Capítulo 15

A pesar del incendio y de lo ocurrido después, o quizá por eso mismo, los dos durmieron plácidamente y se despertaron temprano, todavía abrazados. La tentación de celebrar la noche y sus revelaciones era fuerte, pero…

—Tengo que ir al círculo. —La cabeza de Catriona reposaba en el pecho de Richard. Empujó el pesado brazo tendido posesivamente sobre su cintura—. Debería haber ido hace dos mañanas. No puedo postergarlo más tiempo.

—Iré contigo. —Las palabras le surgieron sin pensar. Richard rectificó enseguida—. Te acompañaré hasta allí… si es que me está permitido.

Todavía atrapada bajo su brazo, Catriona se revolvió para mirarlo a la cara.

—¿Cabalgarás conmigo hasta allí?

Un tanto cauteloso (¿estaba cometiendo alguna incorrección sintáctica?), asintió con la cabeza.

—Te esperaré y volveré contigo.

Catriona le escudriñó el rostro y por fin esbozó una espléndida sonrisa.

—Sí, vale. Eso me gustaría.

Fue cuanto dijo antes de bajarse de la cama no sin dificultad. Richard la siguió, desconcertado. Las sonrisas radiantes que Catriona no cejaba de dedicarle incluso cuando pensaba que no estaba observándola, le llegaron al alma y también le hicieron sonreír. Cuando salieron del patio entre el ruido de los cascos, ella montando su yegua y él a Tonante, Catriona resplandecía de felicidad.

Richard meneó la cabeza y dijo:

—Cualquiera diría que he prometido comprarte unos diamantes y no simplemente acompañarte a tus oraciones.

Catriona se echó a reír, lo cual emocionó a Richard, rozó los costados de la yegua con los talones y avanzó entre la nieve medio fundida.

Richard la siguió, haciendo que Tonante aminorara el paso y cabalgara junto a la yegua. No servía de nada echar una carrera; la corta zancada de la yegua no podía competir con la potencia del semental. Así que, en su lugar, le echaron una carrera al viento surcando el valle en el frío del inminente amanecer, el ruido de los cascos acompasado a los latidos de sus corazones y los alientos humeando a medida que crecía en ellos la excitación.

Al llegar a la cabecera del valle aminoraron la marcha. Catriona se adelantó hacia un afloramiento rocoso que formaba una plataforma al lado del círculo. Desmontó y miró hacia el valle. El sol se levantaba envuelto en una neblina violácea allende la salida del valle; la línea que marcaba la frontera entre la noche y el día, desdibujada por las nubes, avanzaba imparable hacia ellos.

—He de darme prisa. —Sin aliento, levantó la vista hacia Richard mientras este cogía sus riendas, le echó los brazos encima, lo abrazó con fuerza y corrió hacia la entrada del círculo.

No se trataba de un simple círculo de árboles, sino de un bosquecillo circular con una espesura de siglos. Las sombras del interior se tragaron a Catriona a medida que avanzaba corriendo por el sombrío sendero. Richard la observó hasta que la titilante luz de su pelo desapareció, luego amarró a los caballos y buscó una roca sobre la que sentarse.

Estaba sentado en una roca cubierta de líquenes disfrutando de la salida del sol cuando Catriona salió corriendo de entre los árboles, con tal alegría dibujada en el rostro que el simple hecho de saber que había contribuido —además de la Señora— a ponerla allí, le reconfortó. Se levanto sonriendo, y la cogió cuando Catriona se abalanzó entre sus brazos a toda velocidad. La abrazó, le robó un beso fugaz y la levantó en vilo hasta la silla de la yegua.

Cabalgaron de regreso en la mañana bañada por el sol, con el canto de los pájaros sobre sus cabezas mientras el frío desaparecía a medida que el sol, al atravesar las nubes, resucitaba al paisaje. La nieve todavía se acumulaba en ventisqueros, pero el color marrón ya se dejaba ver. A sus espaldas Merrick seguía totalmente cubierta, pero bajo la nieve, la tierra se removía. Calentándose, volvía a la vida.

Mientras se adentraban en la mañana uno al lado del otro, Richard no pudo evitar la sensación de que él también había vivido una estación oscura y que emergía a la luz en ese momento.

Ya sin ninguna prisa, cabalgaban con tranquilidad sobre el bajo montículo que ocultaba la mansión a la vista. Con los ojos entrecerrados a causa del sol, no podían ver los edificios, pero sabían que estaban allí.

Richard tiró de las riendas y parpadeó para aclararse la visión. Ante ellos estaban parados dos de los no muy lustrosos novillos del valle. Las reses los miraron con un parpadeo de los tristes ojos marrones antes de volverse y alejarse tranquilamente. Richard observó su marcha con ceño.

Tenía que empezar por alguna parte.

—Catriona…

—Estaba pensando…

Ella se interrumpió y lo miró. Richard reprimió una mueca y le hizo un gesto para que continuara.

Con las manos cruzadas sobre el arzón de la silla de montar, Catriona miró fijamente hacia la mansión.

—Me preguntaba… —Richard vio que apretaba los labios—. ¿No echarás de menos los bailes y las fiestas si te quedas? —Le lanzó una fugaz mirada—. Ya sabes que aquí no hacemos nada de eso.

—A Dios gracias, y a la Señora, sospecho. Me importan un comino las fiestas y los bailes. —Richard enarcó las cejas y añadió—: De hecho, hace años que no me gustan. —Su mirada se cruzó con la de Catriona, desmesurada, decididamente inquisitiva, y entrecerró los ojos—. Y también me importan un comino las damas de increíble belleza que asisten a semejantes acontecimientos.

Catriona le buscó la mirada antes de que sus labios se curvaran en una simpática mueca sin respuesta.

Richard reprimió el impulso de besarlos.

—Voy a quedarme, y ya puedes desechar cualquier idea de que me aburriré. Aquí hay muchas cosas en las que mantenerse ocupado. Lo que nos lleva al asunto que quería discutir contigo: el ganado de cría.

Catriona apretó los labios e hizo que la yegua siguiera con su paso cansino.

—No he encontrado ningún origen que se pueda considerar adecuado. El señor Potts está esperando, alentando, mi autorización definitiva para comprarle a su contacto de Moottoae, pero sé que no es el correcto, no lo que el valle necesita.

