A la mañana siguiente Richard madrugó. Se afeitó y se vistió sintiendo una excitación que le era familiar… La excitación de la caza. Mientras le hacía el último pliegue a la corbata y tendía la mano hacia el prendedor de diamantes, llegó hasta sus oídos un grito ronco. Permaneció inmóvil… Oyó, amortiguado por la ventana cerrada herméticamente contra el frío invernal, el inconfundible tableteo de unos cascos sobre los adoquines.
Con tres rápidas zancadas llegó hasta la ventana y miró a través de la hoja helada. Un pesado coche de viaje estaba parado delante de la puerta de la posada, mientras los mozos de cuadra sujetaban a un par de poderosos caballos que piafaban expulsando el vaho de sus alientos. Dirigidos por el posadero, los mozos batallaban con un baúl que subían al portaequipajes del carruaje.
Entonces, del porche que había justo debajo de Richard, surgió una dama. El posadero se apresuró a abrir la puerta del coche. La reverencia fue respetuosa, lo que no sorprendió a Richard… Era la dama que había conocido en el camposanto.
—¡Maldición! —masculló, la mirada fija en los largos mechones de Catriona, resplandecientes como el fuego en la mañana, meciéndose como un río que le bajara por la espalda.
Con un regio saludo, la dama entró en el coche sin mirar hacia atrás, seguida de la mujer mayor que Richard había visto en la posada. Justo antes de subir los escalones del coche, la anciana se volvió y dirigió la mirada hacia Richard. Este resistió el impulso de retroceder. Por fin, la mujer siguió a su acompañante al interior del coche.
El posadero cerró la puerta, el cochero hizo chasquear las riendas y el carruaje salió pesadamente del patio. Richard volvió a maldecir en voz alta. Su presa escapaba. El coche llegó al final de la calle de la aldea y giró, no a la izquierda, hacia Crieff, sino a la derecha, por el camino de Keltyhead.
Richard frunció el entrecejo. Según Jessup, su mozo de cuadra y cochero, el angosto y sinuoso camino de Keltyhead llevaba a McEnery House y a ninguna otra parte.
Se oyó un discreto golpecito en la puerta. Worboys entró y, tras cerrar la puerta, anunció:
—La dama por la que estuvo preguntando acaba de abandonar la posada, señor.
—Ya lo sé. —Richard se apartó de la ventana; el coche se había perdido de vista—. ¿Quién es?
—Es la señorita Catriona Hennessy, señor. Una pariente del difunto señor McEnery. —La expresión de Worboys se tornó desdeñosa—. El posadero, un pagano ignorante, sostiene que la dama es una bruja, señor.
Richard gruñó y volvió al espejo. Bruja, sí. Una bruja, ¿eh? No había sido ningún encantamiento exótico lo que le había hechizado la noche anterior en el vigorizante frío del jardín de la iglesia presbiteriana. Volvieron los recuerdos de las elegantes y cálidas curvas femeninas, de los labios suaves y exquisitos, de un beso embriagador…
Se colocó el prendedor en la corbata y cogió la levita.
—En cuanto haya desayunado, nos vamos.
Su primera visión de McEnery House empañó el recuerdo de los últimos años de su madre y Seamus McEnery. Colgada de la ladera de la montaña, la estructura de dos plantas daba la impresión de estar tallada en la roca y de ser víctima, en la misma medida, de las inclemencias del tiempo, haciéndola nada aconsejable como hábitat para los humanos. De hecho, el lugar bien podría calificarse de mausoleo. La impresión dominante de dureza y frío se acentuaba por la ausencia del más mínimo vestigio de un jardín; incluso los árboles, que podrían haber suavizado la severidad de las líneas, se detenían a bastante distancia por detrás de la casa, como si temieran crecer en su cercanía.
Al bajar del coche, Richard no percibió ningún signo de calidez o de vida, ninguna luz que ardiera desafiando al día gris, ninguna cortina que colgara con elegancia de los marcos de las ventanas. De hecho, estas eran estrechas y escasas, presumiblemente por necesidad. Si había hecho frío en Keltybum, al pie de la montaña, sin duda aquel lugar en lo alto de la misma era gélido.
La puerta principal se abrió ante la insistencia llamada de Worboys. Richard subió los escalones, dejando que Worboys y dos lacayos se encargaran del equipaje. Un viejo mayordomo esperaba al otro lado de la puerta.
—Richard Cynster —dijo arrastrando las palabras al tiempo que entregaba el bastón al mayordomo—. Estoy aquí a instancias del difunto señor McEnery.
El mayordomo hizo una reverencia.
—La familia está en el salón, señor.
Tras aliviar a Richard del pesado abrigo, el hombre echó a andar. Richard lo siguió. La impresión de hallarse en un sepulcro se intensificó a medida que recorrían los largos pasillos embaldosados sin alfombras, atravesaban los arcos de piedra flanqueados por columnas de sólido granito y cruzaban una puerta tras otra, todas cerradas herméticamente contra el mundo. El frío era penetrante, y cuando Richard empezaba a considerar la posibilidad de pedirle el abrigo de nuevo, el mayordomo se detuvo y abrió una última puerta.
Tras ser anunciado, Richard entró.
—¡Ah, vaya! —Un caballero de tez rubicunda y abundante pelo rojo se esforzó por ponerse en pie. Al parecer estaba jugando a los palitos chinos con un niño y una niña sobre la alfombra, delante del fuego.
