CATRIONA y Richard se dirigieron al vestíbulo.
—Perdóneme, señor. —Henderson se acercó—. Corby se preguntaba si podría hablar con usted antes de volver a Lower Farm.
—Pues claro. —Richard soltó a Catriona e hizo una seña a Corby, que esperaba junto a la pared.
Catriona vaciló un instante y se alejó majestuosamente. Subió por las escaleras en silencio, mientras dejaba que Richard se preocupara del cercado del huerto.
Ella tenía que atender unos cuantos asuntos pendientes.
Mientras la familia de Richard, la familia de ambos, había permanecido allí, aparcar la cuestión del envenenamiento le había resultado fácil. A decir verdad, habría sido difícil tratar apropiadamente el asunto estando ellos presentes.
Pero ya se habían ido.
No había una sola persona en el valle que no supiera quién había envenenado a Richard.
Sin embargo, con la habitual e inquebrantable confianza propia de su gente, dejaban el problema en manos de Catriona, para que fuera tratado según los designios de la Señora.
Así debía ser, así sería, aunque a Catriona le disgustara.
Al llegar a lo alto de la escalera, dirigió la mirada hacia el vestíbulo, donde la cabeza de Richard destacaba mientras hablaba con Corby. Miró durante un buen rato, respiró hondo, irguió la espalda y los hombros y se volvió para encaminarse a sus aposentos.
Richard lo supo en cuanto Catriona se alejó de su lado. Por el rabillo del ojo la vio subir las escaleras con paso lento y acompasado, la vio llegar arriba, dudar mientras se volvía para mirarlo y luego alejarse en silencio.
Cuando terminó de hablar con Corby, fue a su encuentro.
Abrió la puerta del dormitorio y la vio, de pie al lado de la cama, metiendo un grueso chal en una alforja.
Catriona apenas lo miró y siguió haciendo el equipaje.
Richard cerró la puerta y avanzó hacia ella.
—¿Dónde está?
Sus miradas se cruzaron cuando Richard se detuvo a su lado, y Catriona hizo un gesto inquisitivo.
Richard apretó los labios.
—Algaria. Es evidente que fue ella quien me envenenó.
Catriona dudó e hizo una mueca.
—No puedo decirlo con seguridad.
—No se me escapa que, aparte de ti, sólo ella sabe lo bastante sobre esos elixires y pociones que guardas en la destilería para haber mezclado lo que fuera con aquel café.
—Árnica. Más un poco de beleño. Pero eso no la convierte en culpable.
—No, pero la convierte en una sospechosa evidente. —Tras vacilar un instante, preguntó con más tranquilidad—: Además, si no fue ella, ¿adónde vas?
Con la mirada fija en la alforja, Catriona volvió a hacer una mueca. Oyó el suspiro de Richard. Pasó junto a ella y agarró un poste de la cama. Rodeándola con el otro brazo, la hizo volverse. Alzando las manos hasta el pecho de Richard, Catriona lo miró a los ojos.
Richard le sostuvo la mirada.
—¿Sigues sin confiar en mí?
Catriona vio en su rostro el reflejo de la devoción desinteresada, comprometida e inquebrantable. Cerró los ojos con un suspiro y apoyó la frente en el pecho de su marido.
—Sabes que sí.
—Entonces iré contigo. No… —Levantó la mano cuando Catriona se disponía a replicar—. Considérame tu protector, tu paladín, tu consorte. Te obedeceré en todo. —La miró fijamente—. En este asunto no actuaré si no me lo ordenas.
La resolución y el compromiso estaban grabados en su mirada, consagrados en sus ojos azules, muy azules. Finalmente, Catriona asintió con la cabeza.
—Estaremos fuera dos días.
Llegaron a la salida del valle justo después del mediodía, ella a lomos de su yegua, y él, de Tonante. Richard la siguió cuando Catriona hizo girar su montura hacia el norte. Esperó a que alcanzaran un trote regular antes de preguntar:
—¿Adónde vamos exactamente?
—Algaria tiene una pequeña casa de campo. —Hizo un gesto con la cabeza—. Está hacia el norte. No es del todo en línea recta, aunque los caminos no son buenos.
Aquello fue un eufemismo. Siguieron el camino del valle, un sendero con un firme aceptable, hasta que este se unió al que conducía a Ayr. Tras dejar atrás esta población, Catriona abrió la marcha por una estrecha cañada que la pequeña yegua tomó con delicadeza. Tonante resopló, y siguió la estela de la yegua con un estrépito de cascos.
De allí en adelante, no hubo otra cosa que no fueran cañadas, apenas unas sendas abiertas en el suelo rocoso. Al contemplar la pobreza de la tierra que atravesaban, Richard divisó a cierta distancia un campo plantado con un cultivo bajo. En ese momento lo cruzaban una hilera desordenada de reses escuálidas.
Observó las caderas de su esposa la bruja e inquirió:
—¿Son esos los campos de sir Olwyn?
—Sí. —Catriona asintió con la cabeza sin mirar hacia allí—. Tanto al norte como al sur.
Richard dirigió la mirada hacia el sur, donde en ese momento el ganado se paraba morosamente para pacer.
—Creo que ahora mismo está perdiendo más coles.
Catriona buscó con la mirada antes de seguir la de Richard hasta el lejano campo. Soltó una exclamación de desaprobación y dijo:
—Siempre que he intentado ayudarlo, ha hecho oídos sordos.
Al inspeccionar el inhóspito paraje que los rodeaba, en sorprendente contraste con el valle, situado a pocos kilómetros a sus espaldas, Richard arqueó las cejas.
—Ahora comprendo por qué quería casarse contigo.
Catriona guardó silencio.
Avanzaron lenta y pesadamente toda la tarde. Richard sugirió una parada, un descanso obligado, en la cima de una pequeña colina. El sendero que serpenteaba descendía luego para sumirse en las sombras. Sentado a luz del sol, contempló el rocoso y estéril paisaje por el que habían viajado En la distancia una bruma violácea ocultaba el valle. Tras dar de comer unas manzanas secas a Tonante y a la yegua, Catriona se sacudió las manos en la falda y se acercó. Se sentó a su lado con un leve suspiro y se apretó contra él cuando Richard le pasó un brazo por los hombros.
Contemplaron el paisaje en silencio. Por fin, Richard dijo:
—Esto es hermoso. No exactamente precioso, pero sí majestuoso, tan duro, crudo y rocoso, que hace que un lugar como el valle resulte aún más maravilloso.
Catriona sonrió y se apretó más contra él.
—Sí.
—¿Seguimos en las tierras de sir Olwyn? —preguntó Richard, con la mirada aún perdida.
—En teoría sí, pero nunca ha explotado esta zona. La casita de campo de Algaria se levanta justo en el límite septentrional de sus tierras.
Richard levantó la barbilla y frunció el entrecejo.
