Capítulo 14

—¡OH, no! —Catriona se concentró en las cortinas que cubrían la ventana, a través de las cuales podía ver filtrarse la luz, y gruñó. Era por la mañana… y muy tarde.

Volvió a dejarse caer sobre las almohadas y contempló el dosel. Había previsto ir al círculo aquella mañana para expiar la ausencia de la víspera, pero ya era demasiado tarde. Respiró con dificultad y miró el lado de la cama junto a ella. Era un amasijo de sábanas y mantas arrugadas, como la mañana anterior. La causa, sin embargo, era bastante diferente.

No había podido dormir. Sólo cuando la noche empezaba a desvanecerse se había sumido en un sueño agitado. Nada reparador, no la había preparado para el día que se avecinaba.

La víspera se había arrastrado, nada había salido bien. Seguía tan lejos de conseguir un buen ganado de cría como hacía dos semanas, como hacía dos meses, o quizá más. Tenía que encontrar ese ganado enseguida o perdería la oportunidad de mejorar la cabaña durante la época de cria que se avecinaba, y esa era una pérdida que el valle no podía permitirse.

Pero la causa de su insomnio se debía al espacio vacío en su cama.

Se obligó a entrar en un interminable círculo vicioso y pensó que, de haber hecho algo distinto, quizá Richard seguiría allí, aquel cálido peso junto a ella… consolándole el corazón. Una inconsciente e inútil repetición de las palabras de ambos, de los pensamientos y las conclusiones de Catriona.

Nada cambió; Richard se había ido.

Suspiró, hizo una mueca y recordó la transparente alegría que había transformado a Algaria. Desde que Richard había aparecido en el horizonte de las dos mujeres, su mentora se había mostrado preocupada y, más tarde, retraída. La partida de Richard había hecho algo más que complacerla: la víspera, Algaria había vuelto a nacer. Sin embargo, Catriona estaba segura de que Richard no había hecho nada para merecer la censura de Algaria, ni siquiera para ponerla nerviosa o confirmar sus opiniones. Nada excepto ser él mismo.

Al parecer, eso bastaba. Una reacción apenas racional. La actitud de Algaria hacia Richard le preocupaba aún más entonces que antes. Quizás hubiera alguna intención más profunda detrás de su marcha, una que sólo la Señora podía conocer.

La posibilidad no hacía más llevadera la ausencia.

El vacío que la rodeaba era un tremendo peso en su corazón que le dificultaba la respiración. Cuando al fin se incorporó… deseó no haberlo hecho. La habitación giró en su cabeza durante un buen rato, luego fue deteniéndose poco a poco.

Catriona trató de mantener la calma respirando de forma acompasada. Esperó, completamente inmóvil, a que pasara la sensación de mareo. Quizá se reservaba más sufrimientos que un simple corazón roto. Cuando el sofoco se esfumó, se levantó poco a poco y con cuidado.

—Estupendo —murmuró mientras se dirigía al lavamanos—. Además, náuseas matutinas.

Pero seguía siendo la Señora del valle, tenía un papel que cumplir, decisiones que tomar y órdenes que dar. Se vistió todo lo deprisa que pudo y, tras dar un pequeño rodeo por la destilería para coger algunas hierbas tranquilizantes, se encaminó al refectorio.

Una infusión y una sencilla tostada fue cuanto consiguió ingerir; los aromas que se elevaban desde los platos de los demás estuvieron a punto de provocarle arcadas. Mientras mordisqueaba y bebía pequeños sorbos, agradecida por el calor de la infusión, intentó obviar los olores y sonidos que la envolvían.

Algo que, por supuesto, Algaria percibió.

—Estás pálida —le dijo con una sonrisa deslumbrante.

—Estoy fatal —contestó Catriona, apretando los dientes.

—Era de esperar.

Al volverse, Catriona se encontró con la mirada oscura de su mentora, y entonces cayó en la cuenta de que Algaria sólo se refería a las consecuencias de su embarazo. Algaria no aceptaría, ni de hecho reconocería que la marcha de Richard fuera su principal aflicción. Volvió la atención a su taza y murmuró:

—No se lo digas a nadie, al menos hasta que yo lo anuncie.

—Santo cielo… ¿Por qué? —Algaria hizo un gesto con la mano por encima de ella—. Es una noticia importante para el valle y la hacienda. Todos se alegrarán.

—Y todos se pondrán insoportables. —Catriona apretó los labios, contó hasta tres y con un tono más razonable pero frío dijo—: La noticia también es importante para mí. Lo anunciaré cuando esté lista. No quiero que la gente me mime más tiempo del necesario. —En aquel estado no lo soportaría—. Lo único que quiero es estar tranquila para continuar con los asuntos del valle.

Algaria se encogió de hombros.

—Como quieras. Ahora, acerca de esas decocciones…

No había creído que fuera posible echar de menos a Richard más que la noche anterior, pero estaba equivocada.

Al final del día, cuando la luz abandonaba el mundo, Catriona se encaminó al escritorio arrebujándose con enojo en los dos chales que le cubrían los hombros.

El frío le calaba hasta los huesos; un frío que, surgiendo de su interior, se extendía por todo el cuerpo. Era el frío de la soledad, un frío intenso. Durante el día no había dejado de frotarse los brazos, y a la hora del almuerzo había ido a buscar otro chal. Era inútil.

Y peor aún, tenía dificultades para concentrarse, para mantener su habitual máscara de serenidad, la expresión que mostraba en público como Señora del valle. Reunir la alegría necesaria en la sonrisa cuando saludaba a McArdle y al resto empezaba a estar fuera de su alcance. Y la energía ya era algo de lo que carecía… por completo.

Así pues, apenas era capaz de disimular la falta de vida interior. Por desgracia, como Señora del valle, tampoco podía inventarse una enfermedad imaginaria que explicara su estado, pues ella jamás estaba enferma.

Apartó los libros de contabilidad que había estado examinando —los registros de la cría de los últimos tres años— y suspiró. Se apoyó en el respaldo y cerró los ojos. ¿Cómo iba a arreglárselas?

Se recostó en el sillón en la oscuridad del cuarto y despabiló los sentidos. Pero no llegó ayuda alguna, ninguna sugerencia de cómo conseguir aguzar el ingenio.

Cuando finalmente abrió los ojos y se levantó, lo único que sabía era que la situación iba a empeorar.

Tras ponerse en pie con enorme dificultad, sintiendo que el hijo que llevaba dentro era siete meses mayor que lo que era en realidad, se irguió, apiló cuidadosamente los libros y, echando los hombros hacia atrás, alzó la cabeza y se dirigió a la puerta.

Mientras se lavaba y se arreglaba para la cena, aprovechó la oportunidad de tumbarse… sólo un minuto.

El minuto se convirtió en media hora. Cuando llegó a la mesa, era tarde. Sin resuello, sin más deseo que arrastrarse de vuelta a la cama, sonrió serenamente a la sala y se sirvió el estofado de cordero.

Estaba deprimida, sólo con un gran esfuerzo consiguió disimular. Pero no podía comer, había perdido el apetito por completo. Atrajo la atención de Henderson para que nadie advirtiera su desinterés por la comida.

