Capítulo 13

DE hecho, no era un hombre paciente.

Desde que recibiera la información de Montague, había buscado y esperado una oportunidad para hablar del asunto con su esposa, a fin de desterrar las sombras que día a día parecían crecer en sus ojos.

Sin embargo, cuatro días después todavía estaba pendiente de hallar el momento adecuado para hablar con ella. Apoyado en un arco cerca de la puerta del despacho de Catriona sin apartar la mirada de la misma, Richard rumiaba sombríos pensamientos mientras esperaba un poco más.

Sentía una íntima aversión a discutir de negocios en el lecho conyugal. Allí, Catriona conservaba su yo habitual, cálido y abierto, acogiéndolo en su interior y reteniéndolo con fuerza, aun insistiendo en amortiguar los gritos de placer. Richard era consciente de su profunda renuencia a hacer algo que pudiera alterar la franqueza que había nacido entre ellos.

Pero Catriona se pasaba los días ocupada. Parecía estar siempre implicada en reuniones, discusiones o en supervisar al personal de la casa. Y si no estaba realmente ocupada, estaba rodeada por otros. Por McArdle, la señora Broom o, peor aún, por Algaria. Incluso en los raros momentos en que la encontraba sola, siempre tenía que acudir corriendo a otro sitio.

Además, Richard empezaba a preocuparse seriamente por la salud de su esposa. Estaba demasiado pendiente de ella para no percibir la tensión, la fragilidad que ocultaba bajo aquel manto de serenidad. No podía evitar preguntarse si su embarazo, del que Catriona todavía no le había dicho nada, sería la causa de todo aquello, de la falta de aire que solía asaltarla de repente y la crispación que intentaba disimular desesperadamente.

Aquellos síntomas desaparecían cuando se deslizaba entre sus brazos cada noche. Richard se preguntaba si Catriona estaría trabajando en exceso durante el día, en lugar de permitirle que le aligerara de la carga para poder ocuparse mejor de ella misma y del hijo de ambos.

La puerta del despacho se abrió, dando paso al renco McArdle.

Richard se incorporó, esperó a que el anciano se alejara por el pasillo y se acercó a la puerta a toda prisa. Tras un momento de duda, durante el que se recordó que no podía exigir nada, abrió la puerta… y entró con aire vacilante.

Sentada detrás del escritorio, Catriona levantó la mirada. Richard sonrió con naturalidad, esforzándose en no mirar los nubarrones que ensombrecían la mirada de Catriona.

—¿Estás ocupada?

Catriona respiró hondo y se concentró en los papeles que tenía delante.

—La verdad es que sí. Henderson y Huggins…

—No te entretendré mucho tiempo —dijo con sinceridad y tono amable.

Consciente de su presencia, Catriona se obligó a recostarse en el sillón y esperar mientras Richard se acercaba a la ventana.

—En realidad me preguntaba si podría ayudarte, puesto que últimamente pareces muy ajetreada.

Respirando lenta y regularmente, Catriona volvió la cabeza y lo miró a los ojos con educada indiferencia. No había el menor atisbo de verdadero compromiso, de auténtica pasión, de que realmente quisiera ayudar, de que el valle y ella fueran importantes para él.

Richard sonrió con el encanto de siempre, aunque Catriona advirtió que la expresión risueña no alcanzaba a su mirada. Una oleada de languidez subrayó sus palabras.

—Por aquí no hay muchas cosas que pueda hacer, así que tengo tiempo de sobra.

Catriona se esforzó en mantener la expresión perdida, y lo consiguió. Richard estaba aburrido y sabía que ella estaba ocupada, así que se había comportado como un caballero y se ofrecía a ayudar. Catriona negó con la cabeza y volvió a mirar las cartas.

—No es necesario. Me basto sola para manejar los asuntos del valle.

Las palabras, expresadas con sequedad, buscaban tanto el convencerse a sí misma como el rechazar la caballerosa oferta.

