Capítulo 18

MIENTRAS que para Richard, confinado en la cama, la semana transcurrió lentamente, para los demás habitantes del valle lo hizo en medio de un ajetreo inusitado.

Jamás habían conocido a una gente como los Cynster.

Al entrar en el patio de las cuadras cuatro días después, Catriona fue consciente de que sonreía. De hecho, pese al envenenamiento de Richard y a lo que tendría que enfrentarse en cuanto se fueran sus huéspedes, esos días rara vez se le había ensombrecido el rostro. Por el momento, todo discurría sin complicaciones, con una burbujeante y efervescente sensación de vida. Gracias a sus invitados.

Parecían estar en todas partes ayudando con todo, aunque, con un tacto característico que en sí mismo era irresistible, habían conseguido hacerlo sin herir la sensibilidad de nadie.

Una proeza que merecía el respeto de Catriona.

De regreso a casa después de examinar los todavía adormilados jardines, se detuvo para observar la actividad que se desarrollaba en el patio. Diablo estaba allí, con McAlvie y sus muchachos; a su lado, Vane y Corby montaban a caballo, prestos a salir para comprobar el estado de los huertos. Vane miraba hacia abajo; Diablo, hacia arriba; los demás no sólo parecían más pequeños, sino menos vivos. Entonces Diablo asintió con la cabeza y se apartó. Vane hizo volver grupas a su montura y, con Corby pisándole los talones, salió del patio entre el ruido de los cascos. Diablo se alejó y fue a reunirse con McAlvie. Seguidos de cerca por los muchachos del vaquero, bajaron tranquilamente la pendiente que conducía al establo.

Sonriendo, Catriona reanudó el camino hacia la casa. Diablo cuidaba del ganado y Vane de los huertos. Sin hacer el más mínimo comentario, le habían dejado las cosechas a ella, repartiéndose las responsabilidades de Richard y actuando en su lugar. En cuanto a Gabriel, se había erigido en el amanuense de Richard. En ese momento se hallaba sentado con él, atendiendo la correspondencia acumulada concerniente a los negocios de Richard. Catriona no se había percatado de la envergadura de las inversiones de su esposo hasta que Gabriel había encontrado un montón de cartas en la biblioteca y había subido por las escaleras vociferando mientras agitaba las cartas en la mano e insistía en que Richard se ocupara de ellas.

Catriona aprendía algo nuevo cada día.

Como el hecho de que, aunque nada sensibles en el sentido habitual de la palabra, las demás mujeres del valle se mostraran decididamente devotas de unos hombres como los Cynster. Un grupo de ellas se había reunido en la puerta de la lechería para disfrutar de la visión de Diablo y Vane. Todos los Cynster ofrecían la misma respuesta: vestidos siempre con suma elegancia, sin embargo no dudaban en coger un hacha para astillar troncos, en ayudar con una verja o en arrear el ganado. Las mujeres locales se habían acostumbrado a Richard, pero sus amplias sonrisas y los comentarios arrastrados por el viento («Y Cook dice que son más». «¡Válgame Dios!») cuando, tras saludarlas con gentiles movimientos de la cabeza se volvieron de nuevo hacia la lechería, sugerían que estaban lejos de aburrirse con su presencia.

La sonrisa de Catriona se ensanchó, subió los escalones y empujó la pesada puerta trasera. Los Cynster, se dijo, eran simplemente más grandes que la propia vida.

Dos de ellas cocían pan. Enharinadas hasta los codos, Amelia y Amanda, de pie ante la mesa de la cocina, reían como tontas mientras trabajaban la masa con las hijas de Cook. Tenían las mejillas coloradas, los rizos de Amelia y Amanda bailaban mientras sus enormes ojos azules brillaban de alegría. Incluso con sus narices respingonas manchadas de harina, eran unas bellezas. Bellas damas inglesas de una de las mejores y más linajudas familias.

Aunque no ignoraban sus encantos, ninguna de las dos gemelas caía en la estupidez… Pese a que jamás olvidarían su posición, eran francas y amistosas y siempre estaban dispuestas a ayudar.

Las hijas de Cook, aun sintiéndose un poco intimidadas, estaban dispuestas por igual a unirse a la diversión.

—Podríamos hacer las barras con forma de trenzas… Así. —Amelia formó con su masa una trenza perfecta.

—A la tía Helena le gusta que el pan se haga así —explicó Amanda—, pero tal vez debiéramos probar otras formas. Quizás a los caballeros no les gustan las trenzas.

Sonriendo de buena gana, Catriona siguió adelante, dejándolas con sus extravagantes barras de pan. Serían una novedad durante el almuerzo.

Se adentró en la casa y se dirigió a la segunda cocina, donde se hallaban los hornos principales. De pronto se detuvo ante la visión de dos traseros, uno recubierto por una tosca tela parda y el otro por una larga falda a la moda.

—Hmmm… Creo que necesita un poco más de romero. —Inclinada mientras escudriñaba la oscura caverna del horno de los asados, Honoria le paso el cucharón a Cook.

