Presentación. La forja de un historiador

PRESENTACION

LA FORJA DE UN HISTORIADOR

«Aquí Madrid: así empezó Viñas el perfumista…» «Navajas, tijeras y cuchillos de oficio». «Millares de clientes en toda España acreditan el valor comercial que tiene esta casa». Justo en la esquina de la madrileña calle Atocha con el pasaje Doré, que desemboca en la Filmoteca Nacional, encontramos una vetusta tienda de productos de perfumería cuya fachada exhibe estos bellos mensajes publicitarios característicos de otra época. La pequeña imagen de un vendedor ambulante con un carrito evoca las raíces del historiador, diplomático y catedrático Ángel Viñas. En torno a esta tienda, inaugurada hacia 1927 por su padre, Arturo Viñas Simarro, y que hoy sigue regentando su familia, transcurrió su vida hasta que empezó a recorrer Europa con apenas diecisiete años.

Ángel Viñas nació el 2 de marzo de 1941, en el periodo más tenebroso de la dictadura franquista, en una ciudad que había sido asediada y bombardeada durante tres años. Apenas tres meses después, Ramón Serrano Suñer lanzaría el conocido anatema («Rusia es culpable») que convocó a miles de voluntarios españoles a una nueva «cruzada» contra el comunismo. Creció en ese clima, condicionado por el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial que terminaría —con la contribución heroica de los republicanos españoles— con el fascismo en Europa a excepción de la Península Ibérica. Compartió juegos y andanzas con sus hermanos, Antonio y Carmen, y los tres ayudaban a sus padres en la tienda durante aquellos años de represión, miedo, angustiosas privaciones materiales y absoluta falta de libertad en España.

A pesar de los limitados recursos económicos de su familia, recibió una excelente educación, con un acentuado énfasis en los idiomas. Gracias a ello entre 1958 y 1964, en los años del Plan de Estabilización, el inicio del «desarrollismo» y el éxodo de centenares de miles de obreros españoles a Europa, pudo cumplir varias estancias como estudiante en París, Hamburgo, Berlín y Glasgow. Sus brillantes calificaciones como licenciado en Económicas (Premio Extraordinario) y como técnico comercial del Estado (número uno de la promoción de 1968) le franquearon las puertas de un mundo para el que en principio no estaba destinado: el Fondo Monetario Internacional en Washington y la Embajada española en la República Federal Alemana.

En 1970, el profesor Enrique Fuentes Quintana le dirigió hacia el campo de la Historia al encargarle una investigación que terminó indagando acerca de la relación de la Alemania nazi con el golpe de Estado militar de julio de 1936 que originó la Guerra Civil. Fue su tesis doctoral, defendida en 1973, y fruto de ella nació su primer libro, un impactante trabajo que desveló cuándo, cómo y por qué Adolf Hitler decidió, personalmente, ayudar al general Francisco Franco, en aquellos días jefe del ejército sublevado en el Protectorado español en Marruecos.

A su regreso a España en 1974, Fuentes Quintana le encomendó una nueva investigación, nada más y nada menos que sobre el «oro de Moscú», uno de los grandes mitos franquistas, el símbolo del supuesto expolio de España que Stalin habría perpetrado con la complicidad servil de Juan Negrín y el PCE. Fue el primer historiador no franquista que tuvo acceso a los archivos de la dictadura, incluido, después de una sinuosa insistencia, el legajo donado por la familia del presidente Negrín a fines de 1956, tras su fallecimiento. A partir de aquella investigación escribió dos libros que analizaron de manera rigurosa la operación del oro y la contextualizaron en el marco de la contienda: fue el único recurso que la República, abandonada por las potencias democráticas, tuvo para defenderse ante la embestida de los sublevados, apoyados por el eje nazi-fascista conformado por el III Reich y la Italia fascista. Simultáneamente, en 1975 preparó y ganó oposiciones a catedrático de Economía Aplicada en la Universidad de Valencia.