Richard respiró hondo.

—Tengo una sugerencia. —Catriona le miró de inmediato y él levantó una mano para que esperase—. Sé que prometí no entrometerme en tu forma de dirigir las cosas, en cómo gobiernas el valle, así que si quieres hacer algo diferente… —Se interrumpió al tiempo que arrugaba la frente. La miró a los ojos y respiró hondo—. La verdad es que el estado general de tu ganado de cría está pidiendo a gritos una renovación. La vacada es el caso más desesperado, necesita una inyección inmediata de ganado de buena calidad. Pero también es necesario hacer una limpia entre las ovejas y los carneros, y en cuanto al ganado de leche, apenas llega a satisfacer tus necesidades. También deberías pensar en la diversificación: las cabras se darían bien aquí, y también las ocas. El valle es una propiedad de un tamaño razonable, y aunque has conseguido buenas cosechas, el ganado podría mejorar. —Decidiendo que ya era tarde para echarse atrás, añadió—: Y es necesario reparar los edificios, cercados y refugios, y, en algunos casos, proceder a su reubicación.

Catriona lo miró de hito en hito. Luego, dirigió la mirada hacia delante, exhaló un hondo suspiro y volvió a mirarlo.

—Ya sé —dijo Richard antes de que ella pudiera hablar— que te prometí no interferir, así que puedo ocuparme de cada problema contigo, entre bastidores.

Catriona puso ceño y frenó a la yegua.

—Ese no es…

—Si lo prefieres, puedo hacerte una lista de sugerencias para que escojas. —Richard detuvo a Tonante al lado de Catriona—. O si te parece mejor, puedo tratar cada asunto con McArdle y los demás y luego escribir a los diferentes tratantes en tu nombre y concertar los encuentros, tras lo cual podrías…

—¡Richard!

La miró con frialdad.

—¡Tu promesa! —Catriona lo miró con hostilidad—. Ya me he dado cuenta de que no tiene sentido que rechace tu ayuda en el aspecto mercantil del valle. Aunque el aspecto espiritual de las cosas —extendió una mano con un gesto que abarcó el valle y el círculo tras ellos— y todos los asuntos relacionados con la curandería deben quedar en mis manos, necesito que me ayudes con el resto.

Richard la miró sin pestañear.

—¿Me necesitas? —preguntó sorprendido.

Catriona le miró a los ojos.

—¿Necesitas preguntármelo después de lo de anoche?

Se produjo un largo silencio.

—Pero no quisiste que te ayudara. Te pregunté y dijiste que no necesitabas mi ayuda.

Catriona se ruborizó, la yegua se movió un poco.

—Creí —confesó sin bajar la mirada— que no tenías intención de quedarte, que estabas planeando marcharte. —Al recordarlo, frunció el entrecejo—. De hecho, una mañana me acerqué a la biblioteca para pedirte ayuda con el ganado y la cría y te oí hablar con Worboys, que hacía planes para marcharos. Eso fue antes de que me ofrecieras tu ayuda.

Richard puso ceño.

—¿Estabas detrás de la otra puerta de la biblioteca? —Catriona asintió con la cabeza y Richard hizo una mueca—. Worboys y sus planes… —Y procedió a explicárselo brevemente.

Catriona se recostó en la silla.

—Así pues, ¿nunca tuviste intención de marcharte?

—No hasta que hiciste imposible que me quedara. —Al recordar cómo le había hecho sentir, Richard la miró con acritud—. ¿Crees que en el futuro podrás limitarte a transmitirme lo que realmente se te pase por la mente de bruja sin antes intentar adivinar mis pensamientos?

Catriona le devolvió la mirada de hostilidad.

—No tendría que adivinarlo si te limitaras a comunicarme tus sentimientos. —Observó la cara de Richard—. Eres muy hábil ocultándolos… incluso a mí.

—Hmmm. Me tomaré eso como un cumplido.

—Pues no lo hagas, es algo que tendrá que cambiar.

—¿Ah, sí? —Enarcó las cejas y la miró con arrogancia.

—Por supuesto. —Catriona le sostuvo la mirada con absoluta decisión. Los caballos se movieron ligeramente y piafaron, acercándolos entre balanceos. Catriona arqueó las cejas—. Haré un trato contigo. Otra serie de promesas.

—Tratemos de que sean un poco más claras que las últimas —bromeó Richard.

—Por supuesto. De hecho, son unas promesas pensadas para garantizar nuestro entendimiento en el futuro.

Richard la observó con creciente inquietud.

—¿Cuáles son?

Catriona lo miró alegremente a los ojos y alzó la mano.

—Prometo ante la Señora que en lo sucesivo siempre te hablaré con total franqueza… si correspondes de la misma manera.

Richard respiró hondo, levantó la mano, pegó la palma contra la de Catriona y le entrelazó los dedos con los suyos.

—Ante tu Señora, juro que… —dudó e hizo una mueca— lo intentaré.

Lo miró parpadeando. Entonces sus labios se curvaron y, echando la cabeza hacia atrás, Catriona soltó una carcajada. Fingiendo contrariedad, Richard alargó el brazo hacia ella.

—No es nada divertido ser desconfiado por naturaleza.

Catriona dejó de reír con un jadeo cuando aterrizó frente a él en la silla de Richard.

—¿Desconfiado tú? —Richard deslizó las manos por debajo del dobladillo y ella abrió aún más los ojos—. Tú no conoces el significado de esa palabra.

Durante los siguientes minutos, Richard le dio más de un motivo para tal valoración, hasta que finalmente soltó un grito ahogado con toda la firmeza de la que fue capaz.

—¡Richard! Es imposible encima de un caballo.

Por supuesto que no lo era, y se lo demostró con un ímpetu que la hizo estremecer.

Ninguno de los dos se percató de un repentino pinchazo de luz sobre el horizonte vidriado por el sol, un reflejo procedente de la mansión y provocado por un catalejo al ser plegado con fuerza.

Inmóvil en el cercado próximo a los establos, Algaria contempló durante un par de minutos a las dos figuras abrazadas sobre el lomo del semental gris; al cabo, con una expresión gélida, se volvió y entró de nuevo en la casa.

