Capítulo 1

5 de diciembre de 1819

Keltybum, los Trossachs

Las Highlands de Escocia

—¿TOMARÁ algo más, señor?

En la mente de Richard Cynster se formó una ingeniosa disposición de elegantes y núbiles extremidades femeninas desnudas. El posadero había terminado de limpiar los restos de la cena… Las extremidades femeninas satisfarían aquel apetito todavía no mitigado, pero…

Richard meneó la cabeza. No es que temiera escandalizar a su ceremonioso ayuda de cámara, Worboys, que permanecía de pie, erguido como un palo. Tras ocho años en su empleo, Worboys estaba curado de espanto. Sin embargo, Richard no era mago, y tenía la firme convicción de que serían necesarios poderes mágicos para encontrar algo satisfactorio que llevarse a los brazos en Keltybum.

Habían llegado al poblado cuando las últimas luces abandonaban el cielo plomizo; la noche había caído con rapidez como una mortaja negra. La espesa niebla que había bajado desde las montañas oscureciendo el estrecho y sinuoso camino que los llevaba desde Keltyhead a su destino, había convertido en atractiva la propuesta de pasar la noche en la dudosa comodidad de la posada de las Armas de Keltybum.

Además, deseaba que la primera visión de la última morada de su madre se produjera a la luz del día, y antes de abandonar Keltybum había una cosa que deseaba hacer.

Richard se estremeció.

—Me retiraré pronto. Vete a la cama. No te necesitaré más por esta noche. —Worboys dudó, Richard sabía que se preguntaba quién iba a cepillar y colgar la levita, quién iba a ocuparse de sus botas. Suspiró—. Vete a la cama, Worboys.

—Muy bien, señor. Pero desearía que siguiéramos camino hacia McEnery House —dijo Worboys sin dar su brazo a torcer—. Al menos, allí podría confiar en los limpiabotas.

—Da las gracias de que estemos aquí —le aconsejó Richard— y que no nos saliéramos del camino o quedáramos atrapados en un ventisquero en mitad de esa condenada montaña.

Worboys se sorbió las narices de manera elocuente. Claro indicio de que pensaba que quedarse atascados en la nieve era preferible a un betún negro de mala calidad. Por fin su imponente humanidad se alejó sin rechistar por las sombrías profundidades de la posada.

Con una leve sonrisa, Richard acercó las piernas al fuego que crepitaba en la chimenea. Cualquiera que fuese el estado del betún negro de la posada, el patrón no había escatimado esfuerzos en hacerla confortable. Richard no había visto ningún otro huésped, pero en un lugar tan apartado y tranquilo no era de extrañar.

Las llamas brillaban. Fijó la mirada en ellas… y se preguntó, no por primera vez, si esa expedición a las Highlands, causada por el aburrimiento y un temor muy concreto, habría sido un tanto precipitada. Pero los espectáculos londinenses estaban trasnochados; los cuerpos perfumados, tan fáciles de conseguir (demasiado incluso), ya no le deparaban ningún placer. Aunque el deseo y la lujuria seguían allí, se había vuelto demasiado remilgado, exigente, aún más de lo que ya había sido.

De una mujer deseaba algo más que su cuerpo y unos pocos momentos de dicha.

Puso ceño y relajó los hombros, tratando de ordenar sus pensamientos. Era una carta lo que le había llevado hasta allí, la del albacea testamentario de Seamus McEnery —el marido de su madre, muerta hacía ya tiempo—, que había abandonado este mundo hacía poco. La escueta misiva legal le citaba a la lectura del testamento, que tendría lugar al cabo de dos días en McEnery House. Si deseaba reclamar un legado que le había dejado su madre, y que al parecer Seamus había ocultado durante casi treinta y seis años, debía acudir en persona.

Por lo poco que sabía del último marido de su madre, aquello era propio de Seamus McEnery. Había sido un déspota, astuto, exaltado, decidido, estricto, enérgico y desenvuelto. Sin embargo, casi con absoluta seguridad, era la razón de que él hubiera nacido. Su madre no había sido feliz en su matrimonio con aquel hombre. El padre de Richard, Sebastian Cynster, quinto duque de St. Ivés, enviado a McEnery House para sofocar el ardor político de Seamus, se había apiadado de su madre y la había hecho todo lo feliz que pudo.

