CATRIONA no fue invitada a pronunciarse acerca de la completa recuperación de su marido. A la mañana siguiente Richard demostró su vuelta a la vida asegurándose de llegar a la mesa del desayuno una hora antes que su esposa.
Después de levantar los pesados párpados y descubrir que Richard ya no estaba, Catriona se precipitó al refectorio, donde fue recibida entre sonrisas por las otras damas Cynster y, por los hombres, con gestos de complicidad. Irguió la espalda y avanzó con paso majestuoso hacia la mesa principal. De inmediato su incorregible esposo se levantó para retirarle la silla.
—Me preguntaba cuándo te despertarías.
Las palabras, murmuradas con total inocencia, le acariciaron el oído mientras se sentaba. Catriona reprimió el recuerdo demasiado vivido de lo que había hecho Richard para garantizar que no se hubiera despertado.
Cuando alzó la mirada se encontró con los brillantes ojos de la duquesa viuda.
—Bon! Está recuperado, ¿no es así? Puesto que todo va bien, la verdad es que debemos volver al sur. La temporada empezará pronto, y Louise estará esperando para llevar a las gemelas a los modistos.
—Así es —convino Honoria. Patience se volvió para hablar con las gemelas y Honoria se dirigió a Catriona—: Sé que lo entiendes. Deseo volver junto a Sebastian. Nunca lo habíamos dejado tanto tiempo solo.
La serena sonrisa de Catriona rebosaba sinceridad.
—Os estoy tan agradecida por haber venido y haberos quedado tanto tiempo… Pues claro que tienes que volver. Y… —Dirigió la mirada hacia Richard, sentado en el otro lado hablando con Diablo y Vane—. Ya no hay motivo para que os quedéis.
Honoria esbozó una amplia sonrisa y le apretó la mano con simpatía, luego miró a Diablo a través de la mesa.
—Por lo tanto, podemos marcharnos mañana.
—Nosotros también —decidió Patience, apartando la vista de las gemelas.
Con una sutil y fugaz mirada a Vane y Richard, Diablo se recostó en la silla y miró a su esposa.
—La verdad es que no es tan sencillo. Necesito un día más o menos para hablar de algunas cosas con Richard. Tengo en marcha algunos asuntos que debo tratar con él.
—Y yo quiero examinar los árboles del huerto —dijo Vane—. Hay algunos injertos que quiero estudiar.
—Y no olvides que antes de marcharnos tenemos que hablar sobre esos fondos —terció Gabriel.
Honoria, Patience y la duquesa viuda los miraron fijamente.
—¿Quiere eso decir que no estáis preparados para partir? —preguntó finalmente Honoria.
Diablo sonrió con cierto nerviosismo.
—Sólo serán un par de días. —Desesperado, clavó la mirada en Catriona—. No nos gustaría que, por exigirse demasiado, Richard sufriera una recaída.
Todas las mujeres se volvieron hacia Richard, que correspondió a su examen con una mirada de inocente desvalimiento. Honoria apenas pudo reprimir un bufido y se levantó.
—Supongo —dijo dándose por vencida— que un par de días más no harán daño a nadie.
Cuando a la mañana siguiente Patience se sentó en su silla de la mesa del desayuno, Honoria levantó la mirada.
—¿Has visto a Diablo?
Patience negó con la cabeza.
—Estaba a punto de preguntarte si habías visto a Vane.
Honoria puso ceño y ambas se miraron. Con más lentitud de la habitual, Catriona se acercó a ellas. Se dejó caer en la silla labrada y miró la tetera. Alargó la mano, la cogió y, ensimismada, se llenó la taza. Tras dejar la tetera, contempló la taza llena, cogió el azucarero y se puso dos terrones.
Honoria intercambió una rápida mirada con Patience antes de preguntar a Catriona:
—¿Dónde está Richard?
Cerrando los ojos mientras saboreaba el té, Catriona meneó la cabeza.
—No lo sé… y no quiero saberlo. Al menos hasta que me recupere.
Honoria y Patience rieron entre dientes.
—La verdad es que sólo conservo recuerdos vagos… ¿Me entendéis…? Dijo algo sobre que iba a estar ocupado todo el día con los «negocios de los Cynster». —Abrió los ojos bruscamente—. Di por sentado que se refería a que estaría ocupado con Gabriel.
Las tres guardaron silencio y contemplaron las cuatro sillas vacías que, por lo general, ocupaban los cuatro primos durante el desayuno. Por los restos, era evidente que ya habían roto su ayuno.
Honoria puso cara de extrañeza.
—En la biblioteca no están. He mirado.