Richard vaciló antes de contestar con cierta acritud:

—Como gustes.

E inclinando elegantemente la cabeza, salió con aire despreocupado y la dejó con sus asuntos.

Llegó el deshielo.

Dos mañanas después, ya tarde, Richard seguía en la cama escuchando el goteo constante del agua de los aleros. Catriona se había escabullido de entre sus brazos temprano, susurrando algo acerca de un parto y asegurándole que no saldría, puesto que la futura madre estaba a salvo en la mansión.

Con la mirada fija en el dosel rojo oscuro, Richard intentaba mantener su mente alejada de Catriona, del sombrío sentimiento que, desde hacía dos días, se había instalado en su alma.

Pero no lo consiguió.

Maldiciéndose en silencio, se recordó con irritación que el fracaso no era algo que los Cynster se permitieran, y mucho menos en aquellas proporciones.

Estaba fracasando en todos los frentes.

La nueva vida que había imaginado para sí al lado de Catriona, otrora llena de promesas y posibilidades, había devenido en decepción; jamás se había sentido tan desilusionado con la vida como en ese momento.

Allí no había nada para él: nada que hacer, nada que ser. A esas alturas, el tedio lo perseguía. Su vieja desazón —algo que había confiado en haber perdido para siempre en la iglesia metodista escocesa de Keltybum— estaba creciendo.

Y con ella, una oscura e imperiosa sensación de inutilidad… al menos, en aquel lugar. En aquel valle, el valle de Catriona.

No podía entenderla.

Desde la noche hasta rayar el alba estaban tan unidos como era posible en un hombre y una mujer, pero cuando llegaba la mañana y Catriona se escabullía de sus brazos era como si, con sus ropas, se pusiera un manto invisible y se convirtiera en «la Señora del valle», una mujer con una vocación, una posición y un propósito en la vida de los que él estaba excluido.

Aunque los caballeros de su condición no solían compartir las vidas de sus esposas, él había esperado, con absoluta determinación, compartir la de ella. Y seguía deseándolo. La perspectiva de compartir las responsabilidades de Catriona, de compartirlo todo como una empresa común, y así tener una relación sólida y duradera sobre la base de lo cotidiano; esa era sin duda una parte importante de la atracción que sentía por ella. Había creído que era una mujer con la que podría compartir objetivos y los logros posteriores.

Hasta ese momento su matrimonio no había resultado ser así.

Había cuidado de ella, procurando no presionarla; le había dado todas las oportunidades para que le pidiera su ayuda, su asistencia. Se había esforzado en no presionarla… y no había llegado a ninguna parte.

Contemplando la tela roja que colgaba sobre su cabeza, consideró durante largo rato la alternativa evidente, la acción que su ser Cynster le reclamaba con energía. Podía tomar las riendas sin ninguna dificultad y conducir su matrimonio por los derroteros que quería que siguiera. No era una persona pasiva por naturaleza; en circunstancias normales, no toleraría una situación que le disgustara, la cambiaría sin más.

Pero…

Preveía dos dificultades. La primera era que, tomando las riendas, se arriesgaría a dañar lo que más deseaba preservar. Quería a Catriona como una voluntariosa compañera para toda la vida, no como alguien resentido por su dominación.

Aun así, aunque bastante mala, aquella se presentaba como la menor de sus dificultades.

El mayor problema, de hecho insuperable, era su promesa. La promesa realizada a Catriona por dos veces de que no vulneraría su independencia, de que jamás procuraría anular su autoridad. Ella se había fiado de él, confiaba en que mantendría la promesa pasara lo que pasase. Así pues, arrebatarle el control traicionaría su confianza de la manera más condenatoria y dañina.