—¿Qué han hecho hoy los niños?

A pesar de su carácter adusto, Henderson sentía debilidad por los mocosos de la hacienda.

—Parece que el señor ha estado enseñado a algunos a montar a caballo, así que los saqué a dar un paseo fuera del establo. —Hizo una mueca deprimente—. Aunque no soy un gran jinete. Creo que tendrán que esperar a que regrese el amo para depurar su estilo.

—Hummm. —No quería pensar demasiado en cuánto tiempo tendrían que esperar los niños, así que Catriona miró a la señora Broom a través de la mesa e hizo un ademán con la mano hacia la humeante tarta de manzana situada justo delante de ella. El afrutado y especiado aroma era mucho más de su agrado que el caliente guiso de cordero que una doncella le retiró de delante a toda prisa—. La felicito por su nueva receta, las especias le añaden un aroma muy agradable.

La señora Broom esbozó una amplia sonrisa.

—Me lo sugirió el señor. Parece que en Londres las hacen así, pero no fue difícil. La lástima es que no esté aquí para disfrutarla; me dijo que era una de sus favoritas. Pero tenemos montones de manzanas en la despensa. Cuando vuelva, la prepararé de nuevo.

Su sonrisa fue apagándose. Catriona le dio las gracias inclinando la cabeza y se volvió hacia McArdle.

—¿Melchett ha…?

—¡Señora!

—¡Señor Henderson!

—¡Vengan, rápido!

Los niños de la casa irrumpieron en la sala gritando. Como siempre iban comandados por Tom, el hijo pelirrojo de Cook, que se abalanzó directamente sobre la mesa principal mirando a Catriona a la cara.

—Es la casa del herrero, señora. ¡Está ardiendo!

—¿Ardiendo? —Catriona se levantó y miró de hito en hito a Tom—. Pero… —frunció el entrecejo—. No puede ser.

Tom asintió de manera apremiante y dijo:

—Sí, señora. Las llamas llegan hasta el cielo.

Catriona miró por la ventana y vio que no le había mentido. La pequeña casa del herrero, encajonada entre la fragua y el granero, estaba envuelta en llamas. Unas llamas rojas y furiosas lamían el edificio de piedra y madera, envolviéndolo desde la parte trasera. Más allá, detrás de la casa y fuera de la vista, se levantaban las pocilgas abiertas, que en ese momento estaban vacías.

Mientras observaban, las llamas se hicieron más intensas y rugieron, escupiendo chispas rojas al cielo.

En cuestión de segundos, el patio del establo fue un escenario de confusión donde reinaba el caos. La gente corría de aquí para allá, tropezándose entre sí y maldiciendo, asiendo los cubos que otros habían llenado de agua.

Atónita, Catriona respiró con dificultad y levantó la cabeza.

—Henderson… tú y los mozos de cuadra a las bombas. Huggins, comprueba el establo. Irons, ¿dónde estás?

El corpulento herrero, con un cubo chorreante en la mano, levantó el brazo.

—Aquí, señora.

—Tú y todos los hombres empezad a sofocar el fuego.

—Sí, señora.

—Las mujeres… a la cocina. Coged cualquier cosa que pueda contener la mayor cantidad posible de agua.

Todos echaron a correr. Catriona oyó el repiqueteo de las enormes ollas y cacerolas al ser reunidas. Todos echaban una mano, incluida Algaria, que asiendo con fuerza un enorme recipiente de mermelada arrojaba agua contra el edificio en llamas.

De pie en mitad del patio, con la cara iluminada por el violento resplandor, Catriona dirigía los frenéticos esfuerzos de su gente. Huggins se acercó a ella echando el bofe.

—Los caballos y los animales están bastante bien. He dejado a dos muchachos a su cargo.

Sin dejar de mirar las llamas que ascendían por la casita y que se abrían por encima para envolverla desde atrás, Catriona agarró el brazo de Huggins.

—Coge a la mitad de los hombres y empezad a echar agua por la parte de atrás. De ahí procede el fuego.

Huggins asintió con la cabeza y echó a correr. Cuando la nube de humo alcanzó su garganta, Catriona tosió. Se volvió sin dejar de mirar el patio. Alrededor de la bomba esperaba una multitud con baldes, cubos, ollas y cacerolas en las manos. No era difícil adivinar el problema. Los caminos ya estaban limpios, pero faltaba mucho para la primavera, la mayor parte de la nieve caída sobre Merrick todavía no se había derretido, así que el río seguía con su caudal invernal. De la bomba sólo manaba un débil chorro, suficiente para las necesidades diarias, pero escaso para extinguir un fuego.

Un ardiente rugido a espaldas de Catriona hizo que se volviera. Retrocedió cuando el calor la golpeó como si se tratara de una enorme ola.

Llovían chispas y cenizas; un verdadero peligro para aquellos que se acercaban corriendo a arrojar su preciada carga de agua sobre el fuego. Entonces se oyó un horrible crujido… y estalló una viga. Los escombros llameantes cayeron por doquier, haciendo retroceder a todos.

Con un grito ahogado, Catriona se encontró cubriendo protectoramente a Tom.

—¡Mantas! —Tom levantó la vista hacia ella; Catriona le sacudió el nombro—. Necesitamos mantas para apagar las chispas. Reúne a los demás e id al cobertizo de los arreos para coger las mantas de los caballos.

Tom asintió con la cabeza y gritó entre el barullo a sus aláteres que le siguieran. Así lo hicieron, y una pandilla desordenada se dirigió como un vendaval hacia los establos. Volvieron en dos tandas, tambaleándose bajo el peso de las pesadas mantas que portaban en sus brazos. Catriona cogió una y empezó a golpear las cenizas ardientes. Otra mujer que la vio, hizo lo mismo.

Huggins y su grupo habían llegado a la parte trasera de la casa. Catriona los oyó gritar pidiendo más ayuda. Pasándose el dorso de la mano sobre la frente enrojecida, miró en derredor.

—¡Jem, Joshua! ¡Llevad vuestros cubos a la parte trasera!

De inmediato, los hombres cambiaron de rumbo doblando la esquina de la fragua.

En el patio todos redoblaban sus esfuerzos en un intento de suplir a aquellos que habían ido a la otra fachada. Pero la bomba apenas arrojaba agua. Volviendo a mirar a través de los remolinos de humo, Catriona vio que Irons se había quitado la camisa y ya doblaba la espalda para coger el brazo de la bomba. Henderson se había desplomado sin resuello sobre el abrevadero, en ese momento vacío.

—¡Señora!

Catriona se volvió al notar un tirón en la manga. Huggins, doblado por la cintura y esforzándose por respirar, levantó la vista hacia ella con un mueca.

—Ha sido el montón de leña de detrás de la casa… Ahí ha empezado… —Con la mirada en la casita que ardía con virulencia, se detuvo para tomar aire—. Podemos apagar la pila, pero ya está casi reducida a cenizas. Eso no parará. Las llamas han prendido con fuerza en la pared trasera, sobre todo en los grandes dinteles que cruzan la parte posterior.