—Lo que no entiendo es por qué Vane se marchó tan pronto. Bajó antes de que amaneciera —comentó Patience, igualmente sorprendida.
—Y Diablo también.
Catriona frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Yo no me acuerdo.
En ese instante apareció McArdle con paso lento y renqueante. Debido a sus músculos agarrotados, siempre era el último en bajar. Se dirigió al extremo de la mesa y se detuvo delante de Catriona.
—El señor me pidió que le entregara esto, señora.
Con los ojos abiertos desorbitadamente, Catriona cogió la sencilla hoja doblada y le dio las gracias. McArdle se alejó cojeando. Ella contempló la misiva durante un instante. Richard jamás le había escrito. La desplegó y recorrió con la mirada las líneas que contenía. Parpadeó y dejó ruidosamente la taza.
—¿Qué ocurre? —preguntó Honoria.
—Escuchad. —Respiró hondo y leyó—: «Querida C: Por favor, dile a H. y P. que hemos ido a cerrar un negocio. Estaremos fuera cuatro días. No os preocupéis. R.» —Miró a Honoria y a Patience—. El «no» está subrayado tres veces.
Iracundas y jurando venganza, las tres mujeres se dirigieron a toda prisa hacia las cuadras. Catriona encabezaba la marcha.
—Huggins, ¿cuándo se marchó el señor?
Huggins se incorporó dejando caer la pezuña que estaba examinando.
—Según el chico, salió a caballo al amanecer.
—¿Y los otros? —preguntó Honoria.
Huggins se tocó la gorra haciendo una media reverencia.
—Con él, excelencia. Estaban el señor, su excelencia y los otros dos señores Cynster, señora. Salieron los cuatro juntos a caballo.
—¿En qué dirección? —inquirió Catriona.
Huggins señaló hacia el este con la cabeza. Catriona se volvió y miró pese a que la casa le bloqueaba la visión. Volvió a mirar a Huggins.
—¿Salieron del valle?
Huggins arqueó las cejas.
—A tanto no llego, pero cogieron el camino en aquella dirección.
—¿Llevaban provisiones? —terció Patience—. ¿Alforjas, mantas?
Huggins torció el gesto.
—Creo que se ensillaron ellos mismos los caballos, señora. A esa hora tan temprana sólo suele haber un mozo medio dormido. Dudo que se fijara.
—No importa. Gracias, Huggins. —Catriona hizo salir a las otras dos. Cruzaron el patio y se dirigieron a los jardines. Desde allí, una vez superado el lateral de la casa, podrían otear el valle a la luz del alto sol. Catriona señaló la salida del valle—. Si salieron casi al alba, a estas alturas ya habrán dejado muy atrás el valle.
—Bien lejos de nuestro alcance —observó sobriamente Honoria.
Patience puso ceño.
—¿Qué diablos están haciendo?
—¿Y adónde diablos han ido a hacerlo? —añadió Catriona con aspereza.
—¡Señora! ¡Venga, rápido!
Tres días más tarde, mientras trabajaba en la mesa de la destilería, Catriona levantó la vista y vio a Tom saltar en el umbral.
—¡Venga a ver esto! ¡Venga a ver esto! —Con una amplia sonrisa le hizo señas como un loco antes de precipitarse hacia el vestíbulo.
Catriona se sacudió las manos y salió tras él.
—¿Qué sucede? —Patience salió de la biblioteca cuando los apresurados pasos de Tom resonaron por el vestíbulo.
Catriona se encogió de hombros.
—Algo pasa fuera. —Catriona y Patience se volvieron al unísono y vieron que Honoria bajaba por las escaleras a toda prisa.
—Los niños han echado a correr hacia el parque. Se ha organizado un escándalo allí abajo.
Se miraron entre sí y se encaminaron a la puerta principal todo lo deprisa que les permitió su dignidad. Entre las tres, abrieron de par en par la puerta y salieron al porche.
Al principio, lo que vieron no les dijo mucho. Llegaron justo a tiempo de entrever a Tom mientras corría por el camino hacia el parque. Sus compinches, a los que no se veía por ninguna parte, con toda seguridad iban delante de él. Rodeando ambos lados de la casa, otros habitantes de la mansión y la hacienda afluían en tropel, abandonando cocinas, talleres, cuadras y establos, para echar a correr por el camino.
McArdle subió los escalones torpemente y señalando con la cabeza hacia el parque.
—Creo que tenemos novedades.
Tenía el rostro distendido y sonreía. Catriona estaba a punto de interrogarlo cuando percibió una presencia detrás de ella. Se volvió y miró a la duquesa viuda.
Patience y Honoria se hicieron a un lado para dejarle sitio. Helena preguntó con tono regio:
—¿Qué está pasando aquí?