Había pocas cosas de las que estuviera seguro en relación con aquel matrimonio, pero era plenamente consciente de que jamás sería capaz de tolerar la mirada en aquellos ojos verdes si alguna vez la traicionaba. Lo cual significaba… que se hallaba en un angosto sendero en lo más alto de la ladera de una montaña, con un muro indomable de roca a un lado y un precipicio cortado a pico al otro. No podía avanzar ni retroceder.

Con un profundo suspiro, Richard apartó las mantas y se levantó.

Los Cynster jamás se batían en retirada.

Era un concepto totalmente ajeno a él, y la sola idea le ofendía en lo más hondo. Así que esperó y la cazó una vez más en el despacho, en un momento en el que Richard sabía que podía arrebatarle al menos dos minutos de su apretada agenda.

Tras entrar con aire tranquilo y ocioso e intercambiar un afable comentario sobre el tiempo, Richard bajó la mirada y le preguntó:

—Dime, querida, ¿me necesitas para algo?

Su intención era hacer la pregunta con acritud, quería mostrarle cuánto lo estaba hiriendo al dejarlo fuera de su vida, al negarle la oportunidad de dar lo que él sentía que podía dar, pero no pudo, fue incapaz de dejar que viera lo lastimosamente vulnerable que se había vuelto. Así que mantuvo su máscara de serenidad y formuló la pregunta con voz queda, como si la respuesta no tuviera mayor trascendencia.

Y Catriona así lo interpretó. Le sonó como el preludio del momento en el que él la informaría de que se marchaba, el educado tamborileo del verdugo antes de dejar caer el hacha.

Ocultando el dolor de su corazón, Catriona le devolvió la sonrisa con cierta debilidad.

—No. Aquí no hay nada que puedas hacer.

Luego bajó la mirada y se obligó a continuar interpretando el papel que había ensayado durante horas: el de la esposa aquiescente.

—Supongo que te marcharás a Londres enseguida. Esta mañana Huggins oyó que todos los caminos del sur están abiertos, al menos hasta Carlisle.

Aunque el corazón le latía con fuerza y se le hizo un nudo en el estómago, continuó con el mismo tono distante:

—Estarás ansioso por ver a tu familia, supongo. Tu madrastra debe de estar esperando… —Estuvo a punto de quebrársele la voz, pero tragó saliva justo a tiempo—. Y por supuesto, estarán todos esos bailes y fiestas.

Continuó anotando en un libro de contabilidad los números que había estado copiando de unos pedacitos de papel. No levantó la vista. No se atrevía; si lo hacía, las lágrimas que estaba conteniendo se desbordarían, y entonces Richard lo sabría.

Sabría lo que no debía. Sabría que no quería que se marchara, que deseaba que se quedara allí, a su lado, para siempre.

Pero lo había planeado todo con sumo cuidado. Tenía que darle libertad absoluta para que la abandonara. No había razón para atarlo a ella, al valle, con ataduras que sólo produjeran resentimiento.

De haber podido, habría evitado enamorarse de él, pero era demasiado tarde para eso. Aun sabiendo que iba a marcharse, seguía sin poder evitar el deseo de haber sido ella quien lo hiciera cambiar, la mujer que hubiera concentrado todas las cualidades inconscientes e inherentes de Richard (la innata naturaleza atenta, el afán protector, la distraída amabilidad), de manera que se convirtiera en el hombre que podía llegar a ser.

Su consorte.

La Señora había acertado. Richard era el hombre ideal, pero nadie podía obligarlo. Aquella era una decisión que debía tomar por sí mismo, y Catriona no podía interferir. Tenía que dejarlo marchar.

Y confiar, rezar para que quizás un día deseara aquello que ella podía darle.

—Debe de ser magnífico —dijo Catriona, dispuesta a facilitarle las cosas— estar en Londres con toda esa gente elegante que va a los bailes y las fiestas.

Catriona advirtió que desviaba la mirada. Al cabo de unos segundos, Richard se movió y dijo:

—Por supuesto.

