo estipulado por el testamento.

—Muy bien. —Richard se levantó—. Puede venir a visitarme aquí dentro de una semana a partir de hoy. —Esbozó una débil sonrisa—. Entonces le daré mi respuesta.

El abogado hizo una reverencia y dijo:

—Como desee, señor. De acuerdo con el testamento, la propiedad permanecerá en fideicomiso hasta ese momento.

Reuniendo con rapidez los documentos, el abogado estrechó la mano a Richard, luego a Jamie (incapaz de salir de su marasmo) y por fin, con un saludo de la cabeza hacia el resto, abandonó la biblioteca.

La puerta se cerró tras él. El chasquido del pestillo resonó por la enorme estancia, atravesando una quietud poco natural. Al unísono, enmudecidos, los miembros de la familia se volvieron para mirar a Richard; todos excepto Catriona, que hacía rato que le observaba con ceño.

Richard sonrió con amabilidad.

—Si me disculpan, creo que iré a estirar las piernas. —Y se dirigió aire despreocupado hacia la puerta.

—No te hagas ilusiones. —Con brutal sinceridad, Catriona hizo sentar a Jamie en un sillón del salón casi a empujones y, acto seguido, ella misma se dejó caer en el sofá situado frente a él—. Ahora, concéntrate —le instó—, y cuéntame todo lo que sepas sobre Richard Cynster.

Todavía confuso, Jamie se encogió de hombros.

—Es hijo de la primera esposa de papá. Suyo y del hombre que el gobierno inglés envió aquí en una ocasión. El duque de… He olvidado el título, si es que lo he sabido alguna vez. —Contrajo el rostro—. No recuerdo gran cosa… Todo ocurrió antes de que yo naciera. Sólo sé lo que papá dejaba escapar de vez en cuando.

Catriona reprimió su genio a duras penas.

—Cuéntame todo cuanto recuerdas. —Necesitaba conocer al enemigo. Jamie pareció quedarse en blanco y ella soltó un bufido—. Muy bien. Preguntas. ¿Vive en Londres?

—Sí… Ha venido desde allí. Eso dijo su ayuda de cámara.

—¿Tiene ayuda de cámara?

—Sí… Un tipo muy ceremonioso.

—¿Qué reputación tiene? —Catriona parpadeó—. No… Olvídalo —murmuró entre dientes—. Sé más de eso que tú. —Sabía que era un hombre con labios fríos como el mármol, cuyos brazos la habían mantenido atrapada… Volvió a parpadear—. Su familia… ¿Qué sabes de ella? ¿Lo reconocen públicamente?

—Eso parece. —Se encogió de hombros—. Recuerdo haber oído decir a papá que los Cynster eran condenadamente poderosos, la mayor parte militares, una familia antiquísima. Enviaron a siete de los suyos a Waterloo… Me acuerdo que decía que la alta sociedad los había etiquetado de invencibles porque regresaron los siete sin un rasguño.

Catriona lanzó una exclamación de incredulidad.

—¿Son ricos?

—Diría que sí.

—¿Ocupan un lugar destacado en la alta sociedad?

—Sí. Están bien conectados y todo eso. También está ese grupo… —Jamie se interrumpió, ruborizándose.

Catriona entrecerró los ojos.

—¿A qué grupo te refieres?

Jamie se removió en el asiento.

—No es nada que… —Se le quebró la voz.

—¿Que debiera preocuparme? —Catriona le miró sin piedad—. Deja que sea yo quien lo juzgue. ¿Qué pasa con ese grupo?

Al fin, Jamie se rindió.

—Seis de ellos… todos primos. La alta sociedad los llama los Cynster Titulados.

—¿Y qué hacen?

Jamie se retorció.

—Tienen su reputación… Y apodos, como Diablo, Demonio y Lucifer.

—Entiendo. ¿Y cuál es el apodo por el que se conoce a Richard Cynster?

Jamie apretó los labios con tozudez. Catriona volvió a mirarle con acritud.

—Escándalo.

Catriona apretó los labios.

—Debería haberlo imaginado. No, no necesitas explicarme cómo se ha granjeado ese apodo.

Jamie parecía aliviado.