Esa tarde, Richard escribió una carta al señor Scroggs, de Hexham, en la que le detallaba las características de la raza, así como la edad, el género y la cantidad de reses que deseaba comprar en representación de su cliente, al que no identificó. La carta era fluida, tal como la habrían redactado su padre o Diablo. Al no especificar la identidad del comprador último dejaba al criador sin información sobre la que especular, privándole así de motivos para inflar los precios.

Adjuntando a la carta una nota en la que encargaba a Heathcote Montague que la enviara, Richard cerró el paquete y lo puso a un lado. Sacó una hoja nueva y se dispuso a escribir una misiva que entrañaba un desafío mayor: una carta dirigida al señor Potts.

Invirtió dos horas y cinco hojas en la carta, que acabó siendo una breve epístola de una sola hoja. Al releerla, sonrió. Tras denodados esfuerzos por encontrar el tono adecuado, la apariencia precisa bajo la que deseaba mostrarse, acabó por asimilarlo para plantear la maniobra como si fuera el paladín, el protector, el brazo derecho de Catriona. A saber: su consorte. Ella sería la señora, pero él era quien se encargaba del ganado vacuno.

Orgulloso de su obra, se levantó y fue a enseñársela a Catriona.

Como siempre la encontró en el despacho absorta en una colección de listas y mapas detallados. Al entrar Richard, levantó la vista y sonrió, cálida y afectuosamente. Él también esbozó una sonrisa, al tiempo que agitaba la carta hacia ella.

—Para que le des el visto bueno.

—¿El visto bueno? —De inmediato cogió la carta y le echó un vistazo—. ¿A quién…? Ah… Potts.

Tras leerla con detenimiento, su expresión pasó de la perplejidad a la diversión, y luego, al regocijo. Cuando llegó al final, soltó una risita y miró a Richard.

—¡Es perfecta! —Le devolvió la hoja—. Mira… esta la he recibido en el correo de hoy.

Richard cogió la carta que le entregaba y la leyó con rapidez; era de Potts.

—Se vuelve cada vez más insistente. —Catriona suspiró aliviada—. La había apartado para hablarte de ello más tarde, pero la verdad es que tengo que tratar con Potts de nuestro grano. Siempre ha sido nuestro cliente más fiable y activo, así que el dejarlo fuera de lo del ganado de cría, sobre todo teniendo en cuenta el precio y la comisión que obtendría, había empezado a darme dolor de cabeza.

—Deja de preocuparte. —Mirando fijamente a su esposa, Richard oyó el tono imperioso de su voz, pero no se esforzó en suavizarlo. Tal vez fuera porque ella ya no intentaría ocultarle sus sentimientos nunca más, aunque en ese momento pudo ver (y sentir) la enorme preocupación de Catriona acerca del ganado de cría. Sabía que era reservado, pero con brujesco manto de aparente serenidad ella no era mejor.

Catriona sonrió. Richard se sintió aliviado al ver que las nubes desaparecían de los ojos de su esposa.

—Tengo… Bueno, ahora puedo dejar todo eso en tus manos. —Inclinó la cabeza y preguntó—: ¿Has pensado en alguna fuente o compra definitiva?

Richard dudó antes de esbozar una radiante sonrisa.

—Todavía no —mintió.

Le daría una sorpresa. Se le ocurrió de repente que Catriona llevaba soportando los problemas del valle sobre sus frágiles hombros desde hacía más de seis años. Se merecía un par de sorpresas agradables, como una suerte inusitada de regalo de bodas del que no pudiera preguntar el precio y así no tener que preocuparse sobre cómo lo pagaría el valle.

Todavía sonriendo, le arrebató la carta dirigida al señor Potts.

—La pondré en el correo.

Salió del cuarto con paso sereno dejándola con las rotaciones de las cosechas, seguro de que, si bien la Señora de Catriona no lo aprobaría del todo, al menos sí que haría la vista gorda ante las mentiras nacidas de la buena intención.

Richard pasó el día siguiente al aire libre, señalando la ubicación de los grandes refugios para el ganado, tanto para el que había en esos momentos en el valle como para el que pretendía añadir a la cabaña. Junto a Irons, Henderson y McAlvie, el vaquero (muy excitado), clavó pequeñas estacas en el suelo endurecido por el hielo para delinear los edificios, luego pasó a marcar una serie de corrales, rediles y canales, todos conectados con los primeros.

—Ya entiendo, ya entiendo —asentía McAlvie con rápidos movimientos de la cabeza—. Podemos meterlas y volverlas a sacar a voluntad y sin mezclar los grupos.

—Y tampoco tendremos necesidad de echarlas a un lado.

—Esa es la idea. —Dándose un pequeño respiro sobre la pendiente que conducía a la casa, Richard contempló su obra—. Esto nos permitirá reunir el ganado con rapidez; si están debidamente protegidas, las reses no enfermarán con tanta facilidad como ahora. Y también podremos volver a sacarlas en cuanto se derrita la nieve. Podemos mantenerlas en los corrales hasta que el pasto nuevo haya crecido lo suficiente.

—Lo cual significa que será más fácil alimentarlas y que protegeremos los pastos de un apacentamiento demasiado prematuro. —Henderson hizo un severo gesto de asentimiento con la cabeza—. Sensato.

—En el interior también pondremos compuertas —dijo Richard, iniciando la bajada hacia el campo que los ocupaba—, de manera que, una vez dentro, se las pueda conducir al corral con acceso a los campos donde desees reunirlas.

Los hombres caminaban con entusiasmo detrás de él. La expresión de McAlvie era de dicha.

Durante los días siguientes, el nuevo establo del ganado se convirtió en el centro de interés del valle. Todos los peones y jornaleros de la hacienda se entregaron a la construcción con un entusiasmo que crecía con la obra… cuando la ejecución reveló sus posibilidades. Otros granjeros que se dejaron caer por allí también se quedaron a ayudar.

Los niños, por supuesto, revoloteaban por doquier, yendo a buscar clavos y herramientas y dando opiniones que nadie les pedía. A pesar de la dureza del suelo y de la dificultad de hundir los cimientos, el establo creció a ritmo acelerado.