Un ensordecedor mugido hizo que se volvieran las tres y dirigieran la mirada hacia donde el camino ascendía desde el parque. Saliendo con torpeza de entre los árboles, apareció un enorme y descomunal toro que arrastraba una larga soga de la argolla del hocico. Tras su estela, surgió una ruidosa patulea de niños, mozos de cuadra y peones, alborotando, tropezando y riendo, hablando y dando alaridos. El toro los ignoró. Al ver al grupo congregado en las escaleras, avanzó alegremente sacudiendo la cabeza y meciendo las pesadas y musculosas patas. Con las pezuñas hendidas chasqueando ruidosamente sobre los adoquines, se acercó a medio galope a la escalinata, donde, abriendo las patas delanteras, se detuvo con un resbalón. Observó a las señoras, miró fijamente a Catriona, levantó la enorme cabeza, mugió como un mamut y, tras sacudir la cabeza con energía, bajó la mirada y soltó un enorme y escalofriante resoplido.
El grupo de las escaleras se limitó a mirar sin dar crédito a lo que veían.
—¡Lo tengo! —El mayor de los peones saltó sobre la soga y la enrolló, acortándola para alejar al toro. El muchacho examinó al animal y levantó la vista hacia Catriona con los ojos brillantes—. Es excelente, ¿verdad, señora?
—Por supuesto. —Catriona sabía lo suficiente para reconocer a un toro de primera calidad cuando lo veía—. Pero ¿de dónde…? —Levantó la mirada y quedó atónita al ver al resto del ganado. Abrían la marcha dos añojos que trotaban alegremente bajo la atenta mirada de Gabriel. Los seguían una larga hilera de vacas y vaquillas que, mugiendo, se acercaban satisfechas sin ninguna prisa. Catriona había perdido la cuenta cuando, hacia el final del largo cortejo, aparecieron otros tres jinetes.
Diablo y Vane cabalgaban a ambos lados del torrente de ganado manteniéndolo en movimiento y vigilando a los regazados, pero sobre todo controlando a los niños que en ese momento corrían junto a las bestias, extendiendo las manos para tocar fugazmente el suave pelo mientras las vacas avanzaban con lentitud.
Justo al final cabalgaba Richard, con McAlvie junto al estribo y flanqueado por los muchachos del vaquero, que caminaban dando grandes zancadas con la mirada puesta en el ganado y unas sonrisas de orgullo en los rostros. McAlvie parecía a punto de reventar de entusiasmo. Hablaba animadamente con Richard, que le contestaba indulgente y risueño.
En cuanto apareció Richard, Catriona ya no pudo ver nada más. Movida por la preocupación de los tres días anteriores, observó la alta figura de su marido con aire crítico, pero no pudo ver indicios de agotamiento. Cabalgaba con naturalidad, las largas piernas relajadas y manteniéndose sobre la silla con su habitual elegancia indolente.
Estaba bien. Lo supo aun antes de que Richard bajara la mirada y la viera cuando llegó al patio. La sonrisa que esbozó, el brillo de sus ojos —a pesar de la distancia entre ambos, Catriona pudo sentirla como un tacto— le aseguraron, como pocas cosas podrían haberlo hecho, que esos tres días fuera no le habían ocasionado ningún daño.
—¡McAlvie! —Gabriel llamó al vaquero—. ¿Dónde quieres a estos dos? —Señaló a los añojos, en ese momento acorralados por la multitud en un lateral de las escaleras.
McAlvie dejó a Richard y corrió a hacerse cargo.
El patio era un mar de excitación, de caos ordenado, en el que las vacas mugían, se movían y pateaban rodeadas por los empleados de la casa y de las granjas, que sonreían y charlaban mientras esperaban para ayudar a trasladar a la nueva vacada al establo recién levantado. Catriona se dijo que tenía capacidad suficiente para alojarla toda.
Pero primero, y de acuerdo con la tradición del valle, las reses debían ser bautizadas. McArdle, al que le asistía el derecho por ser el más anciano del valle, bautizó al toro como Henry. Irons anunció que uno de los añojos era Rupert, Henderson llamó al otro Oswald. Las mujeres delegaron en sus proles, y así nacieron Rosa y Llorosa, Bailona y Rubita. Tom, mordiéndose el labio con aire reflexivo, terminó bautizando a su vaca como Damas.
Y así sucesivamente. Reclamada para que aprobara todos y cada uno de los nombres, Catriona asintió, sonrió y soltó una carcajada. Pero sus sentidos estaban en otra parte, intentando, a través del ruido y el frenesí, no perder de vista a Richard. Había desmontado, pero Catriona no pudo volver a ver su cabeza morena.