Esta asintió con la cabeza y dijo:

—Tal vez, tal vez. E incluso una pizca más de estragón y un par de clavos. Lo justo para realzarlo un poco, ¿verdad?

Ni la oyeron, ni se volvieron. Ambas continuaron allí estudiando el asado con absoluta concentración. Sin perder la sonrisa, Catriona siguió andando.

—Siempre he encontrado que un soupcon de lavanda en el betún es el toque perfecto. Refresca la habitación sin sofocarla.

—Estoy de acuerdo, señora. Y además, ablanda ligeramente la cera de abeja y hace que aguante un poquitín más. ¿Le sirvo un poco más de jerez, excelencia?

Desde las sombras del pasillo, Catriona observó cómo la señora Broom volvía a llenar la copa de jerez que la duquesa viuda sostenía entre los delicados dedos. Cuando la dama hizo un gesto de agradecimiento, un anillo de esmeraldas y diamantes centelleó en su mano.

—He observado —dijo cuando la señora Broom volvió a su silla— que su plata brilla mucho. ¿Qué utiliza para lustrarla?

—Ah, bueno, es un pequeño secreto del valle, claro. Sin embargo, considerando que usted ya es de la familia…

Catriona meneó la cabeza y se alejó en silencio mientras almacenaba en su memoria el momento para describírselo más tarde a Richard. La duquesa viuda bien podía haberse sentado en el salón y haber hecho comparecer a la señora Broom; por el contrario, había elegido tomar un jerez con el ama de llaves en el cómodo y acogedor saloncito de esta. La mejor manera de enterarse de sus secretos.

La duquesa viuda era incorregible.

Sin dejar de sonreír, Catriona entró en el vestíbulo y se acordó de aquellos que no había visto en su viaje por los infiernos: la tribu de niños de la casa. Habían estado manifiestamente ausentes, no había visto ni a uno solo de los pequeños cuerpos ni escuchado ningún estridente chillido.

Lo cual no era, necesariamente, una buena señal. ¿Dónde estaban? ¿Y qué estarían tramando?

Se encaminó hacia el cuarto de los juegos… y encontró la respuesta. Patience estaba sentada en la alfombra, ante la chimenea, la elegante falda extendida para albergar a los gatitos, que jugaban, retozaban y se golpeaban contra los dedos y las manos. Los niños estaban congregados alrededor, cautivados y en silencio.

—Ah, mira —dijo uno, lleno de asombro—. Este tiene el pelo como el mío.

—Qué afiladas tiene las garras.

—Claro —advirtió Patience—, y también los dientes.

En ese momento, al levantar la mirada, vio a Catriona. Patience alzó las cejas inquisitivamente. Catriona sonrió y meneó la cabeza.

—¡Ay!

Patience se volvió.

—Tened cuidado, son muy pequeños y no quieren hacer daño.

Con la mansión llena a rebosar y sin embargo en paz, Catriona se dirigió hacia la destilería.

Cuando una hora más tarde Patience asomó la cabeza por la puerta, ella seguía allí.

—¿Puedo interrumpir?

Catriona sonrió abiertamente.

—Por favor, sí. Sólo estoy reponiendo los saquitos de lino.

—Quizá pueda ayudar. —Patience empujó un taburete hasta el otro lado de la mesa donde estaba sentada Catriona, se sentó y cogió una de las pequeñas bolsas de lino—. Si quieres, las voy cosiendo.

—Puedes interrumpirme siempre que quieras —dijo Catriona, empujando la aguja y el hilo sobre la mesa—. Esta es la parte que odio.

Una vez que se pusieron a trabajar, Patience dijo:

—La verdad es que me preguntaba si podrías recomendarme algo que me ayudara a calmar el estómago. —La miró a los ojos e hizo una mueca—. Es sólo por las mañanas.

—Ah. —Catriona sonrió y se sacudió las manos—. Tengo una infusión que debería servirte. —Tenía el frasco a mano—. Es básicamente manzanilla.

Unas noches antes, la familia había celebrado la novedad de Patience y Vane con una bulliciosa ronda de brindis alrededor de la cama de Richard. Honoria había intentado mantenerse un poco al margen, alegando que un segundo embarazo era menos novedoso que un primero; no le habían dejado que se saliera con la suya. Sin embargo, aparte de intercambiar unas cariñosas miradas, ni ella ni Richard habían dicho nada. Por separado, ambos habían sentido la misma necesidad de mantener su novedad en secreto durante un tiempo, para saborearla plenamente antes de compartirla con los demás. Dejó la lata, cogió una bolsa de tela y la llenó con las hojas.

—Haz que la doncella te prepare una infusión de esto todas las mañanas y bébetela antes de levantarte. Debería aliviarte.

A ella le iba bien.

Patience cogió la bolsa con mucho gusto.

—Gracias. A Honoria no parece afectarle. Dice que sólo se siente algo atontada durante una semana.