Catriona levantó la vista, pero Richard se limitó a inclinar la cabeza, los labios ligeramente curvados, y no la miró a los ojos.

—Seguro que te encantan los bailes y las fiestas.

Richard se apartó de ella y, con la misma languidez de siempre, salió tranquilamente del cuarto. Catriona contempló la espalda de Richard y, cuando cerró la puerta, clavó la mirada en ella. Intrigada por el tono de voz de Richard, se preguntó si su sensibilidad le había hecho imaginar una profunda melancolía detrás de sus palabras.

Había probado a lanzar el dado por última vez… y había perdido. Más de lo que jamás hubiera imaginado.

Le había dicho que allí no había nada para él, y Richard tenía que acatar su decisión. Y de haber necesitado algún motivo para abandonar el campo de su derrota, el tono ligeramente distante de Catriona al rechazar su ayuda y casi desear que ya estuviera en camino, se lo había proporcionado.

Richard no sabía cómo habían llegado a aquel quebradizo estado, en el que resultaba difícil permanecer en mutua compañía. No lo sabía, no podía imaginarlo, incapaz incluso de pensar con claridad. De hecho, hasta le costaba respirar; un tornillo de hierro se cerraba sobre la parte inferior de su pecho, haciendo de cada inspiración una batalla.

También ignoraba lo que les depararía la noche. Por primera vez desde que se habían casado, Catriona se acostó más tarde que él. Richard esperó en la penumbra sólo iluminada por el fuego mortecino, mientras se preguntaba si Catriona estaría atendiendo realmente al recién nacido y a su madre… o evitándolo a él.

Cuando la puerta se abrió ya era casi medianoche. Catriona lanzó una fugaz mirada hacia la cama y se dirigió al hogar. Richard estuvo a punto de hablar, a punto de llamarla, pero no se le ocurrió nada que decir.

Entonces se dio cuenta de que Catriona no pretendía dormir en el sofá, sólo se estaba desnudando delante del fuego.

La observó… con avidez. Se regaló la vista con las extremidades perfectamente formadas de Catriona y con su piel, brillante a la titilante luz del fuego. Gozó de la visión de su espalda, de los elegantes planos, tan familiares y dolorosos; de su adorable trasero, un añorado placer. Contempló la larga melena de fuego cuando Catriona la sacudió, extendiéndosela sobre los hombros, como si pudiera hacer arder la visión en su mente.

Entonces, cuando Catriona se volvió y, desnuda —con aquella gloriosa inconsciencia que había mostrado desde el principio—, caminó hasta la cama, hasta donde él yacía esperando en la oscuridad, se quedó sin aliento.

Richard se puso en tensión, esperando que ella mantuviera la misma frialdad que el resto del día. Por el contrario, Catriona levantó las mantas, se deslizó dentro y buscó directamente su abrazo.

Por un momento, Richard se mantuvo inmóvil, luego cerró los brazos sobre ella. Catriona levantó los labios y él sólo dudó un segundo antes de aceptarlos.

De haber podido pensar, tal vez habría aprovechado la oportunidad para, de forma despiadada y calculadora, atarla a él con pasión, retenerla con un dolor tan prolongado, con un calor tan terrible, que nunca más se atreviera a decirle adiós. O, si lo hacía, que sufriera tormento cada noche que pasara sin él.

Y aunque no lo pensó… sí lo hizo. La poseyó con tanta pasión, con una fuerza tan pura y conmovedora, que Catriona lloró. Lloró lágrimas de placer de una felicidad tan absoluta que era incontenible.

Todo cuanto Richard deseaba era llenarse por completo de ella, mente, sentidos, corazón y alma. Todo él volcado en su Catriona, para que estuviera siempre a su lado.