Aquella escena le resultaba tan familiar, que la fría expresión del rostro de Richard se suavizó.
—No se interrumpa por mí.
—¡No, no! Ya está… —Respirando hondo, el hombre le tendió la mano—. Jamie McEnery. —Se presentó, y como si se acordara del asunto con cierta sorpresa, añadió—: Señor de Keltyhead.
Richard estrechó la mano que le ofrecía. Unos tres años más joven que él, Jamie era un hombre fuerte, tenía la cara redonda y una expresión que sólo podría definirse como abierta. Richard era bastante más alto.
—¿Ha tenido un buen viaje?
—Tolerable. —Richard echó un vistazo al resto de los presentes que, sentados por toda la estancia, formaban un sorprendente y apagado grupo de gente enlutada.
—Venga. Le presentaré.
Jamie procedió a las presentaciones; Richard reconoció sin dificultad a Mary, la esposa de Jamie, una joven de expresión dulce, demasiado pasiva para su gusto, aunque supuso que resultaba ideal para Jamie. También estaban sus hijos, Martha y Alister, que le observaban con ojos grandes y redondos, como si nunca hubieran visto a alguien como él. Luego les toco el turno a los hermanos de Jamie: las dos hermanas, de tez pálida, acompañadas de sus afables maridos y sus jovencísimas carnadas de aspecto más que enfermizo; y por último, el hermano menor, Malcolm, que no sólo parecía débil, sino también malhumorado.
Al aceptar una silla, Richard se sintió más que nunca como un gran depredador que fuera inesperadamente recibido en una habitación atestada de pollos esqueléticos. Decidió ocultar los colmillos y, como era de rigor, aceptó un té para calentarse después del viaje. De inmediato, el tiempo se convirtió en tema de conversación.
—Parece que hay más nieve en el camino —dijo Jamie—. Ha sido una suerte que llegara antes de que empezara la tormenta.
Richard asintió y bebió un sorbo de té.
—Este año es particularmente frío aquí arriba —le informó Mary con nerviosismo—. En las ciudades, Edimburgo y Glasgow, el clima es más suave.
Sus cuñadas convinieron entre dientes de forma inaudible.
Contrariado, Malcolm frunció el ceño y dijo:
—No entiendo por qué no podemos movernos de aquí durante el invierno al igual que nuestros vecinos. Aquí no se puede hacer nada.
Jamie rompió de inmediato el tenso silencio que se produjo.
—¿Le gusta la caza? Hay buenas piezas por aquí. Papá siempre insistía en que la espesura se mantuviera en condiciones.
Con una sonrisa amable, Richard recogió el guante que se le lanzaba y ayudó a Jamie a alejar la conversación de las circunstancias económicas, sin duda difíciles, de aquellas familias. Tras echar un vistazo, confirmó que las levitas y las botas de los caballeros estaban bastante ajadas, incluso remendadas, y que los trajes de las damas distaban mucho de las últimas tendencias de la moda. Las prendas de los más pequeños no ocultaban su condición de heredadas, mientras que la levita bajo la que se encorvaba Malcolm le quedaba demasiado grande, pues en realidad pertenecía a Jamie.
La respuesta a Malcolm era obvia: los hijos de Seamus vivían bajo su helado techo porque no tenían ningún otro sitio adónde ir. Al menos, se dijo Richard, disponían de aquel lugar como refugio, y Seamus debía de haberles dejado el porvenir bien asegurado: no había el menor indicio de pobreza en la casa ni en la servidumbre, ni tampoco en la calidad del té.
Cuando lo terminó, Richard depositó la taza y se preguntó, no por primera vez, dónde estaría escondida su bruja. No había visto rastro de ella ni de su vieja sombra, ni siquiera en las facciones de los demás. La luz de la luna le había mostrado su hermoso rostro, pero el único parecido que compartía con Jamie y sus hermanos era el pelo rojo. Y quizá las pecas.
Las caras de Jamie y Malcolm eran un collage de pecas; sus hermanas apenas les iban a la zaga. El recuerdo que tenía del cutis de la bruja era el de una suavidad inmaculada, a excepción de unas pocas pecas en la nariz respingona. Tendría que comprobarlo la próxima vez que la viera. Sin saber quién era y qué lugar ocupaba en la familia, le sobraba prudencia para mencionar su encuentro con ella o expresar algún interés en cualquiera de los que pudieran estar allí.
Se levantó lánguidamente, lo que provocó un revuelo nervioso entre las damas.
Jamie le imitó de inmediato.
—¿Hay algo que podamos hacer por usted? Quiero decir… ¿necesita algo?
Mientras se esforzaba por dar con el tono justo como cabeza de familia, Jamie resultó de una transparencia tal que agradó a Richard. Le sonrió con desgana.
—No, gracias. Tengo todo lo que necesito.
Excepto a una bruja esquiva.
Con una sonrisa amable y su habitual elegancia, se excusó y salió de la habitación para asearse antes del almuerzo.
No vio a su bruja hasta aquella noche, cuando esta entró majestuosamente en el salón precedida a pocos pasos por el mayordomo. Cuando el venerable individuo entonó «La cena está servida», Catriona se unió a la concurrencia con una sonrisa distante y serena… hasta que llegó a Richard, que permanecía de pie junto a la silla de Mary.