—Cada mujer es diferente —aseguró Catriona, mientras volvía a su faena de rellenar las bolsitas de lino con hierbas secas.

Tras un instante de amigable silencio, se abrió la puerta. Honoria se asomó y sonrió.

—Aquí estás. Perfecto. Quería preguntarte si tendrías preparado algún remedio para la dentición infantil. —Acercó otro taburete a la mesa, cogió una bolsa vacía y empezó llenarla—. A Sebastian le han salido los dos primeros dientes, pero el resto parece que le están causando más molestias. Se pone tan insoportable… En todo caso, es capaz de gritar más que su padre.

Patience rio entre dientes.

Catriona sonrió abiertamente y se bajó del taburete.

—Los clavos deberían servir. En algún sitio tengo preparado un ungüento.

Mientras fisgoneaba hasta encontrar el tarro y luego llenaba otro más pequeño para Honoria, las otras dos seguían rellenando y cosiendo afanosamente.

—En realidad —dijo Honoria, pasando una bolsita llena a Patience—, cuando vengas a visitarnos, he de llevarte a visitar nuestra destilería. Sé lo básico, claro, pero estoy segura de que puedes darme algunas lecciones para conseguir efectos benéficos.

—Hmmm… —Patience echó un vistazo hacia las ordenadas hileras de botellas y tarros, todos llenos y etiquetados—. Y cuando hayas terminado en Cambridgeshire, podrías venir y visitar Kent.

De ordinario, habría dicho de inmediato que ella jamás abandonaba el valle. En cambio, asaltada por un impulso que no pudo definir, sonrió afectuosamente.

—Ya veremos.

Aquel día se reunieron todos para el almuerzo. Cuando sonó el gong, las tres damas abandonaron la destilería donde habían pasado una amigable hora acabando los saquitos de lino e intercambiando comentarios domésticos. Mientras se dirigía tranquilamente con su cuñada y su prima política hacia el salón, Catriona fue incapaz de recordar una experiencia parecida. Jamás había participado antes de una conversación semejante, nunca se había expuesto a la calidez de las confidencias compartidas ni de los consejos ofrecidos con franqueza.

Jamás se había sentido tan cerca de ninguna mujer como en ese momento de Honoria y Patience. Sin embargo, todavía le aguardaba otra revelación inesperada.

En el salón reinaba el acostumbrado bullicio propio de los Cynster. Mientras tomaba asiento, miró a sus invitados con un afecto que nunca antes había sentido. Un afecto cada vez mayor.

Ellos, por supuesto, se limitaban a tomárselo como su obligación. Sonrieron, hicieron muecas e incluso le guiñaron el ojo, antes de volver a sus acaloradas conversaciones. Eran tan poderosamente vivos, tan seguros de sí mismos, poseían una confianza tan innata y, sin embargo, se daban tan pocas ínfulas. La gente de la mansión, la gente del valle —la gente de Catriona— los habían acogido en sus corazones.

La duquesa viuda se sentó al lado de McArdle y le soltó un sermón sobre la conveniencia de hacer más ejercicio, algo que Catriona había intentado insinuarle durante años. La duquesa viuda no hizo ninguna insinuación: se lo dijo directamente, con ademanes extravagantes envueltos en encanto francés.

Por supuesto, McArdle escuchaba y asentía con la cabeza.

Cook y Honoria intercambiaban comentarios sobre el éxito de sus esfuerzos con las carnes asadas, mientras que las gemelas llamaban la atención de todos hacia la enorme variedad de barras esparcidas por las mesas, compartiendo con gracia las felicitaciones recibidas con las tres hijas de Cook, que, presas de turbación, se ruborizaron sobremanera.

Henderson, Diablo y McAlvie, sentados a otra mesa, estaban inmersos en una conversación sobre quién sabía qué; más allá, Vane y Gabriel charlaban con Corby, Huggins y los mozos de cuadra… sobre caballos, si es que sus ademanes servían de indicio.

Fuera, el tiempo seguía siendo frío y cortante, en contraste con la mansión, que resplandecía con el afecto y las risas. Con una sonrisa benevolente, Catriona contempló a su ampliada familia y bendijo a todos y a cada uno en silencio.

Después, esa misma tarde, dejó a un quejoso Richard para que descansara y salió para observar las clases de equitación.

Vane se había enterado de los intentos de Richard con los niños, y lo había dicho a Diablo y Gabriel.

En ese momento los pequeños estaban como locos. Recibían lecciones diarias de equitación, en ocasiones hasta dos veces al día, de sus muy particulares instructores, todos exoficiales de caballería. Tom había informado a Catriona de este último aspecto y, más tarde, Diablo lo había confirmado.

«Es probable que yo sea el jinete más fuerte —le había dicho—, pero Demonio es el mejor. —La miró y sonrió—. Aún no lo conoces. Es el hermano de Vane».

Catriona sentía un callado agradecimiento porque Demonio no hubiera aparecido también por la mansión, una multiplicidad de Cynster eran demasiado para acostumbrarse de golpe.