—¿Así que sir Olwyn es el casero de Algaria?
Catriona lo miró.
—Bueno… Sí, supongo que es así. —Se volvió hacia el paisaje y cerró las manos sobre las de Richard a la altura de la cintura. Al cabo de un instante, suspiró—. Si algo tengo claro con respecto a Algaria, es que ha debido de tener una razón muy poderosa para envenenarte. No lo habría hecho a la ligera, sólo porque no le gustases, ni siquiera porque estuviera profundamente convencida de que no eras el marido adecuado para mí.
—Jamás hizo un secreto de eso.
—No, ese no es su estilo. Nunca esconde lo que piensa. Pero para actuar como lo hizo, debió de tener alguna razón que la impulsara a ello.
Al escuchar el fervor en la voz de Catriona, la abrazó con más fuerza.
—¿Por qué estás tan segura?
Fue una pregunta sencilla, en el fondo desprovista de desdén.
—Porque la única excusa con que cuenta cualquier discípulo de la Señora para matar es que lo haga en servicio a los demás. Esto es, hay que actuar en defensa… de los otros.
—¿Los otros… como tú?
Catriona asintió con la cabeza.
—Como yo o los habitantes del valle. Pero no tiene sentido —añadió exhalando un hondo suspiro—, porque independientemente de las sospechas de Algaria acerca de ti, no habías hecho nada para hacerme daño o hacérselo al valle. Más bien todo lo contrario. —Volviéndose entre los brazos de Richard, lo miró a la cara—. ¿Se te ocurre algo, cualquier acto, que hayas cometido desde que llegaste al valle que ella pudiera malinterpretar como una amenaza real?
Richard vio la preocupación en los ojos de Catriona y supo que no era por él. De haber podido, la habría aligerado incluso de aquella carga. Pero… le tomó la cara entre las manos y la miró a los ojos.
—Desde el día que nos casamos sólo he tenido un objetivo en la vida: tu bienestar, y eso no es compatible con hacerte daño o hacérselo al valle.
Catriona besó a Richard en la palma de la mano y volvió a acomodarse entre sus brazos.
—Lo sé. Es lo que me preocupa.
Reanudaron la marcha mientras la tarde declinaba lentamente hacia la noche. Cuando el aire se hizo más frío, Catriona se internó en la boca de una estrecha hendidura y se detuvo delante de un tosco refugio.
—Lo habríamos hecho en un día si hubiéramos salido lo bastante temprano, pero no podemos continuar en la oscuridad —dijo en respuesta a la mirada inquisitiva de Richard.
Él no discutió. El sendero por el que transitaban apenas era una franja abierta en la rocosa ladera de la colina y, aparte del frío, el camino estaba lleno de barrancos y grietas, trampas para incautos. Desmontó y bajó en vilo a Catriona.
—¿Dónde estamos?
—Es una antigua majada. Dudo que se haya utilizado desde la última vez que estuve aquí.
Richard la miró mientras desataba las alforjas.
—¿Desde la última…? Creía que nunca abandonabas el valle.
Catriona le quitó las alforjas y torció el gesto.
—Exceptuando mis viajes herbarios,
—¿Viajes herbarios?
—Al menos una vez en primavera y de nuevo al final del verano hago un viaje para recolectar hierbas y raíces que no crecen en el valle.
Richard la miró sorprendido mientras desensillaba a Tonante.
—Auguro por mi parte un incipiente interés por la botánica.
Catriona sonrió con ganas. Levantó las alforjas y lo miró provocativamente.
—Hay muchas cosas que podría enseñarte.
—¿De verdad? —Levantó la silla del lomo de Tonante, mirándola de soslayo—. ¿Por qué no entras, barres las arañas e intento encender un fuego… y me enseñas todo lo que quieras?
Catriona volvió a sonreír y se alejó con los ojos brillándole de alegría.
—¿Porqué no?
Mientras se metía en la casita, Richard observó el contoneo de sus caderas, sonrió y volvió a los caballos.
Las primeras lecciones de su brujesca esposa le enseñaron que no tenía nada que hacer con la botánica. Lo primero que aprendió era que a pesar de su aspecto delicado y su habitual condición de persona mimada, podía competir con los simpatizantes más experimentados en la labor nada sencilla de hacer que un tosco refugio de pastores pareciera un lugar cómodo y acogedor. Como por arte de magia, preparó una comida caliente y nutritiva con lo que habían llevado en las alforjas y las raíces y hojas que Catriona había recolectado antes de que la luz se desvaneciera.
Todo ello hacía que Richard se sintiera relajado y bastante mimado, lo cual era incuestionablemente agradable.
Con una sonrisa serena, Catriona observó la expresión de placidez que bañaba el rostro de Richard.
Había dudado de la conveniencia de que la acompañara en ese viaje, al menos hasta que él se lo había pedido y jurado lealtad. Entonces había sabido que era lo correcto, que Richard debía estar a su lado cuando se enfrentara a Algaria en la casita de campo y a cualquier verdad que allí les aguardara.
Pero aquella noche, Algaria no estaría presente, y al margen de lo que ocurriera con su antigua mentora, su vida continuaría. Además, tenía un objetivo, una meta personal de vital importancia para ella.
Necesitaba demostrar a Richard que lo amaba, debía convencerlo, metérselo en su cabezota de Cynster para que algún día llegara a confiar lo suficiente y le mostrara abiertamente el amor que sentía por ella. No esperaría sentada, sabía que aquello llevaría su tiempo. Los hombres tan reservados como él no cambiaban sus hábitos de la noche a la mañana, pero ella estaba preparada para ser paciente. Perseveraría.
Lo primero era empezar. Y aquel momento era tan bueno como cualquier otro.
Volvió a meter los cuencos de madera en los que habían comido en la alforja y se acercó a Richard, a la sazón sentado en un escabel redondo delante del fuego, la mirada fija en las llamas. Apoyándole las manos levemente en los hombros, le rozó la mejilla con los labios y susurró:
—Acostémonos.
El suave susurro hizo que se levantara de inmediato. Ya había alimentado el fuego. Catriona le cogió de la mano con una leve sonrisa y lo condujo hasta la yacija montada encima de una tosca estructura en el rincón. Le había hecho ir a buscar hojas verdes de pícea para mezclar con la paja seca, y luego Catriona lo había cubierto todo con una sábana, dejando otras para taparse. La calidez de la casita hacía que la pícea despidiera un aroma suave; el calor de sus cuerpos al aplastarla, haría que desprendiera aún más olor.
Inmóvil junto al lecho, Richard se soltó los dedos y los enredó entre los lazos de Catriona, que se quitó el grueso chal con que se había cubierto los hombros para que hiciera lo que sabía hacer tan bien. La despojó del vestido y las enaguas y contempló la delicada camiseta de batista.