—¡Aaah! —Cuando McAlvie inspeccionó el largo pajar que discurría a lo largo del establo, los ojos le brillaron—. Podremos darles de comer con sólo empujar medias pacas por el borde para que caigan en las paradas de abajo.

—No este año —le respondió con mordacidad Richard al tiempo que le entregaba un martillo y le indicaba una abrazadera que esperaba a ser asegurada—. Levantemos esto y pongamos el rebaño a cubierto antes de que empieces a soñar.

Los muros de los extremos del establo principal, unos armazones de madera rellenos de rocas y piedras, subían lentamente. Mientras, iban tomando forma los muros laterales, hechos de listones de madera sobre complejos armazones del mismo material para permitir la apertura de puertas, compuertas, postigos y corrales. El ruido del martilleo resonaba sobre el valle, y el sentimiento de un logro compartido por todos crecía cada día. A final, todos los hombres habían contribuido con algo —aunque fuera clavando un clavo—, incluido el viejo McArdle, que se había acercado renqueando a ver la empresa y no había podido resistirse.

Como distracción común en una estación marcada generalmente por la inactividad, los hombres, habituados al trabajo al aire libre, recibieron con entusiasmo la oportunidad de actividad y se metieron de lleno con alegría. «Mejor que jugar al ajedrez», era el comentario general.

Al final, también las mujeres se acercaron a ver qué se estaba tramando.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó la señora Broom—. El ganado no se reconocerá.

—Hmmm. No me extrañaría que acabaran teniendo delirios de grandeza —profetizó Cook.

Catriona acudió al final de la tarde, poco antes de que la luz empezara a desvanecerse. Algaria, vestida como siempre de riguroso negro, caminaba a su lado con aire altivo.

—Por aquí, señora. —McAlvie la condujo hacia las nuevas dependencias de aquellas que estaban a su cargo con un ademán de la mano—. Estoy pensando que si superan inviernos como este, recuperarán su peso de verano en semanas, y no en meses.

Catriona asintió con la cabeza mientras se volvía lentamente asimilando el tamaño de la construcción, bastante mayor de lo que había supuesto.

—¿Cuántas cabezas acogerá?

—Ah, las que tenemos ahora sin ninguna dificultad.

—Ya. —Al descubrir una compuerta delante de ella, Catriona la abrió—. ¿Para qué sirve esto?

—Sirven para canalizar a los ocupantes —contestó Richard acercándose con aire despreocupado. Cogió de la mano a Catriona y la condujo a una escalera apoyada contra el borde del pajar—. Sube unos escalones y verás la distribución con más facilidad.

Catriona subió y Richard le explicó cómo se movería el ganado a través del establo.

—Qué práctico. —Catriona bajó la vista y le sonrió.

Richard alargó los brazos y la ayudó a bajar.

—Lo práctico es lo que mejor se me da.

Catriona sonrió y le apretó la mano. Juntos atravesaron tranquilamente las puertas principales. Dejándolo allí con una sonrisa prolongada y una promesa en los ojos, Catriona se encaminó de nuevo a la casa.

Algaria marchaba penosamente detrás de ella.

Catriona se detuvo en la verja del patio de las cuadras y miró atrás, hacia la práctica construcción que su consorte había creado a partir de los materiales y la energía que yacían aletargados en el valle. Una leve sonrisa curvó sus labios al volverse y empezar a atravesar el adoquinado.

Tras ella, Algaria refunfuñaba con indignación.

—¡Tonterías modernas!

Como ocurría a menudo, el invierno se negó a ceder su autoridad sin una última helada. Llegó, literalmente, de la noche a la mañana; una tormenta que dejó varios metros de nieve sobre el valle y a la que siguió una ola de frío que lo heló todo.

Aun cuando estaba lejos de su conclusión, el establo se hallaba lo bastante avanzado para alojar a las reses existentes. McAlvie, alertado la víspera por las doloridas articulaciones tanto de Catriona como de Cook, había enviado a los peones a buscar el ganado a todos los rincones del valle.

Todo el mundo, tanto de la mansión como de las granjas, acudió para ver a las greñudas y descarnadas reses cuando, mugiendo y balanceándose, llegaron con su lenta y pesada marcha hasta la hacienda. Entonces McAlvie y sus muchachos las hicieron bajar por la cuesta hasta su nuevo alojamiento; con las cabezas altas y los ojos bien abiertos, las reses entraron en fila india y sin problemas por las puertas principales. Los mirones se habían quedado para ver si surgía algún problema, pero lo único que oyeron fueron mugidos de satisfacción.

Eso había sido la víspera. En ese momento, de pie junto a la verja del patio de las cuadras, Catriona miraba hacia el establo envuelto en nieve. La manada estaba a salvo y caliente. Distinguió unas profundas pisadas en la nieve que se dirigían hacia el establo y supuso que los muchachos de McAlvie ya habían salido para dar de comer a las reses.

Al volverse, contempló la escena que se desarrollaba detrás de ella, en el patio. Irons estaba al mando del equipo encargado de limpiar la bomba de nieve y hielo. Aunque no lo veía, oyó a Richard impartir órdenes para limpiar parte de la nieve de los tejados de la fragua y los establos más pequeños. La nevada había sido fuerte; por lo que pudo deducir, ciertos aleros corrían el peligro de desprenderse bajo el peso de la nieve.

Todos los niños habían sido recluidos en la casa. Catriona vio las narices apretadas contra los cristales del cuarto de juegos. Pero estaba de acuerdo con la orden; mientras los hombres trabajaban limpiando los aleros, de vez en cuando se producían pequeñas avalanchas.

Incluso ella estaba allí sólo a regañadientes. De hecho, Richard puso ceño cuando dobló la esquina del establo y la vio. Se acercó a grandes zancadas.

—Estoy seguro de que debes de tener mejores cosas que hacer que congelar tu trasero de bruja aquí fuera.

Catriona sonrió y dijo:

—Entraré dentro de un minuto. —Dirigió la mirada hacia el cuarto de juegos y añadió—: Me preguntaba de qué manera podríamos recompensar a los niños. Se han portado tan bien, ayudando con el establo.

Richard miró las ventanas empañadas con cara de pocos amigos.