La sonrisa se esfumó… y un atisbo de aturdimiento ocupó su lugar.
Lentamente, con deliberada intención, Richard le devolvió la sonrisa.
El silencio de Catriona se impuso durante un instante de estremecimiento. Luego Jamie dio un paso adelante.
—Ah, Catriona. Este es el señor Cynster. Ha sido convocado a la lectura del testamento.
Catriona clavó la mirada en Jamie.
—¿Ah, sí? —El tono expresaba mucho más que una simple pregunta.
Jamie movió los pies y lanzó una mirada de disculpa hacia Richard
—La primera esposa de papá le dejó un legado. Papá lo retuvo hasta ahora.
Catriona abrió los labios para interrogar a Jamie. Tras acercarse astutamente en silencio, Richard le cogió la mano. Ella dio un respingo e in tentó soltarse de un tirón, pero no lo logró:
—Buenas noches, señorita… —Miró a Jamie, pero fue su bruja la que contestó con tono gélido.
—Señorita Hennessy.
Una vez más, trató de que la soltara. Richard la miró a los ojos, esperó a que ella levantara la vista y le alzó la mano con suavidad.
—Es un placer —susurró, y con suma lentitud le rozó los nudillos con los labios… sintiendo el temblor que la recorrió por completo, imposible de ocultar. Richard sonrió—. Encantado, señorita Hennessy.
La mirada que le lanzó habría fulminado a cualquier otro hombre sobre la alfombra Aubusson. Richard se limitó a arquear una ceja con seductora arrogancia, sin soltarle la mano ni dejar de mirarla.
—Señorita Hennessy, es comprensible que Jamie dude en explicarle que la primera esposa de McEnery era mi madre.
Perpleja, Catriona miró a Jamie, que se ruborizó.
—¿Su…? —Por fin lo comprendió. Sus mejillas pálidas se tiñeron de un inconfundible tono rosa cuando volvió a mirar a Richard—. Entiendo.
Para sorpresa de Richard, no hubo el menor atisbo de condena ni consternación en la voz de Catriona… Ni siquiera tiró de la mano para liberarse, como estaba convencido de que ocurriría. Sus dedos permanecieron inmóviles entre las suyas. Los ojos de Catriona buscaron su mirada y luego inclinó la cabeza con fría elegancia, sin duda para demostrar que era sincera y que aceptaba el derecho de Richard a estar presente. Ni un solo detalle sugirió que la hubiera perturbado saber que era un bastardo.
A lo largo de su vida, Richard no se había encontrado con nadie que lo hubiera aceptado con tanta naturalidad.
—Mi padre era… —Jamie se interrumpió y carraspeó—. En realidad, Catriona es mi pupila.
—Ya. —Richard sonrió a la muchacha con cortesía—. Así pues, eso explica su presencia.
Volvió a sorprenderla mirándolo, pero antes de que pudiera responder, Mary se levantó y reclamó el brazo de Jamie.
—¿Querría conducir a Catriona hasta el comedor, señor Cynster?
Mary y Jamie abrieron la comitiva; sin caber en sí de gozo, Richard colocó la mano de la enigmática señorita Hennessy sobre su brazo y la condujo con elegancia tras los pasos de los anfitriones.
Catriona avanzó a su lado, un galeón completamente artillado, con una regia indiferencia que la envolvía como si fuera una capa. Al abandonar el salón, Richard se percató de que también había hecho acto de presencia la anciana, permaneciendo de pie junto a la puerta.
—¿La señora que le acompaña?
Tras un instante de vacilación, Catriona contestó:
—La señorita O’Rourke es mi dama de compañía.
El comedor se abría al otro lado del pasillo profundo y oscuro. Richard condujo su hermosa carga hasta la silla junto a Jamie, en la cabecera de la mesa y, a instancias de este, se sentó en la silla de enfrente, a la derecha del anfitrión. La habitación era espaciosa, y la mesa, larga; la distancia entre los comensales era suficiente para desalentar a mantener aquellas conversaciones que hubieran quedado pendientes. A pesar del fuego que rugía en el hogar hacía frío, y una sensación de arraigada austeridad flotaba en el ambiente.
—¿Podría pasarme la salsa?
En aquellas circunstancias Richard aprovechó entre plato y plato para satisfacer su curiosidad sobre Seamus McEnery. Analizó la casa, la servidumbre y la familia de Seamus, valiéndose de las opiniones que podían ofrecerle.
Un somero examen de aquella gente a la que acababa de conocer le dijo poco más. Eran, todos y cada uno de ellos, sumisos, afables y retraídos, y la timidez que mostraban resultaba de lo más elocuente sobre Seamus y la manera en que había criado a sus hijos. La señorita O’Rourke tenía una cara interesante, surcada de arrugas e inusitadamente curtida para una señora; Richard no necesitó analizarla durante mucho tiempo para saber que desconfiaba de él sin remisión. El hecho le traía sin cuidado. Por lo general, las damas de compañía de las señoras hermosas desconfiaban de él en el acto. Así pues, sólo quedaba… Catriona Hennessy.
Sin duda era la presencia más interesante de la habitación. Ataviada con un vestido de seda azul lavanda oscuro, llevaba los brillantes rizos —ni dorados ni rojos del todo, sino verdaderamente cobrizos— recogidos en un moño alto, aunque algunos escapaban graciosamente para enmarcarle en fuego la cara; el escote del vestido era lo bastante atrevido come para dar una pista precisa de la manificencia que albergaba; los hombros y los brazos, ligeramente girados, mostraban una piel delicada y pálida. Toda ella era una visión excitante.