—Quizá prefieres dejarte esto puesto.
Catriona repasó las intenciones que tenía para la noche y meneó la cabeza.
—Esta noche no.
Sin perder tiempo, Catriona empezó a desabrochar los pequeños botones, percatándose del pestañeo y el repentino envaramiento de Richard cuando se abrió el corpiño. Luego se quitó la camiseta por la cabeza. La dejó caer en un taburete con el resto de la ropa, cogió una manta que tenía reservada, la sacudió y se metió en la cama cubriéndose con ella.
Richard la contempló, le guiñó un ojo, se desvistió y se unió a ella de inmediato. Antes apagó la vela con la yema de los dedos, sumiendo la estancia en una misteriosa oscuridad iluminada por la titilante luz del fuego. La yacija se hundió junto a Catriona mientras Richard se cubría bajo la segunda manta. Al erguirse a su lado apoyándose en el codo, Richard se convirtió en una oscura y misteriosa presencia. Alargó la mano hacia ella.
—No. —Cuando Richard se dispuso a hacerla rodar bajo él, Catriona lo interrumpió apoyando la mano contra su pecho. Se movió hacia el otro lado, al tiempo que lo empujaba de espaldas sobre el camastro—. Esta vez, quiero ser yo quien te haga el amor… No se admiten discusiones.
Richard volvió a parpadear y reprimió las palabras reconfortantes que habían acudido a su mente. En realidad, ella siempre le había hecho el amor, tomándolo en su cuerpo con un placer jubiloso, con una brujesca necesidad que era cuanto él necesitaba para ser amado. Pero si aún quería ir más allá, apretaría los dientes y lo soportaría.
—¿Y exactamente —murmuró mientras obedecía y rodaba sobre su espalda— en qué consiste tu forma de hacer el amor?
—Para empezar… en esto. —Levantándose sobre él, Catriona buscó los labios de Richard y lo besó; al principio, con delicadeza, luego con más confianza cuando él, interpretando el papel que generalmente le correspondía a ella, separó los labios y le ofreció la lengua. Catriona se movió para estar más alta encima de él, besándolo y despertando su pasión.
No es que lo necesitara. Arrebujados en el calor de las mantas, Catriona pudo sentir contra su muslo el constante y rítmico latido de la erección de Richard: dura y firme, toda suya. Sonriendo en su fuero interno, se movió, la atrapó entre sus muslos y la acarició con ingenio.
La erección se hizo más dura y caliente.
—Quiero —susurró Catriona— que me digas lo que te gusta.
—¿Lo que me gusta? —Su voz fue un jadeo entrecortado en el oído de Catriona—. Lo que me gusta, dulce bruja, es sentir tu cuerpo pegado al mío, todo él ávido, húmedo y apremiante.
—Hmmm, bueno… Pero antes de eso —insistió—, ¿te gustaría esto? —Descubriendo un pezón oculto bajo la áspera mata del pelo de Richard, bajó la cabeza y lo lamió… con dulzura.
Y bajo ella, Richard lo sintió tensarse, sólo un poco.
—Muy agradable. —Las palabras sonaron un tanto forzadas. Deslizándose hacia abajo, Catriona buscó el sexo de Richard hasta apoyarlo, vibrante, contra la redondeada suavidad de su vientre.
—Bien. —Moviéndose con pericia y acariciándolo al mismo tiempo, fue depositando calientes besos por el pecho de Richard, bajando a continuación hasta los protuberantes músculos del abdomen.
Bajo ella, el cuerpo de Richard temblaba de placer. Al recordar con detalle todas las caricias con que la había obsequiado, y conduciéndola a la más absoluta de las locuras, Catriona decidió que lo que era bueno para ella, sin duda también lo sería para él.
Richard se estremeció cuando, al deslizarse rápidamente hacia abajo, apresó su miembro con la turgencia cálida de los senos. Satisfecha de su éxito, se deslizó aún más y sintió el calor del sexo de Richard en la parte superior del pecho. Luego volvió la cabeza y lo acarició con los labios.
Richard dio un respingo. Apartó las manos de los hombros de Catriona y hundió los dedos en los rizos de su cabellera.
—¿Catriona? —jadeó.
Parecía conmocionado. Sonriendo con aire triunfal, Catriona estaba demasiado ocupada para contestarle. Sin embargo, no tenía la más remota idea de lo que estaba haciendo, ni de la medida exacta del placer que Richard estaba sintiendo, así que, después de besar y lamer, decidió indagar al respecto.
—¿Te gusta esto? —preguntó, depositando un beso suave y húmedo en la punta palpitante.
Richard contuvo un gruñido.
—No —mintió, incapaz de obligarse a agarrarla de la melena y apartarla.
—Ah, claro. Quizá prefieres esto.
Ella estaba en lo cierto. Richard se rindió con un gemido cuando Catriona cerró la boca alrededor de su miembro. Richard soportó la tortura durante dos minutos más de exquisita atrocidad, antes de comprender que, por más que él pudiera llegar a excitarla, su constitución no era capaz de resistirlo.
—Catriona… —Tembloroso, se sentó a medias y por un instante suspendido siguió gozando de la boca de Catriona. Luego la levantó y arrojó la manta que ya no necesitaban. Ambos ardían con el calor de la pasión.
Un calor que se extendió por su cuerpo cuando ella, poniéndose de rodillas, se sentó a horcajadas sobre sus caderas.
Catriona lo miró parpadeando.
—Sólo intentaba complacerte —dijo con falsa inocencia.
Richard la miró enfurruñado. A pesar de la pobre luz, pudo distinguir la brujesca sonrisa en sus labios.
—Me complaces cada vez que me posees, condenada bruja.
Los dedos cómplices de Richard penetraron con destreza en la intimidad de Catriona. Con una simple sacudida, Richard sustituyó los dedos por el palpitante falo. La asió por las caderas y la bajó con cuidado, cerrando los ojos, embelesado, cuando Catriona se deslizó lentamente hacia abajo y lo envolvió.
—Esto —afirmó con voz profunda pero débil— es lo que más me complace.
Oyó la risilla de bruja antes de que Catriona se alzara sobre él y resbalara hacia abajo, estrechándolo con fuerza. Richard deslizó las manos hasta su exquisito trasero, ayudándola a levantarse.
Amándose con su habitual cadencia, Richard levantó los pesados párpados y observó la sonrisa serena y cómplice de Catriona, cabalgando feliz sobre él. Con la mirada clavada en la cara de Richard, observaba y calibraba su respuesta a aquella suprema caricia.
Richard apenas consiguió reprimir su sonrisa. Era dichoso y lo sabía.
—Si de verdad quieres complacerme, ven a mí siempre desnuda y con el pelo suelto. —Como estaba en ese momento, la abundante y roja cabellera desparramándose sobre los hombros blancos y los brazos delgados. Cuando Richard la cogía desde atrás, era como un velo viviente que se deslizaba con sensualidad sobre la espalda. Richard amaba aquel pelo.
