A la mañana siguiente Richard despertó como en las dos anteriores: al amanecer, tendiendo el brazo hacia su esposa.
Esa mañana, no obstante, lo único que encontró fue las sábanas frías.
«¿Qué…?». Abrió los ojos, levantó la cabeza y confirmó que la cama estaba vacía. Reprimiendo una maldición, se incorporó y escudriñó la habitación.
No había rastro de Catriona.
Entre improperios, retiró las mantas de un tirón y caminó hasta la ventana. Tras abrir la hoja, retiró los postigos. El alba era un débil resplandor en el lejano horizonte. Cerró bruscamente la ventana al frío de la mañana y volvió a meterse en el dormitorio. Su expresión era iracunda.
«¿Adónde diablos ha ido?», se preguntó.
Dispuesto a obtener una respuesta, cogió los pantalones de gamuza y las botas, una camisa abrigada y una casaca. Se anudó un pañuelo alrededor del cuello y, con el gabán en el brazo, salió de la habitación a grandes zancadas.
El vestíbulo principal y el refectorio estaban desiertos; nadie andaba por allí. Ni una condenada sirvienta limpiando las cenizas del enorme hogar de la cocina. No le fue fácil encontrar el pasillo que conducía hasta la puerta trasera. Por fin, una vez allí, necesitó ambas manos para abrir la pesada puerta de roble. Sin duda Catriona no había cruzado aquella puerta.
Se detuvo en el umbral y miró al otro lado del patio, unido con el delantero por un amplio camino que circundaba el edificio principal. El sol salía en ese momento, derramando su luz sobre el mundo, infundiendo fuego a los cristales de hielo, desperdigados por la nieve como si fueran diamantes. Hacía un frío gélido, pero estaba despejado; el aliento se le condensaba en delicadas volutas delante de su cara. Los establos se alzaban justo enfrente, al otro lado del patio, un conjunto de edificios de piedra y madera. La casa solariega era de piedra gris oscura, con hastiales empinados que coronaban los tejados de pizarra y tres torreones que se elevaba en los ángulos de los muros. El edificio principal, alargado e irregular, resultaba sorprendentemente uniforme, lejos del caos de construcciones anejas.
Sin embargo, todo estaba limpio y en orden, en su sitio. Todo salvo su esposa.
Apretó los dientes y se echó el gabán por los hombros. No veía ningún motivo por el que Catriona hubiera salido a cabalgar, pero si no la encontraba pronto, tal vez él tendría que montar un caballo.
La breve gira turística de la víspera con ella como guía se había limitado a los salones y la galería, a la biblioteca, a la sala de billar —una grata sorpresa— y al despacho de la hacienda. Salpicada por las presentaciones de un flujo constante de empleados que habían encontrado la manera de salirles al paso, no había podido ver gran cosa.
Mientras atravesaba el adoquinado a grandes zancadas, el tableteo de sus botas resonaba débilmente devuelto por la piedra. Se detuvo en mitad del patio, cautivado por la belleza en estado puro. Desde su posición, divisaba los campos que se extendían hasta el final del valle. Justo delante de él, Merrick se alzaba majestuosamente hacia el cielo, abrazando al valle entre sus estribaciones. Se volvió lentamente hacia la casa; a ambos lados vio los campos que se extendían allende de la mole del edificio, una tierra moteada de blanco más allá de la mancha marrón del parque.
La mansión estaba emplazada en un altozano situado más o menos en el centro del valle. Por un lado, el río que dividía en dos al valle describía un meandro alrededor de su base; aún bajo la nieve y el hielo, Richard percibía su murmullo. Entre la casa y el río se extendían unos cuidados jardines, con senderos de piedra que serpenteaban entre lo que supuso serían arriates de hierbas y plantas medicinales. No le resultó difícil imaginar todo aquello sin nieve, verde en lugar de ocre, la riqueza que presidiría el lugar en verano. Incluso en ese momento, durmiente, hibernando bajo la manta invernal, la sensación de pujante vitalidad era poderosa.
Para un Cynster, sin duda una escena impresionante. Toda la tierra que alcanzaba a ver, si bien no la consideraba suya, sí que estaba bajo su protección.
Respiró hondo, sintiendo cómo el frío cantaba en sus venas. Luego reanudó la marcha hacia los establos. En la distancia vio unas manchas que se movían con serenidad por los campos nevados; eran las reses que entraban y salían de los rudimentarios refugios. Con expresión adusta, alargó la mano hacia el pestillo de la puerta del establo.
Lo descorrió sin hacer ruido; de hecho, no estaba totalmente echado. Puso ceño y abrió la puerta de par en par. Cuando estaba a punto de entrar, un fuerte ruido de cascos llegó procedente de la ladera que se alzaba más allá de los establos.
