SE casaron con un permiso especial del obispo de Perth. Tres días después, en la iglesia presbiteriana escocesa del pueblo, de pie a su lado, Catriona escuchó la promesa de Richard Cynster de amarla, honrarla y protegerla. Si hacía las tres cosas, estaría segura. Por su parte, ella realizó la misma promesa de todo corazón.
Y al hacerlo, sintió la bendición de la Señora en el rayo de sol que penetró a través del pequeño rosetón situado encima del altar para bañarlos en su gloria.
Richard la tomó entre sus brazos y la besó. Sólo cuando se separaron y ambos se volvieron para recorrer la breve nave el haz de luz se desvaneció.
Al salir al pequeño porche después de firmar en el registro, el invierno recuperó su supremacía. Las nubes, cargadas de agitada nieve gris, se extendían a lo largo del horizonte. El suelo ya estaba cubierto por una alfombra blanca con la que una brisa glacial formaba ligeros remolinos.
Los familiares, excitados los siguieron hasta la puerta. Respetando los deseos de Richard y Catriona, todos habían convenido en que, debido al fallecimiento de Seamus, lo mejor era una breve e íntima ceremonia en la iglesia presbiteriana. Tanto el clima como la muerte de Seamus los habían disuadido de cualquier celebración posterior. Las nieves habían empezado en serio y los puertos de montaña se estaban bloqueando poco a poco. Richard y Catriona habían decidido partir nada más terminar la ceremonia, para no quedar aislados por la nieve durante semanas.
La novia se detuvo en el porche y vio el aliento vaporoso de los caballos del carruaje elevarse por encima de la entrada techada del camposanto Levantó la vista hacia Richard, que miraba hacia el otro extremo del cementerio. Le siguió la mirada y adivinó lo que estaba pensando.
—Anda, ve. —Le dio un ligero empujón. Richard la miró con la máscara puesta, pero Catriona la ignoró—. Ve y despídete. —Tras un instante de introversión y alejamiento, Catriona volvió a centrarse en él—. No creo que ninguno de los dos volvamos aquí nunca más.
Richard vaciló un momento, asintió con la cabeza y salió del porche. Catriona lo vio dirigirse hacia una sencilla tumba pegada al muro. Luego ella se volvió para atender a Jamie, Meg y los demás.
Cuando se detuvo delante de la tumba de su madre, Richard se preguntó qué habría pensado ella de su matrimonio con Catriona Hennessy. Su madre también era de las Lowlands; quizá lo aprobara. Observó la lápida con detenimiento, y dejó que la visión se hundiera en su mente.
Volvió a acordarse de sus pensamientos cuando se detuvo allí, a la luz de la luna, instantes antes de conocer a la que sería su encantadora bruja y esposa.
Su esposa. Las palabras, incluso no pronunciadas, le provocaron una oleada de sensaciones desconcertantes lo bastante poderosas para remover los cimientos de su cordura. Las sensaciones y los recuerdos se mezclaron. Volvió a mirar la tumba de su madre y realizó otra promesa en silencio.
Vivir la vida con intensidad.
Se irguió, respiró hondo y se volvió. Entonces vio a Catriona, que esperaba detrás de él a un metro de distancia. Ella lo miró a los ojos y también contempló la tumba. Richard le pidió con un gesto que se acercara. Catriona se puso a su lado.
Ambos contemplaron la lápida durante un instante. Richard se despidió en silencio y cogió la mano enguantada de Catriona.
—Vamos. Está helando.
Echaron a andar. Catriona volvió la vista atrás. Luego miró a Richard es de dirigir la mirada hacia el grupo que los esperaba al resguardo de entrada techada del cementerio.
Tenían dos coches, el de él y el de ella. La creciente nevada abrevió la despedida y, al cabo de unos minutos, Richard acompañó a Catriona a su carruaje y la siguió adentro. Jamie cerró la puerta y se retiró. A través del cristal Richard lo miró a los ojos sonriendo y levantó la mano en un breve saludo. Jamie sonrió abiertamente y se lo devolvió.
¡Adiós!
¡Buena suerte!
El coche arrancó con una sacudida. La comitiva nupcial, entregada a un enloquecido agitar de manos, quedó atrás. Envuelto en su gabán, Richard se puso cómodo, estiró las piernas y apoyó los hombros contra el asiento de cuero. A su lado, Catriona se echó la capa por encima después de alisarse la falda. Con las botas apoyadas en un ladrillo caliente envuelto en franela, recostó la cabeza en el cabezal y cerró los ojos.
Mientras se alejaba ruidosamente de las Highlands, un silencio teñido de esperanza envolvió al carruaje.
Richard no veía razón para romperlo. Kilómetro tras kilómetro, ocupaba su mente en relacionar las distintas cartas que tenía que escribir. La primera, una breve nota a Diablo, ya había sido despachada con Worboys, al que se había enviado por delante para garantizar la comodidad de la primera noche. Informar a Diablo de su cambio de estado había resultado fácil; informar a Helena, la duquesa viuda de St. Ivés, no lo sería tanto. Aparte de todo lo demás, tenía que hacer pública la noticia de manera que su madrastra no apareciera de inmediato en el umbral de la mansión con la intención de dar la bienvenida a Catriona a la familia Cynster de la manera consagrada por la tradición. De eso nada. Necesitaba tiempo para encontrar el propio equilibrio, para aprender a llevarse bien, para aprender a controlar a su esposa bruja.
Eso era lo prioritario. Helena tendría que esperar.
—Confío en que lleguemos a El Jabalí antes de que caiga la noche.
Catriona contemplaba el paisaje blanco del exterior. Richard la miro y sus labios temblaron instintivamente. De inmediato desvió la mirada hacia delante.
—Nos quedaremos en El Ángel.