Pero eran unos jinetes excelentes, y muy buenos con los niños.

Avanzó con discreción por el patio, se apoyó en una esquina del abrevadero que había en el centro y observó a los tres grupos en los que habían dividido a los niños. Los más pequeños estaban con Diablo, por quien no sentían ningún miedo, y no paraban de soltar risotadas mientras los sujetaba pacientemente encima del caballo, enseñándoles a sentarse y a sujetar las riendas. El siguiente grupo en edad, que incluía al joven Tom, estaba con Vane, que los entrenaba en la equitación activa. El último grupo, compuesto por los mozos de cuadra y los peones jóvenes que sabían cabalgar un poco pero que sin duda no llegaban a la altura de los Cynster, eran instruidos bajo la atenta mirada de Gabriel.

Catriona estuvo observando algún tiempo, intentando comprender la fácil comunicación que parecía fluir entre los varones Cynster y los caballos y también los niños. Al final, un tanto perpleja, sonrió y lo aceptó: estaba clarísimo que simplemente actuaban con naturalidad, eso era todo.

Y cuando se marcharan, ella y todo el valle los echaría de menos.

Esa misma noche, Richard yacía en una tumbona colocada en el dormitorio a treinta centímetros de la cama. Ese era el límite actual de sus fuerzas, una circunstancia que encontró vergonzosa. Por lo menos, su brujesca esposa le había permitido abandonar la cama. Ya era capaz de levantarse, pero a los pocos pasos, sus fuerzas parecían flaquear.

Aparentemente satisfecha con los leves progresos de su marido y convencida al fin de que el veneno había abandonado su organismo, Catriona le había subido una infusión de hierbas especial, garantizada, así se lo había dicho, para ayudarle a recuperar las fuerzas. Entre él y la recuperación total, manifestó Catriona, ya no se interponía nada.

Y la liberad, la salvaje amplitud allende las ventanas.

La poción era vomitiva, pero Richard se la bebió a sorbos con obstinación, mientras planeaba cómo celebrar su energía en cuanto retornara.

Tales cavilaciones fueron interrumpidas por Diablo, que abrió la puerta y entró con aire desenvuelto seguido de Vane y Gabriel.

—Mientras nuestras esposas y nuestra estimada progenitora se hallan ocupadas urdiendo planes, hemos pensado que podíamos subir a compadecerte. —Diablo sonrió burlonamente—. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor. —Apurando con una mueca el resto del brebaje, Richard advirtió que era verdad. Apartó la taza—. Sospecho que tendré que aguantar unos días más, pero…

—Tú preocúpate de recuperarte del todo —lo interrumpió Gabriel—. Te aseguro que ni loco volveré a cabalgar hasta un lugar tan remoto si sufres una recaída.

Vane rio ente dientes.

—Tu esposa parece estar convencida de que pronto volverás a ser el de antes, y diría que sabe lo que se dice.

—Ya. —Richard los observó con aire reflexivo—. La verdad es que, por así decirlo, estaba planeando una pequeña aventura para celebrar mi regreso a la vida.

—¿Aventura?

—¿De qué clase?

Richard sonrió y añadió:

—Nada escandaloso, pero no hemos hecho ninguna excursión seria al menos desde Waterloo. No sé vosotros, pero dos semanas en la cama me han abierto el apetito.

—Dadas las circunstancias —replicó Diablo—, no es de extrañar. Pero ¿qué hay de esa aventura?

Richard le arrojó un cojín a la cara, lo que le hizo sentirse mucho mejor.

—Si no me hablas con más respeto, no os lo contaré. Saldré una mañana a caballo sin decir nada, y tendréis que esperarme hasta que vuelva,

—¿A caballo?

—¿Adónde?

—Te prometo que seré respetuoso.

—Bueno —Richard se tironeó del lóbulo de la oreja—, se da la circunstancia de que necesitaré ayuda para esta aventura. Por lo menos, un par de jinetes más. Eso, claro está, si creéis que podéis disponer de tiempo para un poco de diversión antes de volver al sur en busca de un clima más civilizado.

Diablo arqueó las cejas, fingiendo exasperación.

—Déjate de bromas. ¿Cuál es el plan?

—¿Catriona?

Sorprendida al apartarse del escritorio de su despacho, Catriona levantó la mirada. Diablo estaba de pie en el umbral, con Vane justo detrás de él.

—¿Ocurre algo? —preguntó Catriona.

—¡No, no! —Diablo entró seguido de Vane. Diablo sonrió con candidez y dijo—: Nos preguntábamos si tendrías unos minutos para explicarnos ciertas cosas.

Quería algo. Catriona podía verlo en su sonrisa. Volvió a sentarse en la silla y les señaló dos sillas que había frente a ella. Melchett, que había ido a visitarla para decirle que todo estaba dispuesto para iniciar los cultivos de primavera siguiendo sus instrucciones, acababa de salir. Richard estaba arriba con Worboys, vistiéndose para su primer intento de bajar por las escaleras. El mundo de Catriona estaba sereno y encarrilado. Y los dos hombres que se hallaban en ese momento delante de ella formaban ya parte del mismo.