Richard la observó atentamente. La cara de Catriona era un óvalo delicado, con la nariz pequeña y recta y una frente amplia y suave. Las cejas y las pestañas, de color castaño claro, enmarcaban unos ojos de un verde radiante, algo que no había podido distinguir a la luz de la luna, aunque recordaba que las pupilas doradas del interior habían brillado de indignación. Estaba seguro de que resplandecerían de furia… y arderían de pasión. El único rasgo que no alcanzaba la perfección era la barbilla que, en opinión de Richard, resultaba demasiado firme, demasiado obstinada. De estatura inferior a la media, era menuda y delgada, pero su tipo, aunque elegante y flexible, no era de chico. Por supuesto que no. Su figura hizo que a Richard le picaran las palmas de las manos.
Hastiado por las naturales exigencias de la conversación educada durante la cena, dejó que su vista se recreara en ella. Sólo cuando les sirvieron los postres, se apoyó en el respaldo de la silla y dejó que sus sentidos sociales evaluaran la situación. Fue entonces cuando se dio cuenta de que, mientras los demás intercambiaban ocasionales miradas y algún que otro extraño y desganado comentario, nadie lo miraba, ni tampoco a Catriona. De hecho, con la sola excepción de la silenciosa pero acechante y desaprobadora señorita O’Rourke, todos los demás procuraban apartar la mirada, como si temieran atraer la atención de Richard. Sólo Jamie se relacionaba tanto con Catriona como con él, siempre y cuando no quedara más remedio.
Curioso, Richard intentó atraer la mirada de Malcolm y fracasó, pues el joven pareció hundirse aún más en la silla. Luego vio que Catriona levantaba la mirada y escudriñaba la mesa. Todos evitaron su mirada. Imperturbable, Catriona se limpió delicadamente los labios con la servilleta. Richard se concentró en aquellas suaves curvas rosas y recordó su sabor con asombrosa claridad y precisión.
Apartando el recuerdo de su mente, meneó la cabeza con disimulo. Al parecer, la familia de Seamus era de una timidez tan contumaz que se veían obligados a tratarlos, tanto a Catriona como a él, como si fueran animales potencialmente peligrosos, capaces de morder si se les provocaba.
Lo que sin duda decía algo sobre su bruja.
¿Sería realmente una bruja?
De pronto aquel pensamiento dio paso a la pregunta de cómo sería una bruja en la cama. Se hallaba sumido en tales fantasías cuando Jamie carraspeó nerviosamente y se volvió hacia Catriona.
—Mira, Catriona, he estado pensando que, ahora que papá ha muerto y serás mi pupila, en realidad sería mejor… es decir, más adecuado que vinieras a vivir aquí.
Incapaz de tragar el pedazo de pastel que se había llevado a la boca, Catriona se quedó inmóvil. Al cabo de unos segundos, dejó la cuchara y miró directamente a Jamie.
—Con nosotros, la familia —se apresuró a añadir Jamie—. El valle debe de ser un sitio muy solitario sin nadie que te haga compañía.
La expresión de Catriona se hizo más severa, sus ojos verdes sostuvieron la mirada de Jamie.
—Tu padre pensaba lo mismo, ¿no lo recuerdas?
De inmediato se hizo evidente que, a excepción de Richard, todos los que estaban sentados a la mesa lo recordaban. Un grave silencio recorrió la estancia.
—Por suerte —dijo Catriona, mirando desafiante a Jamie—, Seamus lo pensó mejor y me permitió vivir, de acuerdo con los deseos de la Señora, en la hacienda. —Hizo una pausa para que todos sintieran el peso que escondían sus palabras. Luego arqueó las cejas—. ¿Realmente deseas contraponer tu voluntad a la de la Señora?
Jamie palideció.
—No, no. Sólo habíamos pensado que tal vez te gustaría… —Jamie hizo un gesto vago con la mano.
Catriona bajó la mirada y cogió de nuevo la cuchara.
—En la mansión estoy muy a gusto.
El asunto estaba zanjado. Jamie intercambió una mirada con Mary que, desde el otro extremo de la mesa, se encogió levemente de hombros e hizo una mueca. El resto de los miembros de la familia lanzaron fugaces miradas a Catriona, desviándolas enseguida.
En cambio, Richard siguió observándola. La autoridad de Catriona era notable, y la utilizaba como un escudo. El pobre Jamie se había dado de bruces contra ella. Richard se dio cuenta de la estratagema. Catriona había intentado ponerla en práctica con él, pero Richard tenía demasiada experiencia para picar… y en cuanto le había puesto las manos encima, había descubierto que era toda una mujer, suave, cálida y flexible. De hecho, la idea de volver a abrazarla, de tener su cálida y flexible carne femenina bajo él, le hizo removerse en el asiento.
Trató de concentrarse en la causa de que la encontrara tan… tentadora. En realidad, desde el punto de vista de los cánones clásicos, no era hermosa; su atractivo resultaba más poderoso que todo eso. Se trataba, pensó observando la posición particular de aquella barbilla tan resuelta, de una oculta e irresistible sensación de rebeldía, casi salvaje, que cautivaba y despertaba sus instintos de cazador. El aura de misterio, de magia, de fuerzas femeninas demasiado poderosas para ser expresadas con simples palabras, era un franco desafío para un hombre como él.