Catriona miró hacia donde Huggins señalaba y vio las enormes vigas de madera que atravesaban la casita, una encima de la puerta y la ventana, separando la planta baja de la superior y otra sobre esta última, que soportaba los maderos del techo. Vigas semejantes se extendían a lo largo de la parte trasera.

—Va a seguir. —Huggins meneó la cabeza y volvió a desplomarse hacia delante—. No podemos llegar hasta esas grandes vigas y, aunque pudiéramos, no tenemos suficiente agua. Ahí arriba es un infierno.

Catriona clavó la mirada en las devoradoras llamas y respiró hondo. Tosió e hizo un enorme esfuerzo por mantener la calma. Ignorando un escalofrío de miedo dijo:

—Muy bien. —Apretó el brazo de Huggins, como tratando de transmitirle un poco de aquella costosa serenidad—. Di a tus hombres que se concentren en salvar el granero y la fragua. —Tras un instante de duda, añadió—: Si hay que escoger, el granero es lo primero.

No podían permitirse perder el grano y los demás alimentos almacenados, su despensa para el resto del invierno.

Huggins asintió con la cabeza y se alejó a trompicones para transmitir las órdenes. Catriona echó un último vistazo al violento incendio y se fue a buscar a Irons. Lo encontró desplomado junto a la bomba; Henderson había vuelto a encargarse de ella. Con expresión adusta, la mirada fija en el fuego que devoraba su casa, Irons la escuchó. Por fin, con una mueca de absoluto dolor, hizo un gesto de asentimiento.

—Sí. —Se puso en pie con esfuerzo—. Tiene razón. La casita puede reemplazarse; el granero y lo que contiene, no.

El hombre empezó a dar órdenes a voz en cuello. Catriona, una vez más, se adelantó a toda prisa para tomar las riendas cerca de la casa e indicar a los porteadores del agua dónde tenían que arrojar su carga.

Con la voz tomada y debilitada, asió la olla que transportaba una doncella dura de oído y le señaló dónde debía arrojar el agua: en la intersección entre los muros de la casita y el granero. Tras entregar la olla vacía a la mujer, se detuvo para limpiarse el sudor de la frente e intentó no reparar en el calor que la bañaba…

Oyó un alarido.

No provenía del patio, sino de la casita.

Clavó la mirada en el edifico, cuya piedra tosca que separaba las vigas ardientes era ya de un rosa resplandeciente. Se dijo que eran imaginaciones suyas. Rezó para que así fuera.

Pero de nuevo oyó un grito lastimero que murió bajo el rugido de las llamas.

—¡Ah, Señora! —Catriona se llevó la mano a la boca y buscó a la mujer del herrero entre el gentío que corría de un lado a otro. La encontró agarrando frenéticamente a los niños más mayores de la hacienda, mirándolos con detenimiento a través del hollín y la mugre que cubría sus rostros para tratar de reconocer a los suyos. Mientras la observaba, la mujer se acercó a una niña y le aferró el delgado hombro con los dedos crispados. Vio que le preguntaba a gritos, que la niña meneaba la cabeza mientras su expresión se convertía en una réplica del horror de la madre. Entonces madre e hija dirigieron la mirada hacia la casa envuelta en llamas.

Catriona no vaciló. Le quitó la manta a uno de los hombres cansados y se la puso sobre la cabeza y los hombros. Luego se abalanzó hacia la puerta cerrada de la casita.

La abrió con esfuerzo y entró.

Las llamas rugieron, un muro de calor le azotó la espalda.

Trastabilló y estuvo a punto de caer. Sus oídos se llenaron con los gritos y los aullidos de los presentes. Segura del lamento que había oído por encima del rugido del fuego, se aferró a la manta e hizo acopio de valor para seguir avanzando.

Antes de que lo consiguiera, fue levantada en vilo y arrojada sin ningún miramiento sobre sus pies tres metros más allá de donde se hallaba

—¡Condenada y estúpida mujer! —Ese fue el más suave de los improperios que resonó en sus oídos.

Para su asombro, Richard le arrancó la chamuscada manta. Luego, se la arrojó sobre la cabeza y los hombros y se abalanzó al interior de la casita.

—¡Richard! —Catriona se oyó gritar, extendiendo las manos con ansiedad, intentando agarrarlo para retenerlo, pero ya era tarde.

Algunos corrieron hacia ella y se congregaron allí, la mirada fija en el vano de la puerta. Esperaron en tensión, alerta, preparados para acudir al más ligero indicio.

El calor los retenía donde estaban, esperando y rezando.

Catriona era la que más rezaba, no en vano había estado dentro de la casita. Las llamas la habían convertido en un infierno furioso. La pared posterior y el techo eran una masa de calor y llamas virulentas.

En el patio todos guardaban silencio, sobrecogidos por el drama. En la repentina y antinatural quietud estalló un crujido prolongado.

Entonces la viga principal que sujetaba la parte delantera del techo cedió.

Ante los horrorizados ojos de los presentes, crujió una vez, luego otra, y las llamas escupieron victoriosas a través de las brechas.

Un segundo después, la viga inferior, la situada entre la planta baja y la superior, gimió herida de muerte.

De inmediato, las llamas envolvieron el dintel de la puerta con una furiosa prodigalidad. Al cabo de un instante, la madera empezó a resplandecer.

Richard, con un bulto envuelto entre sus brazos que se aferraba a él entre débiles lamentos, salió como una exhalación por la puerta.

Todo el mundo se abalanzó. La esposa del herrero cogió a su hijo y Irons, envolviendo a los dos entre sus enormes brazos, se los llevó de allí en volandas. Catriona, Henderson y dos mozos de cuadra sujetaron a Richard que, tosiendo y jadeando, luchaba por respirar, y lo arrastraron lejos de la casa.

Por fin, con un gemido gutural y profundo como el jadeo mortecino de un animal torturado, la casita se derrumbó. Las llamas se elevaron al cielo y se produjo un rugido ensordecedor, mientras el fuego se disponía desmantelar y consumir a su presa.

Con las manos desnudas, Catriona, olvidándose ya de la casa, sofoco las llamas que titilaban en el pelo, el cuello y los hombros de su marido.

Sin dejar de observar la hoguera que crecía junto a la fragua, Richard acabó por recuperar el resuello y, por fin, se dio cuenta de lo que estaba haciendo Catriona. Con una maldición, se volvió bruscamente y le agarró las manos, descubriendo las reveladoras quemaduras.

—¡Maldita sea, mujer! ¿Es que no tienes ni pizca de sentido común?

Herida en su orgullo, Catriona intentó soltarse las manos de un tirón.

—¡Estabas ardiendo! —Le lanzó una mirada feroz—. ¿Qué pasó con la manta?

—El niño necesitaba la protección más que yo. —Richard cogió la cacerola llena de agua de uno de los portadores que pasaba junto a él y, agarrándola con una mano, sumergió las manos de Catriona en el agua fría. Con cara de pocos amigos, asiendo las muñecas de su esposa con una mano y la cacerola llena de agua con la otra, la arrastró dentro de la casa a través de la puerta trasera.