Al instante siguiente, una yegua zaina de duro pelaje dobló la esquina del patio con Catriona montándola. Vio a Richard enseguida. Con las mejillas encendidas y los ensortijados rizos bailándole… los brillantes ojos de Catriona se volvieron cautelosos en cuanto sus miradas se cruzaron.
—¿Qué pasa? —Tiró de las riendas cuando estaba a escasa distancia de Richard e hizo la pregunta sin resuello.
Richard se esforzó en reprimir el impulso de gritar.
—Te estaba buscando —respondió con voz cortante—. ¿Dónde demonios has estado?
—Rezando, por supuesto.
Percatándose de la pesada capa y los gruesos leotardos que Catriona llevaba bajo la falda, arrugada porque cabalgaba a horcajadas, Richard cogió la brida mientras ella se liberaba de los estribos con sendas patadas.
—¿Y sales fuera para rezar? ¿Con este tiempo?
—Con cualquier tiempo. —Pasó una pierna por encima del cuello de la zaina y se dispuso a bajar. Con una maldición, Richard levantó los brazos hacia ella y la bajó al suelo, sujetándola delante de él entre sus manos.
—¿Dónde?
Catriona le miró con aire vacilante y levantó la barbilla.
—Hay un círculo en la cabecera del valle.
—¿Un círculo?
Se zafó de sus manos con una sacudida, asintió con la cabeza y cogió las riendas de la yegua.
Richard reprimió una maldición, extendió la mano, le quitó las riendas de un tirón y le hizo un gesto de que le precediera. Catriona obedeció con gesto altivo y meneando las caderas de forma provocativa.
Por el bien de Catriona, Richard rezó para que no hubiera ningún oportuno montón de heno suelto por el establo y la siguió a la cálida oscuridad.
—¿Vas a rezar a menudo? ¿Desapareces como hoy, antes del amanecer? —¿Antes de que él se hubiera despertado?
—Al menos, una vez por semana; a veces, más. Pero no cada día.
Richard dio las gracias porque podía ser peor. Era evidente que la Señora de Catriona había comprendido algunas de las necesidades de los hombres mortales.
Atando la yegua al establo hasta el que le había conducido Catriona, se volvió y la encontró desabrochando las cinchas. Luego alargó las manos hacia la silla.
—Trae… Déjame a mí. —Richard cogió la silla, se la quitó y la colocó encima del muro de la parada. Al volverse, vio que sostenía una almohaza en la mano, que también le quitó. Luego se puso a cepillar el grueso pelaje de la yegua… a la luz de una penetrante y enfurecida mirada.
—Soy muy capaz de cuidar de mi propio caballo.
—Seguro que sí, Sin embargo, tal vez en este caso no te gustaría la alternativa a dejarme que cuide de tus caballos.
La cautela suavizó un tanto la furia de su mirada.
—¿Alternativa?
Richard no apartó la mirada del pelaje del animal.
—Como no hay paja suelta por aquí, tendrá que ser en el muro. —Sin mirar, hizo un gesto con la cabeza—. Ahí, en ese rincón tal vez sea lo mejor; podrías mantener el equilibrio poniendo un pie en el borde.
Catriona lo miró y la expresión de su cara a punto estuvo de provocar que Richard tirara el cepillo.
—Pero por otra parte… —Hizo una pausa y siguió cepillando con energía—. Verás, esta bestia sarnosa parece que muerde, lo que da miedo sólo de pensarlo.
Catriona se irguió cuanto pudo y rodeó indignada a la yegua para fulminar a Richard con la mirada, interponiendo el caballo entre ambos como colchón de seguridad.
—¿Por qué estás tan…? —masculló gesticulando con nerviosismo.
Richard se mostró impasible y siguió cepillando.
Catriona se cruzó de brazos y alzó la barbilla.
—¿Porque he ido a rezar y no te he pedido permiso?
176
Esperó hasta que poco a poco Richard se detuvo y miró a Catriona por encima del lomo de la yegua.
—Nada de permiso, pero tengo que saber dónde estas, adónde vas. ¿Cómo podré protegerte si no sé dónde estás?
—No necesito protección mientras rezo. Nadie en el valle se atrevería a entrar en el círculo. Es tierra sagrada.
—¿Y la gente de fuera del valle lo sabe?
—Estoy tan a salvo dentro del círculo como un arzobispo en su catedral.
—Thomas Beckett fue asesinado ante el altar de Canterbury.
Catriona vaciló y se encogió de hombros.
—Eso fue diferente.
Con un gruñido de frustración, Richard lanzó la almohaza a un lado, rodeó la yegua… y atrapó a Catriona contra el muro. Esta rechazó heroicamente un enloquecido impulso de desviar la mirada.
—En el futuro, sólo dime adónde vas. No desaparezcas sin más.
—Si te despierto por la mañana para decirte adónde voy, no iré —replicó con voz gélida.
