PASÓ diciembre, y el invierno se recrudeció en el valle. Llegaron los cajones y baúles de Richard, enviados al norte por Diablo, y entregados por un carretero ansioso por hacer volver grupas a sus caballos y regresar a casa para las Navidades.
Junto con los bultos llegaron cartas… un saco entero. Cartas para Richard enviadas por Diablo, Vane y la duquesa viuda, además de una gran cantidad de sucintos mensajes de sus tías y primas manifestando el disgusto que les había causado la distante boda, así como notas de conmiseración de sus tíos y otras de sus primos solteros, en las que se apiadaban de él.
Catriona recibió una extensa carta de la duquesa Honoria, la esposa de Diablo, que a Richard le habría gustado leer, pero en ningún momento se le brindó la oportunidad de hacerlo. Tras pasar una hora leyéndola con detenimiento, Catriona la dobló y la guardó. En su escritorio, en un cajón bajo llave. Richard sintió la tentación de forzar la cerradura, pero no consiguió reunir el suficiente valor. En cualquier caso, ¿qué podía haberle contado Honoria?
Además de esa carta, Catriona recibió notas perfumadas de todas las damas de la familia en las que le daban la bienvenida a la misma. Sin embargo, no recibió ninguna comunicación de la duquesa viuda, un detalle que no pareció advertir, pero que a Richard le preocupó.
Richard se dijo que sólo había un motivo por el que Helena no escribiría a Catriona: contaba con hablar con ella.
Pero el destino y la estación invernal estaban de su lado: las ventiscas soplaban con fuerza, los puertos estaban bloqueados y los caminos eran intransitables. Hasta el deshielo, estaba a salvo.
La Navidad se les echaba encima y tenía demasiadas cosas entre manos, ocupado en asimilar tradiciones un tanto diferentes a las que conocía, aprender cómo celebraban las Navidades en el valle y en la hacienda… y preocuparse por lo que depararía el futuro.
Además, por encima de la alegría y las risas, del júbilo y las pequeñas tristezas, seguía estando lo que consideraba su principal objetivo: aprender todo lo que pudiera de su hechicera esposa.
Anhelaba tenerla entre sus brazos todas las mañanas y todas las noches, y entretanto descubrir sus virtudes, sus debilidades, sus puntos débiles, sus necesidades. Aprender la mejor manera de apoyarla, tal y como había prometido hacer; aprender a encajar en su vida y que ella lo hiciera en la suya.
Tal y como descubrió, se trataba de una tarea absorbente.
Una pasajera mejoría en el tiempo entre Navidad y Año Nuevo fue testigo de la aparición de tres viajeros en la entrada de la hacienda. Resultaron ser un padre y sus dos hijos adultos, representantes de diversos productos que acudían a visitar a la Señora del valle.
Catriona los recibió como si fueran viejos conocidos. Una vez presentado, Richard sonrió con educación y se repantigó en un sillón pegado a la pared del despacho, dispuesto a observar cómo su hechicera esposa manejaba los asuntos del valle.
Según comprobó, no era un blanco fácil.
—Querido señor Potts, su oferta no nos sirve. Si, como dice, el mercado está tan bien abastecido, quizá debamos almacenar nuestro grano hasta el año que viene. —Catriona miró de reojo a McArdle, que estaba sentado en un extremo del escritorio—. Podríamos hacerlo, ¿no te parece?
—Oh, sí, claro, señora. —McArdle asintió sabiamente con la cabeza como un duende ignorante—. En las bodegas hay sitio, y contamos con la suficiente altura y sequedad como para no temer que se pudra.
—Tal vez sea lo mejor. —Catriona se volvió hacia el señor Potts—. Si esa es la mejor oferta que puede hacer.
—Ah, bien. —El señor Potts casi se retorció—. Sería posible que considerando la calidad del grano del valle, ya me entiende… pudiéramos hacer alguna concesión en el precio.
—¿De verdad?
Siguieron quince minutos de regateo durante los cuales Potts hizo más de una concesión.
—Trato hecho —declaró al fin Catriona, sonriendo con benevolencia a los Potts—. Tal vez les apetezca una copa de nuestro vino de diente de león.
—Hombre, no seré yo quien diga que no —aceptó el señor Potts—. Siento debilidad por su vino de diente de león.
Contrariado, Richard tomó nota de bajar a la bodega con un pedazo de tiza y anotar en los barriles de vino de diente de león que quedaran la orden de que no fueran espitados sin su autorización expresa. Luego recordó que, en realidad, debía obtener la aprobación de su esposa para semejante orden, lo que le llevó a pensar que tenía que bajar con ella a las bodegas, lo que a su vez…
Con aire reflexivo, se movió en el sillón. Tras aceptar el vino que sirvió una de las doncellas, volvió a centrar su atención en los Potts.
—Bueno, acerca de ese ganado que quería… —El viejo Potts se inclinó hacia delante—. Creo que puedo conseguir algunas novillas al norte de Montrose.
Catriona arqueó las cejas.