—¿Ah, sí? —Catriona se volvió—. Pero… —Se le quebró la voz.
Richard la miró con expresión confusa.
—Bueno —Catriona hizo un gesto con la mano—, es sólo que El Ángel es una posada de mucha categoría.
—Lo sé. Por eso he enviado a Worboys allí a reservarnos habitaciones.
—¿Eso has hecho? —Catriona hizo una mueca.
Richard conservó la expresión afable.
—¿No te gusta El Ángel?
—Claro que sí, pero es un lugar muy caro.
—Una circunstancia por la que no debes preocuparte.
—Todo eso está muy bien, pero…
Richard supo al instante que Catriona había caído en la cuenta. Su mujer abrió los ojos desorbitadamente al reparar en los acabados lujosos del carruaje (la suave y delicada piel, los relucientes apliques de bronce), al recordar los imponentes y robustos caballos situados entre las varas. Por fin, concluyó lo que hacía tiempo que resultaba evidente.
Asombrada, se volvió hacia él y lo miró subyugada. Carraspeó, se recostó contra el asiento e hizo un gesto de displicencia con la mano.
—¿Eres…?
—Mucho. —Disfrutando, Richard inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
Sintió la creciente intensidad de la mirada de Catriona.
—¿Cuánto es mucho?
Richard lo pensó y dijo:
—Lo suficiente para mantenerme a mí, a ti… y a tu valle si fuera necesario.
Catriona tendió la mano hacia la cara de Richard. Entonces soltó una exclamación y se arrellanó en el asiento.
—No me había dado cuenta.
—Lo sé.
—¿Los Cynster son extremadamente ricos?
—Sí. —Al cabo, aún con los ojos cerrados, agregó—: En la familia nadie me considera un bastardo. Mi padre me ha nombrado su segundo heredero, que es lo que soy a todos los efectos.
Catriona guardó silencio, por lo que Richard se sintió intrigado.
—Jamie mencionó que se te aceptaba socialmente.
El comentario no contenía ninguna pregunta. Richard se limitó a mirarla.
—Supongo que eso significa que podrías haber escogido entre todas las jóvenes damas de las mejores familias.
—Sí —confirmó al fin.
—Así que… —Catriona suspiró y se volvió para mirarlo a los ojos—. ¿Qué pensará tu familia cuando se enteren de que te has casado con una bruja escocesa?
Estuvo a punto de bromear asegurando que sin duda opinarían que había perdido el juicio o simplemente que era lo que merecía, pero la sombra que percibió en sus ojos lo contuvo. En cambio, extendió lentamente el brazo y, asiéndola por la cintura, la levantó con facilidad para colocársela en el regazo. Catriona se estremeció.
—Lo único que les importará —musitó— es que te haya escogido.
La habría besado, pero ella lo impidió apoyando las pequeñas manos contra su pecho.
—Pero no lo has hecho —susurró ella, ruborizándose ligeramente—. Escogerme, quiero decir.
La había escogido en cuanto la abrazó la primera noche a la luz de la luna, cerca de la tumba de su madre, pero no estaba tan hechizado como para admitirlo; su bruja ya tenía bastantes poderes sin necesidad de eso. Ignorando las manos de Catriona, inclinó la cabeza y le rozó los labios con los suyos.
—Eres mía. —Sus labios se fundieron con una dulzura dolorosa… y se separaron—. Es cuanto importa.
Por un instante, las miradas de ambos se encontraron y el aire que los envolvía resplandeció.
Catriona suspiró en el momento en que él la abrazaba, bajaba la cabeza y la besaba de nuevo.
Ella le devolvió el beso con dulzura, casi con inocencia, como si fuera la primera vez. En cierto modo, así era. Catriona lo recibía por primera vez como amante plenamente consciente y despierto. Richard se percató y reprimió un gruñido, conteniendo al mismo tiempo sus virulentos deseos, furiosamente intensos tras cuatro días de ayuno.
Ambos se hundieron en la calidez y el calor de aquel beso, alimentando lentamente las brasas del deseo.
Catriona lo siguió sin ambages, sin malicia. Tal como esperaba, le dio cuanto le pedía, aceptando cada caricia cuando se la ofrecía, rindiendo la boca a su conquista. Richard la saboreó a conciencia y la incitó a expresar sus propias demandas, a conocerlo y corresponderlo, a que le devolviera el lento asalto de su lengua con caricias igual de evocadoras.
Sin embargo, como si su primer encuentro como marido y mujer fuera en cierto sentido diferente, estaban tensos y nerviosos. Richard lo percibió en la respiración entrecortada de Catriona, en la aguda tirantez de una sensibilidad infinita, síntomas que él mismo compartía.
Era como si algo mágico flotara en el aire, perturbándole.
La alzó con delicadeza y la movió sobre sus piernas hasta quedar sentada a horcajadas frente a él, las rodillas a ambos lados de sus caderas. Fundidos en un beso, Catriona apenas pareció advertirlo. Empujando las manos hacia arriba, sobre los hombros de Richard, le deslizó los dedos por el pelo y torció los labios bajo su boca.
Cuando Richard le tocó los senos, gimió. Aún a través de la gruesa tela de la pelliza, sintió la firmeza de aquellos pechos que le llenaban las manos. Aunque el calor entre ambos aumentaba, hacía demasiado frío para contemplarla desnuda. Sus manos se deslizaron sobre ella en unas caricias lentas y prolongadas, destinadas a revivirla y amarla.
Catriona se estremeció sobre los muslos de Richard cuando él deslizó la mano por debajo de la falda.
Y en el frío aire del carruaje, la encontró… sorprendentemente ardiente. Si por Catriona hubiera sido, habrían dejado de besarse, pero él le negó cualquier posibilidad. Le mantuvo los labios atrapados, besándola con frenesí mientras la acariciaba.