Catriona se aferraba a él, abriéndole el cuerpo y el corazón, consciente de que aquella podría ser la última vez. Si podía retenerlo por pura lujuria, lo haría; la necesidad de tenerlo era atroz, y estaba demasiado desesperada para ocultarlo. El deseo descontrolado le daba fuerzas, energía para desafiarlo en el campo que, hasta entonces, había sido de Richard. Acariciada y amada hasta el borde del éxtasis, siguió incitándolo a continuar; lo empujó e insistió con vehemencia en sus caricias desenfrenadas; lo besó en los labios y, llevada por la pasión, descendió por su cintura hasta tomarlo en su boca.

Sintió que Richard temblaba de placer y jadeaba como nunca.

Lo amó con abandono, con el corazón y el alma. Hasta que él, hundidas las manos en el pelo de Catriona en un inútil intento de guiarla, de repente la agarró con firmeza y la apartó. Se levantó y se puso detrás de ella, dispuesto a penetrarla.

El grito ahogado de Catriona flotó en la oscuridad. Se arqueó y se aferró a él. Richard la empujó hacia abajo y presionó más adentro.

Al fin y al cabo, era más fuerte que ella.

La sujetó para proporcionarle un placer devastador. Luego esperó a que Catriona recuperara los sentidos antes de seguir embistiéndola.

Durante aquellas sombrías horas le hizo el amor cuanto quiso y Catriona fue su rendida sierva. Deseaba serlo todo para él, así que le dio cuanto le pidió y aún le ofreció más.

Y Richard lo aceptó. Bebió de ella hasta que Catriona creyó que moriría. Luego la llenó de manera implacable hasta que sus sentidos se consumieron en una hoguera de placer sin igual.

Se unieron una y otra vez, hasta que entre ellos no hubo nada; ni espacio ni sentimiento ni sensación de existencia independiente. En el corazón de aquella noche sus almas se fundieron.

El final definitivo, cuando llegó, los hizo añicos a los dos, pero ni siquiera la fuerza de aquella explosión pudo deshacer lo que la noche había creado.

El regreso a la vida, a la realidad, de Richard fue un viaje lento y amargo.

No podía concebir la manera de ser de Catriona: que pasara de abandonarse totalmente entre sus brazos y que, llegado el momento, estuviera más que dispuesta a sonreír con dulzura y despedirse sin más de él.

Retorciendo los labios en una mueca de amargo desprecio hacía sí mismo, aceptó que debía de haberse equivocado, que, a pesar de su experiencia en aquel teatro, Catriona era una excepción. Una mujer que podía hacer el amor entregándose en cuerpo y alma sin que, de hecho, amara en absoluto.

Al parecer, él era como Tonante: un semental de quien Catriona admiraba sus atributos físicos.

En ese momento se encontraba medio arrebujada en los brazos de Richard. Este levantó la cabeza y le miró la cara, apenas visible en la oscuridad.

Todavía no había vuelto del cielo; Richard se dio cuenta de ello por la falta de tensión en las extremidades. Volvió a recostarse y esperó a que ella despertara.

Sin embargo, cuando lo hizo, se limitó a murmurar entre sueños y se acurrucó contra él, apoyándole la cabeza en el hombro y poniéndole un brazo encima del pecho, que apretujó con fuerza entre los suyos.

Richard frunció el entrecejo.

—Me iré por la mañana.

Catriona oyó las palabras, las palabras que había estado temiendo, y que sabía que le llegarían al alma. Ya se había enterado por el personal de la casa de la preparación del equipaje y el carruaje. Dudó mientras se armaba de valor, mientras se preguntaba en medio de la desesperación qué esperaba Richard que dijera.

—Ya lo sé —murmuró por fin.

Bajo ella, el duro cuerpo se tensó ligeramente para al cabo relajarse. Richard respiró hondo.

—Bueno —dijo con tono desenfadado pero tenso—. Supongo que ahora no hay nada más que necesites de mí; al menos, durante un tiempo… —Se interrumpió. Como la desconcertada Catriona guardó silencio, añadió—: Ahora, ya tienes el hijo que la Señora te dijo que consiguieras de mí.