Richard guardó silencio mientras Catriona lo desafiaba en su fuero interno a que lo negara.
En su lugar, y tras un instante de tensión, Richard asintió con la cabeza y se apartó.
—Comunícame tus planes la noche anterior.
Luego la agarró por el codo y la condujo, con mucha menos delicadeza de la habitual, hacia la salida. Obligada a caminar a su lado, Catriona lo miró en un intento de distinguir las facciones de Richard a la débil luz del establo.
—Muy bien —dijo Catriona cuando llegaron a la puerta—. Pero no necesito ninguna protección mientras estoy en el círculo.
Salieron al patio. La luz de la mañana bañó el rostro de Richard, iluminándole una máscara adusta.
—Pensaré en ello.
Siguieron avanzando por los adoquines en dirección a la casa. La tensión que le atenazaba escapaba a la comprensión de Catriona.
—¿Qué te ocurre? —Al llegar al umbral de la puerta trasera, Catriona se volvió hacia él—. He aceptado decirte adónde voy. ¿A qué viene esto? —preguntó Catriona, hundiendo un dedo acusador en el pecho de Richard, duro como el acero.
—Esto se debe a que estoy hambriento —siseó.
—Bueno, el desayuno ya debe de estar casi listo…
—Te has equivocado de apetito.
Catriona parpadeó y lo miró a los ojos, donde vio hervir la verdad.
—¡Por Dios bendito! —Lo miró atónita—. No es posible. ¿Y lo de anoche?
—Eso fue anoche. Y como has desaparecido, me he quedado sin mi refrigerio matinal.
—¿Matinal…? —Catriona fue consciente de la incredulidad sonando en su débil pregunta—: ¿Todas las mañanas?
Richard esbozó una sonrisa inconfundiblemente salvaje.
—Digamos que en un futuro inmediato sería de gran ayuda. Pero ahora… —empujó la pesada puerta y le hizo un gesto con la mano de que entrara—, ¿por qué no vemos si puedo distraerme con el desayuno? A menos, claro, que prefieras pasar el día haciendo otras cosas…
Catriona se limitó a mirarlo un instante. Luego meneó la cabeza y trató de ignorar las pequeñas sacudidas de excitación que le recorrían la columna.
—Desayuno —dijo Catriona y, con aire majestuoso, entró en la casa.
Richard la siguió con expresión pétrea.
Durante el desayuno, la tensión fue remitiendo. Fueron los primeros en ocupar su sitio en la mesa principal. La señora Broom andaba de aquí para allá supervisando el abastecimiento de las bandejas; el renqueante McArdle llegó tarde, y Algaria, que lo hizo relativamente temprano, tomó asiento en el extremo más alejado y se guardó sus funestos pensamientos para ella.
Sentado en la silla labrada que ya le pertenecía, Richard bebía ociosamente café mientras observaba cómo empezaba el día su mujer. La impenitente mirada de desaprobación de Algaria le sorprendió; había esperado que acabara por superarlo y aceptara aquel matrimonio, no por él, sino por Catriona.
Vio la mirada esperanzada que su esposa lanzó a la mujer, y la sintió suspirar cuando no fue correspondida. De pensar que serviría de ayuda, habría hablado con Algaria, pero las reservas de esta en lo tocante a él seguían siendo evidentes.
—¿Ha habido respuesta a las cartas que envié sobre el cereal?
La pregunta de Catriona, dirigida a McArdle, atrajo la atención de Richard.
—Hummm… sí. En realidad creo que sí. —McArdle puso ceño—. Por lo menos, a un par de ellas.
—Bien, las veré antes de nada y, luego… La verdad es que deberíamos adelantar un poco los planes sobre los cultivos de la próxima temporada.
—Jem todavía no ha traído sus cuentas; ni Melchett.
—¿Todavía no? —Catriona miró fijamente a McArdle—. Pero las necesitamos para hacernos una idea.
McArdle enarcó las cejas y encogió los hombros.
—Ya sabe cómo va esto. No entienden lo que quiere, así que esperan que lo olvide… y así olvidarlo ellos.
Catriona se levantó con un suspiro de exasperación.
—Me ocuparé de eso más tarde. Pero si has terminado, tal vez podamos ponernos nosotros también en funcionamiento.
Cuando McArdle se levantó con esfuerzo, Richard alargó la mano y cogió la de Catriona, que se volvió hacia él.
—No lo olvides —le susurró Richard, mirándola a los ojos y acariciándole el dorso de la mano con el pulgar.
Catriona lo miró fugazmente y Richard advirtió que era incapaz de determinar a qué se refería, si al consentimiento en comunicarle sus andanzas o su invitación a los refrigerios de media mañana. Entonces Catriona parpadeó y volvió a mirarlo.
—Pasaré la mayor parte del día en el despacho.