Catriona inclinó la cabeza con los ojos brillantes.
—¿Alguna otra petición?
—Sólo una. Deja de intentar amortiguar los gemidos y los gritos.
Catriona puso ceño antes de soltar una exclamación de contrariedad y de que Richard sonriera de manera encantadora.
—Para ti es muy fácil de decir, pero si alguien más me oye… —Lo miró a los ojos con cara de pocos amigos—. Bueno… resulta bastante revelador, ¿entiendes?
Richard sonrió burlonamente.
—Claro que sí, y por eso me gusta oír… esos pequeños sonidos de agradecimiento. —Con los ojos cerrados, Catriona se mordió el labio para reprimir un gemido cuando él la embistió con fuerza—. Como ese. Así… Son pequeños sonidos de placer que me resultan valiosísimos. Son como trofeos que gano por darte placer. —Al cabo, añadió—: ¿Cómo, si no, puedo saber que estoy dando en el blanco?
—Tú siempre das en el blanco —replicó Catriona, incapaz de abrir los ojos—. Siempre me das placer hasta hacerme perder el sentido.
—Tal vez… pero me gusta oír que lo admites.
Por fin, Catriona abrió los ojos y lo contempló mientras seguía moviéndose encima de él. Richard se movió más deprisa y le arrancó un fuerte gemido, que esta vez no reprimió. Catriona percibió el placer genuino que el sonido procuraba a Richard.
—Muy bien. —Catriona se inclinó hacia delante y lo besó. Cuando se apartó, Richard empezó a moverse debajo de ella con más energía. Catriona murmuró—: Lo intentaré.
No fue difícil, sobre todo teniendo en cuenta que no había nadie a kilómetros a la redonda que pudiera oír los gritos de Catriona. Pero Richard se deleitó con su compromiso como nunca hasta entonces.
Aquella noche, cosechó una colección completa de sus codiciados trofeos.
Gracias a la incipiente afición de Richard por los placeres del refugio de pastores, no llegaron a la casita de campo de Algaria antes de media tarde.
Los había visto acercarse. Cuando llegaron, los esperaba de pie en el umbral de la puerta. Sus miradas se cruzaron; Algaria juntó las manos delante de ella e hizo una reverencia hacia su pupila. Luego se volvió y entró en la casa, dejando la puerta abierta.
Richard desmontó y bajó a su esposa del caballo. Catriona, sujeta entre las manos de su marido, hizo una pausa y lo miró a los ojos.
—Recuerda tu promesa.
Richard hizo una mueca.
—No la olvidaré. Soy tu brazo derecho, tu protector. Haré lo que digas. —Hizo un gesto hacia la casa.
Catriona respiró hondo, se irguió y echó a andar.
La pequeña casita de dos plantas contaba con dos habitaciones, una arriba y otra abajo, con la cocina en un cobertizo adosado a la parte trasera y un pequeño establo pegado a un lateral. Tras detenerse en el umbral hasta habituar la vista a la penumbra, miró alrededor y vio a Algaria de pie, manteniendo la misma actitud de respeto con la cabeza inclinada, en el lado más alejado de la mesa de cartas y dando la espalda al hogar apagado.
Catriona avanzó por la estancia y se detuvo frente a ella, al otro lado de la mesa. La sombra de Richard ocultó fugazmente la luz que entraba por la puerta. Luego Catriona sintió su presencia detrás de ella.
Alzó una mano y la extendió a través de la mesa.
—Algaria…
—En nombre del amor que me profesas, déjame hablar. —La mujer levantó la cabeza lentamente. Miró primero a Richard, de pie en silencio junto al hombro de Catriona, y deslizó su oscura mirada hacia la cara de Catriona—. Ahora sé que lo que hice estuvo mal, pero en aquel momento creí que era… lo que la Señora me exigía. Pero no fuiste tú, sino yo quien se equivocó al interpretar sus señales. Actué mal y lamento profundamente todo el dolor y sufrimiento que he causado. —Respiró, la mirada fija en la de Catriona, y se retorció las manos—. Solicito tu comprensión y acataré tu sentencia.
Bajó la orgullosa cabeza y miró al suelo.
Catriona esperó un momento y preguntó:
—¿Qué fue lo que te hizo comprender que te habías equivocado?
Cuando miró a Richard, los ojos de Algaria no mostraban afecto, pero sí un respeto otrora inexistente.
—El hecho de que siga vivo —respondió a Catriona—. Si supieras la cantidad de árnica que puse en aquel café… —Apretó los labios con fuerza, miró fugazmente a Richard de nuevo y añadió—: Ni siquiera tu intervención podría haberlo salvado. Sin embargo, está vivo. La intención de la Señora está clara, no podía haber hablado más alto.
Catriona asintió con la cabeza.
—Sin duda. Le costó mucho tiempo recuperarse, y a medida que pasaban los días más me sorprendía que siguiera vivo.
Algaria inclinó la cabeza.
—Es evidente que la Señora lo desea como tu consorte. Mis actos no tienen justificación —dijo con voz queda—. Estoy sinceramente arrepentida y preparada para aceptar la sentencia que dictes, sea cual sea. —Respiró hondo.
—¿Por qué? —preguntó Catriona—. ¿Por qué creíste necesario eliminar a Richard, sobre todo sabiendo que actuabas en contra de mis deseos?
Algaria hizo una mueca y miró a Richard con sincero arrepentimiento.
—Porque creí que era responsable del incendio.
—¿Qué? —Catriona advirtió que Richard se movía detrás de ella, pero fiel a su palabra, se mantuvo en silencio—. Si estaba en Carlisle, o de regreso a caballo… cuando se inició el fuego.
Algaria levantó una mano.
—Espera un momento. Sabía que eso era lo que él había dicho. Sin embargo… —Se interrumpió para respirar hondo—. Si recuerdas bien, tres días después del incendio, nos estábamos quedando sin hierba estomacal y me ofrecí a ir y buscarla al campo situado al sur de los bosques. —Catriona asintió. Algaria volvió a mirar a Richard—. Esa zona siempre retoña antes que el arríate de la mansión.
Richard inclinó la cabeza. Algaria prosiguió:
—Pues bien, allí vive un anciano al que conocemos como Royce. Ni tú ni él, ahora que vuelvo a pensar en ello, lo habéis visto jamás. En invierno vive como un ermitaño. Es una maravilla con los animales, sobre todo con los corderos recién nacidos —agregó Algaria—. Vive en una pequeña cabaña en la parte sur del parque.
»Aquel día, cuando fui a buscar la hierba, lo vi. Hacía sol y estaba estirando sus reumáticas piernas. Se sentó en una roca y empezó a hablar. A pesar de vivir tan solo, le encanta hablar con la gente, así que me detuve y lo escuché.