—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó—. Sea lo que sea, si está en mis manos, por supuesto que sólo tenéis que pedirlo.

Diablo esbozó una amplia sonrisa.

—Se trata de los campos de cultivo. Richard me ha contado lo que conseguís aquí…

—Y a Corby se le ocurrió mencionar las toneladas de madera que obtenéis y lo viejos que son los árboles —añadió Vane—. Francamente, si no supiera que no es un mentiroso, le habría dicho que había soñado las cifras.

Catriona sonrió.

—Se nos da muy bien, la verdad.

—Muy bien, no —la corrigió Diablo—. Asombrosamente bien. —La miró a los ojos—. Nos gustaría saber cómo lo conseguís.

Catriona le sostuvo la mirada y consideró la cuestión con rapidez. Les había dicho que les daría cualquier cosa que estuviera en sus manos, no había razón para no responder a su pregunta. Lo único que le preocupaba era que no la creerían, o que no serían lo bastante abiertos de mente para entenderlo. Pero por otro lado, habían acudido a ella a preguntarle. Y como discípula de la Señora, era su deber difundir su mensaje.

Respiró pausadamente y asintió con la cabeza.

—Muy bien. Pero tendréis que recordar que lo que voy a deciros, más que una prescripción es una filosofía. —Echó un vistazo a Vane—. Así que la respuesta es la misma para los cultivos que para los huertos y, de hecho, para cualquier cosa que crezca. La filosofía en cuestión es válida para todos los campos cultivables, estén a la sombra de Merrick, en Cambridgeshire o en Kent.

Los dos hombres asintieron con la cabeza.

—Así que… —la animó a seguir Diablo.

—Así que —dijo— es una cuestión de equilibrio.

—¿De equilibrio?

—Lo que saques debe ser repuesto, si es que deseas volver a obtener frutos. —Catriona se inclinó hacia delante y apoyó los brazos en el escritorio—. Veréis, cada parcela de terreno tiene ciertas características, ciertos nutrientes que le permiten soportar las cosechas de esta o aquella naturaleza. Sin embargo, una vez que ha crecido la cosecha, los nutrientes del suelo utilizados en la misma se han consumido. Si el terreno se cultiva sin descanso, seguirá agotándose y dará cosechas cada vez peores, hasta que deje de producir. La rotación de los cultivos ayuda, pero ni siquiera eso devuelve los nutrientes al suelo. Así que si quieres cultivar de forma continuada y obtener buenas cosechas, entonces tienes que renovar el suelo, reemplazar los nutrientes utilizados después de cada cosecha. Es el punto fundamental: la necesidad de equilibrio entre lo que sale y lo que entra.

Vane frunció el entrecejo.

—Espera un momento. ¿Quieres decir que en cada cosecha concreta, en cada campo en particular, tienes que encontrar…?

—¿Encontrar el equilibrio de los nutrientes que intervienen? —Catriona asintió con la cabeza—. Exactamente.

—Y ese equilibrio —intervino Diablo—, ¿cómo se calcula?

Siguieron preguntando y ella les contestaba y daba explicaciones. Diablo le pidió papel e hizo un bosquejo de algunos de sus campos. Vane hizo una relación de las frutas y los frutos secos que cultivaba. Conversaron, e incluso discutieron, pero ni una sola vez dudaron o dieron la más mínima muestra de que despreciaran sus indicaciones. Más bien al contrario.

—Lo probaré —aseguró Diablo—, y tendrás que venir y hablar con mis capataces cuando nos visites. —Dobló la hoja de papel en la que había escrito rápidamente sus notas—. Si sólo conseguimos la mitad de lo que sacas aquí, moriré feliz.

Vane sonrió contemplando su hoja de notas.

—Mis hombres van a pensar que he perdido el juicio, pero… son mis campos y mis beneficios. —Alzó la mirada y sonrió a Catriona—. Gracias, querida, por compartir tu secreto con nosotros.

—Por supuesto. —Levantándose al mismo tiempo que ella, Diablo la miró y dijo—: Sin duda es el secreto más útil que haya escuchado jamás de una dama.

Con una carcajada, Catriona les indicó la salida. Los dos salieron haciéndole una reverencia histriónica. Catriona volvió a sentarse sin dejar de sonreír. Al cabo de un minuto, ordenó el escritorio y se dirigió al piso de arriba para comprobar las fuerzas de Richard.

—Ah… Estás aquí.

Catriona levantó la vista del arríate que estaba contemplando, en el que esperaba ver pronto unos cuantos retoños verdes. Gabriel avanzaba hacia ella, interesado en comprobar lo que Catriona había estado mirando en la pardusca tierra invernal.

—¿Hay algo ahí?

—No. —Catriona sonrió con franqueza—. Sólo estaba examinándolo. ¿Quieres algo?