—No recuerdo que papá dijera mucho más, aparte de que todos se comportaban como unos bastardos prepotentes con las mujeres, pero supongo que lo diría por las circunstancias.

Catriona dio rienda suelta a su incredulidad con una exclamación. Unos bastardos prepotentes con las mujeres… Así pues, gracias a las malhadadas ideas de su tutor, allí estaba ella, frente a frente con un bastardo prepotente que, para colmo de males, era realmente un bastardo. ¿Aquello le hacía más o menos prepotente? De alguna forma, no dudaba de cual sería la respuesta. Miró a Jamie e inquirió:

—¿Seamus no contó nada más?

Jamie negó con la cabeza.

—Nada excepto que sólo los idiotas creen que pueden enfrentarse a un Cynster.

«Unos bastardos prepotentes con las mujeres». Aquella frase lo resumía todo, pensó Catriona, de pie frente a las ventanas del salón trasero sin dejar de observar la extensión de césped cubierto de nieve que Richard debía atravesar para volver a la casa.

En ese momento lo vio todo con claridad… Entendió lo que Seamus había pretendido con su inicuo testamento. El postrer intento de interferir en su vida desde más allá de la tumba, nada menos. No iba a tolerarla aunque se tratara de un Cynster, bastardo o no.

En todo caso, los antecedentes de Richard Cynster parecían aún peores de lo que había imaginado. Sabía poco de las costumbres de la alta sociedad, pero el hecho de que la esposa del padre de Richard (en realidad, como toda la familia) hubiera aceptado de buen grado a un bastardo entre ellos, olía a dominación masculina. Cuando menos, sugería que las esposas Cynster eran débiles al lado de sus prepotentes maridos. Al parecer, los varones Cynster eran unos tiranos que se comportaban como enajenados, dictadores domésticos, acostumbrados a un despiadado ordeno y mando.

Jamás, de forma despiadada o no, a ella la gobernaría un hombre; nunca permitiría que ocurriera tal cosa. El destino del valle y de sus gentes dependía de ella, y para cumplir ese destino, para conseguir su objetivo en esta tierra, debía seguir siendo libre, independiente, capaz de hacer su voluntad cuando fuera necesario, capaz de actuar cuando su gente lo necesitara, sin las limitaciones de un matrimonio convencional, de un marido convencional.

Un bastardo prepotente convencional como marido era, lisa y llanamente, inaceptable para la Señora de valle.

Oyó a lo lejos el tenue crujido de una bota sobre la nieve y miró por la ventana. Era media tarde, la luz se desvanecía con rapidez. Vio que la negra figura que había estado esperando surgía de entre los árboles y subía despreocupadamente la pendiente. Su poderoso físico destacaba incluso bajo el pesado gabán de múltiples esclavinas.

El pánico se apoderó de ella, dejándola sin resuello y temblando. De repente, la habitación pareció mucho más oscura. Cogió una caja de yesca y echó a correr, encendiendo cuánta vela encontró por el camino. Cuando Richard llegó a la terraza y ella abrió el gran ventanal y le saludó con la mano, la habitación resplandecía.

Cynster entró sacudiéndose los copos de nieve del pelo negro, y se limitó a fruncir el entrecejo para demostrar que se había percatado de la acción de Catriona. Esta lo ignoró. Apretando las manos, esperó sólo a que Richard se quitara el gabán y se volviera para dejarlo a un lado antes de afirmar:

—No sé en qué estará pensando, pero no aceptaré casarme con usted.

Habló con inusitada firmeza. Richard se irguió y se encaminó hacia ella.

La estancia pareció reducirse.

Los muros la aprisionaron. Incapaz de respirar, apenas pudo pensar. El deseo compulsivo de huir, de escapar, era acuciante; más fuerte aún que la atracción que la impulsaba a descubrir qué poder era aquel que hacía que el pulso le palpitara con fuerza, la piel le hormigueara y los nervios le temblaran. En actitud desafiante, se mantuvo firme y alzó la barbilla.