A su derecha, entrevió a Diablo subiendo por las escaleras con aire despreocupado en el momento en que Honoria se abalanzaba sobre él. En un tono que sólo podía permitirse una duquesa, su cuñada le preguntó dónde habían estado. Diablo se limitó a sonreír. Con una mirada llena de resolución, se volvió hacia su esposa y, bloqueando con habilidad sus intentos de hacer otra cosa, la hizo entrar en la casa… para mantener en privado cualquier otra discusión. Si le dio una respuesta, Catriona no pudo oírla.
Detrás de ella, a un lado, la duquesa viuda mantenía un intenso debate con McArdle sobre el ganado, mientras señalaba la vacada y le preguntaba. Por su parte, Patience, con una exclamación de frustración, se recogió la falda y se lanzó como una exhalación escaleras abajo. Vane entregó sus riendas a un mozo de cuadra y se volvió cuando su esposa echó a correr. Luego extendió los brazos y, en lugar de dejar que se parase, la instó a seguir adelante, rodeándola con un brazo mientras la hacía volverse y la conducía con delicadeza hacia los jardines.
De la actitud de Patience se deducía que estaba reprendiéndolo; de la de él, que no la escuchaba.
Catriona se encogió de hombros con resignación y volvió a inspeccionar el patio. Con todas las reses bautizadas, McArdle se estaba preparando para bajarlas hasta el establo rodeando la casa. La gente se arremolinaba por doquier, pero normalmente no le habría resultado difícil ver a Richard, pues era más alto que los demás. Sin embargo, allí no sobresalía ninguna cabeza morena. Con las manos en la boca, enojada y sintiendo un gran vacío en el corazón, Catriona fue más allá de sus sentidos, un talento que rara vez utilizaba porque trastornaba a aquellos que, como Cook, tenían sus propios talentos latentes. Richard no estaba en el patio.
—¿Te gusta tu regalo de bodas?
El grave susurro en el oído y el roce del aliento de Richard en la sensible piel de la sien llegaron al mismo tiempo que el posesivo tacto de la mano que se deslizó sobre su cintura y su vientre. Catriona dio un respingo, pero se tranquilizó enseguida. Richard la sujetó, y al hijo de ambos, contra él un instante. Catriona sintió cómo la envolvía aquella fuerza. Durante un momento de dicha, cerró los ojos. Entonces la mano de Richard bajó hasta su cintura y la obligó a volverse.
Catriona abrió los ojos e inquirió:
—¿Regalo de bodas?
—No te hice ninguno, ¿recuerdas? —El brillo de sus ojos era triunfal, victorioso—. No sabía qué comprarte. —Su mirada se hizo más tierna—. Eres una bruja que considera que escoltarla hasta su lugar de oración es tan valioso como unos diamantes. —Sonrió y le rozó la nariz con un dedo—. Era un desafío encontrar algo que apreciaras de verdad.
Una sombra cruzó el rostro de Richard. Catriona advirtió que, rodeándole la cintura con el brazo, Richard la había conducido de vuelta al vestíbulo principal.
—¿Me has comprado un toro como regalo de bodas?
No tenía la certeza absoluta. La manada que había llevado Richard valía una pequeña fortuna, probablemente era aún más valiosa de lo que ella estimaba. El valle no habría podido permitirse aquella clase de adición a su renqueante cabaña.
—No sólo el toro, te he comprado toda la manada. —La miró con aire inocente—. ¿No te gusta Henry?
Catriona suavizó un bufido.
—Me atrevería a asegurar que es un toro muy bueno.
—Oh, es un toro excelente. Tengo garantías y referencias deslumbrantes de su comportamiento.
Richard sonrió con picardía. El vestíbulo estaba vacío. Del exterior llegó una ovación cuando la reciente vacada reemprendió la lenta marcha hacia su nuevo hogar. Los labios de Richard se curvaron sin disimulo, un tanto más diabólicos, e intensificó el abrazo sobre Catriona.
—¿Por qué no vamos a nuestro dormitorio? Así podré explicarte las excelencias de Henry y podrás darme tu opinión.
—¿Mi opinión? —Catriona arqueó una ceja y captó el fuego en la mirada de Richard. Sus pies la conducían hacia las escaleras por voluntad propia.
—Sí, tu opinión… y quizás una prueba o dos de tu cariño, de tu agradecimiento. —Su sonrisa dio paso a una expresión lasciva—. Lo suficiente para asegurarme que Henry te gusta de verdad.