Catriona se fundió entre sus dedos.
Cynster tuvo que interrumpir el beso para ocuparse de su propia ropa. Catriona ya le había abierto el gabán y le había desabrochado la levita y el chaleco. Aturdida, los ojos brillando de excitación, Catriona bajó la mirada mientras Richard se desabrochaba los botones del pantalón.
Una vez desabrochados, Catriona levantó la cabeza y le clavó la mirada.
—¿Qué…?
La pregunta fue elocuente.
—¿Aquí?
Richard arqueó una ceja e inquirió a su vez:
—¿Dónde si no?
—Pero… —Escandalizada, dirigió la mirada hacia el techo del carruaje—. Tu cochero…
—Le pago lo suficiente como para que se haga el sordo. —Richard estiró los brazos hacia ella.
Catriona volvió a mirarlo, se humedeció los labios, echó un vistazo al asiento que tenían al lado y meneó la cabeza con incredulidad.
—¿Cómo…?
Richard respondió a la pregunta atrayéndola hacia él. Cuando Catriona comprendió su intención, separó los muslos, deslizó las rodillas por los cojines y, con un leve suspiro, se acopló a él.
Richard la miró a la cara, percibió la expresión de placer que inundaba los delicados rasgos de Catriona y se dijo que estaba tan agradecida como él por tenerlo de nuevo dentro.
Rodeándola con los brazos, la besó en los labios y la levantó, acunándola.
Catriona alzó instintivamente las rodillas e intentó aumentar el ritmo
—No. —Richard le sujetó las caderas, la mantuvo allí durante un instante y volvió a retomar el ritmo—. Mantente al compás de los caballos.
Catriona obedeció, y poco a poco el uniforme balanceo se hizo tan instintivo que ya no necesitaron pensar en él. Pronto pudieron dedicarse en exclusiva a pensar en la indescriptible sensación de sus cuerpos al fundirse en un viaje de placer infinito.
Abrazada con firmeza, Catriona se estremeció. Un sentimiento ilícito y desenfrenado se desató en lo más profundo de ambos. Con los ojos cerrados, el hecho de estar vestida le resultaba excitante. Catriona sentía en la desnuda cara interior de los muslos la tela de los pantalones de Richard y la suave piel del asiento; sobre los costados y las piernas, sobre las curvas del trasero, sólo el movimiento y el roce de la camisa.
Sólo en el centro, en la suave zona entre sus muslos extendidos, sólo allí podía sentirlo, donde el tacto entre ellos carecía de barreras que los separasen.
Catriona se deleitó en la fuerza inherente de su unión, en la honda y creciente energía que brotaba entre ellos.
Fue plenamente consciente de que en el exterior el mundo, helado y blanqueado de nieve, proseguía su marcha entregado a su propio ritmo constante, el insaciable ritmo de la vida. Bajo la nieve la vida seguía resplandeciendo, en las semillas calientes, en la fecundidad que aguardaba para florecer. Al igual que ellos —sus cuerpos y sus vidas—, que se fundían bajo los pesados ropajes sembrando semillas en la oscuridad para que florecieran más tarde, en verano, cuando el sol hubiera regresado.
Siguiendo su propio ritmo, al compás de los caballos que avanzaban lenta y pesadamente, se convirtieron en parte del escenario invernal. Parte natural del paisaje, el acto de la unión de Richard y Catriona era investido de la misma fuerza intrínseca que insuflaba vida al mundo.
Mientras la nieve se arremolinaba y la luz se desvanecía poco a poco, sus cuerpos, tensándose hacia una liberación estremecida, eran una pieza del rompecabezas del mundo. Una pieza necesaria y esencial.
Con aquella certeza en el pensamiento y en el corazón, Catriona retiró los labios. Apoyándole la cabeza en el hombro y la frente en la mandíbula, su cuerpo empezó a moverse sin control, llevado por una urgencia que Catriona ya no precisaba ocultar. No sabía cómo hacerlo.
Ajena a todo lo demás, fue consciente de la acerada virilidad de Richard, que se deslizaba con facilidad hasta lo más profundo de sus entrarías, saciándola y presta a proporcionarle la semilla de su fruto.
La necesidad creció y la desbordó. Se oyó gemir. Richard le rozó la sien con los labios, la abrazó con más fuerza y la instó a continuar, a que se hundiera más sobre él.
Boqueó con desesperación y lo atrajo aún más a su interior, dentro de su cuerpo y su alma… Y también de su corazón.
Catriona se dio cuenta de que la distancia de protección se disolvía, sus escudos se apartaban dejándola indefensa. A sus pies se abría el abismo al que había saltado aquella primera noche y le hacía señas de nuevo, tentándola a volver a hacerlo, a saltar a su interior igual que la primera vez que se había entregado a Richard, cuando recibió al guerrero en su cuerpo por primera vez. En la segunda noche había profundizado en el abismo, y en la tercera había sellado su destino.
En ese momento, impelida por aquel mismo destino, arrastrada por una fuerza más potente que cualquier otra que hubiera conocido, avanzó gustosa y se internó en la oscuridad.
Se descubrió cayendo en el pozo de pasión que calentaba sus cuerpos anhelantes. El deseo creció y la atrapó, arrastrándola a una ola que la elevó a una inconsciencia bendita. Catriona cabalgó sobre Richard, que la satisfizo y la hizo seguir adelante.
Por fin alcanzó la cumbre del placer, bañándole el cuerpo y la mente con una liberación de belleza tan frágil que le hervía en las venas y le resplandecía bajo la piel.
Cerrando los ojos y asiendo la camisa de Richard, amortiguó el grito contra aquel pecho cálido. Luego se soltó y flotó en paz.