Para un calavera aburrido como él.
La señorita Hennessy jamás habría sido aceptada entre la gente elegante; aquel toque montaraz resultaba excesivo para el paladar de la alta sociedad. No era una señorita dócil. Sencillamente era distinta, y no recurría a ninguna astucia para disimularlo. La confianza en sí misma, su presencia, su autoridad, habían llevado a Richard a creer que rondaba la treintena. Sin embargo, ahora que podía verla con más claridad, se dio cuenta de que apenas pasaba de los veinte, lo que hacía que su aplomo y seguridad en si misma resultaran aún más intrigantes, más desafiantes.
Richard posó su copa. Estaba dispuesto a romper la tensión.
—¿Hace mucho tiempo que vive en la mansión, señorita Hennessy?
Catriona alzó los ojos y esbozó una leve sonrisa.
—Toda mi vida, señor Cynster.
Richard arqueó las cejas.
—¿Dónde está exactamente?
—En las Lowlands —respondió Catriona, que añadió al ver que Richard esperaba más detalles—: La mansión está enclavada en el valle de Casphairn, en las estribaciones de Merrick. —Lamiendo un poco de pastel de la cuchara, observó a Richard—. Eso está…
—En las colinas de Galloway —agregó Richard.
—Así es —confirmó Catriona, un tanto sorprendida.
—¿Y quién es su arrendador?
—Nadie. —Richard arqueó las cejas y Catriona aclaró—: La mansión es mía… La heredé de mis padres.
Richard inclinó la cabeza.
—¿Y esa señora de la que ha hablado?
—La Señora. —El tono de su voz cambió, invistiendo las palabras de veneración—. Ella es la Omnisapiente.
—Entiendo. —Y era verdad. El cristianismo quizás imperara en Londres y en las ciudades, y también en el Parlamento, pero las costumbres arcaicas, las doctrinas del pasado, seguían prevaleciendo en el medio rural. Richard había crecido en los campos y bosquecillos de Cambridgeshire, viendo a las ancianas recoger hierbas, oyendo hablar de sus bálsamos y pociones que curaban una extensa gama de enfermedades mortales. Había visto demasiado para ser escéptico y sabía lo suficiente como para tratar a cualquiera de tales curanderas con el debido respeto.
Richard vio un brillo triunfal en la mirada de Catriona. Esta creyó que había logrado advertirle que lo había ahuyentado. En su fuero interno la sonrisa de Richard era la esencia misma del depredador, pero por fuera su expresión no indicaba nada.
—¿Catriona?
Ambos se volvieron para ver a Mary levantarse y hacer una seña. Catriona hizo lo propio y se unió al éxodo femenino hacia el salón, para dejar que los caballeros tomaran el oporto.
Richard comprobó que era excelente. Haciendo girar la copa en la mano, apreció el vino rojizo del interior.
—Así pues —dijo dirigiéndose a Jamie—, ahora Catriona está a su cargo.
El suspiro de Jamie fue sincero.
—Sí… Hasta dentro de tres años, cuando cumpla los veinticinco.
—¿Hace mucho que murieron sus padres?
—Seis años. Murieron en un accidente en Glasgow mientras disponían la compra de un cargamento. Fue un golpe terrible.
—Sobre todo para Catriona —sugirió Richard—. Debía de tener… ¿Cuántos? ¿Diecisiete?
—Dieciséis. Como es natural, papá quiso que viviera aquí. El valle es un lugar aislado, inadecuado para una niña sola, créame.
—¿Y vino?
La cara de Jamie se contrajo en una mueca.
—Papá la obligó. —Se estremeció y bebió un largo trago de oporto—. Fue terrible. Las discusiones, los gritos… Creí que mi padre sufriría un ataque de apoplejía de tanto que lo provocaba. Dudo que nadie se haya atrevido jamás a discutir con él como lo hizo Catriona… Yo no me hubiera atrevido.
A medida que bebía más vino, el acento de Jamie hizo acto de presencia. Al igual que muchos escoceses de su edad, había aprendido a disimularlo.
—No quería quedarse y papá la quería aquí. Tenía planes para casar bien. Creía que necesitaba a alguien que cuidara de sus tierras.
—¿Sus tierras?
—El valle. —Jamie vació la copa—. Es dueña de todo el maldito valle desde la cima hasta la desembocadura. Pero no tenía los mismos planes que papá. Dijo que sabía lo que hacía, que tenía a la Señora para guiarla; y que, por la tumba de su madre, sería a ella a quien obedecería y no a mi padre. Estaba decididamente en contra de la idea de casarse. Pero claro, cuando todos aquellos hacendados a los que se les había ofrecido su mano por la abundancia de sus tierras al fin la conocían, su opinión cambiaba. Las proposiciones se esfumaron como la niebla en una buena brisa.
Richard frunció el entrecejo y se preguntó si la idea que tenían los escoceses del atractivo femenino sería tan diferente.
—Por supuesto, todos imaginaban que se la llevarían a la cama hasta que hablaban con ella. —Ambos cruzaron una mirada de complicidad—. A todos les dio un susto de muerte. Acudieron desde Edimburgo y Glasgow, y también de otras ciudades, hacendados en busca de más tierras, que no habían oído hablar de la Señora… para oír a Catriona decirles que si la contrariaban en lo más mínimo, ella los convertiría en sapos, en anguilas o en cualquier criatura igual de viscosa.