De su amor había nacido Richard. La historia era tan vieja —treinta años, para ser exactos— que ya no le provocaba ningún sentimiento, a excepción de un lejano pesar por la madre que en realidad no había llegado a conocer. Ella había muerto de fiebres pocos meses después del nacimiento de Richard. Seamus le había enviado de inmediato a los Cynster, el gesto más misericordioso que podría haber hecho. Estos le habían reclamado, criándolo como a uno de los suyos, pues en todos los aspectos importantes así era. Los Cynster engendraban purasangres, especialmente varones. Y sin duda era un Cynster hasta la médula.

Esa era otra de las razones de que hubiera abandonado Londres. El único acontecimiento social de importancia que se estaba perdiendo era el tardío desayuno nupcial de su primo Vane, una oportunidad que había considerado con recelo. No estaba ciego… y había visto el incesante brillo que resplandecía en los ojos de las Cynster más mayores. Como el caso de Helena, la duquesa viuda y su muy amada madrastra, y eso por no citar a su legión de tías. De haber acudido a la celebración de Vane y Patience, no le habrían quitado ojo de encima. Todavía no estaba lo bastante aburrido, lo bastante inquieto, para ofrecerse como pasto de las maquinaciones matrimoniales de las mayores. Todavía no.

Se conocía bien, acaso demasiado bien. No era un hombre impulsivo. Le gustaba su vida, bien ordenada, predecible… y también le gustaba mantener el control. En su momento había visto la guerra, pero era un hombre de paz. Apasionado, amante del hogar.

La frase hizo surgir algunas imágenes en su cabeza… Vane y su nueva novia, su propio hermanastro, Diablo, y su duquesa, Honoria, y el hijo de ambos. Richard se acomodó demasiado consciente de lo que su hermano y su primo tenían ahora. Lo que él mismo deseaba… y anhelaba. Después de todo, era un Cynster; empezaba a sospechar que aquellos enojosos pensamientos eran una vulnerabilidad heredada, arraigada. Se metían bajo la piel de un hombre y hacían de él alguien inquieto, insatisfecho… vulnerable.

Crujió un tablón. Richard levantó la vista y miró a través del arco hacia el pasillo que se abría más allá. De las sombras surgió una mujer. Envuelta en un insulso mantón, una anciana de rostro ajado lo miró directamente a los ojos. Estudió a Richard con rapidez; su mirada se tornó glacial. Richard reprimió una sonrisa burlona. Erguida, con el paso resuelto, la mujer se volvió y subió las escaleras.

Richard volvió a sentarse en la silla y sonrió. En aquella posada estaba a salvo de tentaciones.

Miró las llamas de nuevo y poco a poco su sonrisa se esfumó. Dio un respingo y luego se levantó y se acercó a la ventana empañada.

Frotó el cristal para desempañarlo y miró hacia fuera. Su mirada se encontró con un decorado de estrellas, la luz de la luna arrancaba destellos de la leve capa de nieve que cubría el suelo. De soslayo, entrecerrando los ojos, distinguió la iglesia. La iglesia presbiteriana escocesa. Richard vaciló y se irguió. Cogió el abrigo del perchero que había junto a la puerta y salió.

Escaleras arriba, Catriona se hallaba sentada a una mesa pequeña de madera sobre cuya superficie desnuda sólo había un tazón de plata lleno de agua pura de manantial, de la que no apartaba la mirada. En la distancia, oyó a su dama de compañía, Algaria, caminar por el pasillo y entrar en el cuarto contiguo. Catriona permaneció inmóvil, la mirada fija en el agua, totalmente absorta.

Y entonces se formó la imagen: los mismos rasgos poderosos, la misma mirada arrogante, el mismo halo de inquietud. No sondeó más, no se atrevía. La imagen era muy nítida… el hombre estaba cerca.

Respiró hondo, parpadeó y se apartó. Alguien llamó con los nudillos a la puerta. Luego Algaria entró y de inmediato se percató de lo que había estado haciendo Catriona. Cerró la puerta a toda prisa.

—¿Qué has visto?

Catriona meneó la cabeza.

—Es confuso.

El rostro era aún más imperioso de lo que había imaginado. La esencia de su energía estaba presente, delineada para que la estudiara cualquiera. Aquel hombre no parecía tener ningún motivo para ocultar su carácter. Mostraba las señales abiertamente, con arrogancia, como si fuera un cacique.