A fines de los años setenta, Ángel Viñas ya era uno de los nombres destacados de la nueva generación de historiadores españoles que finalmente ha logrado, después de muchos años de investigación concienzuda, impugnar y desmontar la propaganda y los mitos erigidos por la dictadura y sus apologistas para justificar el golpe de Estado de 1936. Se orientaron leyendo los trabajos de Gabriel Jackson, H. R. Southworth, Manuel Tuñón de Lara o Hugh Thomas y con el tiempo han formado a varias generaciones de historiadores. Viñas también fue uno de los primeros en reivindicar la estatura histórica de Juan Negrín, presidente del Gobierno de la República desde el 17 de mayo de 1937 hasta 1945, vilipendiado y desfigurado por tantos y tantos que entonces, y aún hoy, se aproximan a la Guerra Civil desde la mitología franquista o desde los amarillentos esquemas de la Guerra Fría. «Creo que Negrín se comportó como un hombre de Estado», aseguró el 17 de febrero de 1977 en una entrevista publicada en El País.

Durante los años ochenta, su labor como historiador quedó en un segundo plano por su trabajo como asesor de los ministros de Asuntos Exteriores Fernando Morán y Francisco Fernández Ordóñez, y desde 1987 en la Comisión Europea. Pero no dejó de escribir y de participar en obras colectivas, como el excelente libro dirigido por Manuel Tuñón de Lara en 1986 con motivo del 50.º aniversario del inicio de la contienda, ni de permanecer atento a las publicaciones que aportaban nuevas luces a uno de los capítulos de la Historia universal que ha merecido más páginas. Durante aquel tiempo tampoco desmayó en un viejo anhelo: acceder a los miles de documentos que formaban el archivo de Negrín. Pudo hacerlo, por fin, en 2003 en París, donde lo custodiaba Carmen, nieta del presidente, y se volcó de manera apasionada en una labor de investigación en centros documentales de España, Rusia, Francia, Alemania y el Reino Unido que ha brindado una cosecha extraordinaria.

En la última década ha publicado, editado y coordinado una docena de libros, entre los que destacan su monumental tetralogía sobre la República en guerra, completada con una obra sobre los prolegómenos de la contienda. Y el pasado otoño presentó un nuevo trabajo que redondea sus aportaciones ya clásicas sobre la operación del oro y la ayuda material nazi-fascista y soviética a ambos contendientes.

Ni hoy, ni en el futuro, los historiadores, los académicos y los ciudadanos interesados en conocer la verdadera historia de aquellos dramáticos y apasionantes tres años podrán dejar de leer a Ángel Viñas.

Este libro, que ve la luz a 75 años del final de la Guerra Civil, es el resultado de una larga conversación con él, iniciada en Madrid en mayo de 2011, proseguida en Bruselas en octubre de 2012 y enero de 2013 y concluida en la capital de la Unión Europea un gélido fin de semana del pasado mes de diciembre. Casi treinta horas de diálogo grabadas en audio para reflexionar sobre las claves de aquella trágica contienda que desgarró España y liquidó nuestra primera experiencia democrática y los mitos que aún persisten sobre ella. «La historia de la II República y de la Guerra Civil no es como nos la han contado…», me anticipó el profesor Viñas en nuestro primer encuentro.

DESDE EL CORAZÓN DE MADRID.

Mario Amorós:¿Sus padres le hablaban de sus vivencias en la Guerra Civil?

Ángel Viñas: No, en mi casa durante muchos años no se habló ni de política, ni de la guerra. Aún hoy ignoro lo que hizo mi padre, probablemente nada porque ya tenía treinta y tantos años y no fue llamado a filas. Pero creo que era un hombre de la izquierda republicana. Había nacido en La Roda (Albacete), en una familia campesina, y emigrado a la capital con 12 años. Tengo recuerdos muy vivos de que solía escuchar en una radio Emerson el servicio español de la BBC y también Radio España Independiente, La Pirenaica, la emisora clandestina del PCE.

Pero de la Guerra Civil no se hablaba en casa. Lo máximo eran los comentarios generales que me hacía mi madre, Eugenia Martín Cabrero: «Si tú supieras lo que fue la guerra…». Evidentemente, la familia de mi padre y la de mi madre, natural de Santiuste de San Juan Bautista (Segovia), fueron afectadas y algunos parientes lucharon en defensa de la República y otros junto a los facciosos. Un cuñado de mi madre, por ejemplo, se sublevó en el Cuartel de la Montaña de Madrid el 18 de julio de 1936 y se pegó un tiro tras ser derrotados por los milicianos. Siempre recordó sus impresiones al entrar en el patio del recinto, donde lo encontró muerto.