Richard la atrajo hacia sí, la besó en la mejilla y la poseyó aún más profundamente. Entregada, Catriona lo recibió pletórica de placer, sonriendo con dulzura ante el éxtasis de Richard y la calidez que le inundó el útero.
Catriona se adentró en lo desconocido, sin otra tierra donde caer que en los brazos de Richard.
Cerrando los ojos contra una punzante y arrolladora emoción, Catriona se rindió y se hundió en el abrazo.
—¿Debo suponer que aquello que se yergue en el horizonte es Merrick? —preguntó Richard.
—Sí. —Con la nariz casi pegada a la ventana, Catriona apenas miró la majestuosa cumbre que descollaba por encima de la cabecera del valle. El carruaje se bamboleó y siguió avanzando, tirado con energía por los poderosos caballos de Richard. Estaban casi en casa y Catriona tenía mucho en lo que pensar—. Esta es la granja de los Melchett. —Señaló hacia un puñado de edificios de techo bajo que abrazaban la protección de una colina—. Los bosques de más allá producen la mayoría de los troncos de nuestros hogares.
Richard asintió con la cabeza, pendiente del paisaje que se abría más allá de la ventanilla, como si estuviera catalogando lo que veía. La mente de Catriona se hallaba sumida en un desacostumbrado aunque placentero torbellino, debido, claro está, a él. Habían cruzado los límites del valle diez minutos antes, tras haber abandonado la costera Ayr con las primeras luces del día, y después de pasar sólo dos noches en el camino.
La primera, en El Ángel de Stirling, le había mostrado las ventajas de viajar con un caballero poderoso, rico y protector. Richard había hecho saber sus deseos —sus exigencias— por medio de Worboys; todo estaba dispuesto tal como había decretado. Incluso Algaria, que viajaba detrás de ellos en el carruaje del valle, había silenciado su tácita desaprobación; incluso ella había tenido que reconocer la comodidad de un salón privado y la calidad de una cena excelente.
Algaria se había sumido en el silencio, y a medida que pasaban los días, iba retrayéndose. Catriona terminó por aceptarlo y esperó a que su mentora viera la luz.
Para ella, la revelación ya había llegado.
Como marido y mujer, ella y Richard habían compartido dormitorio y cama durante las dos últimas noches. Tiempo suficiente para ver lo que el futuro podía deparar. Quedarse dormida en los brazos de Richard había sido glorioso; despertar en ellos se había revelado como un nuevo placer.
Con el calor en las mejillas, Catriona sonrió para sus adentros. Evito mirar a Richard y contempló los campos blancos.
Entretanto, sus sentidos se deleitaban con el recuerdo de los detalles.
Aquella mañana se había despertado para encontrar a Richard envolviéndola, sintiendo cómo se deslizaba en su interior. Había jadeado y se había aferrado al brazo que la rodeaba por la cintura para inclinarle las caderas un poco hacia atrás.
Richard le había hecho el amor como siempre, con morosidad, languidez y fuerza. De manera infatigable. Aquel parecía ser su estilo, y Catriona lo encontraba adictivo. Nunca había imaginado tal profundidad en la intimidad compartida, tanto física como emocional.
Cerrando los ojos, se había empapado de ella dejando que le alimentara las entrañas.
En ese momento, en su excitación, en su ansiedad por llegar a casa, por empezar su nueva vida, por tenerlo allí como parte de la misma, casi se había colgado fuera de la ventanilla.
—¡Allí! —Como una niña señaló entre los abedules, un bosque de troncos y ramas desnudas. Miró a Richard por encima del hombro—. Aquello es Casphairn Manor.
Richard se inclinó para mirar por encima del hombro de Catriona.
—¿De piedra gris?
Catriona asintió con la cabeza cuando una torrecilla centelleó ante la vista.
—El parque parece extenso.
—Lo es. —Miró a Richard—. Hay que proteger la mansión de los vientos y las nieves que soplan de Merrick.
Richard hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se sentó de nuevo. Catriona se volvió hacia la ventanilla.
—Otros diez minutos y estaremos allí. —De pronto la asaltó una vaga preocupación. Lo atribuyó al repentino y desconcertante temor de si habría algún problema que no hubiera previsto, cualquier medida que debiera estar dispuesta a tomar para suavizar la entrada de Richard en el valle, en su vida. Frunciendo el entrecejo, clavó la mirada en la ventanilla.
Richard advirtió la preocupación de Catriona, al igual que se había percatado de su ensimismamiento al contemplar sus propiedades. Sin duda tenía la mente puesta en sus tierras, en el valle, en sus responsabilidades… no en él.
Miró de reojo el perfil de su esposa e hizo una mueca. Los dos últimos días habían discurrido según su voluntad, gracias a la cual ella era suya. Pero en cuanto llegaran a Casphairn Manor, debería enfrentarse a nuevos retos, cuya naturaleza le resultaba desconocida.
Como el de mantener su promesa de no interferir en el cometido de Catriona y en su forma de dirigir el valle. También debería aprender a aceptar lo que él significaba para ella, fuera lo que fuese.
Aquel aspecto agitaba su alma de Cynster. No estaba seguro de que realmente la Señora de Catriona hubiera tenido alguna participación en aquel enlace. Había que admitir, no obstante, que de no haber sido por semejante intervención divina, en ese momento Catriona podría no ser suya… a ningún nivel. Como buena bruja, era terca, obstinada y nada influenciable, sobre todo en lo tocante a los asuntos que afectaban a su profesión.
Le clavó la mirada en la cara y sintió que se le endurecían las facciones al tiempo que su resolución crecía.
Debía de ser, meditó, su semana para hacer promesas.