—¿Y más cerca no? No me gustaría tener que transportarlas desde tan lejos.
—Sí, bueno. El ganado, las buenas razas de cría, se vende poco hoy día. Hay que aceptar lo que hay.
Mientras Richard escuchaba la conversación sobre los orígenes de las razas para cría, de los precios y los mejores ejemplares para el comercio, se removió en la silla, cada vez más disconforme.
A esas alturas ya sabía él más de animales de cría que su bruja. No es que esta careciera de conocimientos generales o ignorara las necesidades del valle, se trataba más bien de su falta de experiencia sobre lo que estaba disponible en el mundo en un sentido más amplio… aquel mundo que evitaba por razones de peso.
La tentación de hablar, de inmiscuirse, de hacerse con el mando, fue en aumento, pero Richard la aplastó sin compasión. Con que dijera una sola palabra, los tres Potts se volverían hacia él. Desde el principio, los más jóvenes habían estado observándolo con interés. En aquel momento, por la expresión de sus caras, era evidente que se habrían sentido mucho más cómodos continuando la conversación sobre las características de rendimiento del ganado de cría con él. De hombre a hombre.
A Richard le importaba un ardite la susceptibilidad de aquellos hombres; le preocupaba mucho más la que pudiera tener su bruja.
Había jurado no intervenir, no asumir el papel de Catriona, no interferir en la manera en que gobernaba el valle. No podía hablar públicamente sin una invitación de ella. Ni siquiera podía suscitar el asunto en privado, aún ahí, Catriona podía interpretarlo como indicio de un leve incumplimiento de la observancia del juramento.
Un juramento que, por supuesto, exigía un cumplimiento absoluto además de un esfuerzo real y permanente por mantenerlo. Después de todo, no era el voto que un hombre como él pudiera acatar de cualquier forma. Pero lo haría por ella.
No podía decir nada a menos que ella se lo pidiera. Es más, a menos que le invitara a hacer un comentario o buscara su punto de vista.
Así pues, siguió allí sentado, en silencio, escuchando y muriéndose de ganas por corregirla y corregir a los Potts; deseoso de explicarles que había otras posibilidades que debían considerar.
Pero su bruja no lo miró… ni una sola vez.
Nunca había sentido la coacción de su juramento con tanta intensidad como aquel día.
Llegó el nuevo año, que trajo un tiempo igualmente crudo y glacial. En el interior de los muros de piedra de la mansión las lámparas ardían sin cesar durante los días grises, las llamas crepitaban en las chimeneas. Era un tiempo de sosiego, de paz. Los hombres se reunían en el refectorio para matar el tiempo jugando al ajedrez o al backgammon. Las mujeres seguían ocupadas en sus faenas —cocinar, limpiar, zurcir—, pero sin ninguna sensación de urgencia.
Un día de primeros de año, Catriona aprovechó la tranquilidad para realizar un inventario de las cortinas, que acabó siendo una lista de aquellas que quería remendar o reemplazar. Mientras buscaba a la costurera deambulando por el laberinto de pequeñas habitaciones de la segunda planta, no dejaba de pensar en la lista que sostenía en la mano.
Una risa infantil la detuvo. Luego oyó un gorjeo agudo de carcajadas. Presa de curiosidad, se desvió de su camino y siguió el sonido de las risas. A medida que se acercaba a la fuente, oyó un ruido sordo más intenso e intermitente.
Estaban en el viejo cuarto de los juegos. Los niños de la mansión, muy numerosos, lo utilizaban para jugar y era el lugar donde pasaban la mayor parte del duro invierno. Ese día, según comprobó Catriona oculta entre las sombras del exterior, tenían un visitante… aunque también podía tratarse de un simple rehén.
Atrapado en el enorme y viejo sillón situado frente a la chimenea, Richard se hallaba rodeado de niños. Los dos más pequeños habían trepado a su regazo, abrazándosele uno a cada costado; dos más se sentaban en las rodillas, mientras otros se mantenían en equilibrio en los amplios brazos del sillón. Uno, más temerario, incluso se había tumbado sobre el respaldo, echado casi sobre los hombros de Richard. El resto lo rodeaba, las caras levantadas, iluminadas mientras esperaban sus palabras. Las historias de Richard.
Catriona se cruzó de brazos, se apoyó contra la jamba de la puerta y escuchó.
Escuchó cuentos de niños que vivían como salvajes (al parecer, una verdadera tribu); cuentos de proezas juveniles, de picaros, de peligrosos dragones vencidos, de auténticos aventureros a quienes el destino había echado al mundo a abrirse camino en la vida.
Las historias versaban sobre Richard y sus primos, a Catriona no le cupo duda, mas él no identificaba a los héroes, a los culpables ni a los demonios disfrazados.
Catriona se preguntó cuántos de aquellos cuentos eran verdad. Observó a Richard y su impresionante envergadura, su fuerza, evidente aún relajado como estaba. Sus historias eran las aventuras que le habían convertido en quien era.