De repente fue Richard el que vaciló, preguntándose por las intenciones de su mujer. Con un leve tirón, Catriona liberó los dedos de la presión de Richard, inclinó la cabeza y se alejó.
Y mientras la veía salir majestuosamente por la puerta, las dudas siguieron asaltando la mente de Richard.
Richard se decidió por la biblioteca para establecer sus dominios. Según Catriona, sólo ella, y a veces Algaria, la utilizaban. Había un enorme y viejo escritorio abrillantado con esmero y un sillón bien mullido, que alojó su pesada humanidad con sorprendente bondad.
Gracias a los esfuerzos conjuntos de la señora Broom y Henderson, un nombre corpulento y taciturno que desempeñaba el cargo de factótum de la casa, consiguió papel, pluma y tinta. Worboys, que fue a verlo, salió y volvió para traerle su sello y un cabo de lacre. Tras despachar una doncella para que fuera a buscar una vela, Worboys echó apenas un vistazo a los tomos encuadernados en piel.
—Si me necesita, señor, estaré en su dormitorio. Henderson, un tipo bastante amable si uno es capaz de soportar su acento irlandés, está organizando el montaje de un segundo ropero. Me ocuparé de sus levitas.
Sin duda lo haría amorosamente, pensó Richard.
—Muy bien. Dudo que te necesite durante los próximos días. —Levantó la vista hacia Worboys—. No tendremos muchas visitas.
Worboys se limitó a soltar un bufido. Luego ironizó:
—Parece improbable, señor. —Y con aquel comentario sobre su nuevo hogar, se marchó.
Richard enarcó las cejas, sorprendido de que Worboys aún no le hubiera presentado la dimisión y volvió a sus cartas.
Tras un instante de reflexión, pasó a describirle a Diablo un relato más completo de su matrimonio, la tarea más fácil a la que se enfrentaba. Le puso al corriente de los detalles que había omitido en su previa y breve nota, pero no vio razón para extenderse sobre sus sentimientos, sobre los motivos que le habían llevado a arriesgarse. Estaba bastante seguro de que Diablo, tras haber sucumbido, y haber vivido un año con las consecuencias, podía suplir las omisiones por sí mismo.
Y bien sabía Dios que la duquesa Honoria, la esposa de Diablo, y Helena, la madrastra de Richard, también lo harían.
Tras sellar la carta, Richard hizo una mueca y puso delante de él otra hoja en blanco.
Estuvo contemplando el papel durante media hora. Al final, con suma cautela y mucho tacto, escribió un relato bastante más breve de las circunstancias reales que el que había descrito a Diablo en su primera nota, pero a cambio lo llenó con toda clase de noticias que sabía que su madrastra desearía conocer. Por ejemplo, que había encontrado la tumba de su madre; que el collar que esta le había legado tenía tal característica; que Catriona tenía el pelo rojo y largo y ojos verdes; que había nevado el día de la boda…
Esa clase de cosas.
Las redactó con sumo cuidado, con la vana esperanza de que su madrastra se contentara con aquello. Al menos, durante un tiempo.
Suspiró y firmó con su nombre. Le había dicho a Diablo que ese año no acudirían a celebrar las Navidades a Somersham. Sabía, sin necesidad de preguntar, que Catriona preferiría permanecer allí, y aún sólo después de una noche bajo aquel techo, estaba de acuerdo. Tal vez en años venideros, cuando sus vidas estuvieran más asentadas, viajasen al sur para pasar aquellos pocos días de intensa vida familiar.
Pensó en ello durante largo rato. Por fin, se removió en el asiento, selló la carta a Helena y se dispuso a escribir la última carta, la destinada a Heathcote Montague, hombre de negocios y permanente comisionado de todos los Cynster.
Aquella carta era más del agrado de Richard, pues en ella tomaba decisiones, se ocupaba de sus múltiples intereses e indicaba direcciones que le permitieran controlarlos desde el valle; todas, medidas positivas para reforzar su nueva posición, su nuevo cometido.
Firmó y rubricó la carta. Apretó el sello contra el lacre fundido, agitó la carta para que se enfriara y, tras reunir los tres sobres, se levantó y salió para averiguar quién recogía el correo.
No había un mayordomo encargado de ello. El viejo McArdle conservaba el título de administrador, pero por lo que había oído, Richard tenía fundadas sospechas que Catriona se encargaba del grueso del trabajo. Lo más probable era que Henderson, como factótum, fuera el encargado de supervisar la entrega de las cartas y los paquetes. Richard deambuló por los pasillos de la casa y, tras dar con varios talleres pequeños y encontrar la despensa… no halló ni rastro de Henderson.
Decidido a depositar el problema —además de las cartas— en las siempre eficaces manos de Worboys, y recordando entonces la cita de Henderson con su acólito en el dormitorio principal, Richard regresó hacia las escaleras.