En ese caso —en el de Catriona— ni siquiera tuvo que pensar en los términos, puesto que la declaración sonó sin más en su pensamiento. Ella, se juró, acudiría a él por su propia cuenta y no porque su Señora se lo ordenara. Lo querría a él, a todo él, por sí misma… por lo que él le daba.
Aquello no era, estaba seguro, lo que sentía por él en aquel momento. Pero como buen cazador hasta la médula, estaba perfectamente adiestrado para cazar al acecho. Dispuesto a tender cepos, a camuflar trampas con sumo cuidado, a insistir hasta que ella fuera suya.
Suya en cuerpo, tal como ya era, pero también en alma.
Suya… con absoluta libertad. Esa era, se percató de repente, la única manera en la que él la tendría de verdad, la única forma de que ella supiera que era realmente suya.
Cuando el carruaje aminoró la marcha entre balanceos y traspuso con estrépito un par de pilares y continuó por una larga avenida que atravesaba el parque, Richard observó a su nueva esposa y se puso a especular ociosamente en cómo lo llamaría Catriona, de qué manera lo mostraría, cuando pasara el tiempo y fuera suya realmente.
—¡Buenos días, señora! Y buena es la mañana que la trae de vuelta al hogar sana y salva.
—Gracias, señora Broom. —Apoyándose en la mano de Richard, Catriona bajó los peldaños del carruaje y, para su sorpresa, no fue capaz de ubicar con exactitud los pensamientos de su ama de llaves. Por lo general, la señora Broom era fácil de leer, pero la amplia sonrisa en su hogareño rostro, dirigida a Richard (todo elegancia, para variar), desafiaba cualquier interpretación.
La visión de un carruaje desconocido que traía a su ama por el largo sendero había hecho acudir corriendo a la gente de la mansión. Doncellas y caballerizos, mozos de cuadra y obreros, todos amontonados en el patio, reunidos en una multitud alrededor de la escalinata principal ante la que se había detenido el cochero de Richard.
Este había sido el primero en bajar; desde las sombras del carruaje, Catriona había observado los ojos desorbitadamente abiertos de su gente, además de la sorpresa y la especulación que allí anidaban. Había esperado desconfianza y prevención, disponiéndose a atajarlas… pero nada de eso hizo su aparición todavía.
Dejando una mano en la de Richard, sonrió e hizo una seña con la otra reclamando la atención de su gente, para acto seguido dirigirla hacia Richard.
—Este es mi marido, el señor Richard Cynster. Nos hemos casado hace dos días.
Una oleada de excitación, un murmullo de evidente aprobación recorrió la multitud. Catriona sonrió a Richard y se volvió con dulzura hacia el anciano que se apoyaba pesadamente en un bastón al lado de la señora Broom.
—Permíteme que te presente a McArdle.
El anciano hizo una reverencia lenta y pronunciada. Cuando se incorporó, una sonrisa más ancha que cualquier otra que Catriona pudiera recordar le adornaba el rostro.
—Es un placer darle la bienvenida a Casphairn Manor, señor.
Richard le devolvió la sonrisa e inclinó la cabeza con educación.
—Es un placer estar aquí, McArdle.
Como si se hubiera cumplido un ritual —uno del que Catriona no era consciente—, todo el mundo, los mismos que la habían servido desde la cuna y que ahora estaban a su cuidado, se relajaron y acogieron a Richard Cynster entre ellos. Presa de un desconcierto absoluto, Catriona sintió cómo la calidez de la bienvenida envolvía a Richard. Él correspondió. Colocándole la mano a Catriona en su manga, se volvió hacia ella y juntos rodearon a la concurrencia para poder conocer a todos los de la casa.
Mientras hacía las presentaciones, Catriona estudiaba a su personal; todas y cada una de las reacciones eran sinceras. De hecho, se mostraron complacidos por verlo, por recibirlo como marido de Catriona. Y cuanto más hablaba Richard, más sonreían y más muecas hacían, lo que en el fondo enfurruñaba a Catriona.
Cuando por fin entraron en la casa, Richard la condujo escaleras arriba. Pasaron junto a Algaria, que, retraída y en silencio, esperaba en lo alto de la escalinata. Los ojos de Catriona se cruzaron con su oscura mirada y supo al instante lo que estaba pensando Algaria.
Pero la reacción de Richard no fue fingida ni formaba parte de ningún plan. Lo había presentado al servicio de forma imprevista y sintió que se había sorprendido tanto como ella, pese a su rapidez en responder a la calidez de su gente.
Lo que no entendía era el significado exacto de aquella bienvenida, ni por qué había aflorado con tanta naturalidad.
Aquellos interrogantes la atormentaron todo el día.
Cuando los habitantes de la casa se reunieron para cenar, su inquietud ya era notable. Algo estaba ocurriendo en su pequeño mundo que no entendía, una fuerza agitadora sobre la que no tenía control. Sin duda no era lo que había deseado.
Inquieta por algo que no podía nombrar, entró majestuosamente en el refectorio. Con aire despreocupado, Richard entró tras ella, tal y como había hecho durante la mayor parte de la tarde mientras Catriona le enseñaba la casa. Ahora, la suya.
Catriona miró por encima del hombro y se sintió molesta. Aún no habían discutido dónde vivirían. Ella había supuesto sin más que lo harían allí, juntos. Señora y consorte. Pero había cometido un error: quizá se había precipitado en sus suposiciones. La idea, lejos de tranquilizarla, la llenó de inquietud.
Se guardó aquel sentimiento para ella, sonrió a la señora Broom y caminó hasta la tarima. Tras dirigirse a su puesto en el centro de la larga mesa, con un elegante gesto de la mano señaló a Richard la silla labrada que estaba a su lado. La silla que había permanecido pegada a la pared, vacía desde la muerte de los padres de Catriona.