La obligó a sentarse.

—Quédate aquí. —Puso la cacerola en el regazo de Catriona y la miró fijamente a los ojos—. Mantente lejos de este infierno… Déjamelo a mí.

—Pero…

—Maldita sea… —masculló—. ¿Qué crees que tu gente o yo preferiríamos perder: al granero o a ti? —Se incorporó sin dejar de mirarla a los ojos—. ¡No te muevas de aquí y basta!

Sin esperar respuesta, se alejó a toda prisa hacía el caótico tumulto que se había organizado alrededor de la bomba.

Al cabo de unos segundos, con el desconcierto dibujado en el rostro y las ollas y cacerolas en la mano, las mujeres empezaron a dispersarse con la orden de que fueran a reunirse con Catriona. Entre ellas estaba Algaria. En respuesta a la mirada inquisitiva de Catriona, se limitó a explicar con frialdad:

—Dice que más que una ayuda somos un estorbo… y que los hombres combatirán mejor el fuego si no tienen que preocuparse de la seguridad de sus mujeres y sus hijos.

Catriona hizo una mueca. Había visto a más de uno detenerse y buscar entre la multitud, o dejar su puesto un instante para gritarles instrucciones a los niños. A medida que fueron acudiendo, las mujeres reunieron a los niños según llegaban. Los hombres, congregados alrededor de la bomba y de Richard, que sobrepasaba en altura a todos, contemplaban el edificio en llamas y escuchaban con atención, mientras Richard impartía ordenes con rapidez.

Catriona sacó las manos del agua helada con un suspiro y las examinó para volver a sumergirlas con un rictus de dolor. Levantó la vista hacia Algaria.

—¿Puedes ir a ver cómo está el niño?

Algaria arqueó una ceja.

—Por supuesto. —Se detuvo y miró a Catriona—. Eso fue una tontería. Unas pequeñas quemaduras podrían haber dañado su mala sombra.

Sin decir más, se volvió y, como un cuervo negro, se adentró con rapidez en la casa. Atónita, demasiado confusa para responder con rapidez, Catriona la observó alejarse.

Entonces cerró la boca y le lanzó una fugaz mirada de odio, centrando de nuevo su atención en cosas más importantes.

Los hombres se dispersaban formando equipos que no tardaron en desplegarse en una cadena humana para hacer circular los cubos; un grupo a cada lado de la casita y otro extendiéndose por los yermos jardines, hasta que finalmente el río y la parte trasera de la casa quedaron unidos. Escudriñando a través de la oscuridad, Catriona vio que los hombres llenaban los cubos con nieve amontonada en los jardines, subiéndolos luego por la cadena al tiempo que recogían los que bajaban ya vacíos. Algunos labradores llegaron corriendo con palas, la mejor manera de recoger la nieve.

En el patio cuatro tambaleantes mozos de cuadra transportaban por parejas un par de enormes escaleras de los pajares. Otros corrieron a ayudarlos para afianzarlas contra los muros de la fragua y el granero, a cuyos techos se podría acceder gracias a la altura de las escaleras.

Cuando estas estuvieron bien emplazadas, llegó el primer cubo lleno, que no tardó en ser subido y vaciado sobre el muro medianero que separaba el granero y la casita.

En el centro del patio Richard observaba los esfuerzos combinados de los hombres con la resolución dibujaba en el rostro. Confiaba en que su bruja estuviera rezando a la Señora, pues iban a necesitar toda la ayuda que pudieran conseguir. En la casita el principal avance de las llamas se había producido a través de la viga central que, atravesando el techo de adelante atrás, soportaba las vigas secundarias, que a su vez servían de asiento a las riostras del tejado. Habían ardido todas, pero en ese momento las llamas se estaban expandiendo desde el centro de la casa en ambas direcciones, lamiendo los maderos y las vigas que lindaban con el granero y la fragua.

A Dios gracias, tanto uno como otra eran unas construcciones considerablemente más altas que la casita que se incrustaba entre ambas, pues de lo contrario, ya habrían sido presa de las llamas. Tenían una oportunidad, pequeña eso sí, de salvar ambos edificios; cada uno, por diferentes razones, esenciales para la vida de la hacienda.

Richard entró en acción situándose a grandes zancadas delante de la casita, ya envuelta por completo en llamas. Una y otra vez maldecía a los mozos y peones que lanzaban el contenido de sus cubos demasiado lejos de los muros vitales.

—¡Necesitamos la nieve donde sirva de algo! —rugía hacia lo alto de la escalera.

Cogió un cubo y, aprovechando su altura, esparció el contenido sobre una de las vigas expuestas del muro del granero.

—¡Ahí! —aulló señalando la zona—. ¡Ahí es donde está el peligro!

Uno de los peligros.

Sin dejar de mirar a los hombres de la escalera, ordenó que se turnaran a medida que las fuerzas de los más expuestos al calor que ascendía del fuego iban flaqueando. Cuando parecía que estaban perdiendo la batalla con la fragua, se adentró en el jardín y, tras coger una pala, bajó a la orilla del río, donde, sin preocuparse de la nieve medio derretida que le congelaba las botas, rompió a golpes el reblandecido hielo hasta alcanzar el agua que discurría por debajo.

En pocos segundos, Henderson y uno de los mozos de mayor edad estaban a su lado ayudándole a ampliar el agujero. Luego, empezaron a llenar cubos a toda prisa, enviando baldes llenos de nieve fangosa hacia los jardines. Una vez establecido el ritmo más rápido, Richard volvió a subir corriendo la pendiente. A medida que iba pasando, demasiado asfixiado para hablar, iba situando a los hombres de manera adecuada, agarrándolos y moviéndolos sin más.

Tan cansados como él pero igual de decididos, lo comprendieron. Asintiendo con la cabeza, formaron otra cadena humana desde el río hasta la fachada de la fragua.

Tras regresar corriendo al patio, Richard se detuvo delante de la casita y ordenó sustituir a los hombres de las escaleras. Luego se encaminó a la bomba a grandes zancadas.

—¡Más deprisa! —vociferó—. Necesitamos más.

Dos debilitados peones lo miraron con consternación.

—El río va bajo… No podemos —farfulló uno de los dos.

Richard impuso un nuevo ritmo de bombeo mucho más enérgico.

—Tomad. —Volvió a pasar el brazo de la bomba a los mozos—. Mantenedla así.

Los dos hombres le miraron a la cara y no se atrevieron a discutir. Bombearon. Más deprisa. Richard esperó hasta asegurarse de que iban lo bastante rápido, a continuación asintió con la cabeza y miró a los otros cuatro que se recuperaban de sus turnos.

—Si es necesario, turnaos más a menudo. Pero si valoráis vuestro pellejo, no bajéis el ritmo.

Ni sabía ni le preocupaba lo que había querido decir con aquello, pero el caso es que la amenaza surtió efecto. El grupo que se ocupaba de la bomba redobló su esfuerzo, manteniéndolo el tiempo suficiente para que supusiera un cambio vital.