Observó atentamente durante largo rato, de pie, inmóvil entre las sombras, sin llamar la atención. Lo observó a él, tan sensualmente masculino, abriendo el joyero de los recuerdos de su infancia y sacándolos, uno a uno, como delicados collares de brillante oro y plata batida para sobrecoger, entretener y divertir a los niños.
Embelesados, Richard los tenía en su poder, como a sus padres. Catriona se había dado cuenta desde el primer día de la estancia de Richard allí, advirtiendo su innata habilidad para darse a los demás y despertar devoción, lealtad, gracias también a su capacidad de liderazgo. No estaba segura de que él se viera así, simplemente era una parte inherente a él.
Mientras Catriona observaba, uno de los dos más pequeños, con el dedo pulgar en la boca y casi dormido, empezó a inclinarse. Sin interrumpir el relato, con total naturalidad, Richard acunó al niño con una mano.
Catriona permaneció entre las sombras, escuchando las historias de Richard todo el tiempo que se atrevió. Por fin, con los ojos empañados, se retiró sin molestarlos.
—Sabía que te encontraría aquí.
Catriona levantó la vista cuando Algaria entró en la destilería y parpadeó ante la expresión de alegre confianza que iluminaba el rostro de su antigua mentora.
—¿Te encuentras bien?
—¿Yo? —Algaria sonrió—. Muy bien. Pero he venido a hacerte la misma pregunta.
Catriona se irguió.
—Yo también estoy bien.
Algaria la miró de forma harto elocuente. Puesto que Catriona guardó un obstinado silencio, aclaró:
—Quería preguntarte si… —Hizo un gesto con la mano como señalando el interior de la casa. Catriona entrecerró los ojos—. Si ese marido tuyo ha conseguido que te quedes encinta.
Catriona no desvió la atención de las hierbas que estaba machacando.
—Aún no puedo decírtelo.
—¿No puedes?
—Con certeza, no.
No dijo la verdad, por supuesto, pero la fuerza de los sentimientos que brotaban de ella siempre que pensaba en el hijo de Richard —una diminuta pizca de vida que crecía lentamente en su interior— la conmovía tanto que era incapaz de hablar de ello. No lo haría hasta que, superada cualquier duda o percance inicial, estuviera del todo segura. Y entonces, Richard sería la primera persona en saberlo. Apretando los labios, siguió moliendo las hierbas.
—Te lo diré cuando lo sepa.
—¡Ja! Bueno, en cualquier caso, parece que a pesar de todo la profecía de la Señora va a cumplirse. Como siempre. Tengo que admitir que no creí que estuvieras acertada cuando decidiste que acudirías a él como lo hiciste, pues es evidente que jamás debe gobernar aquí. Pero la Señora tiene sus procedimientos. —Con un ademán grácil y piadoso, Algaria se volvió hacia la alta ventana—. Parece que todo está saliendo según tus planes.
Haciendo rechinar la mano del almirez, Catriona frunció el entrecejo.
—¿Qué planes?
—Pues que te dejará encinta y luego se irá. —Algaria percibió la expresión de perplejidad en el rostro de Catriona—. Lo único que no atinaste a prever fue que también se casaría contigo. En realidad, todo ha salido a las mil maravillas. De esta manera, no sólo te quedas encinta, sino que consigues la protección formal de ser una señora casada. Y todo, sin la molestia de un marido; de uno residente, al menos.
—Pero… —A Catriona no le resultó fácil entender lo que Algaria insinuaba. Cuando cayó en la cuenta, se sintió aún más sorprendida—. ¿Qué te hace pensar que se marchará?
Algaria sonrió y le dio una palmadita tranquilizadora.
—No vayas a creer que esta vez no me he enterado bien. Su criado lleva con él más de ocho años y ha estado hablando con absoluta libertad de los planes de ambos de volver a Londres.
—¿Eso ha hecho? —Catriona agradeció la débil iluminación de la destilería, pues a causa de los gases sólo ardía una pequeña lámpara. Dejando con cuidado la pesada mano en el almirez, se agarró al borde de la mesa y se obligó a preguntar—: ¿Qué va diciendo?
—Ah, nada en concreto todavía. Sólo que, al parecer, suele pasar el invierno visitando las casas de los amigos y conocidos, pero que, para febrero, siempre vuelven a la capital. Para pasar la temporada, según creo. Worboys ha estado obsequiando al personal con historias de bailes y fiestas y demás entretenimientos de los que el señor Cynster acostumbra disfrutar. Sin afirmarlo de manera expresa, ha dado la clara impresión de que el matrimonio no ha cambiado el estilo de su amo. Confía en que estarán en Londres antes de marzo.
—Entiendo. —Catriona se limpió las manos, súbitamente frías, en el mandil y volvió a coger el almirez, evitando la mirada de Algaria—. Estoy segura de que la Señora garantizará que todo discurra como debe.
También confiaba en que los supuestos preparativos de su marido no llegaran a producirse.
Esa noche, Catriona se sentó delante del tocador para cepillarse el largo pelo durante más tiempo del acostumbrado, hasta que Richard entró y, tras dedicarle una sonrisa lujuriosa, empezó a desvestirse.