Richard le sostuvo la silla mientras se sentaba y luego ocupó la contigua. Catriona hizo un gesto con la cabeza a la señora Broom, que dio una palmada para ordenar que se sirviera el primer plato. Las doncellas entraron a toda prisa acarreando montones de fuentes. Al contrario que en las casas de la pequeña nobleza de otras partes, todos los habitantes de la mansión comían juntos, tal y como habían hecho durante siglos.
Repantigado en la silla al lado de Catriona, Richard observaba a la gente de la casa, los modales francos y naturales usados entre la dueña y el personal. Imperaba una calidez y una camaradería que sólo había encontrado con anterioridad entre los soldados. Dado el aislamiento del valle, lo largo del invierno y la crudeza de la climatología, quizá fuera algo bueno, una unión necesaria.
En líneas generales Richard lo aprobaba.
No así Worboys.
Sentado a la mesa anexa a la principal, el pobre Worboys miraba asombrado. Richard se hizo a la idea de que pronto recibiría su dimisión. Acostumbrado a las estrictas prácticas propias de las mejores casas de la alta sociedad, la situación de Casphairn Manor no satisfaría las elevadas normas de Worboys.
Y sólo Dios sabía cómo sería el betún negro en aquel lugar.
—¿Quieres un poco de vino?
Volvió la cabeza y vio que Catriona levantaba una licorera. Alargó la mano, se la quitó y contempló el líquido dorado que contenía.
—¿Qué es?
—Vino de diente de león. Lo hacemos nosotros.
—Ah. —Tras un instante de duda, Richard reprimió una mueca y se sirvió media copa. Pasó la licorera a la señora Broom, que se había sentado a su lado.
—Tiene que informarme —le dijo el ama de llaves— de cuáles son sus platos favoritos. —Le mostró una amplia sonrisa—. Así veremos qué podemos hacer para satisfacer sus gustos.
Richard también sonrió y dijo:
—Es muy amable por su parte. Dedicaré algún tiempo al problema.
La señora Broom repitió la sonrisa y desvió la mirada.
Richard miró a Catriona, que estaba absorta en la comida. Richard alzó la copa y bebió un sorbo. Pestañeó. Bebió un nuevo sorbo y paladeó el gusto afrutado de la bebida y las complejidades del buqué.
Ambrosia líquida.
Se irguió, posó la copa y cogió la cuchara de la sopa.
—¿Cuánto vino de este tenéis?
Catriona le lanzó una mirada.
—En verano hacemos todos los barriles que podemos. Pero siempre sobra alguno de un año para otro.
—¿Qué hacéis con el excedente?
Catriona dejó la cuchara y se encogió de hombros.
—Supongo que los barriles viejos siguen allí, en las bodegas. Ya te dije que son muy grandes, discurren por debajo de la extensión del edificio Principal.
—Podrías enseñármelas mañana —sugirió Richard, y Catriona lo miró con recelo, por lo que enseguida añadió—: Tus bodegas parecen bastante fascinantes.
Catriona lanzó un bufido de desconfianza.
Un sonido metálico inundó la estancia. Todos se volvieron cuando McArdle se levantó en el extremo de la mesa principal. Cuando por fin se hizo el silencio, levantó en alto su copa.
—Propongo un brindis… por Casphairn Manor. Que su prosperidad no acabe nunca. Por nuestra Señora del valle… que reine por muchos años. Y por el reciente consorte de nuestra señora, el señor Richard Cynster, a quien recibimos calurosamente en el valle por más inglés que sea.
Las últimas palabras fueron recibidas entre carcajadas. McArdle esbozó una sonrisa franca y agregó, dirigiéndose a Catriona y a Richard:
—Por vos, señora… y por el consorte que os ha enviado la Señora.
Una salva desenfrenada de vítores y aplausos recorrió la sala, resonando en los muros de piedra y en las elevadas vigas. Sonriendo con naturalidad y sosteniendo la copa, Richard volvió la cabeza y enarcó una ceja mirando a Catriona.
La pregunta era evidente. Tras un momento de duda, Catriona asintió. Y lo observó cuando, con elegancia desenfadada, se incorporó. Al tiempo que mecía la copa, Richard la levantó en alto y dijo sencillamente:
—Por Casphairn Manor.
Todos bebieron cuando él lo hizo. Bajó la copa, escudriñó la sala pero no se sentó. Al cabo, cuando toda la atención volvía a estar centrada en él, en la autoritaria figura que dominaba la mesa principal, en voz baja pero asegurándose de que todos lo oyeran, dijo:
—Quiero haceros la misma promesa a vosotros y al valle que ya le he hecho a vuestra señora. —Dirigió la atención de todos hacia Catriona con una mirada. Luego levantó la cabeza y agregó con solemnidad—: Como consorte de vuestra señora, acataré las costumbres del valle y os protegeré a vosotros y a vuestro valle de todas las amenazas.
Bebió un trago de vino y bajó la copa cuando los aplausos prorrumpieron desde todas partes. Sincero, el sonido ascendió y se extendió por toda la pieza. Richard se sentó e instintivamente Catriona le puso una mano sobre la manga. La miró y ella hizo lo propio. Entonces Catriona sonrió y apartó la mirada.
Se preguntó lo que ella y los demás habían sentido al oír aquellas sencillas palabras. Palabras llenas de magnetismo, recibidas con emoción por los habitantes de la casa. Su gente era ya en parte la de Richard, y sólo habían pasado unas horas desde que cruzara el umbral de la puerta.
Catriona valoró la circunstancia durante el resto de la comida. Evitó a toda costa mirar a Algaria, pero pudo sentir el peso de su mirada… y sus pensamientos.
Sin embargo, en el fondo sabía que estaba escrito así. Lo que en ese momento era incapaz de vislumbrar era cómo funcionaría su matrimonio. Había conocido a Richard por medio de una poderosa fuerza aun antes de que se encontrara con él, lo cual la había llevado a creer que no era el marido adecuado para ella. La Señora, no obstante, lo había dispuesto de otra manera.