—¿Por qué no les dices que si siguen portándose bien hasta después del almuerzo, les daré otra lección de equitación?

Catriona abrió los ojos desorbitadamente.

—¿Lo harás?

—¿Alguna otra orden, señora? —bromeó Richard.

Catriona soltó una risilla tonta. Agarró la levita de Richard, se estiró y lo besó en la mejilla y fugazmente en los labios. Luego, con una sonrisa serena, sin dejar de mirarlo, se arrebujó en el chal y se dirigió de vuelta a casa.

Richard observó su marcha y el provocativo contoneo de sus caderas mientras atravesaba la nieve. Por fin, respiró hondo, apartó su mente de aquellos pensamientos y se concentró en la tarea de ser el brazo derecho de Catriona.

Para la hora del almuerzo lo había hecho todo: la revisión de los aleros, la limpieza de los que ofrecían peligro, la comprobación del ganado, la limpieza de los senderos de acceso a los edificios. Al atravesar el vestíbulo camino de su habitación para cambiarse, oyó que Catriona lo llamaba.

Estaba en el despacho, sentada al escritorio con McArdle y un hombre de aspecto adusto que Richard identificó como el recalcitrante Melchett en carne y hueso. Catriona levantó la mirada y sonrió aunque, cuando Richard entró, frunció el entrecejo.

—Hemos estado discutiendo el calendario de cosechas. —Con un gesto le señaló los documentos y mapas diseminados por el escritorio—. Nos preguntábamos si tendrías alguna sugerencia que hacer.

Percibiendo cierta tensión en el ambiente, Richard bajó la mirada hacia las listas y colocaciones de los campos.

—Sospecho —dijo— que debéis de saberlo mejor que yo.

—Bueno, pensamos que, como ha hecho tantas cosas por el ganado, tal vez tendría alguna sugerencia sobre las cosechas.

Melchett observó a Richard sin pestañear.

Richard también se mostró impasible, miró a McArdle y volvió a los mapas.

—Si me preguntarais sobre las cosechas y los patrones de rotación en Cambridgeshire podría explicároslos con todo lujo de detalles. Pero ¿aquí?, en cada parte del país se dan demasiadas variables diferentes que desaconsejan realizar comparaciones simplistas. Lo que cultivamos en el sur no crecería, tan bien aquí. El ganado es otra cosa… Los principios de una administración sensata del ganado son los mismos en todas partes.

—Pero ha de tener algunas ideas —presionó Melchett—. Algunos principios, como dice usted.

Reprimiendo el impulso de poner al hombre en su sitio en representación de Catriona, Richard pasó de su papel de protector de Catriona al de su paladín.

—El único indicador realmente efectivo en la agricultura estacional es el del rendimiento por hectárea. Si tenéis esos números —miró a McArdle y arqueó las cejas—, podéis saber si lo estáis haciendo bien o si hay que hacer algo más.

—Rendimientos, rendimientos. —McArdle empezó a pasar con rapidez las páginas de un añoso libro de contabilidad situado en la mesa que tenía delante—. Aquí están. —Dio la vuelta al libro para que Richard pudiera leerlo—. De los últimos cinco años.

Richard leyó atentamente. Había esperado encontrarse con unas buenas cifras (Jamie le había dicho que el valle era fértil y que producía). Sin embargo, lo que bailaba ante su incrédula mirada eran unos rendimientos que, de manera sistemática, superaban en más del cincuenta por ciento lo que se consideraba óptimo. Él lo sabía porque se había criado en uno de los condados más fértiles de Inglaterra. Por eso al hablar lo hizo con un tono casi solemne.

—Sin duda estas son las mejores cifras que he visto en mi vida. —Devolvió el tomo a McArdle, que sonreía encantado, y miró a Melchett—. Sea lo que fuere lo que hayáis hecho hasta ahora, os aconsejo encarecidamente que sigáis haciéndolo.

—¡Ah! Sí, claro. —El hombretón se irguió—. Si es así como las cosas…

Richard se incorporó y sonrió a Catriona.

—Os dejo para que sigáis con esto. —Se volvió y añadió—: Por cierto, recuérdame que me asegure que cuando nos reunamos, mi hermano y mi primo Vane tengan ocasión de interrogarte. —Desde la puerta, miró a Catriona a los ojos—. Estarán encantados de aprender los secretos de tu éxito agrícola.

Dicho esto, abandonó la estancia. Catriona tenía los ojos muy abiertos y McArdle seguía sonriendo, mientras que a Melchett pareció bajarle los humos.

—Catriona.

Cuando cruzaba la cocina camino de la cuadra para supervisar la lección de equitación de los niños que tenía lugar en ese momento, Catriona se detuvo y giró en redondo para mirar a Algaria, que la había seguido por el pasillo.

—Acaba de llegar Corby. —Algaria le señaló el vestíbulo principal con gesto airado—. Dice que la nieve ha tronchado las ramas de al menos cinco árboles del huerto. ¿Quieres que le diga que las corte y selle los tallos, como siempre?

Catriona abrió la boca para acceder, pero entonces dudó.

—Corby se quedará a pasar la noche, ¿no?

—Sí.

—Bueno. —Catriona sonrió—. Trataré el tema con Richard. Dile a Corby que hablaré con él esta noche.

De inmediato, impaciente por unirse a la diversión de la gran cuadra, echó a correr por las cocinas con una sonrisa radiante y la felicidad brillándole en los ojos.

Tras ella, Algaria permaneció de pie, calladamente contenida, la mirada oscura fija en Catriona mientras esta se alejaba a toda prisa. La furia reprimida vibraba alrededor, una ira que los demás podían percibir (el personal de la cocina la evitó con cautela). Por fin, respirando lentamente, se irguió y, con los labios apretados con fuerza, abandonó la cocina.

Dejando a Cook, que estaba trabajando una masa, suspirando y meneando la cabeza.

—Gracias. —Catriona besó a Richard en los labios en cuanto este se metió junto a ella en la gran cama.

—¿Y esto a qué viene?

—Por tus amables palabras sobre los rendimientos de las cosechas.