Catriona se cepillaba con tranquilidad mientras le observaba en el espejo.
—En sus cartas tus tías hablan mucho de Londres. Parece como si esperasen que nos uniéramos a ellos en breve, en cuanto se derrita la nieve. —Sin dejar de mirar a Richard añadió—: Ya sabes, por los bailes, las fiestas… la temporada.
Richard hizo una mueca y empezó a quitarse los pantalones. Luego se volvió y, desnudo, se dirigió hacia ella con aire acechante.
—No creas que insistiré en que vayamos.
—¿No lo harás?
—No.
Se detuvo detrás de ella. Catriona sólo podía verle el pecho desnudo y los rizos negros que adornaban la fuerte musculatura. Richard le levantó el pelo y se lo extendió, abriéndoselo en abanico sobre los hombros y el pecho.
—Nunca te obligaré a que abandones el valle.
Los rasgos de Richard habían adoptado una expresión de resolución que ella ya conocía bien. Richard alargó la mano, le quitó el cepillo y lo depositó en la mesa.
Con el corazón latiéndole con fuerza, Catriona se levantó bruscamente. Richard la sujetó por la cintura mientras ambos se miraban en el espejo.
—Ábrete el camisón.
El camisón de Catriona le llegaba hasta las rodillas y abrochaba por delante con unos botones diminutos. Incapaz de apartar la mirada de Richard, Catriona obedeció lentamente.
Uno a uno, desabrochó los botones hasta que el camisón quedó entreabierto, dejando a la vista la turgencia de los senos, la suave ondulación del vientre, las largas líneas de los muslos. Catriona contempló fijamente la visión y después miró a Richard, cuyo rostro tembló de excitación.
Richard le apretó las manos en la cintura y la levantó.
—Siéntate en el escabel.
Catriona obedeció. Después él le separó las pantorrillas y le quitó el camisón.
Incapaz de reprimir un jadeo, Catriona abrió los ojos.
Richard la abrazó de inmediato, el pecho caliente contra los hombros y la espalda, los muslos duros y ásperos contra la sensible piel del trasero de Catriona. Inclinó la cabeza y le acarició la oreja con la nariz al tiempo que deslizaba una mano por la barriga, creando un marcado contraste con la piel de Catriona.
Conmocionada, los sentidos de Catriona empezaron a despertar. La luz era intensa. Además de dos candelabros en el tocador, había dos lámparas de pie a ambos lados del mueble, ambas encendidas con grandes velas. Catriona contempló la anchura de los hombros de Richard y, bajando la mirada, sus piernas a ambos lados de las suyas.
Sentía la presión del sexo de Richard contra la hendidura de sus nalgas.
De pronto su mano ascendió por la cadera hasta apresarle con firmeza un pecho, crispando los dedos sobre la carne suave.
Soltó un débil gemido y dejó caer la cabeza hacia atrás, contra el hombro de Richard. Desde debajo de la pesadez de los párpados, lo vio flexionar los dedos. Tragó saliva y se humedeció los labios.
—¿Vamos a la cama?
—No. —Susurró la respuesta contra la suave piel de la garganta; observando su mano sobre ella—. Aquí.
Una pequeña parte de su mente se moría por protestar, mientras que el resto se teñía de excitación que aumentaba con cada caricia de Richard sobre su piel trémula.
Richard no hizo otra cosa que acariciarle el cuerpo, adorándolo hasta que la piel de Catriona se arreboló al resplandor dorado de la vela y ella tembló de necesidad.
—Inclínate hacia delante. —Su voz profunda fue un áspero susurro en el oído de Catriona—. Coloca la palma de las manos en la mesa.
Así lo hizo, y él se movió detrás de ella. Catriona lo vio sujetarla delante de él, para luego rodearla con los brazos. Extendiéndole una mano sobre el vientre, le echó las caderas hacia atrás, bajó la mirada y se acopló a ella.
Inclinándose, le rozó la nuca con los labios mientras le acariciaba los senos, conduciéndola lánguidamente hasta el cielo.
Entre gemidos, Catriona intentó retorcer las caderas, instándolo a continuar. La lenta cadencia la estaba volviendo loca… Quería sentirlo más adentro y que lo hiciera con más energía.
Richard se irguió y liberó los pechos de Catriona para asirle las caderas. La sujetó con fuerza, hundiéndose aún más en ella pero manteniendo un ritmo lento.
Catriona gozó de las repetidas embestidas, consciente de la húmeda suavidad con que ella lo aceptaba.
Temblorosa, se apretó con fuerza sobre él, sintiendo el pecho hinchado de Richard, su tensión creciente. Notó las manos que se cerraban sobre sus caderas como si fueran de hierro, sintiendo al mismo tiempo el roce del pulgar sobre la marca de nacimiento. Imaginó el fuerte contraste de sus cuerpos.