Richard la miró a los ojos, pero Catriona no supo cómo interpretar el extraño brillo que vio en ellos. Entonces él avanzó hacia el fuego y Catriona se apartó para dejar que se calentara las manos. Ella se esforzó en respirar, en pensar, en suprimir las sensaciones que le ponían los nervios de punta, en aflojar el torniquete que le oprimía el pecho. Ignoraba por qué aquel hombre habría de provocarle semejante reacción. No quería pensar en ello, pero sabía que sin duda el herrero del valle no le producía el mismo efecto.

Richard se incorporó y de pronto Catriona decidió que eran sus movimientos, controlados y seguros, como si retuvieran la fuerza de una pantera que todavía no estuviera lista para saltar, lo que más nerviosa le ponía. Con un brazo apoyado en la repisa de la chimenea, la miró e inquirió:

—¿Por qué?

Catriona frunció el entrecejo.

—¿A qué se refiere?

—¿Por qué no consentirá en casarse conmigo?

—Porque no necesito un marido. —«Sobre todo un marido como usted», pensó, cruzó los brazos y se concentró en la cara de Richard—. Mi cometido en el valle no permite las relaciones habituales a las que una mujer de mi condición pudiera aspirar a disfrutar. —Levantó la barbilla—. Soy soltera por elección, no por falta de oportunidades. Es un sacrificio que he hecho por mi gente.

Se sintió bastante complacida con aquella táctica; los hombres como los Cynster comprendían el sacrificio y el honor.

Richard arqueó las cejas mientras estudiaba en silencio a Catriona. Entonces dijo:

—¿Quién heredará la hacienda y la posición si no se casa para engendrar herederos?

Catriona maldijo a aquel hombre, pero se limitó a responder:

—A su debido tiempo, por supuesto, me casaré para tener herederos pero todavía me quedan muchos años hasta que tenga que hacerlo.

—¡Ah…! ¿Así que no siente una aversión completa y absoluta hacia el matrimonio?

Con la cabeza bien alta y mirando fijamente Richard, Catriona respiró hondo y no soltó el aire.

—No —admitió por fin, y echó a andar—. Pero existen diversos impedimentos, condiciones y consideraciones.

—¿Cómo cuáles?

—Tales como mi lealtad a la Señora y mis obligaciones como curandera. Tal vez no se dé cuenta, pero…

Apoyado contra la repisa de la chimenea, Richard escuchó sus excusas, todas relacionadas con los deberes que Catriona consideraba que recaían sobre ella como propietaria de la heredad. No paraba de dar vueltas de un lado a otro. Estaba a punto de ordenarle que se sentara para poder sentarse también y no tener que alzar la mirada cada vez que Catriona quería comprobar su semblante deliberadamente inexpresivo. De pronto recordó a Honoria, la duquesa de Diablo, que deambulaba de la misma manera, con las faldas agitándose en el aire al mismo tiempo que su mal genio. En ese momento las faldas de Catriona se agitaban con fuerza. Richard suspiró y se apoyó con más fuerza contra la repisa de la chimenea.

—Así que ya lo ve —concluyó Catriona, volviéndose hacia él—. En la actualidad, un marido es imposible.

—No, no veo nada. —Richard le sostuvo la mirada—. Sólo he oído una letanía de responsabilidades que no veo que excluyan la posibilidad de un marido.

Jamás en su vida adulta había tenido que dar explicaciones a nadie, era algo que estaba escrito con claridad en la expresión de asombro algo engreída que Catriona infundió a sus ojos verdes.

—¡No tengo tiempo para un marido! —Y de inmediato añadió—: Ni para discusiones, como esta por ejemplo.

—¿Por qué habría de discutir?

—Ya lo creo que sí. Pero si todos los hombres discuten, y sin duda un marido también. Querría que hiciera las cosas a su manera, no a la mía… ni a la de la Señora.

—Ah… Así que lo que le preocupa en realidad es que un marido pudiera interferir en sus obligaciones.

—Que tratara de interferir en cómo cumplo con mis obligaciones. —Por fin se detuvo y lo miró con los ojos entrecerrados—. Los caballeros como usted tienen la costumbre de suponer que pueden imponer su criterio en todo. Es evidente que no puedo casarme con un hombre así.

—¿Porque quiere hacer las cosas a su manera?