Catriona lo miró a los ojos. El griterío de la multitud que conducía la nueva manada hacia el establo iba desvaneciéndose en la distancia. Pudo imaginar el victorioso avance de las reses a través del valle, había visto a infinidad de peones de las granjas entre el gentío. Y los de la mansión les habían dado un recibimiento clamoroso, digno de héroes. La mirada en los ojos de Richard, la misma que había entrevisto fugazmente en los de Diablo y Vane, le sugirió que los otros Cynster también esperaban un recibimiento parecido de sus esposas.
Cuando llegaron a lo alto de la escalera, Catriona le sonrió. Encontró su mano y entrelazó los dedos con los de él. Con la mirada encendida, la apartó y la volvió hacia la habitación.
—De acuerdo, consideraré tu recompensa.
Se la merecía.
Más tarde, después de supervisar el baño de Richard y compartir una comida digna de un héroe —que, para asombro de Catriona, había llegado en una bandeja sin ninguna explicación—, recompensó con creces a su marido, un ejercicio que la dejó totalmente exhausta, desnuda en mitad de la cama.
Mucho más tarde, farfulló:
—¿Adónde fuiste?
Tumbado a su lado e igualmente desnudo, Richard la miró de soslayo. Catriona no había abierto los ojos desde que él se los había cerrado por ella. De espaldas sobre las almohadas, disfrutaba del panorama: la espalda y las nalgas encantadoramente exhibidas junto a él.
—A Hexham.
—¿A Hexham? —preguntó sorprendida—. Eso es Inglaterra.
—Lo sé.
—¿Quieres decir que ese ganado es inglés?
—El mejor ganado inglés. Hay un criador que vive en las afueras de Hexham. Fui a visitarlo.
—¿A visitarlo?
Richard rio entre dientes.
—Debo admitir que todo tuvo un aire a otros tiempos. Unos jinetes galopando hacia el sur desde las Lowlands para robar ganado… Excepto, claro está, que lo pagué. —Tras un instante de reflexión, añadió—: Aunque ándate con ojo, no estoy seguro de que, de todas formas, el señor Scroggs no decida que se lo hemos robado. Lo conseguí a muy buen precio.
Catriona venció la pesadez de la cabeza y de los párpados y, levantándolos, lo miró de hito en hito.
—¿Y eso por qué?
Richard sonrió con aire burlón.
—Las inimitables artes de Diablo. Su presencia aquí era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Es un maestro del regateo. No es que presione a la gente, al menos no físicamente, pero esta tiende a ceder terreno, y de una forma que no esperan.
Con expresión un tanto contrariada, Catriona volvió a apoyar la cabeza sobre la almohada,
—No os esperábamos hasta mañana, tal y como ponía en tu nota.
—Ah, sí. —Al percibir la creciente tensión en la voz de Catriona, el interés de Richard en la aventura decayó—. Esperábamos volver hoy, un día a caballo para llegar a Hexham y dos para traer el ganado, pero… —Deslizándose hacia abajo, se incorporó volviéndose y se sentó a horcajadas sobre las rodillas de Catriona—. Bueno, pensamos que si decíamos cuatro días en lugar de tres, os preocuparíais menos. —Le deslizó las palmas por los muslos, la agarró por las caderas y la tumbó de espaldas con delicadeza—. O que al menos —añadió, sentándose sobre los tobillos con la ardiente mirada recorriendo la deliciosa desnudez de Catriona— con toda justicia, no os pondríais frenéticas nada más vernos cuando volviéramos al tercer día.
Exhausta e incapaz de mover un solo músculo, Catriona permaneció de espaldas mirándolo fijamente.
—Nos dijisteis cuatro días para que no estuviéramos preparadas y os tratáramos como merecéis.
Sonriendo con picardía, Richard se dejó caer sobre ella y la besó.
—Queríamos sorprenderos.
Por más de una razón, se dijo Catriona, pero como Richard volvió a besarla, no pudo enojarse lo suficiente para preocuparse. Luego Richard se apartó con cuidado y entrelazó una pierna entre las de Catriona.
Apoyado en un codo, volvió la cabeza y deslizó la mano sobre el vientre de su esposa, acariciándolo con ternura.
—¿Se lo has dicho ya a las demás?
Ella meneó la cabeza.
—Yo… quería esperar un poco más. No hemos tenido tiempo…
—Yo tampoco he dicho nada. —Su mano descansaba allí donde, a salvo en el útero de Catriona, crecía el hijo de ambos. Richard la miró a los ojos—. Quiero pensar en ello, ver cómo se asientan las cosas, qué se siente si… todo encaja.