La pasión la obligó a mirar, flexionándose mientras le hacía el amor. Contempló el rostro de Richard y la expresión de concentración y devoción grabadas en él. Se obligó a mirar su propio cuerpo, exuberantemente licencioso, la piel enrojecida, el cabello desparramado por hombros y brazos, los pechos hinchados, las caderas temblorosas mientras él la llenaba. La pasión, en fin, la llevó a mirarse a la cara, la expresión de sensual abandono que le troquelaba los rasgos, a los labios, jadeantes y separados.
Con un suave gemido, cerró los ojos con fuerza y le sintió aumentar la cadencia, notó cómo iniciaba el lento crescendo que la transportaría hasta las estrellas.
Y cuando las alcanzó, Richard la mantuvo allí durante mucho tiempo atrapada en la cúspide del placer. Luego se unió a ella y su cielo se completó.
Una semana después, Catriona cogió una cesta forrada con retales de franela y salió hacia el enorme establo después de ponerse la pesada capa Eran las tres de la tarde y no tardaría en oscurecer. Mientras atravesaba con dificultad el patio batido por ligeras ráfagas de nieve, el sol, escondido tras bancos de nubes grises, proyectaba la escena sobre una humosa neblina de dorada palidez.
Luchando contra el viento, tiró de la puerta incrustada en la entrada principal del establo y entró. Dejó la cesta en el suelo y cerró con pestillo antes de volverse. Aguardó unos segundos que su vista se acostumbrara a la penumbra, volvió a coger la cesta y se dirigió a la escalera del pajar.
Buscaba la gata de la cocina, que, ajena a las inclemencias de la estación, había parido entre el heno de la planta superior.
Al llegar a lo alto de la escalera, hizo oscilar la cesta para subirla y contempló el panorama: un montón de balas de heno apiladas casi hasta el techo ocupando el largo del pajar, que se extendía por un lateral del largo establo.
No sabía cómo, pero estaba segura de que la gata y los gatitos se hallaban ocultos entre el heno. También sabía que los pequeños estarían muertos por la mañana si no los encontraba y los trasladaba al calor de la cocina.
Suspiró, trepó hasta los tablones del pajar salteados de heno e inició la búsqueda.
El pajar ocupaba toda la extensión del establo, discurriendo por encima de los tres sectores independientes que albergaba la larga construcción. Lanzando mentalmente una moneda al aire, se decantó por comenzar la búsqueda por el sector más cercano, el que caía sobre los carruajes, las carretas y los arados.
Fue empujando el heno apilado, apartando las balas, deslizando la mano como si tal cosa en los posibles cubiles, mientras intentaba mantener la mente en la búsqueda, lejos de las preocupaciones importantes.
Y como de costumbre, no lo consiguió.
Su marido ejercía una atracción casi hipnótica sobre sus pensamientos, mientras que sobre sus sentidos blandía un control absoluto que ella aceptaba. Pero el hecho de plantearse cuáles serían realmente sus planes y sus intenciones la desconcertaba. Nunca había estado tan vinculada a alguien, nunca antes había tenido la sensación de que su felicidad dependía de otro.
Durante años había sido su propia dueña, y el pertenecer a Richard la estaba cambiando en aspectos para ella sorprendentes… Aspectos que no acababan de gustarle y que no podía controlar.
En los momentos de debilidad como aquel, mientras le canturreaba con aire ausente a la gata, cuando su mente estaba atrapada en especulaciones sin sentido y suscitaba visiones desconcertantes y deprimentes, había vuelto a caer en su vieja costumbre de hablar consigo misma, diciéndose que lo que habría de ser, sería.
Lo cual la hacía sentirse aún más desvalida, más atrapada en las garras de una fuerza que no controlaba, como si su vida bailara ya al son de un flautista desconocido.
Tras llegar al final del primer sector sin hallar rastro de la gata, se incorporó y desanduvo el camino hasta la escalera para recoger la cesta. Luego entró obstinadamente en el siguiente sector, el situado encima de la vacada de la lechería, que estaba dividido en cuatro.
Se hallaba a medio camino cuando de pronto oyó voces. Girando sobre los talones con un balanceo, escuchó… y volvió a oírlas, tan bajas que casi eran susurros. Presa de curiosidad, entró en silencio en el último sector del pajar.
En lo más recóndito de su mente surgió la idea de que tal vez fuera a darse de bruces con una cita ilícita. Lista para retirarse con sigilo si aquel resultaba ser el caso, se acercó lentamente al borde del pajar.
Y oyó que Richard decía:
—Con cuidado. Tranquila, cariño. Ahora… hagámoslo muy despacio. Una voz femenina le contestó con un murmullo de asentimiento.
Catriona dio un respingo y de inmediato se encolerizó. Lo que sintió en aquel momento era indescriptible, pero sin duda la traición estaba allí, desatando una fuerza indómita desconocida para ella. Era la fuerza que aviva las llamas del enojo hasta convertirlas en un fuego de justicia. Con los puños cerrados, temblando de ira, se dirigió con decisión a la parte superior de la escalera que conducía hasta el último sector del establo.
Oyeron sus pasos… y levantaron la vista.