—¿Amables? —resopló Richard mientras trataba de ponerla encima de él para sentarla a horcajadas sobre sus caderas—. Cuando se trata de la tierra, los Cynster no sabemos de palabras amables. Esa es la pura verdad. Los rendimientos de tus tierras son del todo sorprendentes. —Empezó a desabotonarle el camisón—. Y sobre lo de que Diablo y Vane querrán hablar contigo, lo decía completamente en serio. Querrán. Se alegrarán muchísimo de que me haya casado contigo.

—¿Seguro?

—Hmmm. —Richard luchó con el diminuto botón del cuello de Catriona con una expresión de concentración—. Los dos administran muchas hectáreas. En el caso de Diablo, al ser de Cambridgeshire, se trata sobre todo de sembrados, pero en las granjas de Vane en Kent se dedican principalmente a las plantaciones de lúpulo, frutales y frutos secos.

—Mmmm.

El extraño sonido, que revelaba sorpresa ante la revelación, hizo que Richard la mirara a la cara.

—Mmmm, ¿qué?

Catriona lo miró fijamente y dijo:

—Bueno, lo cierto es que me imaginaba a tu hermano y a tus primos como a elegantes caballeros urbanos, más interesados en valorar las virtudes de las damas que las de la tierra.

—Sí, claro… —Richard por fin soltó el botón situado entre los senos de Catriona—. Yo no diría que los Cynster hayan perdido jamás del todo su interés por las curvas de las damas… —Liberó el siguiente botón, incapaz de imaginar otra respuesta—. La tierra, sin embargo, es nuestra otra obsesión… e igual de pertinaz.

Catriona pensó en ello con la mirada perdida. Abrió los labios para hacer una pregunta, pero Richard la distrajo al abrirle el camisón y desnudarla a su vista. Catriona apoyó las manos en los brazos de Richard para no perder el equilibrio y bajó la mirada. La recorría una sensación salvaje de desnudez, más excitante que si hubiera estado totalmente desnuda. Se le enrojeció la piel y le picó el cuerpo. Incluso la espalda y las nalgas, cubiertas todavía por la suave batista del camisón.

Estaba desnuda para él, bañada por la luz de sendas velas que Richard había dejado encendidas en cada una de las mesillas de noche. Él se regodeó en la mirada y Catriona la sintió al recorrerle el cuerpo… desde la garganta, sobre la plena turgencia de los senos, cada día más pesados. Los pezones se le endurecieron y los labios de Richard se curvaron en una sonrisa de complicidad, mientras seguía con su lento examen, escudriñándole el vientre, terso y tembloroso, contemplando los brillantes rizos entre los muslos abiertos…

Richard la asió por la cintura, sujetándola, expuesta a su delectación mientras consideraba el siguiente movimiento. No tenía prisa, sabía muy bien lo que la posición de Catriona en ese momento —sentada a horcajadas sobre él— le estaba haciendo a su dulce bruja. Con las rodillas separadas, se encontraba abierta y vulnerable.

Richard apenas era inmune a sí mismo. Podía sentir la presión sedosa de los muslos de Catriona al apretarse contra sus caderas, el cálido peso de su esposa en el bajo vientre; a un centímetro escaso por detrás de los tersos globos del trasero de Catriona, su propia rigidez le resultaba dolorosa.

Entonces Richard se acordó. Se volvió y miró hacia la mesilla de noche, alargó la mano y agarró el tirador del cajón, lo abrió y metió los dedos en su interior.

—Worboys encontró esto en el bolsillo de una de mis levitas.

Sacó el collar de su madre, la elegante y delicada cadena de oro tachonada de delicadas piedras de color rosa. El colgante de amatista se deslizó fuera del último cajón, balanceándose pesadamente en la cadena. Richard sujetó el collar con ambas manos, meneando el colgante con delicadeza. Por un instante de desenfreno, se le ocurrió utilizarlo para hacerle el amor a Catriona. Pensó en introducir el pesado y pulido cristal, las numerosas y pequeñas piedras, en la intimidad de Catriona, para luego presionar y extraerlo piedra a piedra, hasta que su mujer enloqueciese de placer.

Fue una visión atractiva. Suspirando, dejó el collar… para más adelante. Después de pensar en todas las posibilidades, decidió que haría partícipe de la noticia a Catriona más tarde. No tenía por qué precipitarse y pasar algo por alto. Tenía toda la vida para excitarla.

Sonriendo, levantó la vista y miró fijamente a Catriona.

—Es para ti. —Le deslizó el collar por la cabeza y le levantó el pelo con delicadeza—. Un tardío regalo nupcial.

Había bromeado con ella sobre la posibilidad de regalarle unos diamantes. Era lo bastante rico para darle eso y mucho más, pero en el fondo sabía que los diamantes no significarían nada para ella, al menos en aquel momento. Sin embargo, Catriona pareció quedar fascinada con el collar de su madre la única vez que lo había visto. Así pues, Richard sintió que lo apreciaría más que cualquier otra joya.

Acertó de pleno. Atónita, Catriona contempló el collar al posarse sobre la suave piel de su pecho mientras el pesado colgante se deslizaba por el escote como si perteneciera a aquel lugar.

Quizá fuera así.

En ocasiones el asombro que le producían los caminos escogidos por la Señora incluso la hacía enmudecer.

Cuando cogió el colgante entre los dedos y lo levantó para observar los diminutos grabados, fue consciente del resplandor de su rostro y del brillo de sus ojos.

—¿Sabes qué es esto? —susurró Catriona con tono reverencial.

Por la mirada de Richard, supo que estaba intrigado. Por fin, apartándole el último mechón del pelo suelto, Richard contestó:

—El collar de mi madre, que ahora, te pertenece.

Catriona respiró parsimoniosamente. No podía haber dicho una verdad mayor. Era como si la Señora lo hubiera utilizado para expresar su decisión.

—Es el collar de un discípulo, así lo indican los grabados. Son los mismos que aparecen en mi cristal y que obligan al que lo lleve a ser leal con la Señora y sus enseñanzas. Pero este collar pertenece a un discípulo muy iniciado, más que yo o que cualquier otra de las anteriores señoras del valle. —Tuvo que interrumpirse y esforzarse en recuperar la calma; parecía que iba a estallarle el corazón de pura dicha. Se humedeció los labios—. Este collar es mucho más antiguo que el mío.