Como un guerrero.

Catriona frunció el entrecejo, pensando en aquella palabra. No necesitaba un guerrero, sino un caballero manso y sumiso, a ser posible enamoradizo, con el que pudiera casarse y así engendrar una heredera. Aquel hombre encajaba sólo en un aspecto: era indiscutiblemente varonil. Dudaba de que la Señora, la omnipresente, aceptara a ese hombre.

—Pero si no se trata de eso, ¿entonces qué es? —Apartó el tazón de plata, se inclinó sobre la mesa y apoyó la barbilla en la palma de la mano—. Tal vez estoy mezclando los mensajes. —No le había ocurrido nada igual desde que tenía catorce años—. ¿Habrá quizá dos?

—¿Dos? —inquirió Algaria, acercándose a ella—. ¿Qué visión has tenido?

Catriona meneó la cabeza. El problema era demasiado personal, demasiado delicado para revelarlo, aunque fuese a Algaria, su mentora desde que muriera su madre. No, antes debía descubrir la verdad del asunto por sí misma y comprenderlo del todo.

Fuera lo que fuese, se suponía que debía entenderlo.

—Es inútil. —Se levantó con decisión—. Debo consultar a la Señora directamente.

—¿Qué? ¿Ahora? —Algaria la miró fijamente—. Fuera está helando.

—Sólo iré al círculo que hay al final del patio. No estaré mucho rato fuera. —Odiaba la incertidumbre, dudas del camino que debía seguir. Además, en esta ocasión la duda había traído consigo un inusitado nerviosismo, la promesa de un encuentro excitante y perturbador. Nada a lo que estuviera acostumbrada. Se cubrió con la capa e hizo un lazo con las cintas del cuello.

—Abajo hay un caballero. —Los ojos negros de Algaria centellearon—. Deberías evitarle.

—¿Ah, sí? —Catriona vaciló. ¿Sería posible que su hombre estuviera allí, bajo el mismo techo? La tensión que la atenazó fortaleció su decisión. Desató las cintas—. Me aseguraré que no me ve. Todo el pueblo me conoce de vista, al menos con este aspecto. —Se soltó el recogido, dejando que el pelo le cubriera los hombros—. Aquí no hay peligro.

Algaria suspiró.

—Muy bien, pero no te entretengas. Supongo que cuando puedas me contarás de qué va todo esto.

Catriona le sonrió desde la puerta.

—Te lo prometo. En cuanto lo averigüe.

En mitad de las escaleras vio al caballero, bajo, corpulento, vestido con suma pulcritud, que examinaba los boletines de noticias en el salón de la posada. Al igual que el cuerpo, tenía la cara rolliza; sin duda no era un guerrero. Catriona se deslizó en silencio por el pasillo. Tardó un rato en abrir con sigilo la pesada puerta, todavía sin el pestillo echado.

Una vez en el exterior, se detuvo en el escalón de piedra. Aspiró el aire frío y vigorizante y sintió que se despejaba. Fortalecida, se cerró la capa y echó a andar, tratando de no resbalar sobre la nieve helada.

En el patio, al abrigo de una pared, Richard contemplaba la tumba de su madre. La inscripción de la lápida era escueta: «Lady Eleanor McEnery, esposa de Seamus McEnery, señor de Keltyhead». Eso era todo. Ningún recuerdo cariñoso, ninguna mención al hijo bastardo que dejaba atrás.

La expresión de Richard se mantuvo impasible, hacía tiempo que había aceptado su condición. Tras ser abandonado en la puerta de su padre, Helena, la madre de Diablo, había sorprendido a todo el mundo reclamándolo como propio. Al hacerlo, le había proporcionado su sitio entre la alta sociedad… Nadie, incluso a esas alturas, se arriesgaría a contrariarla —ni al clan Cynster al completo—, insinuando que Richard no era quien ella afirmaba: el hijo legítimo de su padre. Hábil por instinto y vitalmente generosa, Helena le había garantizado su puesto en la élite de la sociedad, algo que Richard no había dejado de agradecerle desde lo más profundo de su corazón.

Sin embargo, la mujer cuyos huesos yacían bajo aquella fría piedra le había dado la vida… y no podía hacer nada para agradecérselo.