Durante un instante hilarante, Catriona miró fijamente a su marido y a la doncella que tenía entre sus brazos… La doncella de ocho años de edad a quien Richard mantenía en equilibrio sobre un poni peludo.
Catriona abrió los ojos desorbitadamente, y aunque se esforzó en evitar que la expresión la traicionara, sus labios resultaban reveladores.
—¡Ah! —La recorrió una oleada de alivio, se tambaleó y tuvo que dar un paso atrás para apartarse del borde.
La mirada de Richard, fija en su cara, se hizo más intensa. Se incorporó y bajó a la niña con rapidez. Sólo entonces Catriona reparó en los más niños que, improvisando un círculo, esperaban en obediente silencio a que les llegara el turno.
—Yo… —Con un débil gesto señaló el pajar atestado de heno a su espalda—. La gata ha tenido gatitos.
—¿Tabitha? —Uno de los niños rompió el círculo y corrió hasta las escaleras—. ¿Dónde?
—Bueno… —Aturullada, Catriona retrocedió cuando toda la escuela de equitación se abalanzó en masa hacia la escalera—. Ese es el problema ¿sabéis?
El maestro siguió a los alumnos y, como era habitual en él, cuando llegó arriba su presencia hizo que el pajar empequeñeciera. Catriona retrocedió contra el muro de heno e hizo un gesto vago.
—Está por aquí, en alguna parte. Tenemos que encontrarla y llevar a lo gatitos a la cocina para mantenerlos calientes; de lo contrario, se morirán.
Los niños no esperaron más y treparon al heno con entusiasmo llamando a la gata, una de sus favoritas.
Catriona le lanzó una mirada rápida.
—Ya he buscado en el primer sector.
Richard inclinó la cabeza y la observó.
—Ellos la encontrarán. —Un furioso estornudo fue contestado por dos más—. O eso, o morirán en el intento. —Siguió contemplándola. Al cabo de un instante, preguntó—: ¿Llevas mucho tiempo aquí?
Catriona se encogió de hombros con toda la indiferencia que pudo y evitó su mirada.
—Unos minutos. —Hizo un gesto impreciso con la mano hacia el pajar—. Estaba en la otra punta.
—Ah. —Richard se irguió y se acercó a ella con aire indiferente. Se paró a su lado y, sin previo aviso, la cogió entre sus brazos y la besó con pasión.
Emergiendo sin resuello momentos más tarde, Catriona lo miró parpadeando.
—¿A qué ha venido esto?
—Para inspirar confianza. —Alzó la cabeza sólo para cambiar la forma en que la sujetaba. Cuando bajó los labios hacia la boca de Catriona, ella intentó apartarlo.
—Los niños —dijo entre dientes.
—Están ocupados —contestó, y volvió a besarla.
—¡Gatita! ¡Gatita!
La estridente llamada hizo que todos los niños corrieran hacia un rincón del pajar. Ninguno miró atrás; ninguno vio cómo su señora, ruborizada, conseguía librarse de los brazos de su esposo. Y ninguno vio la sonrisa cómplice en los labios de este.
Catriona fingió que tampoco la había visto y, borrando la visión de su mente, echó a correr detrás de los niños.
Encontraron cinco diminutos gatitos que, temblando lastimosamente, se acurrucaban contra el debilitado costado de su madre. Hubo manos de sobra para reunir a toda la familia en la cesta forrada, que fue inmediatamente transportada en procesión por el pajar. Dispuesto a contribuir al rescate, Richard la bajó por las escaleras, confiándola luego al cuidado de la doncella de ocho años. Rodeada por sus absortos compañeros, la niña cruzó el patio con cuidado mientras los demás se apiñaban alrededor para proteger a la gata y a su carnada de los remolinos de nieve.
Casi era noche cerrada. Catriona salió del establo a un mundo crepuscular. Richard cerró la puerta y le echó el cerrojo, envolvió a Catriona en su capa y la sujetó contra él con un brazo.
Siguieron la estela de los niños.
—Espero que los gatitos se recuperen, tenían mucho frío. Supongo que un poco de leche caliente no les hará daño. Tendré que pedirle a Cook…
No paraba de parlotear, sin levantar la vista ni una sola vez, sin mirarle a los ojos en ningún momento. Richard la sujetaba contra los tirones del viento y, sonriendo entre los remolinos de nieve, la condujo hasta cocina.
No supo qué le había despertado, aunque sin duda no fueron los pasos de Catriona, pues era silenciosa como un fantasma. Tal vez hubiera sido la íntima certeza de que no estaba allí, en la cama, a su lado, donde suponía que debía estar.
Caliente bajo las mantas, con las extremidades pesadas por la hartura del deseo, levantó la cabeza y la vio, los brazos cruzados con fuerza sobre el salto de cama, paseando delante de la chimenea.
El fuego se había apagado dejando sólo las brasas, que derramaban su resplandor por la habitación. En torno a ellos, la casa dormía en silencio.
Catriona frunció el entrecejo. Richard la observó deambular y morderse el labio inferior, algo que jamás le había visto hacer.