»Habló del incendio sólo de pasada, se había perdido el alboroto. Ni siquiera vio el humo. Sólo había oído hablar de él más tarde. Sin embargo, me dijo que el día que había ido a la mansión a buscar huesos para hacer caldo, al volver a casa vio a un extraño, un caballero alto y moreno que montaba un caballo oscuro. Ese hombre atravesó el parque a caballo, pero sin llegar hasta la mansión. Casi había anochecido. El forastero ató el caballo, cogió algo de la alforja y rodeó la mansión por detrás de la fragua. No se dio cuenta de que Royce lo estaba observando. Al viejo le pareció extraño, pero… —Algaria hizo una mueca— dio por sentado que el caballero eras tú. El caballero regresó algo más tarde, montó en el caballo y se dirigió hacia el valle. Esa vez, Royce estaba lo bastante cerca para ver que el hombre tenía ojos azules. —Se interrumpió y miró los ojos azules de Richard—. Sabía que Royce había conseguido los huesos el día del incendio, yo misma se los di. El hombre no sabía nada del incendio, así que tampoco sabía que, aparentemente, no llegaste hasta bien cerrada la noche.
—¿Y creíste que era yo?
Algaria levantó la barbilla y asintió con la cabeza.
—Me dije que para tener aún más atrapada a Catriona habías fingido que te marchabas para regresar luego a caballo antes de lo que pensamos todos, y que tras provocar el incendio y esperar a que tomara fuerza, habías entrado a caballo y salvado la situación. —Observó a Richard con los labios apretados—. Si ese había sido tu plan, por lo que pude comprobar después, había funcionado.
Richard asintió con aire pensativo.
—Puedo demostrar que no fui yo. Dos de los muchachos de Melchett me vieron entrar en el valle a caballo y hablamos un rato. Entonces vimos la columna de humo. —Recordaba muy bien aquel momento de terror.
Algaria le restó importancia con un gesto de la mano.
—Acepto sin discusión que mi interpretación fue errónea, de lo contrario, habrías muerto. No fuiste tú a quien vio el viejo Royce.
—¿Entonces quién era? —preguntó Catriona. Algaria se encogió de hombros y de pronto el rostro de su pupila se iluminó—. ¡Dougal Douglas! —Se volvió bruscamente y miró a Richard—. ¡Debió de ser él!
Richard hizo una mueca.
—Encaja con la descripción, pero los caballeros altos, morenos y de ojos azules no son tan escasos, ni siquiera en las Lowlands. —Se interrumpió sin dejar de mirar a Catriona a los ojos—. Algaria llegó a una conclusión errónea, no debemos repetir la equivocación. —Contempló la cara de su esposa. Casi pudo ver reflejada la intransigencia, las maquinaciones de bruja en pleno funcionamiento. Suspiró y agregó—: Pero… sé que Dougal Douglas sabía que abandonaba el valle. Creía que me dirigía al sur, que aquel día ya estaría camino de Londres a la hora de comer.
Catriona frunció el entrecejo con aire escéptico.
—Sé que fue Dougal Douglas. —Dirigiéndose a Algaria, inquirió—. ¿Así que envenenaste a Richard porque creías que era el causante del fuego?
—Sí —se limitó a responder.
Catriona reflexionó en lo ocurrido, teniendo muy presente la rígida disciplina de Algaria y su inflexible orgullo. Pensó en Richard, aquella fuerza vital a sus espaldas, y en el latido de su corazón, tan familiar para ella como el propio. Los dos la querían, y ambos tenían mucho que dar. Ella y el valle los necesitaban por igual. Se irguió y se volvió hacia Richard.
—Has oído lo mismo que yo, sabes tanto como yo. Algaria buscó quitarte la vida. Como esposo mío y protector, te concedo el derecho a juzgarla y condenarla.
Lo miró a los ojos y, sin volver a mirar a Algaria, se volvió y abandono la casa, dejando a Richard solo con Algaria.
La mujer alzó la barbilla con orgullo, los ojos negros mirándolo fijamente. Seguía siendo una fuerza poderosa, Richard podía percibirla, pero esperaba lo peor. Aunque la vieja bruja jamás imploraría perdón ni pediría clemencia.
Por otro lado, la misericordia no solía estar presente en la mente de Richard, pero había sobrevivido, y él y su brujesca esposa estaban mucho más unidos que nunca. Además, Catriona había confiado lo suficiente en él como para dejarle el destino de su mentora en las manos.
Sin embargo, a pesar de que no se sentía cómodo con Algaria, esta se había comportando de forma similar a como él lo habría hecho en idéntica situación… aunque sin veneno. Un buen puñetazo se habría ajustado más a su estilo.
Pero ¿qué hacer con ella? ¿Qué condena podía idear? La respuesta surgió en su mente con tal energía y claridad, que lo obligó a sonreír, lo cual puso nerviosa a Algaria.
—Después de meditarlo —afirmó—, he decidido que la pena más apropiada, el castigo más idóneo, será que vuelvas al valle para trabajar de manera exclusiva como niñera de nuestros hijos. —Sí, era perfecto, ser la responsable de una carnada de mocosos Cynster. Y él estaría encantado de contribuir al castigo… en la misma medida en que ella desaprobaría el placer que obtendría—. Y deberás encontrar tiempo para liberar a nuestra señora de la carga de algunas de sus tareas de curandera.
Sonrió, bastante complacido consigo mismo.
Algaria arqueó las cejas.
—¿Eso es todo?
Richard asintió con la cabeza. Algaria no sabía nada de los Cynster, ignoraba lo que le esperaba. Cuando el alivio iluminó la cara de Algaria, Richard añadió con premura:
—Siempre y cuando estés lo bastante segura de que no volverás a decidir quitarme de en medio.
—¿Qué? ¿Hacer caso omiso de los deseos expresos de la Señora? —Algaria agitó la mano con sorna—. Ese es un error que no estoy dispuesta a cometer dos veces.
—Bueno. —Richard señaló la puerta a Algaria—. Entonces me marcharé para que hagas las paces con nuestra señora.
Estaba sentado sobre una piedra de espaldas a la casa, relajado y a cubierto del viento, cuando Catriona acudió en su busca. Se acercó por detrás y, deslizándole los brazos por los hombros, lo abrazó.
—Tu condena ha sido una inspiración divina… y Algaria está muy tranquila. De hecho, casi diría que alegre, pues incluso me ha parecido verla sonreír.
Richard le apretó el brazo.
—Si eso te complace, entonces estoy encantado. —Miró hacia las escarpadas colinas que se alzaban ante ellos—. La verdad es que estaba pensando en invitar a Helena a que venga a visitarnos; en noviembre quizás. Así podrá contarle a Algaria todas las historias de lo que Diablo y yo y el resto éramos capaces de tramar… para prepararla para lo que se le avecina.