—Porque necesito ser libre para cumplir con mis obligaciones… Libre de cualquier interferencia marital —le espetó.

Richard la observó con calma.

—¿Y qué pasaría con un marido que no interfiriese?

Catriona sonrió con sorna y reanudó sus andares.

—Es posible, ¿sabe?

—¿Que usted permitiera que su esposa actuara según su propio criterio? —Al llegar al otro extremo de la estancia, se volvió y le lanzó una mirada cargada de desprecio—. Ni siquiera en el valle vuelan los cerdos.

Le costó no sonreír. Richard sintió la mirada de Catriona en cada centímetro de su cuerpo y tuvo que recurrir de inmediato a todo el control del que era capaz para reprimir su reacción instintiva. Cautivarla no serviría a sus propósitos… y ya había decidido cuáles eran estos exactamente. Sin embargo, saber más sobre ella le ayudaría a aclarar aquel extremo.

—Si nos casáramos, un hombre como yo —dijo parodiando el aire distinguido de Catriona— podría, dada su posición, aceptar acomodarse a usted y a sus obligaciones. —Hizo un gesto con la mano como quitándole importancia. Catriona lo miró con escepticismo—. No hay ningún motivo para que no podamos llegar a un acuerdo de esa naturaleza.

Catriona frunció el entrecejo, soltó un bufido y se alejó.

Richard observó su espalda, la espectacular línea de la columna vertebral desde la nuca hasta los turgentes hemisferios de su trasero. La visión parecía ideada para distraerlo, atraerlo… La rigidez de su postura, el reto que suponía la renuencia de Catriona, sólo intensificaron el magnetismo que sentía.

—Usted no está considerando en serio el casarse conmigo —dijo Catriona con rotundidad, mirando a la oscuridad que se extendía tras la ventana.

Richard bajó los brazos y apoyó la espalda contra la repisa de la chimenea.

—¿Eso cree?

—Sólo reclamó el beneficio de la semana de plazo porque todos dimos por sentado que se negaría. —Hizo una pausa y agregó sin apartar la mirada de la ventana—: No le gusta que nadie presuponga lo que va a hacer.

Richard se encogió de hombros.

—En realidad, fue porque usted lo dio por sentado. Los demás no cuentan.

—Debería haber sabido que diría que fue culpa mía —exclamó la joven con acritud.

—Tal vez se haya dado cuenta de que no lo he hecho. Usted fue la razón de que reclamara el plazo, pero después de pensarlo… —Abarcó con un gesto los bosques que había recorrido—. Sí, lo habría reclamado igualmente.

Catriona frunció el ceño.

—¿Porqué?

Richard se preguntó si podría explicar alguna vez a alguien sus sentimientos sobre la familia.

—Digamos que siento una aversión congénita a tomar decisiones precipitadas, y Seamus trazó sus planes con mucho cuidado. Sabía que no me gustaría ser utilizado como un títere para privarle a la familia de su derecho.

—¿Por ser un bastardo? —inquirió Catriona sin miramientos.

—No. Por ser un Cynster.

—No lo entiendo —repuso atónita.

Richard hizo una mueca.

—Ni yo. No tengo nada claro. Por ejemplo, desconozco los motivos por los que Seamus llegó tan lejos, por qué urdió semejante intriga… a fin de colocarme en una situación tan extraña.

Catriona expresó su incredulidad con una exclamación y se volvió de nuevo hacia la ventana.

—Eso es porque no lo conocía. Siempre estaba conspirando y maquinando, como tantos otros hombres de fortuna y posición. De hecho, a menudo invertía mucho tiempo en hacer planes que jamás tenía intención del llevar a la práctica.

Richard arqueó las cejas.

—No me sorprende que mandaran aquí a mi padre. —Catriona lo interrogó con la mirada. Él también la miró—. Los Cynster son famosos por ser hombres de acción. Tal vez hagamos planes, sólo los necesarios, pero nuestro talento radica en la ejecución. Jamás remoloneamos.

Catriona emitió un leve sonido de desagrado y volvió a la noche. Al cabo de un instante, levantó una mano y empezó a dibujar espirales sobre el frío panel.