En la entrada trasera, apoyada contra la pared y con las manos todavía en la cacerola de agua, Catriona asistía a la lucha por salvar los edificios de la hacienda. Observó cómo Richard exhortaba a los hombres a esforzarse más, cómo les infundía su propia resolución. Observó cómo los organizaba en una fuerza coherente que, acto seguido, dirigía contra el enemigo con la mayor eficacia. Lo observó azuzarlos cuando desfallecían, cuando las llamas estaban a punto de ganar la batalla definitiva. Vio, en fin, cómo los hombres le respondían satisfaciendo cada petición que les hacía.

Catriona había enviado adentro a las demás mujeres y a los niños con órdenes de preparar comida y poner agua a calentar. Había hecho todo lo que podía para apoyar el esfuerzo que Richard estaba haciendo por ella y… por todos.

Y al final ganaron. Las llamas, privadas de la posibilidad de prender en los edificios contiguos, se desvanecieron hasta apagarse, dejando la casita reducida a una ardiente ruina de brasas y madera calcinada.

Los hombres estaban exhaustos.

Richard empezó a hacerlos entrar, primero a los de mayor edad y los más débiles, conservando a los más fuertes junto a él para acabar de humedecer el escenario. Al final, cuando unas volutas de humo y un hedor acre era lo único que se levantaba del edificio, él y Irons levantaron unos garfios y, haciéndolos balancear en los extremos de las grandes vigas, echaron abajo toda la estructura.

Henderson, Huggins y un puñado de mozos se quedaron allí, arrastrando, golpeando y pinchando con unas horcas los restos incandescentes sobre el patio, al tiempo que los esparcían para reducir al máximo e riesgo de que el fuego se reavivara.

Uno por cada lado, Richard y Irons entraron en lo que quedaba de la casita, portando unas pesadas hachas. Cuando hubieron terminado, no quedaba ningún contacto entre lo que había sido la casa y la fragua y el granero.

Los edificios estaban a salvo.

Exhalando un hondo suspiro, Richard se inclinó sobre el hacha y contempló detenidamente el escenario. Irons se acercó y se paró junto a él con el hacha en el hombro.

—Volveremos a levantarla, aunque creo que no exactamente aquí.

—Sí. —Irons se rascó la barbilla—. No sería prudente. La madera almacenada de la parte de atrás tampoco ha ayudado.

—Por supuesto que no. —Richard volvió a suspirar y se incorporó. Se dijo que más tarde comprobaría dónde se hallaba la reserva principal de madera de la hacienda. No recordaba haberla visto, bien podría estar contra la pared posterior del granero—. La leña seca debería almacenarse lejos de los edificios de la granja. Tendremos que construir otro refugio un poco más allá.

—Sí. Sería de tontos no aprender las lecciones que nos envía la Señora. —Irons se irguió y miró a Richard mientras extendía la manaza hacia el hacha—. Estoy en deuda con usted.

Richard sonrió cansinamente y, entregándole el hacha, le dio una palmada en el ancho hombro.

—Gracias a la Señora. —Se volvió. Al levantar la cabeza, vio esperar a Catriona—. Esa es la razón de que esté aquí —murmuró.

Acto seguido se reunieron en el salón. Todos estaban cansados, aunque demasiado nerviosos para relajarse. La impresión de lo que acababan de afrontar tardaría en abandonarlos.

Richard tomó asiento al lado de Catriona en la mesa principal y se sirvió un poco del denso pan recién cocido que Cook y sus ayudantes se habían afanado en preparar. Se sintió agradecido. Estaba casi seguro de que una comida de treinta y seis platos en la monstruosidad de Prinny’s Brighton no le habría sabido mejor ni habría sido más apreciada. Mientras comían, la conversación, tanto de mujeres como de hombres, así como la de los niños —todos sanos y salvos— que se balanceaban en sus regazos, era mínima.

Henderson expresó el sentir general en el momento en que los platos vacíos eran retirados y las doncellas se apresuraban a servir los quesos en la mesa.

—Cosa rara, ese fuego.

Huggins, sentado en el extremo más cercano de una de las otras mesas, asintió con la cabeza.

—No, me explicó cómo pudo iniciarse.

Todos miraron a Richard. Repantigado en la silla, se apartó de la mesa apoyando con indolencia una mano, inconscientemente posesiva, sobre el respaldo de Catriona. Luego miró alrededor e inquirió:

—¿Alguien sabe de una posible causa?

—En mi vida había visto algo igual —intervino McArdle.

—Era madera seca. Una vez prendida, sin duda ardería. Lo que no entiendo es cómo y por qué se prendió fuego —dijo Richard.

—Sí, es un misterio. —Henderson meneó la cabeza con severidad—. En pleno invierno… Hay que admitir que ha sido seco y que toda esa madera estaba a cubierto, pero…

Richard le miró a los ojos.

—Exacto. Pero… algo debe de haber hecho saltar una chispa a la madera.

—Sí, pero ¿qué?

Era una pregunta que nadie podía contestar. Le dieron una y mil vueltas, hasta que, al mirar a Catriona, Richard la sorprendió tratando de esforzarse para disimular su cansancio. Advirtiendo las incipientes ojeras, soltó un taco entre dientes y se volvió hacia los demás.

—Ya basta. Sólo son especulaciones. Consultémoslo con la almohada y veamos lo que nos revela la mañana.

Todos asintieron con la cabeza. Muchos ya habían arrastrado su cansado cuerpo fuera de la sala. Sin esperar a nadie, Richard colocó una mano debajo del codo de Catriona y se levantó, ayudándola a incorporarse junto a él.

Aturdida y exhausta, Catriona lo miró con un parpadeo. Richard apretó las mandíbulas y reprimió el impulso de levantarla en brazos, ayudándola con calma a bajar la tarima y a salir al vestíbulo principal. Una vez fuera de la vista de los demás, la rodeó con un brazo y la condujo escaleras arriba.

A sus aposentos. Richard se detuvo en la puerta, por primera vez en su vida dudando de su situación, de su recibimiento. Bajó la vista hacia Catriona y la miró fijamente a los ojos. Puesto que Richard no abrió la puerta, ella frunció el entrecejo.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Era la misma pregunta que él le había hecho y que Catriona se había negado a contestar. Richard le sostuvo la mirada y luchó contra el impulso de cometer el mismo error.

—Yo… —Hizo una pausa y continuó—. Bueno quizá sea mejor que busque una cama en otra parte.

El ceño de Catriona se intensificó.

—¿Por qué? Este es nuestro aposento.

El tono fue de absoluta perplejidad. Antes de que Richard pudiera decir algo más, Catriona abrió la puerta de par en par y entró majestuosamente. Asiéndole con firmeza de la manga llena de hollín, Catriona lo arrastró tras ella sin que él opusiera resistencia.

Richard cerró la puerta.

—Catriona…

—Nuestra ropa se ha echado a perder. —Se miró el vestido antes de volverse y examinar a Richard—. Ambos necesitamos un baño. Y tienes que cortarte el pelo… Se te ha quemado por detrás. Vamos.

Catriona tiró de él. Richard suspiró y consintió, advirtiendo la expresión aturdida de su rostro.