Su amargura resonó con claridad. Agachando la cabeza y mordiéndose el labio inferior, Catriona lo aceptó. Debería habérselo dicho.

—Yo… —¿Cómo explicarle que se le había pasado?—. Olvídalo. —Catriona se apresuró a añadir—: Es sólo que he estado tan…

—¿Ocupada?

Sí, ocupada en él. La ira de Catriona relampagueó; apenas una débil llama, aunque fue suficiente para amargarla. Había estado tan centrada en él que había olvidado por completo la única cosa, el único ser que debería haber sido el centro de su conciencia. Si hubiera necesitado alguna prueba de cuán obsesionada estaba con él, de hasta qué punto Richard ensombrecía absolutamente el resto de su vida, ahí la tenía.

No halló ninguna respuesta a la réplica de Richard, así que desechó la cuestión y, lentamente, se apartó de él.

De inmediato la invadió una desolación sombría, un profundo sentimiento de pérdida. Habían estado haciendo trampas. Un momento que debería haber sido tan especial, tan gozoso y lleno de amor, se había visto empañado por la pena y el resentimiento.

Catriona cerró los ojos e intentó dormir; a su lado, Richard hizo lo mismo.

Y la desilusión los condujo a unos sueños agitados.

El día siguiente amaneció claro, con una brisa fresca que empujaba las nubes por un cielo azul pálido; una mañana brillante que traía la promesa de la nueva estación. Perfecta para viajar.

Catriona advirtió los indicios desde lo alto de la escalinata principal y se esforzó en reconciliarlos con el peso que sentía en el corazón.

En circunstancias normales, habría ido a rezar, pero cambió de idea. Era la primera vez en su vida que anteponía otra cosa a su devoción por la Señora, pero no podía negarse la última visión de Richard. Quizá debería contentarse con eso durante meses, tal vez hasta que naciera su hijo o incluso más tiempo.

Ante ella, su gente se afanaba en asegurar el último baúl de Richard en el techo del carruaje. Dejaba algunas cosas atrás, algo por lo que Catriona se sintió más patéticamente agradecida de lo que jamás dejaría ver a nadie. Aquellas cosas serían el único vínculo físico con él durante los meses venideros.

Pestañeó para combatir el calor punzante que sentía bajo los párpados mientras observaba cómo conducían los caballos —los espléndidos rucios de Richard— a la cabecera.

Su gente, ignorantes de cualquier trasfondo, pues no eran dados a tales sutilezas, se metieron de lleno en los preparativos finales con inocente energía. Daban por sentado que aquello era como se suponía que debía ser, su confianza en la Señora y en la propia Catriona era absoluta. El único miembro del personal que parecía molesto era Worboys. Catriona contempló su alargado rostro, y se sorprendió, pero no llegó a conclusión alguna.

Entonces, procedente de los establos, apareció Richard, que había ido a despedirse de Tonante. Avanzó por el adoquinado dando grandes zancadas, el gabán sacudiendo las brillantes botas de Hesse, vestido con la misma pulcritud de siempre. Cuando se detuvo a dar instrucciones a los mozos de cuadra que estaban poniendo los arreos a los rucios, Catriona se empapó de la visión.

Observó la expresión distante y un tanto aburrida del rostro de Richard, el espontáneo aire de indescriptible superioridad que formaba parte de su persona.

Richard se volvió y la vio, dudó un instante y se dirigió hacia ella. Catriona pensó que era simplemente maravilloso, el hombre más fascinante que había conocido jamás.

Asimismo, era la personificación de un libertino inquieto y aburrido, que se sacudía el polvo de un lugar primitivo y demasiado tranquilo y de una esposa superflua. Así lo revelaban los duros planos de su cara al cruzarse la mirada de ambos y el cínico rictus de sus labios. Con valor, desesperada, sujetando la capa en su sitio con majestuosa seguridad, Catriona sonrió con frialdad.