Otro de los pocos sucesos que me relataron fue que muy cerca de la tienda, en la plaza de Antón Martín, cayó una bomba que destruyó la conocida farmacia de El Globo. En aquellos tres años padecieron mucha hambre, muchas carencias y mi padre, que era un fumador empedernido, me contó que incluso fumaba peladuras de patata… Lo pasaron mal.

M. A.: ¿Qué recuerda de su infancia?

Á. V.: Como muchos niños, tuve una infancia muy feliz, a mis hermanos y a mí no nos faltó nada de lo básico. Nunca pasamos hambre en aquellos durísimos años cuarenta. Mi madre se las apañaría con el racionamiento, con el estraperlo, con el trueque de productos de cosmética… Y cuando llegaban las vacaciones de verano nos marchábamos a casas de familiares en la provincia de Cuenca. En estos pueblos lo pasábamos bien y había bastante comida en comparación con Madrid.

Al principio, los tres hermanos íbamos a una escuela que estaba a cincuenta metros de casa. Luego los dos chicos nos cambiamos a una privada también muy próxima, San Estanislao de Kotska, y allí tuve la suerte de encontrar a José Aldomar, un maestro republicano represaliado que me abrió los ojos a la literatura y la poesía. Siempre fui un alumno muy aplicado; además, como se me daban mejor las humanidades, mi padre habló con un vecino, Federico Alemany, que había sido comandante del Ejército Popular, para que me ayudara ya que sobrevivía impartiendo clases particulares de matemáticas y ciencias, con un método fantástico por cierto. Es decir, crecí expuesto en cierta forma a una cultura republicana.

En cambio, en aquella España nacionalcatólica me alejé muy pronto de la Iglesia oficial. Tenía 12 años y me enamoré (es un decir) de una niña muy beata y que se empeñó en que fuera a confesarme a su parroquia, situada en el barrio de Pacífico, y naturalmente fui. La verdad es que ya no recuerdo qué le relaté al confesor, no creo que entonces tuviera muchos pecados mortales, pero sí he retenido su respuesta: «Hijo mío, si sigues así, terminarás en la horca…». Desde entonces dejé de ser católico.

M. A.: ¿Cómo empezó a estudiar idiomas?

Á. V.: En el colegio y en una academia de la Gran Vía aprendí francés muy rápidamente. Además, mi padre se había hecho amigo de un viajante de comercio alemán, Egon Scholtz, quien vivía muy cerca de nuestra tienda junto con su esposa. Eran judíos, no sé cuándo habrían llegado a España… La señora Scholtz se ofreció a darme clases de alemán cuando tenía 13 años y me enseñó muy bien, utilizando el excepcional libro de un jesuita llamado Johannes Rauter, y también me introdujo en la lectura de los clásicos alemanes de la Ilustración, esencialmente Lessing. Y de la mano de don José Aldomar y de una profesora francesa cuyo nombre no recuerdo empecé a leer con 14 o 15 años a los grandes intelectuales franceses del siglo XX, Sartre sobre todo, pero también Camus o Saint-Exupéry. Evidentemente, todo esto me despertó una gran curiosidad por Francia y Alemania.

Mi padre deseaba que fuese inspector de Hacienda, porque eran los funcionarios que más temía, y en aquel tiempo el camino más rápido era la carrera de Comercio, por lo que al acabar el bachillerato me matriculó en la escuela que había en plaza de España. A mí no me interesaba mucho, pero ahí conocí la AIESEC, la asociación paneuropea de alumnos de Comercio, que me ayudó a obtener, con 17 años, una estancia de seis meses en Francia para trabajar en Kodak Pathé, en Vincennes, al lado de París. A mi amigo Jesús Urías, después catedrático de la UNED, y a mí nos acogieron en la Maison des Provinces de France, la residencia más liberal de la Ciudad Universitaria. París me fascinó, Francia me encantó.