La siguió al interior de la pequeña cámara del baño que daba al dormitorio. Les esperaba una agradable sorpresa: algunas almas amables habían subido mientras discutían sobre el fuego y habían llenado la mitad de la gran bañera de agua caliente, a esas alturas ya templada, y habían dejado cubos de agua humeante en la chimenea, donde el fuego, bien avivado, los mantenía calientes.

—Ah. —Catriona se detuvo y miró la bañera.

Richard le acercó un taburete al lado del fuego y la sentó en él. Luego cogió una toalla, la enrolló en el asa de uno de los cubos y añadió el contenido a la bañera. Tras vaciar el resto de los cubos excepto dos, comprobó la temperatura; era perfecta, caliente pero sin quemar, lo justo para relajar los músculos cansados y helados.

Satisfecho, cogió a Catriona de las manos y la ayudó a levantarse. Ella empezó a desabotonarle el chaleco de inmediato. Richard suspiró y se sacó la maltrecha vestimenta. En cuanto Catriona se enfrascó en los botones de su camisa, Richard extendió la mano y le soltó los lazos del vestido. Ella no se percató hasta que le aflojó el escote y empezó a bajarle el vestido por los brazos.

—No. —Catriona intentó subírselo de nuevo—. Tú primero.

—No —dijo Richard con voz dulce y serena—. Los dos juntos.

Catriona se detuvo y volvió a mirar la bañera. Richard le quitó el vestido con rapidez y le soltó las manos. Catriona suspiró y, de una patada mandó el vestido junto a la ropa de Richard, que yacía en el suelo.

—Espero que quepamos.

Sí que cupieron, y con comodidad. Antes de reunirse con él en la bendita agua caliente, Catriona se dirigió a un estante y escogió un tarro, luego volvió para espolvorear su contenido en la bañera. Richard, emergiendo después de enjuagarse el pelo, se puso tenso por el silbido de los cristales al entrar en el agua, relajándose cuando un delicioso aroma a hierbas inundó el cuarto.

Tras devolver el tarro al estante, Catriona se metió en la bañera y se sumergió frente de Richard antes de coger la manopla.

—Vuélvete. —Catriona hizo un gesto con la mano—. Te frotaré la espalda.

Richard obedeció. Cerró los ojos de placer cuando Catriona le frotó y masajeó los rígidos músculos. Tras limpiarle los hombros y la parte superior de la espalda, Catriona tendió la mano debajo del agua.

Richard oyó un siseo retraído de dolor. Se volvió y la vio sacudirse la mano. Tenía la palma quemada. Sus palabras le crisparon el rostro en un nuevo gesto de dolor.

—Relájate. Y apoya las manos en el borde. —Le quitó la manopla y terminó de lavarse a toda prisa. Luego encontró la pastilla de jabón preferida de Catriona, una seductora mezcla de flores estivales, su perfume habitual, y la frotó contra la toallita.

Ignorando las débiles quejas de Catriona, procedió a lavarla.

Catriona intentó resistirse, pero acabó rindiéndose. Estaba impresionada y lo sabía; la impresión del fuego y el inesperado regreso de Richard. La impresión de haberlo visto lanzarse al interior del edificio en llamas y el alivio de su regreso sano y salvo. El horror de ver las llamas que chisporroteaban en su pelo, el dolor de sus palmas quemadas. No sabía en qué estaba pensando, no sabía cómo respondería ni reaccionaría a todo aquello.

Lo único que podía hacer era dejarse llevar por la corriente, cerrar los ojos y aceptar los cuidados de Richard, la lenta y rítmica caricia de la manopla sobre su piel.

Richard era muy concienzudo. Le separó las piernas y se sentó en medio. Empezó por la cara, que acarició con dulzura; luego le lavó el cuello, bajó hasta los hombros y los masajeó cariñosamente, descendiendo luego hasta la yema de los dedos sin tocar las palmas en carne viva. Dejándole las manos apoyadas en el borde de la bañera, la rodeó con un brazo y, con perezosos y prolongados movimientos de la mano y levantándola en el agua sin ninguna dificultad, le acarició los hombros, los largos planos de la espalda, las curvas de las caderas y las nalgas. Bajándola de nuevo, extendió la mano hacia el jabón.

Más allá de la pesadez de los párpados, Catriona le estudiaba el rostro, cuya expresión era de profunda calma, como la superficie de un pozo sin sondar. Por lo general, la tranquilidad era dominio de Catriona, pero tras el susto y el ajetreo de la noche la había perdido. En cambio, Richard parecía haber encontrado la suya. O, se corrigió en silencio Catriona, al menos era capaz de fingir serenidad. En ese momento Richard se mostraba ante ella tal cual era. El espacio natural del guerrero era el campo de batalla, el fragor de la furia, pero en cambio, allí…

Aguzó sus débiles sentidos, cerró los ojos y se empapó sin ningún pudor de la calma de Richard, sintiendo cómo la tranquilizaba. Dejó que le infundiera calma con cada caricia de la manopla enjabonada mientras le lavaba, tierno y dulce, los senos, la cintura y el vientre ligeramente redondeado. Con mano segura, Richard recorrió cada milímetro de piel, y cuando llegó a la punta de los pies, Catriona ya se hallaba en una corriente de calidez.

Sintió el movimiento del agua cuando Richard se deshizo de la manopla, la agarró de las muñecas y la incorporó. La atrajo hacia él y la levantó para sentársela en los muslos, a lo que Catriona respondió de manera instintiva rodeándole la cintura con las piernas. Le deslizó los antebrazos sobre los hombros y, cuando los brazos de Richard la estrecharon y él la besó, abrió los ojos con un débil parpadeo.

La besó con dulzura, los senos húmedos contra el pecho también mojado, una fina capa de agua que se deslizaba entre sus cuerpos reconfortados. Pese a la excitación de ambos, era un beso tranquilizador. Catriona le devolvió el beso con el mismo ánimo, una muestra de agradecimiento por sentir los labios dolorosamente familiares de Richard sobre los suyos.

Luego Richard se levantó y la levantó con él. Las piernas de Catriona se deslizaron hacia abajo y se encontró de pie a su lado. Él tendió el brazo hacia uno de los baldes que había dejado de reserva y le quitó el jabón a Catriona. Luego repitió la operación consigo mismo utilizando el último cubo. Catriona iba a salir, pero él se le adelantó. La sujetó por la cintura y la levantó en vilo, dejándola de pie sobre la gruesa toalla tendida junto a la chimenea. Catriona aceptó con gratitud la toalla que le entregaba, tratando de ignorar la acusada evidencia de la excitación de Richard.

Recuperada, se secó con rapidez y luego le ayudó a secarse la ancha espalda. De pie a su lado, tras vacilar un instante, le rodeó la cintura con la toalla y se la sujetó.

—Siéntate —le dijo dándole un ligero empujón hacia el escabel—. Quiero arreglarte el pelo.

Richard se volvió y la miró con la tranquilidad insondable de sus ojos, pero accedió a sentarse. Catriona cogió un peine y unas tijeras y empezó a recortar los mechones quemados y chamuscados. Tras cepillarle el pelo cortado de los hombros, se detuvo y observó con detenimiento.