Richard se miró la mano. Catriona contempló los oscuros planos de su rostro. Entonces levantó la mano y le retiró dulcemente el mechón de pelo que siempre le caía sobre la frente. Richard volvió a mirarla.
—Encaja —susurró Catriona, sonriendo—. Tú, yo, nuestro hijo, la mansión, el valle… todos encajamos.
Durante largo rato, Catriona se perdió en el azul de los cielos estivales sobre la alta cumbre de Merrick. Luego, con los ojos llorosos, sonrió y le acarició la mejilla con un dedo.
—Así es como está escrito.
Bajó la mirada hasta los labios de Richard, que inclinó la cabeza para besarla. Los labios de ambos se encontraron en un beso tan dolorosamente tierno, tan honesto y vulnerable que, cuando terminó, en los ojos de Catriona había lágrimas.
Richard la miró un instante y entonces sus labios se torcieron en una sonrisa.
—Venga, enséñame.
Se apartó, se puso en cuclillas y tiró de Catriona para ponerla de rodillas.
—¿Que te enseñe qué? —Volvió la cabeza y miró por encima del hombro, mientras Richard la hacía girar en redondo para que quedara de espaldas a él.
Con la mirada ardiente y una sonrisa cada vez más picara, deslizó las rodillas de Catriona por fuera de las suyas y le atrajo el trasero contra la prominencia de su abdomen.
—Enséñame cómo encajan las cosas.
Lo cierto es que Richard no necesitaba dar muchas instrucciones. El cuerpo de Catriona floreció y se abrió para él, soltando un ligero suspiro cuando Richard se deslizó hasta el fondo.
Él apoyó los muslos en los de Catriona, apretándole el trasero contra sus caderas. Sintiendo el pecho de Richard contra su espalda y sus brazos de acero rodeándola, Catriona se le ofreció por completo. Los senos, el vientre, las suaves caras interiores de los muslos, ya tensos, eran de Richard para que los acariciara cuanto quisiera.
Y vaya si quería.
Firmemente sujetada, Catriona apenas podía levantarse sobre él.
Catriona se mordió el labio para reprimir un gemido cuando los dedos de Richard le apretaron los endurecidos pezones y sintió cómo la invadía poco a poco.
Richard rio entre dientes, asiéndole las caderas y embistiéndola lentamente. Catriona se estremeció.
—Estaba pensando… —murmuró Richard.
Mirando de reojo por encima del hombro, lo vio bajar la mirada mientras volvía a alzarla ligeramente.
—… que todavía no podemos arriesgarnos a decirle a nadie la noticia.
—¿Por qué no? —preguntó Catriona entre jadeos.
—Porque si se entera maman, es capaz de quedarse. —La tumbó completamente y balanceó las caderas bajo ella. Alargó las manos hasta sus senos—. Y por mucho que la quiera, tener a Helena por todas partes durante un tiempo considerable pondría a prueba la paciencia de un santo.
—Diablo parece conseguirlo.
—No está todo el día preocupándose por él.
Empezó a balancearse de nuevo, un lento y mortificante movimiento. Las manos de Richard vagaron sin rumbo por la piel de Catriona, que se acaloró y se volvió más ávida. Más desesperada.
Todavía no se había acostumbrado a la manera de hacerle el amor de Richard, a la lenta e implacable entrega, a la gradual e inexorable ascensión a la dicha. Si intentaba adelantarse, Richard solía frenarla y prolongaba la deliciosa tortura hasta que, casi fuera de sí, la dejaba volar libre. Entonces ella gritaba.
Catriona había tenido problemas con aquellos gritos desde el principio. Intentaba amortiguarlos, reprimirlos, procuraba que al menos se mantuvieran en unos límites, esforzándose en impedir que molestaran a la gente de la casa. A Richard parecía traerle sin cuidado. Al fin y al cabo, como diría Helena, era un hombre.
Su mente se concentró en la gruesa y rígida realidad que la llenaba, sintiéndose cada vez más excitada. Abrió los ojos desesperada y miró hacia el tocador al otro lado del cuarto. En el espejo, sólo iluminado por la débil luz del fuego, vio a Richard, una oscura presencia en las sombras a su espalda; vio su propio cuerpo, abrazado y mecido rítmicamente, y también el de Richard que, enroscándose y flexionándose, conducía el suyo.
Ambos internándose en el reino del placer donde se fundía lo físico, lo emocional y lo espiritual.
No obstante, Richard mantenía aquel viaje a un ritmo lento.
Respirando hondo, con los sentidos exacerbados y el entendimiento casi ausente, Catriona buscó una distracción, algo que la ayudara a sobrevivir a la lenta desintegración de sus sentidos.
—¿Cuál es tu apodo?
—¿Qué?