M. A.: ¿Le impresionó la diferencia entre la España franquista y la Europa democrática?

Á. V.: El contraste fue deslumbrante para mí. El segundo verano, el de 1959, aproveché las facilidades de aquella asociación para irme a Alemania a trabajar en la AEG de Stuttgart, pero me las arreglé para conseguir un largo intercambio con un muchacho, Heribert Pernes, que quería venir a España para hacer su doctorado. Yo me alojé en casa de su familia en Luneburgo, a unos 50 kilómetros de Hamburgo, y él con mis padres. Al principio, pagué mis gastos trabajando como estibador en el gran puerto hanseático y gané lo que me parecía que era bastante dinero, aunque estaba permanentemente derrengado. Aprendí un montón de argot alemán. En el otoño de 1959 me matriculé en Filología Germánica en la Universidad, pero pronto me cambié a Económicas porque mi padre no veía claro adónde podría llegar con estos estudios y, además, no me gustó estudiar sajón antiguo. Las lenguas muertas nunca se me dieron bien.

A principios de 1961, tras un año y medio, volví a España porque finalizó ese intercambio familiar, pero regresé en el verano de aquel año para hacer un curso en Friburgo, gracias a una beca alemana. Friburgo es la sede del archivo militar alemán, aunque en aquel tiempo no pensaba en la Historia. Recuerdo, eso sí, que compré un ejemplar de la primera edición de un importante libro de Manfred Merkes que acababa de salir y los documentos del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán (la Wilhelmstrasse) relativos a la Guerra Civil. Todavía los tengo.

M. A.: ¿Vio el Muro de Berlín?

Á. V.: Precisamente, en aquel mes de agosto de 1961 el Gobierno de la República Democrática Alemana empezó a levantar las alambradas de lo que después sería el Muro. Lo vi por televisión y a los dos días cogí un tren hacia Berlín. Recuerdo que al atravesar la República Democrática Alemana (RDA) el tren iba prácticamente vacío. Pasé al sector oriental porque la separación aún no era absoluta y no se aplicaba a los extranjeros. Aquella ciudad me fascinó.

Un año después, regresé a Berlín con una beca del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) y me dediqué exclusivamente al estudio en la Universidad Libre. Cada semana iba al Berlín oriental, que para mí tenía un gran atractivo porque era un mundo diferente y por razones de azar hice amistad con varias familias de la RDA, que por cierto tenía de democrática lo que yo tengo de cura ¿no? Era una dictadura que olía a estalinista. He de confesar que nunca me pasó nada. No puedo enorgullecerme de haber despertado el interés de la Stasi, pero la experiencia de la RDA y de algunos de los regímenes comunistas me marcó profundamente.

Mientras tanto, preparaba por libre los exámenes de Madrid y volvía para examinarme y o bien me suspendían sistemáticamente o bien me daban matrícula de honor. En 1964 me planteé concluir la licenciatura, me matriculé en quinto curso como alumno oficial (no había posibilidad de preparar en Alemania una asignatura de Derecho Fiscal español) y en 1966 obtuve sobresaliente en el examen de licenciatura. Estuve un tiempo también en Glasgow para hacer un máster sobre economías de planificación central. Estaba muy influido por lo que había visto en la Alemania oriental. La idea de dirigir una economía chocaba, naturalmente, con lo que se enseñaba en la Alemania occidental y en España. En Glasgow había un brillante especialista, el profesor Alec Nove, de origen lituano, excelente conocedor de la historia económica soviética, y conseguí que una fundación escocesa (la Stevenson Foundation) me becara. Afortunadamente para mi carrera, regresé pronto tras padecer una hepatitis grave que me obligó a estar hospitalizado durante varias semanas y luego bajo el cuidado del National Health Service otras tantas.

En aquel momento no sabía qué hacer y me incorporé como profesor ayudante en la Facultad de Económicas en dos o tres asignaturas con José Luis Sampedro, un hombre que destacaba notablemente por encima de muchos otros catedráticos, muy culto e inteligente, un gran humanista, y con Enrique Fuentes Quintana…

UN ESTUDIANTE EN PARDO.

M. A.: ¿Entonces nació su relación con este eminente profesor?

Á. V.: Fuentes Quintana me aceptó como el último de sus colaboradores y, además, en aquel tiempo la distancia con los catedráticos era sideral. Pero en el otoño de 1966 obtuve el número uno en el examen de Premio Extraordinario y después, en 1967, el accésit al Premio Nacional de Fin de Carrera en Ciencias Económicas y Empresariales y, claro, quedó encantado conmigo. A raíz de esos logros estuve por única vez en mi vida con Franco…

M. A.: ¿Dónde?

Á. V.: En el palacio de El Pardo en septiembre u octubre de 1967, en una audiencia a quienes habíamos obtenido el Premio Nacional de Fin de Carrera y el Accésit. Concedió la Cruz de Alfonso X El Sabio a todos los que allí estábamos menos a mí. Me dijeron que como accésit tenía que solicitarla, pero naturalmente no lo hice. Me pareció que estaba muy enfermo, muy afectado por el párkinson, y pensé que moriría pronto. Fue tremendo verle parpadear constantemente: sus párpados eran blancos y destacaban cuando se abrían y cerraban sobre el trasfondo de su rostro moreno tostado por el sol. No lo olvidaré.