Richard sonrió con aire burlón.
—¿Y la creyeron?
—Sí, bueno… Cuando se lo propone puede resultar muy convincente.
Al recordar el poder que había visto en la muchacha, a Richard no le costó creerlo.
—Y esa otra, Algaria, la señorita O’Rourke, estaba allí para ayudar. Así que —Jamie cogió la licorera— después de eso ya no hubo más proposiciones. Papá se puso furioso. Catriona era inconmovible. La encarnizada pelea se prolongó durante semanas.
—¿Y bien?
—Ella ganó. —Jamie dejó la copa—. Regresó al valle y eso fue todo. Papá jamás volvió a mencionarla. En ningún momento creí que accedería a vivir aquí, pero Mary me dijo que al menos debíamos preguntarle. Sobre todo, después de encontrar las cartas.
—¿Cartas?
—Ofertas por sus tierras, más que por su mano. Montones de ellas. Algunas de los terratenientes que habían renunciado a la idea de acostarse con ella, otras de los vecinos de Catriona en las Lowlands. Sin embargo, todas ofreciendo una miseria. —Jamie volvió a vaciar la copa—. Casi todas estaban en el escritorio de papá, y la mayoría contenía algún comentario. —Torció los labios—. Como por ejemplo: «Bah, ¿es que se cree que soy idiota?».
—¿Es buena tierra?
—¿Buena? —Jamie posó la copa—. No la encontrará mejor en Escocia. —Miró fijamente a Richard—. Según Catriona y su gente, la Señora se encarga de que sea así.
Richard arqueó las cejas.
—Sí, bueno. —Con una sonrisa atribulada, Jamie hizo retroceder su silla—. Deberíamos volver al salón.
En cuanto entró en la espaciosa habitación al lado de Jamie, Richard se detuvo a pocos pasos del umbral. A un lado, de pie, Catriona charlaba con una de las hermanas de Jamie. En realidad, por sus gestos, parecía sermonearla. La siempre acechante señorita O’Rourke permanecía de pie y en silencio, con las manos entrelazadas, junto al hombro de Catriona, la mirada oscura e inexpresiva clavada en Richard. Este reprimió el impulso de sonreírle con picardía y atravesó la estancia con su habitual elegancia para felicitar a la anfitriona.
Mary resultó fácil de adular e impresionar. Richard dedicó unos segundos a tranquilizarla, hasta que la mujer logró sonreírle y contestar a sus preguntas.
—No parece considerar la necesidad de un marido. —Miró fugazmente a Catriona y luego de nuevo a Richard—. Es extraño, pero ya lleva seis años gobernando la hacienda y tengo entendido que todo va como la seda. —Su mirada se entretuvo un momento en el elegante vestido azul lavanda oscuro de Catriona—. Sin duda parece no desear nada, y tampoco ha reclamado nada a los McEnery.
—Me sorprende —dijo Richard, arrastrando las palabras de la forma más afectada e indolente posible— que no tenga pretendientes locales. ¿O es que el valle no cuenta con muchas almas?
—Oh, no, tiene una población considerable, creo. Pero ¿sabe? Ningún joven miraría jamás a Catriona. —Mary lo miró con gravedad y añadió—: Es su «señora», ¿entiende? La Señora del valle.
—Claro. —Richard asintió con la cabeza, aunque en realidad no había entendido nada. Sin embargo, había un límite para preguntar sin levantar sospechas, incluso a la dulce Mary. No obstante, quería saber quién y qué era Catriona Hennessy, y cómo había llegado a ser así. Era una «dama» intrigante en muchos aspectos. Además, para él era como un soplo de aire fresco. Un sabor fresco para un paladar hastiado.
Observó a Catriona y la vio reprender con la mirada a Algaria O’Rourke, en pleno esfuerzo por reprimir un bostezo. La conversación que siguió fue fácil de intuir. Catriona, movida por la preocupación, hizo valer su autoridad y mandó a su perro guardián a la cama. Richard contempló escena con disimulo y, al cabo de un momento, sintió sobre él la mirada suspicaz de la vieja. Al salir esta se cruzó con el carrito del té. El mayordomo detuvo el carrito junto a Mary.
—Deje que la ayude. —Richard recogió las dos primeras tazas se das por Mary—. Se las llevaré a la señorita Hennessy y a…
—Meg —le informó con una sonrisa—. Si es tan amable.
Richard sonrió y se alejó.
—¿Meg? ¿Señorita Hennessy?
Ambas se volvieron al unísono. La joven Meg contempló horrorizada las tazas que llevaba en la mano.
—¡Oh! —Tragó saliva y se ruborizó—. Yo… creo que no. —Lanzó una mirada de desesperación hacia Catriona—. Si me disculpan.
Con una mirada de desamparo hacia Richard, Meg atravesó corriendo la estancia y se escabulló por la puerta.
—¡Bueno! —Richard miró el té y preguntó—: ¿Es que está malo?
—Claro que no. —Catriona aceptó una de las tazas—. Lo que ocurre es que en la actualidad Meg está creciendo y se encuentra algo delicada. Las cosas más inesperadas le revuelven el estómago.
—¿De eso hablaban con tanta seriedad?
—Sí.