—Me despido de ti, pues. Confío en que llegues a Londres sin contratiempos.

Levantó la cabeza para mirarle fijamente a los ojos. Aquellas habían sido las palabras más difíciles de su vida.

Richard buscó en su expresión algún indicio de que todo aquello era un sueño. A él le parecía irreal. ¿Ella no sentía lo mismo? Sin embargo, más allá de aquel sentimiento, latía el dolor por la pérdida inexorable.

Su matrimonio parecía algo inevitable. Richard lo había aceptado como tal, albergando la esperanza de que conseguirían la estabilidad que buscaba, que necesitaba, desde hacía tanto tiempo. En cambio, lo que ahora parecía inevitable era que se sintiera defraudado por su unión y que una vez más, sin apoyo y a la deriva, vagara sin rumbo en la corriente de la vida. Sin relación con nadie.

Lleno de esperanza había pensado que su matrimonio sería su salvación. Pues bien, al parecer estaba equivocado, por lo que sólo restaba marcharse.

Se alejaría de su esposa y la dejaría seguir gobernando sola.

Un rencor inusitado lo embargó cuando la mirada de Catriona no le dio esperanza ni aliento para cambiar de idea y quedarse.

—Entonces, te dejo.

Las palabras resonaron con evidente amargura.

Catriona sonrió y extendió la mano.

—Adiós.

Richard la miró a los ojos, intentando comprender en el último momento qué era lo que brillaba en aquellas vibrantes pupilas verdes. Le cogió la mano y sintió cómo los dedos de Catriona se deslizaban entre los suyos. Sintió el tacto de la palma, el temblor de la yema de sus dedos Y sintió, percibió…

—¡Aquí tiene, señor!

Ambos se volvieron para descubrir a la señora Broom detrás de ellos, esbozando una amplia sonrisa. Sostenía una cesta atestada.

—Cook y yo pensamos lo mucho que agradecería algún sustento durante el camino. Mejor que esa terrible comida de las posadas.

Richard sabía positivamente que ni la señora Broom ni Cook habían estado en su vida en una posada. Era tal su desesperación que fue lo único que se le ocurrió. Se sentía conmocionado, desgarrado y vacío. Le cogió la cesta a la señora Broom, logró sonreír débilmente y se la pasó a un mozo de cuadra. Luego volvió a mirar a Catriona.

Lo único que vio fue su inalterable sonrisa.

—Adiós.

Por un instante estuvo a punto de negarse a aceptar el rechazo de Catriona, a punto de levantarla en sus brazos y negarse a marchar, de decirle desesperadamente cómo serían las cosas entre ellos a partir de ese momento…

La inalterable sonrisa, la mirada fría de Catriona y los negros nubarrones de la pérdida lo detuvieron.

Inclinó la cabeza con corrección impecable, se volvió y bajó los escalones con aire indiferente.

Catriona lo observó partir y sintió que el corazón se le iba con él. Sabía que nunca volvería a ser la misma —a ser tan fuerte— sin él. Richard se detuvo para hablar con el cochero y entró en el carruaje sin mirar atrás. Se recostó en el asiento y Worboys cerró la puerta; el carruaje se puso en marcha con una sacudida y se dirigió, acelerando a medida que avanzaba hacia el parque por el camino.

Catriona alzó una mano de despedida que Richard no pudo ver y murmuró una bendición. Muda e inmóvil en lo alto de la escalera, ignorando la gente que pasaba por su lado en tropel, se quedó mirando hasta que el carruaje desapareció entre los árboles.

Entonces entró en la casa, pero no se unió a los suyos para desayunar. En su lugar, subió a la habitación del torreón, abrió la ventana de par en par y observó el carruaje que se llevaba a su marido lejos de ella, hasta que el vehículo traspuso los límites del valle.