Excepto quizá… vivir la vida con intensidad.

Lo único que sabía de su madre se lo había contado su padre, cuando, con total inocencia, le había preguntado si la había amado. Sebastian, alborotándole el cabello, le había dicho: «Era una mujer preciosa y estaba muy sola… Merecía más de lo que obtuvo de su matrimonio. —Tras una pausa, había añadido—: Sentí lástima por ella. —Richard lo había mirado. En el rostro de Sebastian creyó adivinar una débil sonrisa—. Sí la amé. Lamento que muriera, pero no puedo lamentar tu nacimiento».

Comprendía los sentimientos de su padre. Después de todo era un Cynster hasta la médula. Familia, hijos, casa, hogar… Eso era lo que les importaba a los Cynster, la quintaesencia de los objetivos de los guerreros, lo que para ellos suponían las victorias supremas de la vida.

Permaneció de pie ante la tumba durante unos minutos largos y silenciosos, hasta que el frío acabó por atravesarle las botas. Suspiró y, tras una última y prolongada mirada, volvió sobre sus pasos.

¿Qué sería lo que le había dejado su madre? ¿Y por qué, después de haber escondido el legado durante todos esos años, Seamus le hacía volver ahora, después de su muerte? Richard rodeó la iglesia presbiteriana escocesa y siguió andando parsimoniosamente. El ruido de las pisadas se sumó al suave silbido de la brisa al atravesar las ramas cargadas de nieve. Al llegar al camino principal oyó otros pasos decididos que se acercaban desde más allá de la iglesia. Se detuvo y miró…

Una criatura de magia y claro de luna.

Una mujer, envuelta en una capa oscura que se mecía con el viento, con la cabeza descubierta. Sobre los hombros y bajándole por la espalda se desparramaba la más extraordinaria de las cabelleras, una melena abundante, sedosa y rizada, que brillaba con destellos cobrizos a la luz de la luna: un faro contra los árboles invernales que se alzaban tras ella. Andaba con paso firme. Tenía la mirada baja, pero Richard habría jurado que la mujer no observaba sus pasos.

Avanzaba directamente hacia él. Richard no podía verle la cara ni el cuerpo que ocultaba la capa, pero su instinto rara vez le engañaba. Sus sentidos se agitaron, aguzándose, y se concentraron con fuerza… Un caso evidente de lujuria a primera vista. Arrugó los labios con picardía, se volvió en silencio y se dispuso a presentarse a la dama.

Sumida en sus pensamientos, Catriona caminaba con paso vivo por el sendero. Llevaba de discípula de la Señora demasiado tiempo como para no saber formular sus preguntas. Y la que había hecho en aquella ocasión era sucinta y precisa. Le había preguntado por el significado exacto del hombre cuya cara la perseguía. La respuesta de la Señora, las palabras que había formado en la mente de Catriona, habían sido de una concisión brutal: «Engendrará a tus hijos».

Sin duda no había muchas formas de interpretar aquellas palabras, por más que las hubiera retorcido.

Lo cual le planteaba un problema descomunal. Por inaudito que resultara, la Señora «debía» de haber cometido un error. Aquel hombre, quienquiera que fuese, era arrogante, implacable… dominante. Ella necesitaba un alma sencilla y amable, alguien que se contentara con apoyarla en silencio mientras ella dirigía la situación. No precisaba fuerza, sino debilidad. Era un absoluto despropósito que le enviara un guerrero sin causa.

Catriona lanzó una exclamación de contrariedad. A través de la nube de aliento que se formó ante su cara descubrió, justo en mitad del camino, lo último que realmente esperaba ver: un par de grandes botas de Hesse, negras y muy lustrosas. Intentó detenerse. De pronto sus suelas resbalaron en el sendero helado… Quiso sacudir los brazos, pero estaban atrapados bajo la capa. Con un grito ahogado, levantó la vista en el momento en que chocaba con el portador de las botas.

El impacto la dejó sin respiración; por un momento le pareció que se había golpeado contra un árbol. Pero enseguida notó en el rostro el suave contacto del fular que el hombre llevaba por encima del chaleco de seda. La barbilla del desconocido le pasó por encima de la cabeza y sintió la áspera caricia de su mandíbula en el pelo. Luego unos brazos de acero se cerraron sobre ella con lentitud.