Catriona rio entre dientes y se serenó.
—A propósito, Algaria y yo hemos recordado que Dougal Douglas solía visitar el valle cuando era joven. Algaria dice que su familia siempre tuvo mucho interés en que nos casáramos.
—¿Es verdad eso? —A pesar del tono indolente, Richard ya estaba haciendo planes para visitar a Dougal Douglas. En cuanto supiera quién había prendido fuego a la casita del herrero, estaba dispuesto a exigir la reparación.
—Bueno. —Catriona suspiró y se incorporó—. Pasaremos aquí la noche y partiremos mañana temprano. Debemos llegar al valle antes de anochecer.
—Está bien. —Richard se levantó, de repente ansioso por estar de nuevo en casa, por devolver a su bruja al lugar al que pertenecía. Se volvió le echó un brazo por encima y se encaminaron tranquilamente hacia la casa de campo—. En Londres jamás se creerían esto: sentarme a cenar no con una, sino con dos brujas.
—De brujas, nada. —Fingiéndose ofendida, Catriona le atizó en costillas—. Dos discípulas de la Señora, una de las cuales lleva dentro a tu hijo.
Richard sonrió.
—Reconozco mi error. —Le levantó la cara y la besó. En aquel momento, Algaria los llamó desde la casa y Catriona se apartó.
Enarcando ligeramente las cejas, Richard se cuidó de ocultar lo primero que le vino a la mente. Cuando Catriona le cogió del brazo y lo condujo hacia la casa, no opuso resistencia.
A la mañana siguiente, al romper el alba, una Catriona todavía adormilada, una Algaria airada y un Richard risueño abandonaron la casita. Las tres actitudes guardaban relación: Algaria había cedido su cama a Catriona, fulminando a Richard con la mirada cuando este, tras darle las buenas noches, se había reunido con Catriona en el piso de arriba. Algaria había dormido en la vieja cadira de la planta de abajo, aunque, esa no había sido la razón de que durmiera tan poco.
Richard había dado motivos a su esposa para que, pese a su desaprobación, gimiera y sollozara de placer durante más de la mitad de la noche.
Esa mañana, Richard gozaba de un humor espléndido.
Manteniendo a Tonante con un paso perezoso, seguía a la yegua Catriona y al viejo rucio de Algaria. Las dos mujeres cabalgaban una al lado de la otra hablando de hierbas y pociones.
Richard sonrió con aire burlón y se preguntó si las brujas hablarían alguna vez de otras cosas.
Sumido en esas especulaciones ociosas, avanzaba con calma, feliz y contento, sin dejar de observar el balanceo de las caderas de su esposa…
De pronto Tonante dio un respingo y relinchó. Richard tiró de las riendas con brusquedad. Delante de él, Catriona y Algaria se arremolinaron y miraron hacia atrás, palideciendo al descubrir lo que Richard contemplaba fijamente.
Una flecha de ballesta.
Había pasado silbando a escasos tres centímetros del pecho de Richard, impactando contra una roca y saliendo rebotada. En ese momento yacía en el brezo, brillando malignamente a la suave luz de la mañana.
Cerrando los puños sobre las riendas, Richard alzó la cabeza y miró en derredor. Algaria y Catriona lo imitaron, recorriendo con la mirada las colinas que discurrían por debajo de ellos a su izquierda.
—¡Allí! —Algaria señaló a un jinete que huía al galope.
Catriona se levantó sobre los estribos para mirar.
—¡Es ese desalmado de Dougal Douglas!
—¡Maldito truhán!
Richard oteó con calma el largo valle que se abría bajo ellos.
—¡Esperad aquí! —exclamó, hizo girar en redondo a Tonante y clavó los talones en los costados del caballo. El enorme rucio desapareció en el acto, encantado de trotar a toda velocidad sobre el brezo, salvando pequeños arroyos y saltando peñascos. Descendieron hasta el valle en línea recta para interceptar a Douglas como un castigo caído del cielo.
Se encontraron donde Richard había previsto, con Tonante subiendo la pendiente a mayor altura que Douglas sobre su caballo negro. Saltando de la silla, se abalanzó sobre Douglas y cayeron al suelo, sin que Richard hiciera ningún intento de colgarse de su presa, sino más bien de procurarse un aterrizaje seguro. Consiguió evitar golpearse la cabeza con alguna roca. Se volvió, advirtiendo que sólo tenía un par de contusiones. Vio a Douglas a unos metros de distancia, todavía en el suelo mientras meneaba la cabeza, atontado. Los labios de Richard se curvaron en una mueca de desprecio y se puso en pie con un gruñido.
Si Douglas sabía lo que lo había derribado de la silla o quién era el hombre que en aquel momento lo agarró por el cuello, sacudiéndolo como un trapo y lanzándole un puñetazo en la barriga, era algo que Richard ignoraba y que le traía sin cuidado. Sin duda, el hecho de que le hubieran disparado una flecha le otorgaba cierta licencia.
Eran de una estatura y complexión parecidas. Así pues, no era de extrañar que el viejo ermitaño hubiera pensado que Douglas era él. Richard estaba dispuesto a obsequiar a Douglas con un poco de hospitalidad… tal y como la entendían al sur de la frontera. El primer ataque lo encolerizó. Agarró a Douglas por el cuello una vez más y volvió a ponerlo de pie.
—¿Fuiste tú? —preguntó Richard, recordando que el incendio no era el único incidente confuso—. ¿Quién dejó abiertas las cancelas de los cercados y quién rompió las ramas del huerto?
Entre jadeos y silbidos, Douglas escupió un diente.
—¡Maldita sea, había que hacerle ver a esa mujer que necesitaba un hombre del lugar!
—Entiendo —dijo Richard, lanzando el puño hacia atrás—. Ahora me tiene a mí. —Sujetó a Douglas y volvió a derribarlo de un puñetazo.
Le concedió un respiro, tras el cual volvió a incorporarlo y lo sacudió hasta que a Dougal le castañetearon los dientes, los que le quedaban. Richard le rodeó el cuello con la mano, lo levantó sólo un poco y, con mucha delicadeza, le preguntó:
—¿Y el fuego?
Zarandeado y asfixiándose, Dougal Douglas puso los ojos en blanco, agitó débilmente los brazos y, obligado a contestar, jadeó desesperado:
—Se supone que nadie resultó herido.
Por un instante la visión de Richard se volvió roja al recordar el resplandor del fuego cuando había entrado a galope en el patio y había visto a su esposa, con el pelo tan brillante como las llamas, echarse una manta sobre la cabeza para internarse en aquel infierno.
—Catriona estuvo a punto de quedar atrapada entre las llamas.
Su voz sonó distante, incluso para él. Centrándose de nuevo en el rostro de Douglas, vio auténtico temor en sus ojos.