—Estaba pensando… —Se interrumpió. Richard pudo percibir su mueca por la voz—. Tal vez Seamus haya previsto el matrimonio como una penitencia para mí… una especie de castigo diferido… con usted como pagano en lugar de su padre.

Richard frunció el entrecejo.

—Si eso es lo que pensó, entonces el estúpido es él. No sería ningún sacrificio estar casado con usted.

Catriona volvió la cabeza, sus miradas se fundieron… y todo lo demás también. El tiempo, las respiraciones, incluso los latidos. El deseo resplandeció, llenando el aire, aguzando los sentidos, tensando los nervios.

Catriona respiró y apartó la mirada.

—Sea como fuere, no está considerándolo seriamente.

Richard suspiró. ¿Cuándo iba a aprender que no podría dominarlo con aquel tono?

—Piense lo que quiera, pero el abogado se ha ido y no volverá hasta dentro de una semana. No tomaré mi decisión hasta entonces.

No se precipitaría, no sería impulsivo… y necesitaba saber más. Debía averiguar por qué Seamus había redactado un testamento como aquel.

Catriona murmuró algo entre dientes. Richard no pudo oírlo, pero creyó que podría haber sido algo como «tozudo como una mula».

Apartándose de la repisa de la chimenea, se acercó a ella con aire despreocupado. La alfombra amortiguó sus pisadas. Cuando ya estaba cerca, Catriona se volvió, sólo lo justo para reprimir un grito ahogado. Iba a apartarse, pero en cambio alzó la barbilla.

Richard sonrió para sus adentros. Catriona parecía encantadoramente alterada, y era él quien había provocado esa reacción.

—No se preocupe, no iba a abalanzarme sobre usted.

Las motas doradas en los ojos de Catriona resplandecieron.

—Ni se me había ocurrido…

—Sí, sí que se le había ocurrido. —Richard contempló sus ojos demasiado abiertos, la manera en que su pecho se agitaba. Hizo una mueca y susurró—: Si eso la tranquiliza, como pupila de mi anfitrión y dama soltera y virtuosa queda eliminada de mi lista de mujeres seducibles.

Richard adivinó los pensamientos de Catriona por la vehemencia de la mirada.

—Eso no significa que esté segura a mi lado. —Sonrió—. Sólo que no la seduciré si no me caso con usted.

Catriona lo fulminó con la mirada. Richard advirtió de pronto una expresión de concentración en su rostro.

—Acabo de caer… en que Seamus sólo exigió que usted se aviniera a casarse conmigo, no que yo estuviera de acuerdo en casarme con usted. Sabía que yo no aceptaría; nadie puede obligarme a obedecerle. —Frunció entrecejo—. ¿Qué imaginó que conseguiría?

Bajando la vista hacia la cara de Catriona, hacia sus ojos, muy abiertos y desconcertados, hacia sus labios, calientes y ligeramente separados. Richard luchó por reprimir el impulso de besarla.

—Ya se lo he dicho… Seamus estudió a los Cynster a conciencia.

—¿Y qué? —Catriona miró a Richard a los ojos.

—Pues que él sabía que, si anuncio públicamente que me casaré con usted, lo haré.

Catriona abrió los ojos desorbitadamente.

—¡Eso es ridículo! —exclamó atónita—. No puede anunciar sin más que vamos a casarnos. Tengo que dar mi consentimiento, y no lo daré.

—Si decido tenerla… —Dejó las palabras en el aire adrede, interrumpiéndose para dejar que se asumiera la premisa—. Tendré que hacerla cambiar de opinión.

—¿Y exactamente cómo cree que va a conseguirlo?

Las palabras le fueron arrojadas a la cara, como un reto, como una provocación. Con las cejas levemente arqueadas, la mirada resuelta fundida con la de Catriona, Richard la mantuvo acorralada… y levantó una mano. Luego le acarició el rizo que temblaba junto a una oreja.

La gelidez de Catriona se hizo añicos, jadeó con un estremecimiento y retrocedió. Su rostro palideció para luego enrojecer al ponerse rígida y exclamar:

—¡Olvídelo!

Se volvió con gesto altivo y se marchó sin decir palabra. Al salir, cerró de un portazo.