Richard no estaba escuchando.
—Escándalo —jadeó al fin. Catriona se lo había oído utilizar a Diablo, Vane y Gabriel, aunque, como era natural, las mujeres lo llamaban Richard. Aferrándose al brazo que la abrazaba por las caderas, dejó caer la cabeza hacia atrás y se humedeció los labios resecos.
—¿Y cómo te lo ganaste?
Había querido saberlo desde que lo oyera por primera vez.
—¿Por qué lo preguntas? —En el tono de su voz había una cadencia burlona.
—¿Por qué? Porque tal vez vayamos a Londres. Y dadas las circunstancias, tengo derecho a saberlo.
—Tú nunca sales del valle.
—Pero tal vez tengas que viajar al sur por alguna razón.
Al cabo de un rato, Richard rio entre dientes y susurró:
—No es lo que crees.
—¿Ah, no? —Catriona se aferraba a la cordura con uñas y dientes.
—Fue Diablo quien lo acuñó, y no porque yo provocara ningún escándalo, sino en realidad por el escándalo que nunca llegó a ocurrir.
La razón de Catriona se tambaleó y sus sentidos se agrietaron. Bajo la piel caliente, sus nervios se tensaron. Como si Richard lo supiera le rozó la oreja con la nariz.
—Puesto que Helena me reconoció como hijo suyo, fui un escándalo que nunca se produjo.
—Ah. —Catriona musitó el monosílabo entre jadeos.
Richard se inclinó hacia delante y aumentó el ritmo, conduciéndola al borde del mundo, dejándola volar.
La sujetó con fuerza, oyó su grito, que culminó en un sollozo. Enterrado en ella, se mantuvo inmóvil durante un instante mientras saboreaba las fuertes oleadas del orgasmo de Catriona. Luego, soltando sus propias riendas, liberó su cuerpo y siguió a Catriona hasta el éxtasis.
Cuando a la mañana siguiente bajó a desayunar, Catriona era el testimonio viviente de que los tres días pasados al aire libre habían restablecido por completo las energías de Richard.
Su resistencia estaba perfecta, podía jurarlo por la Señora.
Sin embargo, nadie reparó en ello, pues los Cynster estaban ocupados en los preparativos de la marcha.
En realidad, su partida provocó una conmoción aún mayor que su llegada.
Dos horas después, de pie en la escalinata, lista para despedirlos, Catriona se volvió cuando la duquesa viuda llegó alborotando sin dejar de sermonear a McArdle hasta el final.
—Bajar hasta el establo y volver, al menos una vez al día. Escribiré para comprobar que lo está haciendo.
La respuesta de McArdle asegurando que no lo olvidaría se perdió en el estrépito cuando el elegante carruaje de Vane, tirado por un par de rucios, se paró ruidosamente junto a la casa para unirse al coche de la duquesa viuda y el equipaje ducal, que ya esperaban sobre los adoquines.
Diablo y Honoria ya se habían despedido; Richard permaneció al lado de Diablo mientras este ayudaba a Honoria a subir al carruaje. Luego, con una última palabra para Richard y una sonrisa desenfadada y un saludo a Catriona, subió, y Richard cerró la puerta. Este se detuvo un instante, observando a Gabriel mientras ayudaba a las gemelas a subir al carruaje de la duquesa viuda. Con su caballo amarrado a la parte trasera del coche, Gabriel viajaría con ellas hasta Somersham, y desde allí acompañaría a las gemelas de vuelta a Londres.
Vane y Patience también se dirigían a Londres, pero primero se detendrían en Somersham para permitir que Patience descansara antes de reunirse con la familia de Vane en la capital. Richard devolvió el saludo de Patience mientras Vane la ayudaba a subir. Luego también Vane la siguió al interior.
Un mozo de cuadra sujetaba la puerta, mientras otros correteaban de aquí para allá comprobando las cinchas y los arneses. Sonriendo, Richard regresó a la escalinata con aire despreocupado. Llegó en el momento en que Helena liberaba a Catriona de uno de sus extravagantes abrazos.
—Prométeme que en verano vendrás a visitarme. —Helena miró a Catriona a los ojos, aferrándole las manos—. Comprendo que durante la temporada pueda resultarte difícil y nada agradable, pero tienes que venir en verano. —Le sacudió las manos—. Hasta ahora no habías formado parte de una gran familia… y todavía tienes muchas cosas que aprender.
Catriona vio la preocupación reflejada en los delicados ojos de Helena. Con una sonrisa serena, se inclinó hacia delante y le rozó las mejillas.
—Por supuesto que iremos. Exactamente cuándo —dijo liberando una mano del apretón de Helena y haciendo un gesto— es algo que depende de la Señora, pero iremos, puedes estar segura.