M. A.: ¿Participó en las movilizaciones contra la dictadura?

Á. V.: Participé, en segunda línea, en la marcha contra el rectorado de la Universidad Complutense, disuelta por una carga de los «grises» a caballo, y en alguna otra acción. Muchos de mis amigos militaban entonces en el PCE, pero yo no quise dar ese paso tras la experiencia de la RDA. Aun así, recuerdo que una noche me la pasé sin dormir, en casa, con un amigo mío, Manuel Fernández de Henestrosa, que poco después emigró a Canadá, destruyendo libros y revistas que podían resultar «peligrosos» en caso de que hubiese un registro de la policía.

M. A.: ¿Cuándo empezó a leer sobre la Guerra Civil?

Á. V.: A lo largo de los ocho años anteriores, en Francia, en Alemania y en el Reino Unido había ido adquiriendo libros sobre la Guerra Civil prohibidos en España. También lo hice en varios países de Europa oriental, puesto que viajé mucho por Checoslovaquia, Polonia y Hungría (siempre con visados en hojas sueltas para que no quedara constancia en el pasaporte). Así que había leído bastante sobre la contienda. Mi primer acercamiento, por así decir «público», se produjo cumpliendo el servicio militar, durante las prácticas como alférez de complemento, que finalicé a principios de 1967 en El Goloso, en las afueras de Madrid.

A los quince días de llegar, el coronel nos reunió a los cinco o seis universitarios que éramos alféreces y nos ordenó que impartiéramos un ciclo de conferencias sobre la Guerra Civil. Curiosamente, me tocó el tema de los antecedentes del conflicto, «con especial énfasis en el asesinato de Calvo Sotelo»… Sufrí mucho preparando aquello y las prácticas en el regimiento me dejaron muy traumatizado. Nadie creería algunas de las anécdotas que me ocurrieron.

Al acabar el servicio militar con 26 años pensé en preparar las oposiciones para la carrera diplomática, porque hablaba bien tres idiomas, pero, aconsejado por Fuentes Quintana, me decanté por las de técnico comercial del Estado, que empezarían en octubre de aquel año. También concurrieron en aquella convocatoria Pedro Solbes, Luis Sempere o Miguel Ángel Díaz Mier.

M. A.: ¿Cómo le fue?

Á. V.: Muy bien, terminé la oposición en febrero de 1968 con el número uno. Hecho puré, todo hay que decirlo. Lo logré en ocho o nueve meses trabajando entre doce y catorce horas diarias. Hubo un mes que salí de casa solo una vez a echar una carta en Correos. En aquel momento quería irme con Fuentes Quintana al servicio de estudios del Ministerio de Comercio, donde había un grupo de funcionarios muy competentes entre los que incluso figuraban algunos de tendencia socialista y uno o dos comunistas, pero me destinaron a una subdirección de Política Comercial, en la calle Goya, donde estuve ocho meses sin hacer casi nada. Iba, naturalmente, a los seminarios de cátedra de Fuentes Quintana. A éste, de pasado más bien falangista, no le preocupaban nada las opiniones políticas de sus colaboradores, era un hombre de la derecha más que civilizada. Entre los temas que me pidió que preparara para exponer en aquellas sesiones estuvo el pensamiento de Marcuse y… la financiación de la Guerra Civil.

M. A.: ¿Volvió a salir pronto de España?

Á. V.: Aunque obtuve una beca Fulbright para la Universidad de Minnesota (entonces la meca de los economistas españoles), el profesor Manuel Varela, que era el gobernador alterno por España en el Fondo Monetario Internacional y también técnico comercial del Estado, me ofreció irme a trabajar a Washington y allí llegué en septiembre de 1969. Solo estuve poco más de un año. No me gustó la atmósfera de la institución, yo tenía prisa por aprender —lo que no era fácil— y en el verano de 1970 Gonzalo Ávila, segundo de Fuentes Quintana en la revista Información Comercial Española, me avisó de que iban a sacar a concurso la plaza de agregado comercial en la embajada en la República Federal de Alemania, en Bonn, la solicité y me la concedieron. Fue una experiencia que me marcó tanto como el conocimiento directo de la RDA.