Richard contempló a Catriona por encima del borde de la taza mientras bebía. La cabeza de la señorita Hennessy apenas le llegaba a la altura de los hombros, aunque sus modales proclamaban su convicción de que menos era tan poderosa como él. No había el más leve indicio de debilidad femenina ni reconocimiento alguno de vulnerabilidad.
Bajó la taza sin dejar de mirarlo.
—Soy curandera.
Habló con frialdad, y Richard fingió una cierta sorpresa.
—¿Ah, sí? —Lo había sospechado, pero prefería que lo considerara un sureño ignorante o quizás un crédulo inglés, si así lo deseaba—. ¿Ojo de tritón y pata de rana?
—Utilizo plantas y raíces y otros saberes tradicionales —respondió con aire reflexivo.
—¿Pasa mucho tiempo revoloteando sobre un caldero burbujeante o la cosa se parece más a una destilería bien surtida?
Catriona respiró hondo sin dejar de mirar la expresión de tenaz inocencia de Richard.
—Una destilería… enciclopédica.
—Luego no es en una cueva. —Poco a poco, Richard fue obteniendo respuestas, y con cada una, la frialdad de Catriona se suavizaba un poco más. Él se mantuvo firme en su aire bromista e inocente, mirando fijamente la cara de la señorita Hennessy sólo de manera fugaz y educada. La mayoría de las veces era el pelo de Catriona lo que atraía su mirada, como si se tratara de un faro magnético. Aun entre todas las cabezas rojas del salón, su belleza coronada la hacía sobresalir. Los rizos suaves resplandecían a la luz de las velas; algunos le caían graciosamente sobre la cara y el cuello, meciéndose al compás de su dueña, ejerciendo la misma atracción hipnotizadora que unas llamas danzantes. Contenían la promesa del calor… y Richard sentía el abrumador impulso de calentarse las manos en ellos.
Parpadeó y se obligó a apartar la mirada.
—Como es natural, hay cosas de las que no disponemos en la zona, pero mandamos a buscarlas.
—Claro —murmuró Richard. Fingiendo que quería observar el salón, se situó al lado de Catriona y la miró de perfil. El hielo se había derretido y, tras aquellos mechones flamígeros y las chispas doradas de sus ojos, Richard tuvo la certeza de que debajo habría un volcán. Por primera vez desde que se reuniera con ella, se concentró en su cara—. Sus labios saben a rosas, ¿lo sabía?
Catriona se puso rígida, pero no le decepcionó; la mirada que le lanzó por encima del borde de la taza contenía fuego, no hielo.
—Supuse que sería lo bastante caballero como para olvidar ese incidente por completo. Bórrelo de su memoria.
Una vez más, trató de coaccionarlo con aquellas palabras. Richard las ignoró por completo y sonrió con indolencia.
—En eso está equivocada. Soy excesivamente caballeroso como para olvidar hasta el más ínfimo detalle de ese incidente.
—Ningún caballero lo mencionaría.
—¿A cuantos caballeros conoce?
Catriona se sorbió la nariz.
—No debería haberme agarrado de aquella manera.
—¡Querida señorita Hennessy! Si se echó en mis brazos,
—No debería haberme sujetado de aquella manera.
—Si no lo hubiera hecho, habría resbalado y caído sobre su exquisito…
—No debería haberme besado.
—Fue inevitable.
Catriona parpadeó.
—¿Inevitable?
Richard bajó la mirada hasta fijarla en los ojos verdes de Catriona.
—Completamente. —Le sostuvo la mirada y luego agregó—: Claro que no tenía por qué devolverme el beso.
El rubor cubrió las mejillas de Catriona, que volvió a mirar la taza.
—Un momento de locura pasajera del que me arrepentí de inmediato.
—¿Ah, sí?
Catriona alzó la vista al oír el tono amenazante de Richard, pero no fue lo bastante rápida como para impedirle que tocara los rizos cobrizos que le acariciaban la nuca. Richard se aseguró que ninguno de los presentes lo viera.
Catriona dio un respingo, respiró hondo y le tendió bruscamente la taza vacía.
—Encuentro la compañía demasiado fatigosa… y el viaje hasta aquí ha sido tedioso en extremo. —El tono de sus palabras parecía provenir directamente desde el Ártico—. Si me disculpa, creo que me retiraré.
—Vamos, vamos —dijo Richard, cogiendo la taza—. No lo esperaba.
Antes de marcharse, Catriona le lanzó una mirada de desconfianza e inquirió:
—¿A qué se refiere?
—No esperaba que saliera corriendo —respondió Richard, y se preguntó cómo lo hacía. No había rastro de emoción, ni siquiera un débil resplandor de calidez femenina. Era fría como el hielo, al igual que el aire que respiraban. La Señora del valle podía dar lecciones a las gélidas doncellas londinenses, pero no a él. Richard sonrió y añadió—: Sólo le estaba tomando el pelo.
De pronto comprendió que jamás ningún hombre se había atrevido a tanto.
Catriona frunció el entrecejo, juzgándolo a él y a sus palabras.
—No me marcharé hasta que se esté quieto y olvide nuestro anterior encuentro. Ya le he dicho que fue una completa y total equivocación.
Aunque habló con convicción, no consiguió lo que esperaba. Richard parecía inmune, como si pudiera evitar sus poderes de sugestión sin dificultad, lo cual le resultaba desesperante.