Todo eso estaba muy bien, pero era ella la que debía convivir con la inquietante presencia de Richard.
Descentrada e insegura, deseosa de gozar de un poco de silencio y tranquilidad, esperó a que se recogiera el postre para dejar a un lado la servilleta.
—Me temo que el viaje ha debido de cansarme más de lo que esperaba. —Sonrió a McArdle—. Me voy a la cama.
—Claro, claro. —El hombre empezó a levantarse para retirarle la silla, pero entonces sonrió y volvió a sentarse.
Sintió cómo se movía su silla y miró alrededor. Richard estaba de pie detrás de ella. Catriona sonrió e hizo extensiva su sonrisa a la señora Broom y al resto de la mesa.
—Buenas noches.
Todos la saludaron con la cabeza y sonrieron. Richard le retiró la silla un poco más. Catriona se levantó y avanzó majestuosa por detrás de las demás sillas, bajó de la tarima y, atravesando un arco, dobló por el pasillo que conducía a las escaleras.
En cuanto se hizo invisible al refectorio, frunció el entrecejo y bajó la mirada. Ensimismada en la valoración de su alma —la inquietud creciente, la sensación de confusión que se había apoderado de ella en cuanto Richard hubo franqueado su propio umbral—, recorrió los pasillos con aire cansino, atravesó el vestíbulo principal y subió por las escaleras hasta la galería, que atravesó para dirigirse a sus aposentos.
Se detuvo delante de la puerta y se concentró… sumida en una oscuridad absoluta. Había olvidado coger una vela de la mesa del vestíbulo. Por suerte habiendo nacido en la casa, no necesitaba ver para encontrar su habitación. Extendió la mano hacia el pasador de la puerta…
Y a punto estuvo de gritar cuando una sombra negra, irguiéndose a su lado, cogió el pasador y lo levantó.
Con la mano en la garganta, Catriona se volvió, y aun antes de verlo junto a ella, más denso que la noche, se percató de quién debía de ser.
—¡Richard!
Inmóvil, Catriona sintió su mirada penetrante.
—¿Qué pasa?
La puerta se abrió de par en par, mostrándole la habitación que le era tan familiar, iluminada por las llamas que saltaban en el hogar. Catriona miró fijamente el interior e intentó apaciguar a su acelerado corazón.
—No me había dado cuenta de que estabas ahí. —Atravesó el umbral.
—Siempre estaré aquí. —La siguió adentro.
Catriona se volvió, el corazón de nuevo latiéndole con fuerza, y comprendió a qué se refería.
—Sí, bueno… —Tratando de restarle importancia con un gesto de la mano, se adentró en el dormitorio—. Es sólo que no estoy acostumbrada a… tener a alguien aquí.
No recordaba haber sido jamás tan sincera. Fue cayendo en la cuenta a medida que se acercaba al fuego y escudriñaba el mobiliario, familiar y confortable, hasta que oyó a sus espaldas el chasquido del pestillo al cerrarse. Se paró junto al fuego, se volvió y vio que Richard estaba de pie junto a la puerta, contemplándola.
Aquel era su santuario privado, un lugar en el que él ya tenía derecho a entrar siempre que quisiera. Sin embargo, el matrimonio había traído otro cambio, un cambio más que Catriona tendría que aceptar.
—Yo… estoy cansada.
Richard ladeó la cabeza sin dejar de contemplarla.
—Eso dijiste.
Con esas palabras, avanzó con aire despreocupado, merodeando por la habitación. Como un animal salvaje que evaluara su nuevo hogar.
Catriona se quitó la estola de visón, se irguió y desechó cualquier idea de pasar un par de horas tranquilas pensando en su situación y su marido.
Apenas podía hacerlo con él tan cerca.
Su promesa de estar siempre allí no resultaba tranquilizadora.
—Oye… —Observándolo mientras se acercaba, se obligó a sostenerle la mirada—. No hemos hablado de cómo vamos a arreglarnos para dormir.
Richard arqueó una ceja.
—¿De qué quieres hablar? —Se puso a su lado, la miró y se agachó para ocuparse del fuego.
Catriona sintió que empezaba a enojarse.
—Podríamos discutir dónde vas a dormir, por ejemplo.
—Dormiré contigo.
Catriona se mordió la lengua y reparó en la inconveniencia de una respuesta arrogante.
—Sí, pero me preguntaba si preferirías tener tus propios aposentos.
Richard pareció pensar en ello. Permaneció en silencio mientras apilaba los troncos y formaba un enorme fuego. Luego se puso de pie y Catriona dio un paso atrás.
Richard contempló el amplio dormitorio. A pesar de albergar un escritorio, una cómoda, un tocador y sus sillas, un ropero y dos arcones, además de una cama con un dosel de cuatro enormes y firmes pilares, la habitación tenía pocos muebles. Podrían compartirla con comodidad y aún sobraría espacio. El baúl de viaje de Richard, apoyado contra una pared, apenas destacaba.
La miró fijamente a los ojos e inquirió:
—¿Te molestaría si digo que no?
La expresión confusa en el rostro de Catriona era inequívoca.
—No, claro…
Richard apretó los labios sin dejar de mirarla.
—Bueno… —De repente, Catriona exclamó—: ¡No lo sé!
La sonrisa de Richard fue franca e imprudente.
Catriona le dio una palmada en el pecho.
—¡No te rías! ¡Nunca me había sentido así en mi vida!
La sonrisa de Richard se tornó irónica.
—¿Por qué?
La cogió de la mano y, tirando de ella sin que Catriona opusiera resistencia, se dirigió a la cama.