—¿Ocurre algo?
Catriona se detuvo, la dilatada mirada volando hacia la cara de Richard.
En aquel instante, en aquella pausa infinitesimal antes de que le contestara, él supo que no se lo diría.
—Lo siento, no era mi intención despertarte. —Dudó. Puesto que Richard siguió apoyado en el codo observándola, se dirigió a la cama con lentitud—. Vuelve a dormir.
Richard esperó un momento y dijo:
—No puedo, al menos contigo dando vueltas. —Ni con ella preocupada, pensó. En ese momento sentía la honda preocupación que estaba alterando su habitual e imperturbable serenidad—. ¿De qué se trata?
Catriona suspiró y se quitó el salto de cama por los hombros.
—No es nada.
Era el ganado de cría, quizá la falta del mismo. Pero…
No debía involucrarlo.
Cuando oyó su voz, cuando lo oyó preguntar, su primer impulso había sido contárselo, depositar el creciente problema en unos hombros más anchos que los suyos y el compartir la carga con él. Pero en el fondo acechaba la idea nada grata de que recurrir a él no era lo que había que hacer. Por infinidad de razones.
Preguntarle, invitarle a involucrarse más profundamente en el gobierno del valle, al final tal vez no resultara satisfactorio, ni para él ni para ella. Decidir entre pedir consejo y sabio asesoramiento o tomar las decisiones por ella misma, había sólo un paso sutil. Catriona había sido instruida en la creencia de que los hombres fuertes, los hombres poderosos, tenían dificultades para apreciar aquella diferencia.
Además, obligarlo a pasar por eso tal vez no fuera prudente.
Por si fuera poco, aunque no se lo hubiera dicho todavía, si estaba pensando en abandonarla y marcharse a Londres para pasar la temporada, lo mejor sería seguir su propio criterio y mantener a Richard al margen al menos en lo tocante a aquel asunto. No podía permitirse empezar a confiar en él sólo para descubrir que ahuecaba el ala.
No se le escapaba que, aunque él le había prometido en repetidas ocasiones que no la obligaría a abandonar el valle, jamás le había prometido quedarse, permanecer a su lado, afrontar los problemas del valle junto a ella.
Por más que en ese momento necesitara un hombro fuerte en el que apoyarse, un brazo en el que descansar, no podía permitirse desarrollar aquella especie de dependencia. Al fin y al cabo, el valle era responsabilidad suya.
Así que, no sin esfuerzo, esbozó una sonrisa que confió resultara tranquilizadora.
—Se trata sólo de un problema menor del valle. —Dejó caer la bata y se metió debajo de las mantas. Tras un instante de duda, Richard la atrajo entre sus brazos y la apoyó contra él.
Catriona acurrucó la cabeza en el pecho de Richard y se obligó a relajarse contra él, a dejar los problemas a un lado.
Hasta que pudiera resolverlos sola.
Estaba siendo demasiado sensible.
A la mañana siguiente, andando con nerviosismo delante de la ventana del despacho, Catriona se reprendía con dureza. Seguía sin saber lo que podía o debía hacer acerca del ganado de cría… y era el momento de pedirle consejo a Richard.
A la sensata luz de la mañana, las preocupaciones que la noche anterior le habían impedido preguntarle ya no parecían razón suficiente para detenerla, disculparla y tomar el camino sensato. Una sensibilidad tan estúpida era impropia de ella.
Necesitaba ayuda, y estaba razonablemente segura de que Richard podría prestársela. Se acordaba muy bien de lo impresionada que se había quedado en McEnery House por los conocimientos de su esposo en cuestiones agrícolas y en la administración de las haciendas. En su estado de necesidad, era una insensatez no aprovecharse de semejante experiencia.
Mirando al suelo con cara de pocos amigos, se volvió y echó a andar de nuevo.
Richard no había dicho nada de marcharse. Por lo tanto, era a ella a quien le correspondía tener fe, en lugar de atribuirle que estuviera haciendo planes que no había hablado con ella. No tenía ningún motivo para suponer que fuera a marcharse; debía dar por sentado que se quedaría, que seguiría allí para apoyarla como esposo y que no saldría corriendo a divertirse —solo— en Londres. Era preciso admitir que siempre se había comportado con consideración.
Y si pedirle consejo, invitándolo a interesarse más directamente en la gestión del valle, servía para atarlo al mismo —y a ella—, tanto mejor.
Se desperezó, respiró hondo y se dirigió majestuosamente a la puerta.
Richard estaba en la biblioteca. En lugar de dar un rodeo atravesando el vestíbulo principal, Catriona se encaminó por un pasillo que conducía a una puerta auxiliar abierta en la pared contigua a la chimenea de la biblioteca.
Llegó confiada y dispuesta a preguntarle lo que había evitado plantear la noche anterior, invitándolo a dar un paso más en su vida. Cogió el picaporte, lo giró… y mientras la puerta se abría sin hacer ruido, oyó voces.
Se detuvo con la puerta entreabierta, dudó y entonces reconoció el grave murmullo de asentimiento de Richard.