Gabriel se irguió y sonrió.

—No exactamente. He oído lo de los consejos que le diste a Diablo y a Vane.

—Entiendo. —Catriona le hizo un gesto para que se uniera a ella mientras paseaba por el sendero—. ¿Y tú qué es lo que cultivas?

—Yo nada, al menos no en ese sentido. —Sonrió burlonamente—. Yo hago crecer dinero… del dinero.

—Ah. —Catriona parpadeó—. Creo que en eso no puedo aconsejarte.

—Es probable que no —convino con afabilidad—. Aunque esa idea tuya del equilibrio está bastante cerca del objetivo… Sin embargo, en la inversión es el riego y el rendimiento lo que crea el equilibrio.

—Me temo —dijo— que no sé mucho sobre inversiones, la verdad.

Gabriel volvió a sonreír y dijo:

—Son pocos los entendidos, lo cual me lleva al asunto que quería tratar. En vista del inapreciable consejo que les has dado a los otros, que en el fondo redunda en mi beneficio porque la fortuna de Diablo sustenta los fondos ducales de la familia y tanto él como Vane invierten a través de mí, de manera que cuantos más fondos tengan para sembrar más ricos nos haremos todos, incluido yo, me gustaría, de la misma manera que ayudo a los demás, ofrecerte mi ayuda para invertir. —Hizo una pausa y agregó—: Ahora ya eres de la familia, así que es una cuestión de justicia.

Catriona lo miró a los ojos, de un color avellana claro, y dejó que las palabras y la sonrisa de Gabriel la reconfortaran.

—Yo… —Dudó, antes de asentir con la cabeza—. Creo que me gustaría. Richard invierte a través de ti, ¿verdad?

—Toda la familia lo hace. Yo superviso las inversiones y Heathcote Montague, nuestro agente familiar, ejecuta las órdenes. —Sonrió abiertamente—. Eso significa que yo me encargo de todas las conversaciones e investigaciones, y él, de las aburridas formalizaciones.

Catriona hizo un gesto de asentimiento.

—Cuéntame más cosas sobre lo que haces. ¿Cómo funcionan esas inversiones?

Pasearon por los jardines durante casi una hora, transcurrida la cual, Catriona había aprendido más que suficiente para saber que, cuando menos, Gabriel sabía muy bien de lo que estaba hablando.

—Muy bien. —Se detuvo en la entrada de los jardines, asintiendo con la cabeza. Tenía ante sí la oportunidad de consolidar los ingresos futuros del valle para siempre. Gabriel invertiría los fondos excedentes por ella. Si llegaba a darse el caso, las rentas solventarían las necesidades del valle durante los años de escasez. Asintió de nuevo y volvió a mirarlo a la cara—. Hablaré con McArdle y haré que se transfieran los fondos. Richard sabrá la dirección.

La natural sonrisa de Gabriel le iluminó la cara. Se llevó la mano al corazón e hizo una reverencia.

—No te arrepentirás, te lo juro. —Cuando se incorporó, los ojos le brillaban—. Bienvenida a otro aspecto más de nuestra familia.

Aquella noche, Richard fue recibido en el salón con una entusiasta ovación. Todos los habitantes de la casa se pusieron en pie y aplaudieron. Con paso lento e indolente que disimulaba su falta de vitalidad, sonrió y saludó gentilmente con la cabeza. Pero cuando su mirada se cruzó con la de Catriona, cuando reclamó su sitio al lado de ella, su esposa percibió la calidez, la alegría y la cariñosa aceptación ardiendo en el azul de sus ojos.

Catriona sonrió con los ojos húmedos y se sentó con rapidez para que Richard también pudiera sentarse. Los vítores amainaron y llegó el primer plato.

Richard agarró el borde de la mesa para incorporarse un poco y observó la fuente colocada delante de él.

—¡Santo Cielo! ¿Eso es rodaballo?

—Sí. —Catriona acercó la fuente y le sirvió—. Cook me dijo que era uno de tus platos favoritos.

—Y lo es. —Desconcertado, Richard contempló el plato antes de volverse hacia su esposa—. Pero ¿dónde conseguís aquí rodaballo?

Catriona arqueó las cejas con orgullo.

—Tenemos nuestros recursos.

Tras vacilar un momento, Richard sonrió y concentró su atención en el rodaballo.

La comida toda consistió en una sucesión de los platos favoritos de Richard, un detalle que no le pasó inadvertido. Miró a Cook a los ojos y la saludó. La mujer se ruborizó, pero aun así le correspondió con un grácil movimiento de la cabeza.

Richard se inclinó hacia Catriona.

—Debería bajar y darle las gracias, pero… —Hizo una mueca.

Catriona sonrió e inclinó el hombro contra el de Richard un momento.

—Puedes hablar con ella mañana, o pasado, cuando te toque pasar por las cocinas.

Richard la miró fijamente a los ojos e inquirió con picardía:

—¿Tan pronto?