—Tienes quemaduras en los hombros.

Richard los movió.

—Son pequeñas.

—Bueno, puedes seguir sentado un minuto más mientras les aplico un ungüento.

Fue a buscar el tarro adecuado al estante de sus existencias. Por fortuna, sólo tenía quemadas las palmas y no los dedos. Podía asir objetos y practicar masajes. Cuando terminó de aplicar el ungüento con cuidado en las quemaduras de Richard, retrocedió y observó la espalda con más detenimiento.

—Si has terminado de aliviar esas quemaduras, tengo otra parte de mi anatomía que está esperando tus atenciones.

La aspereza del comentario hizo que Catriona se irguiera con una sacudida.

—Sí, bueno. —Dejó el tarro en el estante a toda prisa. A medio volverse, hizo un gesto con la mano hacia la cama—. Vayamos a la cama.

Richard clavó la mirada en su mano mientras se levantaba.

—Un momento.

Le cogió la mano y examinó las laceraciones. Soltó una maldición, la miró y la llevó hasta el estante.

—¿Dónde está el ungüento?

—Mis manos se pondrán bien del todo.

—¡Ajá!

Catriona lo miró con cara de pocos amigos mientras cogía el tarro.

—¿Qué pasa con tu anatomía?

—Puedo sufrir unos minutos más. Extiende las manos.

Atrapada entre él y la puerta, tuvo que obedecer.

—Es absolutamente innecesario.

—Se dice que todas las hechiceras son unas pacientes horribles.

Catriona expresó su desacuerdo con una exclamación, pero guardó silencio y se sorprendió de lo refrescante y balsámico que resultaba el ungüento sobre su carne chamuscada. Se contempló las palmas mientras Richard devolvía el tarro al estante. De pronto Richard le agarró la muñeca derecha y tiró de ella hacia delante. Catriona avanzó y alzó la mirada golpeándose la nariz en la espalda de Richard.

—¿Qué…?

Por toda respuesta, Richard le apresó el antebrazo derecho bajo su brazo, como si se tratara de un tornillo de banco. Catriona le empujó la espalda.

—¿Qué estás haciendo?

Mientras hablaba, sintió el suave tacto de la gasa. Volvió la cabeza bruscamente y escrutó el estante, el rollo de venda de gasa que guardaba allí había desaparecido.

—¡Richard! —Intentó moverse, pero fue inútil. Richard seguía envolviendo su mano con la gasa. Lanzó una mirada furiosa a la espalda de Richard—. ¡Para!

Richard hizo caso omiso, como si fuera sordo. Cuando le soltó la mano, Catriona observó el perfecto y pulcro vendaje rematado por un fuerte nudo. Richard alargó el brazo para cogerle la otra mano.

—¡No! —Catriona retrocedió y ocultó la mano detrás de la espalda.

—¡Sí! —Richard dio un paso adelante.

—¡La curandera soy yo!

—Tú no eres más que una bruja tozuda.

A pesar de las protestas airadas, la mano izquierda de Catriona también quedó cuidadosamente envuelta de manera que, sobresaliendo sólo las yemas, los dedos le quedaron pegados e inmovilizados. Derrotada, se miró fijamente las manos.

—¿Qué…? ¿Cómo…?

—Hasta mañana no tienes nada que hacer. Tiempo suficiente para que el ungüento penetre.

Lo miró con hostilidad.

—Ven aquí. Tienes ceniza en el pelo.

Richard la arrastró hasta el taburete. Catriona se sentó con resignación y clavó la mirada en el fuego mientras, de pie delante de ella, Richard trataba de quitarle las pinzas en la ensortijada mata en la que se había convertido su pelo. Después de sacudirle el cabello, Richard fue a buscar el cepillo a la cómoda y procedió a cepillarlo.

—A Dios gracias, o gracias a la Señora, no hay ningún mechón quemado ni chamuscado. A pesar tuyo, claro.

Catriona guardó silencio por prudencia y se concentró en el agradable roce del cepillo al recorrerle la larga cabellera, en el ritmo tranquilizador y repetitivo. El fuego de la chimenea ardía con fuerza; cerró los ojos y sintió el calor en los párpados, en los senos desnudos. Con él detrás y el fuego delante, se sintió segura y abrigada. Por fin en paz, sus sentidos se expandieron, el mundo pareció estabilizarse en torno a ella.

—No esperaba que volvieras. Cuando apareciste en el patio creí que estaba soñando. —Habló con voz serena, dándole la oportunidad de responder si así lo quería.

Mirando fijamente la llama de su pelo, que se estiraba y resplandecía ante las caricias del cepillo, Richard respiró hondo y respondió:

—Llegué hasta Carlisle. Pasamos la noche allí y decidí que había cometido un error. No quería ir a Londres… Nunca lo deseé. —Ya no había nada para él al sur de la frontera. Consciente de ello, se interrumpió y continuó cepillando—. Y de haber necesitado algún aliciente, el descubrir a la mañana siguiente que, tras mi llegada a la posada la noche anterior, Dougal Douglas había estado preguntando quién era yo y adónde me dirigía, acabó por aclarar la situación del todo.

—¿Douglas?

—Sí. Vive cerca de allí y, cuando llegué, estaba en la ciudad. Interrogó a los mozos de cuadra y luego, bien entrada la noche, cometió el error de acercarse a Jessup en la taberna. Por la mañana, Jessup me informó de sus preguntas.

—¿Y eso te hizo volver?

Richard apretó los labios y reprimió el impulso de asentir. Finalmente consiguió expulsar la verdad.

—Ya había decidido volver, pero la idea de que Douglas sabía que había abandonado el valle, dejándote, según sus palabras, sola, hizo que alquilara un caballo y me pusiera en marcha. Dejé a Worboys y a Jessup para que me siguieran con el carruaje.

—No te oí ni te vi entrar a caballo.

—Ni tú ni nadie. Todos estabais enfrascados en el fuego. —Le dio otro tirón al mechón que en aquel momento sostenía—. Tratabais de entrar en un edificio en llamas.

Catriona no respondió. Sin dejar de cepillarla, Richard fue quitando metódicamente las motas de ceniza de la brillante melena. Bajo el cepillo, el pelo de Catriona iba reviviendo en sus manos como si se tratara de fuego vivo. Un fuego suave, fragante y cálido.

—¿Te quedarás?

Había momentos, decidió Richard, en los que sin duda no agradecía el estar casado con una bruja, una mujer capaz de imponerse un comportamiento tranquilo y sereno con independencia de sus verdaderos sentimientos. La pregunta, sin duda una de las más importantes a las que se enfrentaban, había sido expresada con el más educado de los distanciamientos y con total inocencia. Lo cual, teniendo en cuenta todo lo que habían compartido, era bastante más de lo que se podía aguantar.

Con ceño, Richard clavó la mirada en la parte posterior de la brillante cabeza de Catriona.

—Eso depende de ti.