Douglas palideció forcejeando desesperadamente.
Catriona llegó en el momento en que Richard hundía el puño en el estómago de Dougal Douglas. El desalmado se dobló por la cintura. Cuando, impulsándolo con todo su peso, el puño de Richard se estrelló en la mandíbula de Douglas, Catriona hizo una mueca de dolor. Dougal Douglas cayó de espaldas sobre el brezo. Y no se movió.
Richard lo observó, pero no apreció ninguna señal de que fuera a levantarse. Sacudiéndose la mano, se volvió. Vio a Catriona y suspiró.
—Maldita sea, mujer… ¿No te he dicho…?
Catriona abrió los ojos desorbitadamente.
—¡Richard!
Richard se volvió… en el momento en que Dougal Douglas se incorporaba de un salto con un cuchillo en la mano. Sin pensarlo dos veces, Richard se echó a un lado y asió la muñeca de Douglas.
Dougal Douglas lanzó un alarido de dolor y cayó de rodillas, sujetándose la muñeca rota.
—¡Maldito seas! —exclamó.
Richard se vio apartado con brusquedad. Con las manos en la cadera y la mirada encendida, Catriona se interpuso entre él y Douglas.
—¿Cómo te atreves? —Una furia sin igual se desató sobre Douglas—. Una vez fuiste recibido como amigo del valle, ¿y es así como devuelves la gentileza de la Señora? Conspiras contra mí y el valle… Y aún peor, intentas hacer daño al que ha sido elegido mi consorte, aquel que me envió finalmente la Señora. ¡Eres un gusano apestoso, un sapo repugnante! Me están entrando ganas de convertirte en una anguila y dejarte aquí para que mueras boqueando, o mejor aún, para que te picoteen los pájaros hasta la muerte. Ese es el fin que mereces, esa es la justa compensación a tus desaprensivos actos.
Se detuvo para respirar. Douglas, de rodillas ante ella, se limitaba a mirarla fijamente.
—¡Maldita seas! ¡Ese hombre es un condenado inglés!
—¿Inglés? ¿Y qué tiene eso que ver? Es un hombre. De hecho, bastante más hombre de lo que tú serás nunca. —Avanzó hacia él. Dougal Douglas retrocedió muerto de miedo.
Catriona le apuntó directamente a la nariz con un dedo.
—Escúchame bien. —El tono de su voz adquirió una fuerza hipnotizante—. Si vuelves a actuar contra mí, contra el valle o cualquiera de mi gente, y en especial contra mi marido, esos preciosos rubís que escondes bajo la escarcela se marchitarán y se encogerán hasta que se queden del tamaño del hueso de un albaricoque. Y luego se te caerán. Y en cuanto al resto de tu aparato, si vuelves a abrigar alguna mala intención, una sola, contra cualquiera de la gente de la Señora, se te ennegrecerá. Y se te atrofiará. Y si hablas mal de alguien del valle, o que tan sólo esté relacionado con él, entonces por cada calumnia te crecerá un furúnculo en aquella parte de tu anatomía con más voluntad que tu cerebro.
Se interrumpió para recuperar el aliento. Richard tendió el brazo hacia ella, la agarró por los hombros y la apartó levantándola. Volvió a bajarla detrás de él, a un lado, e inclinando la cabeza hasta dejarla al nivel de si cara, susurró:
—Creo que ha captado tu mensaje. Si sigues, se desmayará. —Miró: Dougal Douglas, que, aterrorizado y demacrado, los observaba como un conejo atrapado. Richard sonrió con aire burlón y se volvió hacia su esposa—. Por más que haya disfrutado de tu actuación, déjame el resto a mí. Mi trabajo es protegerte, ¿recuerdas?
Catriona manifestó su desacuerdo con una exclamación, cruzó los brazos sobre el pecho y, pese a fulminar a Dougal Douglas con la mirada, consintió en permanecer quieta y en silencio.
Richard retrocedió para examinar al pobre infeliz.
—¿Me permites sugerirte que, antes de que mi esposa siga con su trabajo, tal vez te convenga ponerte en camino? —Una expresión de alivio apareció de inmediato en la cara de Douglas, que empezó a ponerse de pie. Richard lo detuvo señalándolo con un dedo—. Sin embargo, asegúrate de que en lo sucesivo te mantienes alejado de nuestro camino y fuera del valle, so pena de incurrir en la cólera de la Señora. Además, y sólo en el supuesto de que, una vez lejos de aquí, te sientas inclinado a olvidar lo potencialmente violenta que puede llegar a ser la Señora, harías bien en retener esta amenaza mucho más terrena.
Con el rostro inexpresivo, Richard le sostuvo la mirada.
—Todos los detalles de tu reciente interferencia en el valle, todos le hechos, además de los relatos de los testigos, serán enviados a mi hermano, Sylvester Cynster, su excelencia el duque de St. Ivés. Si, de aquí en lo venidero, cualquier habitante del valle de Casphairn sufriera algún percance inexplicable, se te responsabilizará a ti. Y los Cynster se te echarán encima. —Se interrumpió antes de añadir todavía en voz baja y serena—: También deberías recordar que tenemos siglos de experiencia en no pedir permiso, sino en exigir venganza de inmediato… y luego parecer inocentes.
Habría sido difícil precisar qué fue exactamente lo que intimidó más a Dougal Douglas. Con un gesto desdeñoso de la mano, Richard le indicó que se largara. Sujetándose la muñeca, Dougal se puso en pie trastabillándose y se dirigió dando tumbos a coger su caballo, que se alejaba por el valle tranquilamente.
Richard oyó un extraño sonido a sus espaldas, una mezcla entre bufido y tos, seguido de una exclamación de indignación. Se preguntó si su brujesca esposa estaría concretando su maldición sobre Dougal Douglas, pero decidió que no necesitaba saberlo… que no quería saberlo.
Silbó y Tonante se acercó mansamente animado por la briosa carrera. Richard se volvió y vio que Algaria se acercaba hacia allí, conduciendo la yegua de Catriona. Rodeó los hombros de su esposa con un brazo y la condujo hacia su montura.
—Es una verdadera lástima que no podamos denunciarlo ante el juez, pero no es posible. —Catriona alzó la mirada esperando a que Richard la subiera a la silla.
—Claro que no —convino Algaria—. Lo último que necesitamos es atraer la atención de las autoridades sobre el valle. Pero la combinación de vuestras amenazas ha de bastar para contenerlo. —Miró a Richard con auténtica aprobación—. Esa última amenaza tuya ha sido un golpe maestro. Más allá de las maldiciones de Catriona, los hombres siempre entienden mejor las amenazas legales.