Las palabras flotaron entre ellos cargadas de significado. El aire que los envolvía pareció condensarse, excluyendo a todos los demás. Catriona sintió que se le cerraban los pulmones.

—Bueno, creo que sí —farfulló, consciente de la repentina excitación que llevaba demasiado tiempo sin sentir. El resto de la sala se había desvanecido. Sólo era capaz de ver el azul de los ojos de Richard—. Ya deberías ser capaz de levantarte… quiero decir, por completo… cualquier día de estos.

Los labios de Richard se curvaron en una sonrisa y un destello perverso brilló en sus ojos.

—No tienes idea —dijo arrastrando las palabras— de lo agradecido que me siento al oír eso.

Apartando la mirada, Catriona alargó la mano hacia la copa de vino y bebió como si le fuera la vida en ello.

—Sí, bueno… Estás aquí, ¿no?

—¿Y dónde estarás tú?

«Tumbada de espaldas debajo de ti», pensó Catriona, que no obstante respondió:

—Ocupada.

—Ah, creo que eso puedo garantizártelo —convino el depravado con el que se había casado.

Al despertar a la mañana siguiente, Catriona vio —supo— qué era lo que los Cynster habían llevado al valle. Le llegó como una revelación, un destello de perspicacia, una certeza cristalina. Y entonces vio su matrimonio con Richard en su plenitud, en su significado completo, en su gloria absoluta. Comprendió la razón de que la Señora la hubiera encaminado hasta los brazos de Richard.

Ella seguía allí. De repente supo que seguiría allí para siempre. Richard dormía pegado a su espalda, envolviéndola, la respiración acariciándole la nuca con un suave jadeo mientras que con un brazo protector le rodeaba la cintura.

La necesitaba, para que proporcionara a su alma inquieta un asidero, para darle el hogar y la posición que necesitaba, para ser su causa de guerrero.

Pero ella también lo necesitaba, y en más de un sentido. Richard lo había comprendido desde el principio, obligándola a aceptar que también ella lo necesitaba para que la protegiera y la aligerara de las cargas que debía soportar como responsable del valle. Lo que Catriona no había visto, y lo que tal vez él no había adivinado, era que ella necesitaba algo más que eso.

Necesitaba aprender sobre la familia, las grandes familias dirigentes, algo sobre lo que ella y el valle no sabían nada. Con todos aquellos Cynster merodeando por allí, había observado de primera mano la enorme energía positiva que desprendían como grupo. En realidad, no eran moralistas ni religiosos en ningún aspecto. Sin embargo, día a día, acto a acto, todo servía a un fin: la familia, tanto a los pequeños grupos que la formaban como al global integrador. Aunque por lo general sus decisiones eran directas y francas, realistas y lógicas, al mismo tiempo eran tomadas con visión de futuro y siempre procurando y buscando lo que más interesaba a la familia.

Desde el principio la había impresionado la increíble fuerza del grupo, que resultaba ser bastante mayor que la suma de sus partes. Aquella fuerza derivaba del simple hecho de que todos se movían en la misma dirección, todos se concentraban en el mismo objetivo final.

Los caminos de la Señora eran insondables.

En la hacienda no había habido una gran familia durante generaciones. Por costumbre, la Señora del valle sólo tenía un vástago, una hija que cargara con la responsabilidad. Pero los tiempos estaban cambiando, habría nuevos desafíos (mayores desafíos) que afrontar. Retos que, para contraatacarlos, exigían algo más que el aislamiento del valle.

Se llevó la mano al pecho y cogió el colgante que pendía allí: el legado de la madre de Richard. Con su matrimonio había llegado al valle un linaje más antiguo que el de Catriona. Su vástago, su primera hija, sería la primera del nuevo linaje, una estirpe mayor surgida de la unión de ambos.

Sería la primera de una nueva familia.

Catriona siguió acostada pensando en ello mientras más allá de las ventanas salía el sol. Cuando el alba inundó la tierra, se escabullo de entre los brazos de Richard y lo dejó roncando suavemente.

Esa misma mañana, algo más tarde, cuando se retiró a la destilería, las revelaciones seguían muy presentes en su mente.

Llevaba una hora allí cuando se abrió la puerta y vio dos rostros relucientes.

—¿Podemos preguntarte una cosa?

Catriona sonrió y señaló a las gemelas los dos taburetes situados delante de la mesa en la que estaba trabajando.

—¿En qué puedo ayudaros?

—Tenemos una pregunta crucial que hacerte —dijo Amanda, removiéndose en el taburete.

—Queremos saber qué deberíamos buscar en un marido —reveló Amelia.

Catriona abrió los ojos con perplejidad.

—Esa es una muy buena pregunta.

—Como eres curandera, pensamos que tal vez podrías aconsejarnos.

—¿Sabes?, hasta ahora nos hemos dedicado a exhibirnos, de manera que aquellos caballeros que fueran un buen partido pudieran inspeccionarnos y ver si les podríamos convenir.