Instintivamente alzó las manos y empujó el pecho del desconocido.

Catriona volvió a resbalar y, antes de caer, se aferró desesperadamente. Los fuertes brazos se apretaron sobre ella y, de repente, advirtió que sólo tocaba la nieve con la punta de los pies. Le costaba respirar. Sentía los pulmones oprimidos por el fuerte abrazo del hombre, la cabeza a punto de estallar.

No era cualquier hombre. Su cuerpo era duro como el acero, pero al mismo tiempo cálido y flexible. Levantó la cabeza para mirarle a la cara.

Una mirada azul se cruzó con la suya.

Catriona trató de serenarse y lo miró fijamente. Luego parpadeó. Tardó un instante en comprobar que era él, con su semblante arrogante y el vigoroso mentón.

Entrecerrando los ojos, se dijo que si la Señora no se había equivocado, entonces su deber era actuar con firmeza.

—Bájeme.

Había aprendido el don de infundir respeto en las rodillas de su madre, y aquella sencilla palabra contenía una mezcla de autoridad y coacción.

Él la oyó, ladeó la cabeza y arqueó una de las cejas negras, mientras esbozaba una sonrisa.

—Desde luego.

Catriona adivinó el propósito que anidaba en el profundo ronroneo del hombre. Abrió los ojos desorbitadamente.

—Pero primero…

Si hubiera sido capaz de pensar, habría gritado, pero el impacto de aquella presencia y la íntima calidez de la palma de la mano cuando se ahuecó sobre su cara la distrajeron. Los labios del extraño culminaron la conquista: bajaron, arrogantemente seguros, y se posaron sobre los suyos.

El primer contacto la aturdió y contuvo el aliento. El concepto mismo de respiración desapareció de su mente mientras los labios del hombre se movían con indolencia sobre los suyos. No eran cálidos ni fríos, aunque el calor se prolongó con el contacto. Firmes y exigentes, perturbaron los sentidos de Catriona, llegando a lo más profundo y estimulándola.

Catriona se agitó entre el brazo que la ceñía con fuerza. El calor la invadió, atravesó incluso la tupida capa y llegó hasta ella, envolviéndola, para luego hundirse en su carne. Y creció, como una ola incontenible que buscaba liberarse. La avidez ardiente del hombre fue contagiosa. Trastornada, intentó en vano frenar su avance, negar su existencia, sofocarla.

Fue incapaz. Se enfrentaba a una ignominiosa derrota, saber cuál sería el siguiente paso, cuando la mano firme que le sujetaba la cara se movió. El hombre apoyó el dedo pulgar en el centro de la barbilla sin dejar de presionar.

La mandíbula de Catriona se relajó y sus labios se separaron.

Al sentir la calidez de su lengua se estremeció. Habría gritado, pero era imposible; no podía hacer otra cosa que sentir. Sentir y percibir la realidad de aquella avidez ardiente, la sutil necesidad de seducción física, profundamente evocadora. Y mantenerse firme resistiendo la tentación que le recorrió el cuerpo como una centella. Sin embargo, el hombre condujo su arrogancia a nuevas cotas.

Catriona no había imaginado que fuera posible, pero la estrechó aún más contra él, presionando contra ella su dureza masculina. Con una seguridad despiadada, el hombre torció la cabeza y gozó de Catriona, lánguida y pausadamente, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo.

Avanzaba y retrocedía, atrayéndola astutamente al deleite del juego. La sola idea la sacudió de arriba abajo… y envió mensajes de excitación a través de sus nervios. Mientras, los labios y la lengua del desconocido prosiguieron su danza tentadora.

Catriona respondió con cautela, y en lugar de la reacción agresiva que esperaba, los labios del hombre suavizaron su acoso. Ella se atrevió a más, correspondiendo a la presión de los labios y a la sensual caricia de aquella lengua.

Sin apenas ser consciente, Catriona se entregó en ese beso.

Un sentimiento de victoria embargó a Richard, que se pavoneó mentalmente. Había derribado la férrea resistencia de la chica; era fácil y maleable, pura magia en sus brazos. Era más dulce que el más dulce de los vinos de verano y una sensación embriagadora inundó su mente, alcanzando otras partes de su cuerpo.