En aquel tiempo Fuentes Quintana había pasado del Ministerio de Comercio al de Hacienda como director del Instituto de Estudios Fiscales y director de la revista Hacienda Pública Española. Habló conmigo para hacerme un encargo singular: quería publicar un número especial dedicado a la financiación de la Guerra Civil y me solicitó un artículo sobre la ayuda que los sublevados recibieron de la Alemania nazi. Antes de abandonar Washington ya leí sobre el tema en la Biblioteca del Congreso y en enero de 1971, cuando llegué a Bonn, terminé de escribirlo y se lo envié.

M. A.: ¿Le gustó?

Á. V.: Era un trabajo larguísimo, de unas 170 páginas, que le encantó. Pero le expliqué que tan solo era un resumen de lo que se había publicado (un «estado de la cuestión») y que no aportaba nada original a lo que ya se conocía fuera de nuestro país, no en España desde luego. Le planteé que para aportar alguna cosa nueva relevante era imprescindible consultar los archivos alemanes. Llegué a un acuerdo con él y empecé a visitar los archivos de Bonn, Coblenza, Múnich, Hamburgo y Friburgo y alguno que otro más, de menor entidad, y a entrevistar a personas que habían estado relacionadas con el tema.

M. A.: ¿Ser diplomático le ayudó en esta labor de investigación ya propia del historiador?

Á. V.: Sí, porque me dieron muchas facilidades en los archivos alemanes y además la mayor parte de las personas con las que hablé habían sido nazis, entre ellos Johannes Bernhardt, uno de los emisarios de Franco a Hitler en julio de 1936, tras la sublevación militar. Cuando ya había fotocopiado muchísima documentación de archivo, comprendí que lo que no conseguía explicar era por qué Hitler había intervenido en España y, en uno de mis viajes a Madrid, pedí a Fuentes Quintana que me dejara cambiar de tema de investigación y que me dirigiera una tesis doctoral sobre los antecedentes de la intervención alemana. Aceptó, la preparé y la defendí en 1973 en la Universidad Complutense. En 1974, cuando regresé, publiqué una síntesis: La Alemania nazi y el 18 de Julio. Fue uno de los primeros libros sobre la Guerra Civil aparecidos en España desde una perspectiva no franquista.

M. A.: ¿Cuáles fueron sus principales aportaciones?

Á. V.: Demostré, con el apoyo de una gran cantidad de documentación de archivo, que el III Reich no tuvo participación en el golpe de Estado del 16-18 de julio de 1936, una tesis que sigue vigente hoy, y cómo y por qué Hitler decidió ayudar a Franco una semana después. Aquel libro tuvo mucho éxito y un gran impacto entre los historiadores interesados por la contienda. Lo preparé con el método que hasta hoy en día sigo para escribir Historia.

ARCHIVOS, ARCHIVOS, ARCHIVOS.

M. A.: ¿En qué consiste su método?

Á. V.: El primer desafío del historiador es hacer inteligibles los documentos que descubre en los archivos y contextualizarlos adecuadamente. Los documentos no dan respuestas, hay que «arrancárselas». Esa documentación, esa evidencia primaria relevante de época, es la base de todo lo demás. Me di cuenta rápidamente de que lo primero que hay que hacer es localizar el mayor volumen posible. Por eso dediqué todo 1971 a buscar papeles en una docena de archivos y entrevisté a unas veinte personas: diplomáticos, militares, miembros de las SS, policías y funcionarios de diversas procedencias. Imagino que no lo hubiera logrado de no haber estado en la embajada. Mi condición de diplomático de Franco tranquilizaba a esas personas. Por lo demás, cuando hablé con ellos me circunscribí rigurosamente al pasado que me interesaba explorar.