Cuando lo vio entrar en el salón, la mirada altiva como si hubiera estado esperándola, por primera vez en su vida Catriona se había sentido desfallecer. Había enmudecido y… algo más. Algo parecido a una excitación punzante se había apoderado de ella, despertándola y llenándola de vida como nunca hasta entonces.
Por primera vez en mucho tiempo, no estaba segura de poder controlar su mundo y su situación. No estaba en absoluto segura de poder controlarlo a él, lo que sin duda era lo más importante.
Observó cómo Richard dejaba las tazas vacías en una mesita de pared y deseó que se hubiera visto obligado a seguir con ellas en las manos. Manos que Catriona ya había invertido algún tiempo en estudiar: de dedos largos, elegantemente formadas, eran manos de artista, no de guerrero. Al menos, no de un guerrero cualquiera. De pie a su lado, fue consciente de la información precisa que sus asolados sentidos le habían proporcionado sobre el hombre que le había robado un beso… Varios besos. Era grande y fuerte, aunque no se trataba de simple fuerza bruta, sino de algo más vivo y sutil, infinitamente más peligroso. En sus ojos había inteligencia y también las brasas de aquella avidez acechante y cálida que brillaba detrás de las pupilas.
Richard se incorporó y señaló con un gesto al resto de los presentes.
—¿Es esta toda la familia de Seamus?
—Sí. —Catriona miró alrededor—. Viven todos aquí.
—De manera permanente, entiendo.
—Tienen pocas opciones. En muchos aspectos Seamus era un avaro. —Abrió los brazos como para abarcar la estancia—. Ya debe de haberse dado cuenta de la atmósfera… Por suerte, en cuanto Jamie y Mary y el resto de los familiares comprendan que por fin ahora esto es suyo y que ya no necesitan la aprobación de Seamus cada vez que gasten un penique, harán de este sitio un lugar más habitable.
—¿Algo más parecido a un hogar? Que así sea.
Sorprendida por su agudeza, Catriona levantó la mirada. La educada máscara de Richard no le dijo nada.
Él también la miró.
—Es evidente que no le gustaba Seamus. Si no va a considerar la posibilidad de vivir aquí, ¿por qué ha venido?
—He venido para rendir mis últimos respetos. —Tras un instante de reflexión, añadió con más sinceridad—: Fue un hombre duro, pero actuaba según su conciencia. Puede que fuera un adversario, pero lo respetaba.
—¿Magnánima en la hora de la victoria?
—No hubo ninguna guerra.
—No es eso lo que he oído.
Contrariada, Catriona chasqueó los labios.
—Estaba equivocado… y lo hice entrar en razón.
—¿Equivocado porque quería casarla?
—Exacto.
—¿Y qué tiene usted en contra de los machos de la especie?
¿Cómo habían llegado a aquel tema? Catriona miró a su torturador forma sesgada y penetrante.
—Sólo que… son machos.
—Un hecho lamentable para el que la mayoría de las mujeres encuentra compensaciones.
—¿Cómo cuáles? —preguntó con evidente incredulidad.
—Como…
El tono le delataba. Catriona se volvió y su mirada se cruzó con la de él… y el brillo que bailaba en su interior. De repente, su corazón se aceleró. No sin esfuerzo, encontró aliento para advertir:
—No se burle de mí.
Los labios de Richard se curvaron en una seductora sonrisa.
—Un poco de burla le sentaría bien. —Su voz había descendido la convertirse en un arrullo profundo, que se deslizó por los sentidos de Catriona y la informaron de su gran fuerza. Nunca había sentido nada igual. Era… cautivadora, y trató de resistirse instintivamente. Tuvo la impresión de que se balanceaba, pero sabía que no se había movido—. Puede que incluso descubra que la divierte.
La mano de Richard ascendió por detrás de la espalda de Catriona, oculta a la vista de los demás. Ella la sintió en cada poro de su piel, en cada nervio. A escasos centímetros de su figura envuelta en seda, la mano fue subiendo lentamente, apenas rozándola, hasta que llegó al escote y siguió subiendo.
—¡No! —exclamó la joven. La mano se detuvo, manteniéndose inmóvil muy cerca de los rizos temblorosos. Si entonces la hubiera tocado…
—Muy bien —susurró Richard sin atisbo de arrepentimiento. En ese momento estaba siendo magnánimo en la victoria. Sin embargo, lentamente para que Catriona fuera consciente de ello, deslizó la mano por la espalda, bajando desde los omóplatos hasta sobrevolar la ligera entrada de la cintura para, luego, aún más despacio, continuar por la curva de las caderas.
No la tocó ni una vez, aunque Catriona se estremeció de tal modo que, mientras se apartaba e inclinaba la cabeza hacia Richard, apenas pudo pronunciar unas palabras.
—Si me disculpa, debo retirarme.
Se alejó sin mirarle a los ojos, pues no quería ver su expresión triunfal, ya que no estaba segura de poder contener su genio.
Meg, tan pálida como siempre, había vuelto y se hallaba sentada en un sillón. Catriona se detuvo ante ella.
—Cuando subas, ven a mi cuarto. Tendré la poción preparada.
—¿Vas a subir ya?
—Sí. —Catriona se obligó a sonreír y añadió—: Me temo que el viaje hasta aquí me ha agotado más de lo que esperaba.
Con un regio saludo de la cabeza, salió majestuosamente de la habitación, consciente de la firme mirada que seguía sus pasos.