—No lo sé. Bueno… sí lo sé. Por tu culpa.
Al llegar a la cama, Richard se sentó, tirando de ella hasta colocársela entre los muslos.
—¿Qué pasa conmigo?
Catriona lo miró con acritud. La expresión de Richard era amable e inquisitiva cuando empezó a desabrocharle los botones del vestido de viaje.
Al cabo, Catriona hizo una mueca.
—No… Eso tampoco es todo.
Con la mirada fija y ausente, alargó la mano distraídamente hacia el alfiler que le aseguraba el fular, lo sacó y lo deslizó en la solapa de la levita de Richard.
—No estoy segura de qué se trata, pero hay algo que me inquieta, que no está exactamente en su sitio. —Sin abandonar la expresión de preocupación, tiró de las puntas del fular hasta deshacerlo y dejó caer los pliegues desanudados.
En silencio, Richard la dejó que le quitara el fular de un tirón, luego se quitó obedientemente la levita y el chaleco por los hombros antes de ayudarla a desnudarse. Volvió a sentarse y la atrajo hacia él, empezando a deshacerle los cordones de las enaguas.
Catriona seguía contrariada.
—¿Te sorprendió mi recibimiento?
Ella alzó la mirada y Richard le bajó las enaguas.
—Sí. —Lo miró a los ojos—. No lo entiendo. —Con una mano sobre Richard, pasó por encima del montón que formaban la falda y la ropa interior—. Era como si fueras… —hizo un gesto con la mano— alguien al que hubieran estado esperando.
Con las manos en la cintura de Catriona, volvió a atraerla apresándola entre los muslos.
—Así es como me ven, creo.
—Pero… ¿por qué?
Richard no apartó la vista de los diminutos botones de la camiseta de Catriona mientras los soltaba de los ojales. Luego levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—Porque creo que temen por ti… y, por tanto, indirectamente también por ellos. Ya te enseñé las cartas. Supongo que si preguntaras, descubrirías que muchos de los moradores de esta casa albergan sus propias sospechas acerca de tus vecinos y la amenaza que representan para el valle.
Bajó la vista y separó las dos mitades de la camiseta, abierta ya hasta la cintura de Catriona, y tiró de las mangas hacia abajo. Cuando el aire frío le rozó la piel, Catriona se estremeció, pero bajó los brazos para que la prenda cayera.
—Me ven como a un protector… para ti, para ellos y el valle —añadió Richard.
El ceño desapareció y Catriona hizo una mueca.
—Supongo que eso es un consorte.
—Por supuesto. —Richard le cubrió los pechos desnudos con las manos y la oyó suspirar. Catriona bajó los párpados; él le acaricio los pezones con los pulgares y la hizo temblar—. La Señora me escogió para ti, ¿recuerdas? —Atrayéndola hacia él, la besó y le susurró contra los labios—: Me escogió para ser quien se casara contigo, se acostara contigo y te diera hijos. Me escogió para defenderte y protegerte. Así es como me ve tu gente: como el que te ha enviado la Señora.
—Hmmm. —Subió las manos hasta los hombros de Richard y se inclinó para el siguiente beso.
Richard se apartó y la animó a meterse en la cama, quitándose la ropa mientras Catriona se deslizaba entre las sábanas. Se reunió con ella, se puso encima enseguida, le separó los muslos y se colocó en medio. Encajándose, se tumbó pesadamente encima, le cogió la cara con las manos y la besó con intensidad, mientras presionaba para penetrarla.
Se deslizó hasta el fondo, se detuvo y levantó la cabeza, interrumpiendo el beso.
—Te dije que no socavaría tu autoridad. —Presionó de nuevo y bajó la cabeza—. Confía en mí. Todo acabará encajando. —Un instante antes de que sus labios reclamaran los de Catriona, susurró—: Igual que esto.
Catriona era incapaz de discutir. Mientras se hallaba debajo de él, flexible y suave al poseerla con lentitud, se relajó e hizo lo que le pedía, depositando su confianza en él.
Sin duda las cosas no eran como las había imaginado. Había pensado que ella sería la que aportaría tranquilidad y aplomo, firme en su puesto mientras facilitaba a Richard la transición a su nuevo papel. Por contra, los papeles parecían haberse invertido, con Richard asumiendo sin esfuerzo la función que ella había ignorado que estuviera esperándolo… y teniendo que tranquilizarse sola.
Pero allí, en la cama común, no necesitaba tranquilizarse. La había enseñado bien, instruyéndola en todo lo que tenía que saber para hacerle el amor. Así que se aferró a él y se entregó sin preocuparse de lo que pudiera deparar el futuro.
El futuro era asunto de la Señora; la noche —aquella noche—, cosa de ellos.
Más tarde, mucho más tarde, en las profundidades de la noche, Richard contemplaba a su durmiente esposa tumbado de espaldas. A su saciada y agotada esposa… que también le había saciado y agotado. Pasó varios minutos estudiándole el rostro, la impecable piel de marfil, la salvaje melena de fuego dorado.
Era una bruja que lo había hechizado. Caminaría sobre fuego por ella y por ella vendería el alma y lo que hiciera falta.
Y si aquella mujer no podía entenderlo, al diablo con todo, porque él tampoco.
Bajo las mantas, la abrazó con ternura. Sintió la calidez de Catriona cuando se volvió hacia él en sueños y se acunó entre sus brazos.
Mientras su cuerpo se relajaba y se dejaba llevar hacia el sueño, se le ocurrió que pocos hombres como él, lo bastante fuertes y poderosos para protegerla, se avendrían a casarse con una bruja y luego le entregarían las riendas.
Él lo había hecho. No le gustaba pensar en las razones.
Era como si hubiera estado predestinado, como si realmente la Señora le hubiera escogido para ella.