En algún lugar de las profundidades de la casa sonó una campana.
Estaba en el pasillo que conducía hasta el vestíbulo principal cuando oyó unas pisadas que cruzaban las baldosas seguidas de un sonoro chirrido al abrirse las puertas principales.
—¡Buenos días, Henderson! ¿Y dónde está tu señora? Por favor, dile que deseo verla de inmediato. Un asunto de cierta gravedad, me temo.
El tono afable y decididamente jovial llegó con claridad hasta Richard, que se detuvo en las sombras de la entrada abovedada al vestíbulo delantero. Desde allí pudo ver al robusto y corpulento caballero que entregaba el sombrero a Henderson… y la renuencia con que este lo aceptaba.
—Iré a ver si la señora no está ocupada, señor.
Unos ojitos brillantes se entrecerraron ligeramente en la cara rubicunda y redonda.
—Bueno, dile simplemente que estoy aquí y dejará lo que esté haciendo, te lo garantizo. Vamos, muévase, señor mío… No me hagas estar aquí como un pasmarote…
—Sir Olwyn. —El majestuoso y sosegado tono de Catriona llegó con claridad hasta el vestíbulo. Richard observó cómo Catriona, después de salir del despacho, se detenía justo delante de la escalera principal y miraba a sir Olwyn con expresión serena.
—¡Señorita Hennessy! —Una amplia sonrisa sustituyó el ceño de sir Olwyn, que, con un entusiasmo excesivo, avanzó por el vestíbulo a grandes zancadas—. Es un placer verla de vuelta, querida. —Catriona sonrió con frialdad e inclinó la cabeza, pero no ofreció la mano como saludo; sir Olwyn se limitó a mantener la sonrisa—. Confío en que su estancia en las Highlands transcurriera sin contratiempos. —Como si sólo entonces recordara la causa de su ausencia, la sonrisa desapareció y dio paso a una fingida expresión de condolencia—. Una gran pérdida la de su tutor, sin duda.
—Por supuesto. —Con la voz tan gélida como la nieve del exterior, Catriona volvió a inclinar la cabeza—. Pero…
—Tengo entendido que su hijo lo ha heredado todo, ¿verdad?
Catriona suspiró con resignación.
—Sí. Su hijo Jamie, por supuesto, ha sido el heredero de mi difunto tutor. Pero…
—Bueno… Seguro que él querrá ocuparse de las cosas de aquí abajo, y enseguida, no me cabe duda. —Fingiendo de nuevo seriedad, sir Olwyn miró a Catriona y meneó la cabeza—. Me temo, querida, que debo volver a exponer mi protesta… Se ha encontrado ganado del valle correteando kilómetros adentro de mis campos.
—¿En serio? —Catriona arqueó las cejas y miró a McArdle, que la había seguido hasta el vestíbulo. El anciano le devolvió la mirada sin vacilar y, encogiéndose de hombros, pareció expresar su perplejidad y desprecio por la insinuación. Catriona añadió—: Me temo, señor, que está confundido. No hemos perdido ninguna res.
—No, no, querida, claro que no han perdido ninguna. —Sir Olwyn le cogió la mano con descaro y se la palmeó—. Mis hombres tienen órdenes estrictas de devolverlas. Muchos otros propietarios no serían tan indulgentes, querida… Espero que aprecie mi interés por usted. —Con un paternalismo empalagoso, la miró a los ojos sonriendo—. No, no… sus animales perdidos no es la cuestión, encantadora señorita. La cuestión es que si primero no anduvieran deambulando por ahí, sin duda no habrían causado ningún daño en mis tierras.
Sin mostrar la más mínima cordialidad, Catriona retiró la mano parsimoniosamente.
—¿Qué…?
—¡No, no! No tema. —Sir Olwyn alzó una mano y soltó una sonora risotada—. No hablemos más del asunto por ahora. Pero la verdad, querida, es que necesita prestar atención al manejo de su ganado. Claro que, siendo una mujer, no debería preocupar a su linda cabecita con semejantes asuntos. Lo que usted necesita, querida, es un hombre…
—Lo dudo. —Richard entró en el vestíbulo con aire despreocupado—. Al menos, ya no.
Sir Olwyn lo miró fijamente y torció el gesto.
—¿Quién es usted?
Richard arqueó una ceja y miró a Catriona.
Catriona dijo con afectada tranquilidad:
—Permítame que le presente a Richard Cynster, mi marido.
Sir Olwyn parpadeó antes de abrir los ojos desorbitadamente.
—¿Marido?
—Como intentaba decirle, sir Olwyn, durante mi estancia en las Highlands contraje matrimonio.
—Conmigo. —Esbozó una sonrisa inconfundiblemente Cynster.