—Sabía que era diferente pero parecido. —Cogió el collar de Catriona de la otra mesilla, donde lo dejaba todas las noches, y lo levantó entre ambos—. Creí que era el mismo, pero con las piedras invertidas.

Catriona miró a Richard, respiró hondo y asintió con la cabeza. Estaba involucrado en aquello, era su consorte. Podía contarle la verdad.

—En apariencia, por supuesto lo es. Pero hay un significado más profundo. —Cogió el colgante de su collar—. Verás, esta piedra es un cuarzo rosa, que simboliza el amor, y estas —señaló hacia las redondas piedras violetas ensartadas en la cadena— son amatistas, que simbolizan la inteligencia. Así que, en esta disposición, con el cuarzo rosa como centro, las piedras simbolizan la inteligencia que anima el amor. Sin embargo… —Se interrumpió y, humedeciéndose los labios, bajó la vista hacia el collar que ahora lucía—. Bueno, así es como se supone que era, que solía ser, antes de que las amatistas lo bastante grandes y finas para servir de cristal central se agotaran.

Richard puso ceño mientras trataba de seguir el hilo de sus reflexiones.

—Así pues, ¿este collar simboliza la inteligencia animada por el amor?

Catriona asintió con la cabeza.

—Ese es el simbolismo original. Ese es el mensaje de la Señora, el único que cada discípulo debe entender y aprender a vivir. La fuerza principal, la fuerza impulsora, que subyace detrás de todas las cosas es el amor; todos los actos inteligentes deben ser gobernados y dirigidos por el amor.

Tras un instante de silencio, Richard dejó el collar de Catriona a un lado; luego, situándose de nuevo debajo de ella, estudió la expresión de embelesamiento de su rostro. Sin duda no podía haberle hecho un regalo más valioso, pero…

—¿Cómo llegaría semejante collar a manos de mi madre?

Catriona alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

—También debió de ser discípula. —Richard arqueó las cejas con escepticismo y Catriona agregó—: No es imposible. Provenía de las Lowlands, donde otrora hubo muchos seguidores de la Señora. Quizá fuera descendiente de alguna de las líneas más antiguas de devotos (eso es lo que sugiere el collar) pero no fue educada o, aun siéndolo, se la obligó a casarse con Seamus.

Richard se recostó en las almohadas y hundió la mirada en los ojos verdes de su brujesca esposa, preguntándose…

—Los caminos de la Señora suelen ser complicados e indirectos, demasiado intrincados para que los entendamos. —Poco a poco, inclinándose hacia delante, susurró—: Deja de pensar en ello.

La dulce orden, reforzada por una implícita coacción, se derramó de sus labios, que rozaron los de Richard con una dulzura dolorosa. Por una vez, se decidió a obedecer.

Resolvió seguir su ejemplo mientras Catriona tejía sus artimañas de hechicera y los arrastraba a ambos a las profundidades del deseo, a lo más hondo de la espiral de calor que ascendía entre ellos.

La siguió cuando se movió y, levantándose, lo arrastró a los abismos de su necesidad imperiosa. Richard ascendió con ella mientras se situaba sobre él y trepaba con total abandono. Le apartó el camisón, se aferró a sus caderas y se inclinó hacia delante para lamerle un pezón. La recompensa que obtuvo fue un grito ahogado.

Se dispuso a gozar del festín que se le ofrecía, deteniéndose de vez en cuando para observar la fusión de sus cuerpos, para maravillarse con un sensual aturdimiento mientras miraba el collar de su madre, ya adornando la piel enrojecida de su esposa.

Catriona no tardó en alcanzar la cima y, con la cara bañada de sensaciones, soltó un prolongado y suave sollozo de placer y se desplomó sobre él.

Richard la abrazó, le apretó las caderas contra él y siguió adelante, saboreando la misma sensación de plenitud que sentía siempre que se sumergía en ella.

Entre ellos, apresado en el valle que formaban los senos de Catriona yacía el colgante de su madre.

Con los ojos cerrados, la mejilla apretada contra el ardiente pelo de esposa, Richard suspiró y dejó que la sensación lo arrastrara. Igual que el collar de su madre había estado destinado a encontrar su camino hasta allí, a residir con su dulce bruja en el valle, él, el único hijo de su madre, también estaba destinado a encontrar su hogar, su puerto y su salvación allí, en los brazos de su bruja.

Con un largo y tembloroso gruñido se rindió al destino.

—¡Señor!

Richard vio que uno de los peones de la granja de la salida del valle atravesaba corriendo el patio de la cuadra.

—¿Qué pasa, Kimpton?

El hombre se detuvo ante él y se tocó la gorra.

—Me pidió que le informáramos de cualquier anomalía, señor.

—Así es. ¿Qué ocurre?

—La cancela del cercado sur. —El hombre miró a Richard a los ojos—. Anoche, al hacer mi ronda, estaba amarrada, pero esta mañana, cuando bajó mi hijo menor, estaba de par en par.

La mirada de Richard se hizo más penetrante.

—¿La cerró?

—Sí, señor. —El hombre asintió con la cabeza—. Y también comprobó que no le pasaba nada al pestillo.

Richard sonrió.

—Muy bien. Vayamos a ver qué ocurre.

Sir Olwyn Glean llegó justo después del almuerzo.

Entregó el sombrero con brusquedad a Henderson y se dirigió directamente hacia el despacho de Catriona.

En cuanto abrió la puerta, vociferó:

—¡Señorita Hennessy! La verdad es que he de protestar…

—¿A quién se está refiriendo, sir?

El gélido tono de Catriona lo dejó atónito. Por un instante sir Olwyn se esforzó en mantener la calma e hizo un gesto con la cabeza en un tardío intento de mostrarse educado.

—Señora Cynster.

Tras los esfuerzos de aquella mañana, por no hablar de los de las mañanas anteriores, Catriona era de la firme opinión de que merecía el tratamiento. Inclinó la cabeza con majestuosidad y cruzó las manos sobre el libro de contabilidad.

—¿A qué debo esta visita, sir?