Richard sonrió y subió a Catriona a la silla. Luego inclinó la cabeza para señalar que su amenaza no era precisamente legal, sino más bien todo lo contrario, una distinción que estaba seguro que Dougal Douglas había entendido. Sin embargo, podía dar fe de que las amenazas de Catriona harían que cualquiera se lo pensara dos veces. Que lo más íntimo de un hombre se secara, luego se cayera, se ennegreciera y se llenara de furúnculos… Decidió que era mejor no haber oído hasta dónde podía haber llegado Catriona.
La idea le hizo estremecerse mientras subía a la silla. Su esposa se dio cuenta y buscó una pregunta… Richard sonrió y meneó la cabeza.
Entonces hizo chasquear las riendas y se dirigieron a casa, de vuelta al valle de Casphairn.
Más tarde esa misma noche, instalados en la comodidad y segundad de su cama, y saciados en un silencio dichoso, Richard miró la roja cabellera de su esposa, que la apoyaba cómodamente en su pecho. Levantó una mano y le retiró un mechón de la mejilla.
—Dime —murmuró Richard, procurando hablar en voz baja para no romper el embrujo—, cuando estabas despotricando contra Dougal Douglas, ¿lo hacías en nombre de la Señora o en el tuyo propio?
Catriona soltó un bufido y se acurrucó entre sus brazos, apretándose contra él y abrazándolo con fuerza.
—¡Era la tercera vez que casi te pierdo! Debes saber que ni siquiera pensé en la Señora ni en sus órdenes, aunque en este caso la verdad es que no importa. Sólo porque ella marque las directrices eso no significa que no tenga mis propias opiniones. Te envió a mí… estabas destinado a mí. Yo acepté tenerte, y ahora estás aquí y eres mío. —Lo abrazó con más fuerza—. Y no voy a soltarte. Te quiero a mi lado… ¡y no tengo ninguna intención de dejar que nadie interfiera, ni sir Olwyn ni Dougal Douglas ni Algaria ni ningún otro!
Richard se recostó sobre las almohadas y sonrió abiertamente en la oscuridad. Al cabo, murmuró:
—A propósito, sólo soy medio inglés. La otra mitad procede de las Lowlands.
Su esposa se movió y se apartó.
—Hmmm… Muy interesante. —Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Qué mitad?
Una semana después, Richard era literalmente sacudido y revivido por su bruja.
—¡Despierta, vamos!
Alargó los brazos hacia ella con amabilidad.
—¡No, no! ¡Eso no! ¡Tenemos que levantarnos! Lo que quiero decir es que tenemos que salir de la cama.
Abandonó de un salto el calor de las mantas, al tiempo que dejaba que entrara una ráfaga de aire helado.
Richard gruñó sentidamente y abrió los ojos de golpe. Parpadeó para acostumbrarse a la profunda penumbra.
—¡Por la Señora! Si está oscuro como boca de lobo… ¿Qué demonio te ha dado, mujer tonta?
—No soy tonta. ¡Vamos, arriba! Por favor… Es importante.
Richard volvió a gruñir, y finalmente se levantó.
Catriona hizo que se vistiera y bajara las escaleras a toda prisa. Agarrándolo por una manga, lo arrastró hasta el salón, le hizo subir al estrado y rodear la pared de detrás de la mesa principal. Se detuvo y señaló un viejo sable que colgaba del muro.
—¿Puedes bajarlo?
Richard contempló el arma, luego a Catriona y alargó la mano hacia el sable.
Era pesado. Cuando lo bajó y agarró la empuñadura, supo que no sólo era viejo, sino antiguo. Carecía de vaina. Pero no tuvo tiempo de pensar en el arma porque su esposa le estaba metiendo prisa.
Salieron a las cuadras y mientras Richard ensillaba las adormiladas monturas, Catriona sujetaba la espada en equilibrio delante de ella. Luego montaron y Richard levantó el sable con esfuerzo. En el vigorizante frío previo al alba se pusieron en camino hacia el círculo.
—Ata los caballos —dijo Catriona cuando la bajó al suelo—. Luego trae la espada.
Richard le lanzó una mirada mientras se lo pedía. Catriona apretaba y extendía los dedos sin dejar de mirar una y otra vez hacia la línea de luz que ascendía poco a poco sobre el valle. Catriona disponía aún de mucha luz, y sin embargo Richard advirtió que su bruja estaba nerviosa.
En cuanto terminó de atar los caballos y levantó la pesada espada, Catriona le cogió de la otra mano y lo arrastró con urgencia hacia el círculo. No le soltó la mano cuando llegaron al lugar donde él solía sentarse a esperarla. Siguieron avanzando hasta la misma entrada del círculo.
Sólo entonces lo soltó y se volvió para situarse frente a él.
Catriona miró hacia el valle, a la luz que avanzaba lentamente. Sintió a sus espaldas que empezaba a despertar la fuerza interior del círculo, desplegándose de antemano para la primera caricia del sol. Hacía frío y estaba helando, pero haría un buen día. Respiró hondo y, sintiendo el antiquísimo poder en sus venas, levantó la vista hacia Richard.
Sonrió, inconsciente de la luz del amor que le inundaba el rostro con un resplandor que Richard encontró maravilloso. Deslumbrante. Un resplandor por el que él, el guerrero, habría removido cielos y tierra sólo para verlo.
—Hay mucho por lo que he de dar gracias. —La voz de Catriona era clara y serena, aunque vibrante—. Como mi consorte elegido y aceptado, como mi marido y mi amante tienes derecho a entrar en el círculo sagrado y cuidar de mí mientras rezo. Mi padre solía montar guardia para mi madre. —Hizo una pausa y clavó la mirada en el azul de los ojos de Richard—. ¿Querrás desempeñar ese oficio para mí?
Necesitaba ofrecérselo. Era su reconocimiento definitivo de que el sitio de Richard estaba a su lado… siempre, incluso allí, en el epicentro de su vida. Se pertenecían el uno al otro, y sobre todo en aquel lugar, ante la Señora.
Eran uno y siempre lo serían, unidos de por vida con el valle.
Catriona tenía la absoluta certeza de que así era como debía ser.
Richard permaneció inmóvil. Incapaz de pensar, todo cuanto pudo hacer fue sentir, intuir la fuerza que lo atenazaba. Y a ella. No tenía ningún deseo de romperla, de rechazarla, de luchar contra sus ataduras. Así pues, le dio la bienvenida de todo corazón. Respiró lentamente y se sorprendió de lo embriagador del aire.
—A sus órdenes, mi señora. —Inclinó la cabeza, le rozó los labios con los suyos y se apartó—. Mi esposa bruja.
Richard la contempló durante un instante y luego hizo un gesto con la espada.
—Adelante, te sigo.
Entraron en el círculo en el instante en que el sol los alcanzaba y los bañaba en su resplandor de oro. Richard la siguió al interior, suyo hasta la muerte, el guerrero clarividente que había encontrado su causa.