Helena esbozó una sonrisa radiante.
—Bon! Está bien. —Con esas palabras, apretó la mano de Catriona y se volvió hacia su segundo hijo—. Venga, llévame hasta el coche.
Sorprendido por la promesa de su esposa, Richard enmascaró su extrañeza y le ofreció el brazo a Helena con elegancia.
Helena lo aceptó y él la acompañó hasta donde esperaban Gabriel y las gemelas. Tras un último achuchón, Helena lo soltó, aceptó la mano de Gabriel y subió al coche. Luego, sacó la cabeza por la ventanilla mientras Catriona, que los había seguido tranquilamente, cogía del brazo a Richard.
—¡No lo olvides! —Helena agitó el dedo hacia Catriona.
Catriona se echó a reír.
—No lo haré. En junio, o julio, ¿quién sabe? Pero en cualquier momento del verano.
—Bien. —Helena volvió a sonreír y se recostó en el asiento. El cochero hizo restallar el látigo.
—¡Adiós!
—¡Buen viaje!
Los carruajes arrancaron con soltura, el ducal a la cabeza, seguido del de la duquesa viuda, y el de Vane y Patience cerrando el cortejo. Los mozos de cuadra y los escoltas, todos con la librea ducal, cabalgaban a los lados. La escena de un desfile, algo nunca visto en el valle. Los habitantes de la casa, alineados en el patio y el camino, agitaban las manos despidiendo a su paso a los inesperados pero muy queridos visitantes.
Catriona, observándolos marchar, sin dejar de agitar la mano hasta que el camino descendió y se perdieron de vista, fue consciente de una clase de tristeza como nunca antes había sentido. No intentó apartarla de sí, era una de las cosas que tenía que aprender. Pensativa, con una sonrisa bastante borrosa, dejó que Richard la cogiera del brazo y ambos regresaron tranquilamente a la casa.
Mientras subían la escalinata, sintió la mirada de Richard en su cara. Al llegar arriba, él se paró. Catriona levantó la vista y descubrió la mirada seria y preocupada de su marido.
Tras un instante de duda, Richard preguntó:
—¿Decías en serio lo de ir a Londres?
—Sí. —Catriona sonrió de manera tranquilizadora—. No tengo intención de defraudar a Helena.
—Pero… —Richard puso ceño—. Creía que nunca abandonabas el valle… o que sólo lo hacías bajo imperativo legal.
—Sí, bueno. —Su sonrisa se amplió al intentar encontrar las palabras para explicar algo en lo que Richard nunca se había detenido a pensar, pues estaba acostumbrado a convivir con ello. Aún más, quería explicarle que por medio de su envenenamiento había llegado el bien, que el tener a su familia allí había abierto muchas puertas al futuro. No sólo para el valle, sino también para ellos dos. Sin embargo, después de examinar la mirada de Richard, su sonrisa se tornó deliberadamente enigmática. Levantó una mano, le acarició la mejilla y lo besó en la comisura de los labios—. Los tiempos cambian. —Se volvió y echó un vistazo hacia la desembocadura del valle, allí donde un grupo de manchitas negras avanzaban por el camino—. Ya es hora de que la Señora del valle conozca un mundo más amplio.
Al torcer el camino, ocultando definitivamente la mansión a la vista, Diablo esbozó una amplia sonrisa y se recostó. Un instante después, extendió un brazo, atrajo a su mujer y la besó apasionadamente.
—¿A qué viene esto? —preguntó Honoria con suspicacia. No estaba segura de haberlo perdonado por los tres días de desaparición, pero lo cierto es que no acababa de acordarse de todo lo que le había dicho la noche anterior.
Diablo sonrió con una inocencia inverosímil.
—Porque sí.
El carruaje dio una sacudida. Diablo miró a través de la ventanilla,
—Bueno, ya tenemos a Escándalo bien establecido.
—Hmmm. —Honoria cerró los ojos y se recostó contra el hombro de su marido—. Era justo lo que necesitaba.
Diablo echó un vistazo a los campos y los bosques más allá de la ventana y murmuró:
—Este también es el lugar que necesitaba. Ella le ha dado un hogar en el lugar y el momento adecuados.
Tras un instante de silencio, con los ojos todavía cerrados, Honoria murmuró:
—Hay veces en que casi pienso que crees en el destino.
Diablo la miró de soslayo sin que Honoria se diera cuenta. Al advertir que tenía los ojos cerrados, sonrió, miró a través de la ventanilla y dejó que la pregunta implícita en las palabras de su esposa quedara sin contestar.