—Como siempre —declaró sir Olwyn—, ¡a su ganado! Tener a dos y tres reses desperdigadas buscando forraje por ahí en un campo durante el invierno significa que no puede controlarlas. Los pestillos de las vallas se rompen o se sueltan… ¿y qué ocurre entonces?

—No tengo ni idea. —Catriona lo miró con serenidad—. Pero sea lo que fuere, si el problema concierne al ganado del valle, debe hablar con mi marido. —Hizo un gesto señalando la puerta—. Él se encarga de las manadas.

—Pues sí que va a servirme de mucho —replicó sir Olwyn— con él en Londres.

—Oh, no, sir Olwyn… Está mucho más cerca.

Sir Olwyn dio un respingo y se volvió. Justo detrás de él, Richard sonreía con cortesía y finura, como un lobo que estuviera a punto de abalanzarse sobre un perro ladrón.

Catriona procuró mostrarse impasible, aunque estuvo a punto de atragantarse al reprimir la risa. En cuanto a McArdle, no levantó la vista del libro de contabilidad, si bien tenía la punta de las orejas cada vez más rojas.

Arrastrando las palabras mientras entraba con aire solemne, Richard dijo:

—¿Qué pasa con el ganado del valle?

Ruborizándose, sir Olwyn farfulló de manera beligerante:

—El ganado del valle se ha metido en mis campos y ha arruinado la cosecha de coles.

—¿En serio? —Richard arqueó las cejas teatralmente—. ¿Y cuándo ha ocurrido eso?

—Esta mañana temprano.

—Ya. —Richard se volvió hacia Henderson, que permanecía en el umbral—. Por favor, Henderson, ve a buscar a McAlvie.

—Sí, señor.

McAlvie debía de haber estado esperando, porque volvió con Henderson antes de que el silencio que flotaba en el despacho se enrareciera demasiado.

—Ah, McAlvie. —Richard sonrió al vaquero—. ¿Hemos perdido alguna res esta mañana?

McAlvie meneó su greñuda cabeza.

—No, señor.

—¿Cómo lo sabes? —terció desdeñosamente sir Olwyn—. El ganado del valle no para de deambular de aquí para allá, sobre todo en invierno.

—Quizá soliera hacerlo —puntualizó McAlvie— en otros tiempos, cuando le pagábamos sus coles. Sí, y su maíz. Pero ya no.

Sir Olwyn le fulminó con la mirada.

—¿Qué quieres decir… con eso de que ya no?

—Ni más ni menos que eso, sir Olwyn. —Richard atrajo su mirada deliberadamente—. Ya no —recalcó son una sonrisa—. Hemos establecido un nuevo sistema para controlar nuestro ganado durante el invierno. Tenemos un nuevo establo. Toda la cabaña ha sido confinada allí desde antes de la última nevada, así que si alguna se hubiera escapado, las huellas se verían con facilidad. Pero no lo han hecho. —Volvió a sonreír—. Ninguna huella. Si no le importa acompañar a McAlvie, estoy seguro de que estará encantado de contar la manada con usted y de enseñarle nuestras nuevas instalaciones.

Sir Olwyn guardó silencio con la mirada perdida.

—Sin embargo —dijo Richard con indolencia—, en respuesta a su queja, me temo que si algún ganado ha dañado sus coles, la verdad es que ha debido de ser el suyo.

El combate interior de sir Olwyn afloró a la superficie, se le enrojeció el rostro y un par de venas se le marcaron en la frente. Consiguió reprimir a duras penas el odio de su mirada. Luego, giró sobre sus talones, le cogió el sombrero a Henderson, se lo puso y, justo a tiempo, se acordó de inclinar la cabeza hacia Catriona. Finalmente, con una rigidez excesiva, se obligó a hacer lo propio con Richard.

—Si me disculpan —gruñó, y echó a andar ruidosamente.

Henderson salió corriendo tras él para abrir y cerrar la puerta de entrada. Al volver a la oficina, declaró con brusquedad:

—¡Hasta nunca!

Muertos de risa, ninguno de los demás fue capaz de hablar.

Aquella noche, Catriona llegó pronto al refectorio. Se sentó, majestuosa, en su silla de la mesa principal y observó cómo su personal —su gente— entraba charlando, riendo, los rostros alegres y distendidos, y se dirigían a sus sitios.

La mansión siempre había sido un lugar apacible, seguro y estable. Estaba acostumbrada a la agradable sensación de serenidad que siempre había tendido un manto reconfortante sobre aquella sala. La serenidad seguía presente, pero en los últimos tiempos se había añadido otro elemento. Cierto vigor, traducido en la alegría de vivir, una ansiosa confianza en comprobar lo que deparaba el mañana.

Se trataba sin duda de una cualidad masculina que algo debía a la fuerza de la confianza, a la experiencia y la simple energía, que a veces estallaba con brusca vitalidad. Para sus aguzados y experimentados sentidos, la nueva fuerza se mezclaba con la serenidad, siendo su principal contribución. El resultado era una casa regocijadamente viva, más feliz y dichosa en su paz que nunca.

El pelo de Richard, negro a la luz de la velas; su cara, mucho más dura, más angulosa que cualquier otra a la vista; la larga figura, una amalgama de fuerza y elegancia, tan vital que ensombrecía a los demás varones… Él era el centro de su atención, de sus pensamientos y de su corazón.

El centro de su amor.

Catriona levantó la mano y tocó los cristales gemelos que durante el día colgaban entre sus senos. Por la noche sólo llevaba el más antiguo, jamás se lo quitaría. Ya era parte de ella, como si estuviera escrito que fuera así. Como si estuviera escrito que el propio Richard fuera parte de ella.

Con una sonrisa serena, apartó los ojos de Richard. Miró en derredor e hizo señas a una doncella.

—Hilda, sube a nuestro dormitorio y comprueba que haya un buen fuego.

Quería que el ambiente estuviera caldeado cuando se retiraran a dormir.

La doncella, con edad suficiente para leer entre líneas, sonrió maliciosamente.

—Sí, señora. Me aseguraré que haya un buen fuego.

Se alejó deprisa con la mirada encendida.

Catriona sonrió. No era más que otro pequeño detalle del que tenían que ocuparse las mujeres casadas. Satisfecha, se volvió para observar a los suyos… y disfrutar de la visión de ver a su marido entre ellos.