Sir Olwyn lo observó con recelo y se ruborizó antes de volverse hacia Catriona.
—Felicidades, querida… ¡Bueno, es una gran sorpresa! —Su mirada lasciva se acentuó al mirar a Catriona—. Menuda sorpresa.
—De hecho —añadió Richard con indolencia—, se me antoja que es una completa sorpresa. —Se adelantó con decisión, se interpuso entre Catriona y sir Olwyn y, envolviéndolo con el brazo extendido, lo obligó a volverse y lo condujo de vuelta hacia la puerta—. Glean… Sir Olwyn Glean, ¿verdad? Quizá comprenda que no haya tenido tiempo de ponerme completamente al día con la situación de aquí… Acabamos de llegar, ¿comprende? ¿Dónde estaba? Ah, sí… Quizá sería tan amable de explicarme cómo identificó a esas reses errantes como procedentes del valle. Deduzco que no las vio, ¿no es así?
Al descubrirse de espaldas a la puerta, que Henderson, con gran sentido práctico, había abierto de par en par, sir Olwyn parpadeó y dio un respingo.
—Bueno, no, pero…
—¡Ah! Así pues, fueron sus hombres los que comprobaron su identidad. Cuánto me alegra… Así podrán decirme de qué granja se escapó el ganado.
Sir Olwyn se aturulló.
—Bueno, en cuanto a eso…
Richard le sostuvo la mirada y dijo con frialdad.
—Por supuesto que tomaré medidas para garantizar que no vuelva a producirse una situación como esta. —La sonrisa de Richard fue muy leve y atenta—. Espero que me entienda.
Sir Olwyn enrojeció hasta la raíz del cabello. Volvió a lanzar una atónita mirada hacia Catriona, cogió el sombrero que Henderson le tendía, se lo encasquetó y, girando sobre los talones, bajó los escalones taconeando.
Richard lo observó marcharse, subir con dificultad a su llamativo caballo zaino y salir del patio a medio galope.
Junto al hombro de Richard, el taciturno Henderson saludó la marcha de Glean con un movimiento de la cabeza.
—Buen trabajo, sí señor.
Richard así lo creyó. Sonrió y entregó a Henderson las cartas, luego se encaminó hacia el vestíbulo. Detrás de él, Henderson cerró las pesadas puertas.
Catriona no se había movido de su sitio delante de las escaleras; Richard atravesó el vestíbulo con indiferencia y se detuvo ante ella.
Catriona lo miró fijamente a los ojos.
—Nuestro ganado no cruza las lindes del valle; si lo hiciera, yo lo sabría.
Richard asintió con la cabeza.
—Después de leer las cartas de Glean a Seamus, daba por sentado que todo esto no sería más que pura palabrería.
Le cogió la mano e hizo que se volviera hacia la escalera.
—Sir Olwyn siempre ha intentado crear problemas por nada.
—Ya veo. —Richard puso la mano de Catriona sobre su manga y empezó a subir.
Catriona puso ceño.
—¿Adónde vamos?
—A nuestra habitación. —Richard hizo un gesto con la mano hacia delante—. Henderson y Worboys han estado haciendo una pequeña reorganización. Creo que deberíamos ver si la apruebas. —Sonrió encantadoramente y añadió—: Y hay un par de cosas en las que me gustaría que pensaras.
Como en el apetito que se le había abierto despachando a sir Olwyn. Era la hora del refrigerio de mediodía.
Cuatro días después, cuando Catriona intentó escabullirse de nuevo de entre los brazos de su marido antes del amanecer, Richard gruñó, intensificó el abrazo durante un instante y luego la soltó… y también se levantó.
—La verdad es que esto es innecesario —manifestó Catriona diez minutos más tarde cuando, de pie en la penumbra del establo, observaba a Richard mientras le ensillaba la yegua—. Estoy perfectamente capacitada para hacerlo yo misma.
—Hmmm.
Lo miró iracunda. Sabía que era inútil, pero le mejoraba su humor, un tanto confuso.
—Podías haberte quedado en la cama, bien calen tito.
Richard aseguró las cinchas, levantó la vista y la miró a los ojos.
—No hay razón para quedarse en la cama bien calentito si no estás en ella.
Esta vez fue Catriona la que se mostró contrariada. Juntando las riendas, puso las manos en la silla dispuesta a montar. En un abrir y cerrar de ojos, Richard estaba a su lado; la levantó y la dejó caer en la silla.
Al mirarlo con furia, se recordó que estaba desperdiciando energías. Colocó los pies en los estribos.
—Volveré antes de dos horas.
Richard asintió con la cabeza y apretó los dientes, adelantándose por el largo pasillo principal para abrirle la puerta.