—Supongo, señor, que empezaré a hacer las maletas dentro de unos días. No me gustaría hacer las cosas deprisa y corriendo, y enero está a punto de acabar.
Como Richard siguió en silencio, Worboys volvió a hablar.
—Según Henderson y Huggins, el deshielo debería empezar un día de estos. Supongo que los caminos tardarán una semana en limpiarse, aunque por supuesto, a medida que vayamos bajando hacia el sur, irán mejorando.
—Hummm.
Inmóvil, con el corazón destrozado y el alma en los pies, Catriona siguió escuchando a Worboys.
—Habrá que preparar las habitaciones de Jermyn Street, por supuesto. Me preguntaba… si habrá pensado en visitar a la duquesa viuda y al duque y a la duquesa. Si así fuera, yo podría seguir camino hasta la ciudad y abrir las habitaciones para tenerlas preparadas cuando regrese.
—Hmmm.
—Como es natural, querrá estar bien instalado antes del baile de los Richmond. Si me permite hacerle una sugerencia, quizá fueran convenientes algunas levitas nuevas. Y sus botas, claro está. Tendremos que asegurarnos de que Hoby se acuerde de no ponerle aquellas borlas. En cuanto a la ropa blanca…
Sumido en la lectura de una carta de Heathcote Montague, Richard se mostraba ausente ante el monólogo de Worboys. Después de ocho años, este sabía a la perfección cuándo su amo no lo escuchaba, al igual que Richard sabía muy bien cuándo su lacayo estaba en un dilema.
En este caso el dilema era sencillo. A Worboys le gustaba estar allí, pero era incapaz de asumirlo. Mientras quitaba el polvo a los libros de las estanterías (en sí mismo, un acto de lo más revelador), representaba el numerito de intentar convencer a ambos de que estaban a punto de levantar el campamento y partir, cuando en realidad sabía que Richard tenía otros planes y él mismo no quería marcharse.
De hecho, Worboys había descubierto el cielo en un lugar que él consideraba atrasado y primitivo.
Más que de una amante, en su caso se trataba de una casa donde encajaba a la perfección, como el eslabón perdido de una cadena. El personal de la mansión era inusitado y entre el mismo no se daban los órdenes de preeminencia con los que Worboys había vivido a lo largo de su vida profesional. Por contra, era un lugar que favorecía la amistad, una especie de hermandad en el servicio a su señora. En aquella casa la gente debía tener fe y confianza mutuas, aunque sólo fuera para superar el ciclo anual del duro invierno y la corta estación de la regeneración, lo que resultaba tanto más dificultoso por cuanto estaban aislados.
En aquel lugar la gente se sentía valorada por lo que era; el personal, en su rústica inocencia, había acogido a Worboys en su seno… y este había quedado seducido.
Pero en ese momento se hallaba en un estado de absoluta negación; Richard reconocía los síntomas. Así que dejaba que Worboys divagara, pues en realidad no hacía más que hablar consigo mismo sin convencer a nadie. Siempre que Worboys se interrumpía e insistía en una respuesta, él soltaba una exclamación de incredulidad o de duda y no replicaba. No veía ninguna ventaja en verse envuelto en una discusión sobre cosas que no iban a ocurrir.
La carta era bastante más interesante. Estimulado por la visita de los Potts, había escrito a Montague para preguntar por la situación actual del ganado de cría, tanto en los condados del sur como del norte. También le había pedido que localizara al criador más reputado de Ridings, población situada justo al sur de la frontera y no demasiado lejos del valle.
—Bueno, señor. —Worboys se interrumpió y respiró hondo—. Si tan pronto como la decida me hace saber la fecha, procederé según lo hablado.
Richard levantó la vista y le miró a los ojos.
—Por supuesto. En cuanto decida partir, serás el primero en saberlo.
Worboys inclinó la cabeza con gravedad, sin duda sintiéndose liberado después de arrojar de su pecho todos aquellos inútiles planes, cogió el plumero y un jarrón con flores marchitas y se dirigió a la puerta.
Richard esperó a que se cerrara antes de esbozar una sonrisa. Volviendo a la carta, la leyó hasta el final; entonces, más sonriente aún, la dejó y se estiró.
Notó una corriente de aire. Miró alrededor y vio una puerta, tan bien encajada en los paneles de la pared que hasta entonces no había reparado en ella, que había quedado entreabierta. Se levantó, rodeó el escritorio y se acercó al panel. Al abrirla, descubrió un sombrío pasillo de servicio. Vacío. Intrigado, cerró la puerta. Por lo que él sabía, podía llevar entreabierta una semana.
Volvió al escritorio, se sentó y extendió un mapa de los condados circundantes. Un tal Owen Scroggs, un extraordinario criador de ganado, vivía en Hexham. ¿A qué distancia, se preguntó Richard, estaba Hexham del valle?
Cuando, finalmente, su esposa confiara en él lo suficiente para pedirle su ayuda y apoyo, quería tener todas las respuestas al alcance de la mano.