Era evidente que Catriona esperaba dormir con él, y en esa casa seguía siendo su marido, Richard estaba seguro de que ella así lo creía. Pero cuáles eran los límites de su cometido a los ojos de Catriona era algo que Richard ignoraba, algo que necesitaba averiguar, algo que ambos tenían que discutir.

Súbitamente dejó de cepillarla. La agarró por los hombros, le hizo volverse en el taburete y se agachó delante de ella, de manera que los ojos de ambos quedaran al mismo nivel.

—¿Quieres que me quede?

Catriona buscó la mirada de Richard con desesperación, pero fue incapaz de adivinar lo que pensaba.

—Sí… si tú lo deseas. Quiero decir… —Respiró sin dejar de mirarle y agregó—: Si deseas quedarte yo estaré encantada, pero no quiero que pienses que debes… que esperaría que estuvieras siempre aquí, ni… que me molestaría… —Hizo un gesto vago.

Impaciente, con los labios apretados, Richard meneó la cabeza.

—Eso no es lo que te he preguntado. —La miró aún más intensamente—. ¿Quieres que me quede?

Con los ojos muy abiertos, Catriona probó con otro gesto.

—¡Vaya! Somos marido y mujer. Yo creía que era habitual…

—¡No! —Richard cerró los ojos y apretó los dientes. Luego, dijo—: Catriona, por favor, dime… ¿quieres que me quede?

—¡Pues claro que quiero que te quedes! —Agitó las manos vendadas de manera desenfrenada—. ¡Si ni siquiera puedo dormir cuando no estás aquí! Cuando no estás a mi lado, me siento profundamente desdichada Y no sé cómo demonios se supone que voy a arreglármelas si no estás aquí. —Se interrumpió porque estaba a punto de echarse a llorar.

Richard exhaló un suspiro de alivio. Luego la envolvió entre sus brazos y hundió la cara en el pelo de Catriona. Por fin percibió el aroma que tanto había añorado la noche anterior.

—Entonces, me quedaré.

Tras un largo instante de silencio, Catriona se sorbió la nariz y se relajó entre sus brazos.

—¿De verdad?

—Para siempre. —Levantó la cabeza, sintió el cosquilleo del cabello en la cara y la besó lenta y prolongadamente—. Vamos a la cama.

—¿A la cama? —inquirió Catriona.

Richard hizo una mueca.

—Tus manos están heridas, ¿recuerdas?

Richard se puso de pie, levantándola en brazos. Perdió la toalla, pero a ninguno de los dos le importó. La llevó a la cama, la tumbó con dulzura y le soltó el pelo, extendiéndoselo sobre las almohadas. Luego, sujetándole las muñecas para que, durante la pasión, no se las dañara, la cubrió.

Catriona se había enfriado, pero cuando Richard la penetró con vehemencia, ella se arqueó y lo aceptó gustosa. Richard se empapó del suave jadeo de su mujer cuando se apartó y empujó con más fuerza. Catriona se revolvía bajo él, las caderas inclinadas para recibirlo mejor, las piernas en alto, cerradas alrededor de los costados de Richard, dándole la bienvenida, sujetándolo a ella. Amándolo.

Sintiéndose en la gloria, Richard suavizó el ritmo. Inclinó la cabeza y la besó.

Siguieron amándose hasta que la necesidad por saborear el momento los alcanzó. Sus cuerpos se movieron en una danza más vieja que el tiempo, y el apremio se debilitó, suavizando la aspereza de los jadeos. Perdieron la noción del tiempo, del mundo que los envolvía, de la noche más allá de la cama. Lo único que les preocupaba era el mutuo placer y los suaves murmullos de satisfacción que compartían.

Y cuando el torbellino de luceros se estrelló finalmente sobre ellos y los sacó del mundo, estaban unidos como si de uno solo se tratara, con mucha más intensidad que antes.

Eran marido y mujer.

Hundido en las profundidades de Catriona, derrumbado sobre ella, el último pensamiento de Richard fue que por fin había encontrado su hogar.

Más tarde, en las profundidades sin ataduras de la noche, segura entre los brazos de Richard y todavía vagando sin rumbo en un mar de saciedad, Catriona recordaba las primeras sensaciones sobre él, se acordaba de la caliente voracidad, del lujurioso deseo y de la inquieta nostalgia de Richard. Se acordaba muy bien de aquella inquietud del alma, de la necesidad de pertenencia profundamente arraigada. Era capaz, ahora lo sabía, de satisfacer la voracidad de su lujuria, pero también sus otras necesidades. Y así, allí sujeta a él, a su lado, se sintió satisfecha con lo que podía darle.

Podía ser su causa, convertirse en el objeto de su vida.

Al margen de su fortaleza, la primera impresión que había tenido de él había sido acertada: Richard tenía una herida que requería de sus atenciones como curandera; sentía una profunda necesidad por algo que ella podía darle y no sólo físicamente. No, Richard necesitaba mucho más que eso. La necesitaba a ella de manera específica, y esa necesidad, incluso una vez satisfecha, jamás se extinguiría, siempre formaría parte de él. Por tanto, si eso era así y ella se entregaba libremente, no había motivo para temer perderlo.

La única pregunta que subsistía era hasta qué punto Richard seguía combatiendo el destino (la voluntad de la Señora) o si aceptaba lo que Catriona le ofrecía.

Sabía que seguía despierto, todavía flotando en la agradable sensación de bienestar. Catriona respiró hondo y decidió afrontar la situación.

—¿Por qué decidiste volver?

La serena pregunta flotó en la oscuridad como el leve tañido de una campana que exorcizara a la verdad.

Richard se planteó varias respuestas. Había regresado debido a la soledad que había atormentado su alma la noche anterior por no dormir con ella. Había intentado dormir sin ella, sin sentir su calidez, sin la suavidad de su piel junto a él, sin el sonido de la respiración de Catriona, suave y quedo, resonando en su corazón. Había intentado dormir sin la fragancia de su pelo penetrándole los sentidos y sujetándolo durante la noche. No había pegado ojo.

Tras descubrir el interés de Dougal Douglas, había vuelto aún más deprisa sintiendo un nudo en el estómago, pavorosamente consciente de que jamás debería haberla abandonado.

Sus temores se hicieron realidad en aquel instante de absoluto terror cuando, al entrar despavorido en el patio tras ver las llamas y el humo entre los árboles, asistió a la peor de sus pesadillas al ver a Catriona arrojarse a un edificio en llamas.

Nunca más negaría lo que sentía por ella, la hondura de aquel sentimiento. Tendría que aprender a vivir con ello y ella también.

Pero no esa noche. Estaban demasiados cansados para afrontar semejante tarea.

Así que trató de hallar una respuesta próxima tan sólo a la verdad.

—Volví porque este es mi sitio. —Volvió la cabeza y la besó con dulzura en la frente—. Este es el sitio al que pertenezco. Contigo. A tu lado.

Catriona cerró los ojos con fuerza, luchando contra las lágrimas de alivio y de algo más, un sentimiento que surgió de lo más hondo de su ser.

Aquel era el sitio al que Richard pertenecía, allí, a su lado. Catriona lo sabía y, gracias a la Señora, él también.