A mitad de camino, se detuvo en seco para evitar la enorme cabeza de un caballo que apareció de repente sobre la parte superior de una parada. El animal cabeceó, los enormes ojos mirando a la yegua, que, de inmediato, resbaló y dio un respingo. Catriona soltó una maldición e hizo recular a su montura.
Richard miró con detenimiento al enorme caballo, que tenía la cabeza a una altura considerablemente mayor que la suya.
—¿De dónde diablos sales tú?
—Ese es Tonante. —Catriona miró al alborotador mientras sujetaba a la yegua—. No suele estar en esta parte de los establos. Higgins está reparando el otro edificio, así que a lo mejor ha traído a Tonante aquí por ese motivo.
El gran caballo se movió, resopló y coceó con nerviosismo. Catriona suspiró.
—Espero que se tranquilice. Todos los meses derriba su parada.
—Tal vez sólo necesite más ejercicio. —Richard se subió a la puerta de la caseta contigua y miró a la enorme bestia. Sin duda debía el nombre al lacio y brillante pelaje gris moteado de manchas redondas; a eso, y al ruido que hacía con sus enormes pezuñas, que no paraban de moverse y cocear. Richard puso ceño—. ¿Es un semental?
—Sí. Es el semental de la manada del valle. En invierno estabulamos a las yeguas en la otra parte.
Richard saltó al suelo con un bufido.
—Pobre animal. —Miró a Catriona y dijo—: Sé bien cómo se siente —Catriona resopló y Richard volvió a mirar al semental—. Tienes que ordenar que se le monte más a menudo, al menos una vez al día. O lo pagaras en madera y en atender mozos de cuadra mordidos.
—Por desgracia, con Tonante tenemos que pagar y atender. No hay quien lo monte.
Richard la miró con acritud y volvió a concentrarse en el caballo.
—Es un ejemplar magnífico, un pura sangre con unas líneas de sangre excelentes. Necesitábamos un semental como él para mejorar la manada. Fue una ganga gracias a que el caballero al que pertenecía no podía montarlo.
—Hummm. Eso no significa necesariamente que no se lo pueda montar.
Catriona se encogió de hombros.
—Ha derribado a todos los mozos del valle. Así que ahora, en invierno, no deja de dar vueltas con un genio de mil demonios.
—De eso ya me he dado cuenta.
Catriona señaló la puerta con la mano.
—Tengo que llegar al círculo antes de que amanezca.
No pudo oír lo que rumió Richard, que, volviéndose, se adelantó a grandes zancadas. Manteniéndose en el lado más apartado del pasillo, hizo pasar a la yegua al lado de Tonante, que se quejó de manera lastimosa. «¡Hombres!», se dijo Catriona, meneando la cabeza.
Su propio hombre estaba esperando, sujetando la puerta de par en par.
Al pasar junto a él, Catriona le miró a los ojos y se oyó a sí misma asegurándole:
—Volveré pronto.
Cualquiera hubiera dicho que sus palabras contenían la promesa de que volvería para entregarse a sus habituales actividades matinales. Como si sus oraciones fueran una simple interrupción. El brillo en la mirada de Richard indicó a Catriona que así lo había interpretado. Maldiciendo en silencio, ella se volvió, rozó los flancos de la yegua con los talones y partió al galope.
Por el momento. Era obvio que, más tarde, estaba abocada a proporcionarle otro de sus aperitivos de media mañana.
Trató de ignorar el hecho de que el cosquilleo que sintió no se debiera a la excitación del paseo a caballo.
Con los brazos sobre el listón superior de la valla del patio, Richard la observó alejarse a toda prisa por el paisaje invernal.
Cuando se hallaba a medio camino de donde él la perdería de vista, se metió la mano en el bolsillo del gabán y sacó el catalejo que había encontrado en la biblioteca. Extendió al máximo el artilugio, ajustó el foco y escudriñó el terreno cubierto de nieve que se abría por delante de Catriona.
Ni una sola huella de pezuña estropeaba la alfombra de nieve.
Con los labios curvados en una mueca de satisfacción, bajó el catalejo y lo guardó. Había más de una forma de mantener a salvo a una bruja.
Dos días antes había cabalgado hasta el círculo. Incluso él, nada inclinado a las supersticiones locales, había sentido la fuerza que protegía al bosquecillo de tejos, olmos y alisos, unos árboles nada frecuentes en esas latitudes. Lo había rodeado a pie y, para su propia satisfacción, había comprobado que era imposible aproximarse al círculo de otra forma que no fuera atravesando la extensión de terreno que acababa de examinar.
Aunque sin duda preferiría estar con ella (era consciente de lo mucho que deseaba cabalgar a su lado), sin una invitación de Catriona, observarla desde lejos era cuanto podía hacer.
Al menos, pensó, mientras la veloz figura de su bruja cruzaba una pequeña loma y desaparecía de la vista, de aquella manera mitigaba un poco el paternalista afán protector que ya formaba parte de él.