Conjurando el creciente dolor, volvió a besarla tratando de no asustarla y de dejar que la muchacha fuera consciente de las licencias que se estaba tomando. No era tan idiota como para pensar que ella cedería si iba demasiado lejos. No se trataba de una simple campesina ni de una ingenua doncella; la orden proferida y la actitud evidenciaban su autoridad. Y tampoco era joven. Ninguna jovencita habría tenido la seguridad suficiente como para intimidarle, precisamente a él, con aquel «Bájeme». No era una niña, sino toda una mujer… la que tenía entre sus brazos.

Qué maleable era, qué tentadoras sus curvas, atrapada con firmeza contra él, retenida… La lujuria de Richard alcanzó nuevas cotas. El balanceo suave y sedoso del abundante pelo, un velo cálido y vivo a merced de sus manos, y el perfume de flores silvestres, la promesa de la primavera y la fecundidad de las cosas que crecen, que ascendía de los mechones de seda, hicieron que el deseo casi se transformara en dolor.

Finalmente él se apartó y concluyó el beso. Era preferible a sufrir una agonía peor, puesto que tendría que dejarla ir, sin tocarla, sin probarla, anhelando más, ya que el patio de una iglesia aislado por la nieve en plena noche invernal era un desafío que incluso él rehusaba.

Y a pesar de las íntimas caricias compartidas, supo que no era de esa clase de mujeres. Había violado sus muros por pura imprudencia, por insolencia, provocado por la altanería en la orden de bajarla. No le hubiera importado obedecer en el acto, pero supo que no iba a ser así.

Richard levantó la cabeza.

Catriona abrió los ojos y lo miró como si fuera un fantasma.

—La Señora me protege.

Las palabras surgieron en un ferviente susurro y, condensadas por el frío, empañaron el aire que los separaba. Catriona buscó la cara del hombre. Este, sin saber por qué, arqueó las cejas con su arrogancia habitual.

Los labios de Catriona, suaves y rosados (más ahora que antes), se endurecieron.

—¡Por el velo de la Señora! ¡Esto es una locura!

Meneó la cabeza y empujó el pecho de Richard que, sonriendo, finalmente la bajó con cuidado y la soltó. Con aire distraído, Catriona puso ceño y, pasando por su lado, lo rodeó. Luego se volvió y preguntó:

—¿Quién sois?

—Richard Cynster. —Insinuó una elegante reverencia, se incorporó y le sostuvo la mirada—. Para servirla en todo.

Los ojos de Catriona se movieron con rapidez.

—¿Tiene la costumbre de acosar a las mujeres inocentes en los cementerios?

—Sólo cuando caen en mis brazos.

—Le pedí que me bajara.

—Me ordenó que la bajara… y así lo hice. Al menos al final.

—Sí, pero… —Su invectiva (Richard estaba seguro de que habría sido una invectiva) murió en sus labios. Catriona parpadeó—. ¡Es usted inglés!

Más que una observación era una acusación. Richard arqueó una ceja.

—Los Cynster lo son.

Con los ojos entrecerrados, Catriona observó su cara.

—¿Descendientes de normandos?

Richard sonrió con orgullo.

—Descendemos del Conquistador. —Su sonrisa se intensificó y miró a la joven de arriba abajo—. Todavía nos gusta hacer alguna incursión, claro está. —Levantó la vista y le sostuvo la mirada—. Para no perder la práctica de la conquista esporádica.

Incluso a la débil luz, Richard vio el resplandor, las chispas que brillaban en los ojos de la mujer.

—¡Debo hacerle saber que esto ha sido un tremendo error!

Catriona se volvió con gesto altivo. La nieve crujió bajo sus pies cuando, entre un aleteo de faldas y capa, se alejó indignada. Richard observó con expresión de asombro la tormenta provocada por Catriona al salir por la entrada techada al camposanto, y vio la mirada fugaz y ceñuda que le lanzó desde las sombras. Luego, con un brusco movimiento de la cabeza y la barbilla levantada, Catriona se alejó resueltamente por el camino.

Hacia la posada.

Richard sonrió al tiempo que sus cejas se arqueaban con aire reflexivo. ¿Error?

Siguió observándola hasta que desapareció de la vista. Entonces por fin se movió, irguió los hombros y, sin dejar de sonreír maliciosamente, siguió los pasos de Catriona sin ninguna prisa.