—Pero hemos decidido que, en realidad, eso no es sensato.

—No. Somos nosotras las que tenemos que decidir si ellos nos convendrán.

Catriona no pudo reprimir una sonrisa.

—Lo cual —declaró Amanda, impertérrita— significa que tenemos que decidir qué deberíamos buscar.

Catriona asintió con la cabeza.

—Creo que lo entiendo. Debo decir que lo estáis considerando de forma muy lúcida.

—Decidimos que en realidad era la única manera de considerarlo. Por eso hemos venido a verte.

—No podemos preguntarle a la tía Helena… Es demasiado mayor.

—Y Honoria no hace ni un año que se casó. Ahora está tan ocupada en ser duquesa y en cuidar de Sebastian, que lo más probable es que no se acuerde de lo que entonces creía que era importante.

—Y Patience no se encuentra bien. Y está bastante… absorta, como si estuviera pensando en su próximo bebé…

—Pero creímos que tú sabrías… En fin, eres curandera, y las curanderas siempre saben de todo, y acabas de casarte con Richard, así que debes de recordar por qué lo hiciste, y…

Una lógica incontestable. Catriona no pudo evitar reír, aunque su risa fue dulce y amable. En su interior se sintió profundamente emocionada, modesta y un poco turbada. Había estado pensando en cómo debería aprender sobre «la familia», como si fuera algo que pudiera estudiarse en la distancia, y ahora allí estaban las gemelas, recordándole que «la familia» no estaba en la distancia, sino allí. Los hermosos ojos de las gemelas le indicaban que ya formaba parte de la inmensa red Cynster, aceptada como tal, disponible para responder preguntas sobre aspectos de vital importancia para la generación más joven. Así era como funcionaban las familias.

Respiró, observó a las gemelas y leyó el fervor en sus miradas.

—Tal y como entiendo la pregunta —dijo bajando la vista hacia la pasta que estaba mezclando—, lo que queréis saber no es tanto por qué me casé con Richard cuanto qué es lo que importa a la hora de buscar un posible marido.

—Exacto.

—En dos palabras, ese es nuestro problema.

—Entonces —dijo Catriona— vuestra pregunta es realmente filosófica, y como tal eso es algo que puedo responder. —Frunció el entrecejo y removió la pasta con la mano del mortero. Las gemelas permanecieron en un silencio alentador—. Un buen marido —aseguró— debe ser protector. A menudo este es el aspecto más fácil de determinar. Si cada vez que haces algo que apenas pueda considerarse imprudente te mira enfurruñado, entonces es que te ve de esa manera.

Las gemelas asintieron al unísono.

Concentrada en la pasta, en su respuesta, Catriona no lo advirtió.

—Por alguna razón, los mejores también tienden a ser posesivos, lo cual también es fácil de advertir. Mirará con cara de malas pulgas a cualquier otro candidato que se te acerque y se enfadará si no le prestas suficiente atención a él. Sin embargo, el siguiente aspecto es difícil y deberéis tener cuidado para no equivocaros. A menudo no es evidente. —Hizo girar la mano del mortero—. A él debes gustarle como eres, incluso ha de sentirse orgulloso de ti. No debe intentar cambiarte ni… —Hizo un ademán.

—¿Creer que tienes que aprender modales de su hermana?

Catriona miró a Amanda.

—Así es. —El tono de Amanda y el brillo beligerante de su mirada sugirieron a Catriona que ya había tropezado en aquella piedra—. El último punto que, sobre todo en vuestro caso, os animaría encarecidamente a considerar, es su actitud hacia la familia. —Estuvo a punto de explicarles que ella no lo había analizado por sí misma, pues no había sabido hacerlo. Pero la Señora había predestinado su matrimonio, buscando por ella. Interrumpió su trabajo y miró a las gemelas—: Habéis nacido y crecido en el seno de una familia grande y unida, no todo el mundo tiene esa suerte. Pero la echaríais terriblemente de menos y encontraríais la vida muy difícil si el hombre que escogierais no valorara a vuestra familia, y el concepto de la misma, como vosotras lo valoráis.

Dos enormes pares de ojos azules la miraron parpadeando. Catriona supo lo que estaban pensando. ¿Familia? No estaban muy seguras de valorar el concepto, simplemente había estado allí, como una constante en sus vidas. Quizás, hasta ese instante, no habían sabido valorarla.

—Hmmm. —Amanda puso ceño.

—Y por supuesto —añadió Catriona—, un caballero que desee casarse con cualquiera de las dos tendrá que soportar el acoso de vuestra familia.

Las dos niñas pusieron los ojos en blanco.

—¡Como si pudiéramos olvidarnos de eso alguna vez!

—Es la eterna preocupación —dijo Amelia—. ¿Y qué sucedería si el caballero elegido no pasara la inspección de la familia?

Catriona sonrió y bajó la mirada a la pasta.

—Si el que elegís cumple los cuatro puntos, creo que descubriréis que los Cynster lo recibirán con los brazos abiertos.