Dando la espalda al paisaje, se encaminó hacia la casa. Entonces se detuvo. Lentamente, mirando de nuevo hacia el establo con expresión pensativa, se dirigió hacia allí a grandes zancadas.
—¿Dónde está? —siseó Catriona, poniéndose el vestido por la cabeza—. Supongo que esto es lo que ocurre por tener tratos con un libertino, por tener a un libertino de consorte.
Claramente airada, tiró el vestido de amazona encima de un sillón.
Había vuelto de rezar, cabalgando a través del leve manto de nieve de la campiña, excitada y tonificada, con una ansiedad efervescente por volver a ver a su apuesto marido y aplacar sus frustraciones. Aquel al que había dejado esperando.
Había confiado en encontrarlo en la calidez de la cocina o quizás en el refectorio, o incluso amargándose con sombría sensualidad en la biblioteca.
No estaba en ninguna parte. Catriona lo había buscado por doquier, incapaz de dar con él.
Se sentía defraudada, frustrada.
Reprimió un improperio, caminó hasta la ventana y descorrió las cortinas, luego abrió el cristal y apartó los postigos.
Y lo vio.
La habitación estaba en uno de los torreones, situado en una esquina de la fachada delantera de la casa. Desde la ventana veía un panorama que se extendía por sus tierras hasta la cabecera del valle. Más cerca, los jardines descendían hasta el río, en ese momento sólo visible como una cinta de nieve flanqueada por las orillas marrones.
Fue allí donde lo vio, cabalgando como el viento por el sendero paralelo al río. El caballo que montaba era un rucio imponente, un destello en la fría y nítida luz de la mañana.
Catriona observó expectante ante el inevitable obstáculo, el grito, el encabritamiento y el corcoveo, temiendo en fin la inevitable caída.
No se produjo. Como almas gemelas, hombre y bestia volaban sobre el suelo blanco en una perfecta armonía, cada movimiento era un testimonio de la fuerza innata de ambos y su noble alcurnia.
Estuvo observándolos hasta que desaparecieron en la luz cegadora del sol matutino, que se elevaba como un disco plateado sobre la salida del valle.
Cuando Richard entró en el establo entre el repiqueteo de los cascos. Catriona estaba esperándolo. La vio, sonrió y desmontó. Catriona lo observó con las manos en las caderas mientras conducía a Tonante de vuelta a su parada y desensillaba el enorme rucio. La respiración tanto de él como del caballo era agitada, y ambos parecían mostrar idéntica satisfacción, absolutamente masculina.
Catriona se apoyó contra la puerta abierta del establo y se cruzó de brazos mientras reprimía una exclamación de contrariedad.
—¿Cómo lo has conseguido?
Ocupado en cepillar al ya pacífico semental, Richard le lanzó una mirada y dijo:
—Ha sido fácil. Sencillamente, Tonante jamás había tenido la oportunidad de escoger.
—¿De escoger qué?
—Entre quedarse aquí encerrado o dar un largo paseo conmigo.
—Entiendo. ¿Así que te limitaste a darle la oportunidad y él estuvo de acuerdo?
—Tal y como has visto. —Tras arrojar el cepillo, Richard comprobó que el semental tenía comida y se unió a Catriona en la puerta de la parada.
Ella lo observó de manera inquietante sin moverse. Richard, con la respiración aún entrecortada, seguía esbozando la misma sonrisa ridículamente autocomplaciente.
Volvió a mirar a Tonante.
—De vez en cuando lo sacaré a dar un paseo. —Volvió la vista hacia Catriona—. Sólo para mantenerlo en forma.
De pronto Catriona reparó en la ardiente mirada de su marido y se estremeció, viéndose envuelta por la desconfianza y la expectativa. No había nadie, los mozos de las cuadras estaban desayunando.
Sosteniéndole la mirada, Catriona dio un paso hacia la puerta abierta. Richard la siguió lentamente, como si la acechara. Pero la amenaza no procedía de él; la cómplice cadencia de sus labios revelaba que lo sabía. Catriona debía recurrir a su capa de altivez sin demora. En su lugar, la ardiente mirada de Richard aumentó la excitación que ya había sentido antes al verlo llegar.
—¿Desayunamos? —consiguió articular Catriona con voz casi inaudible.
Los labios de Richard se torcieron en una lenta y leve sonrisa.
—Más tarde.
Richard cerró la puerta sin mirar e hizo entrar a su mujer en la siguiente parada, que estaba vacía.
Catriona abrió los ojos desorbitadamente al ver el muro. Levantó las manos, pero fue incapaz de frenar el avance de Richard… aun cuando hubiera sido esa su intención.
—¿Richard?
Sin duda era una pregunta, a la que él respondió con hechos. Y Catriona descubrió lo útil que podía llegar a ser un establo.