En segundo lugar, el historiador examina la secuencia cronológica de los acontecimientos a partir de la documentación que ha encontrado. La Historia, obvio es decirlo, fluye. Ahora bien, la realidad histórica es compleja, está entrecruzada por factores de naturaleza política, militar, económica, cultural, social… En mi procedimiento voy segmentando de manera un tanto arbitraria los temas según sus características, manteniendo el orden cronológico. Entonces, el carácter inicialmente caótico de la información bruta empieza a suscitar ideas. Nunca he partido de una tesis apriorística, siempre he aplicado una metodología inductiva. Esto no es nuevo, otros también han procedido de igual manera.

No obstante, creo que me diferencian de otros historiadores dos características: no parto de un estado de la cuestión y me pongo a escribir a partir del análisis crítico de la evidencia. Es decir, diseño lo que llamo el cañamazo original sobre el que se basará el discurso ulterior. Como no me dejo llevar por hipótesis previas ni por el conocimiento acumulado, que en ese momento ignoro o no tengo en cuenta, el cañamazo articula una evidencia primaria ya ordenada y segmentada cronológicamente. En ese momento voy reconociendo las lagunas o los agujeros que existen y examino, siguiendo un procedimiento iterativo, lo que otros historiadores han escrito sobre el tema. En esa interacción entre la documentación novedosa que aporto y las contribuciones de otros autores voy elaborando mi relato. Por supuesto, el historiador debe citar la procedencia de sus fuentes de manera exacta y no puede manipularlas. Las fuentes son sagradas. Son como rayos de sol que iluminan el pasado, que por definición es incognoscible en su totalidad.

M. A.: Eso es evidente

Á. V.: Cierto, pero resulta apropiado recordarlo porque muchos historiadores profranquistas tergiversan, manipulan la información o, sencillamente, mienten sobre las fuentes. Siempre cito como ejemplo a Luis Suárez Fernández, miembro de la Real Academia de la Historia, eminente medievalista, al parecer miembro del Opus Dei y que guardó celosamente para sí durante largo tiempo los archivos conservados en la Fundación Nacional Francisco Franco. Ha escrito dos versiones de una larguísima historia en varios volúmenes sobre Franco y su tiempo. A mí me divierte mucho poner de relieve sus manipulaciones cuando tropiezan con los temas que me interesan.

M. A.: ¿Cree que es posible una Historia «objetiva» o «imparcial»?

Á. V.: Siempre que he escuchado a un historiador definirse alegremente como «objetivo» se trata de un autor conservador o hiperconservador que pretende disimularlo. Me parece indudable que la Historia siempre se escribe desde un punto de vista ideológico, porque los historiadores no somos piedras, tenemos nuestro corazoncito y nuestras ideas. Escribir sin ideología es, literalmente, imposible. Pero éste no es el problema. La clave es si el historiador respeta o no los documentos de archivo, la información nueva sobre un tema que haya descubierto, si no la tergiversa, si la integra en su relato, la interpreta y la contextualiza adecuadamente, si es o no capaz, en definitiva, de disciplinar su ideología o se deja llevar por sus ideas preconcebidas, por su subjetividad.

En este sentido, me considero un historiador objetivo, pero no imparcial porque tengo mis ideas políticas: no soy franquista, creo que Franco hizo cosas horribles y no me inspira ninguna simpatía. Ahora bien, si en mis pesquisas encontrara algo que le redimiera, lo expondría de mil amores. Pero en lo que ha sido relevante para mi labor como historiador eso hasta ahora no ha sucedido. Tampoco tengo ningún inconveniente en reconocerle una sagacidad política que considero superior a la de los republicanos en general. Hay gente que le niega el pan y la sal, yo no. Pero, ciertamente, no me parece un superhombre ni, mucho menos, un líder investido de virtudes taumatúrgicas.

M. A.: ¿Se definiría como un historiador antifranquista?

Á. V.: Es un adjetivo que me han imputado a menudo. Pero, por ejemplo, a ninguno de los historiadores que han estudiado de manera rigurosa el nazismo se les califica de «antinazis». Creo que mi papel no es ser historiador antifranquista, mi papel es ser historiador, por supuesto con mi ideología, que nunca he ocultado. Además, que me digan quién no la tiene.

Evidentemente, no me gusta la dictadura franquista. Considero que la II República no fue un dechado de virtudes, pero sí que tuvo el gran mérito de querer situar a España a la altura de las democracias occidentales. Esto es lo que deseaban los dirigentes republicanos educados en la Institución Libre de Enseñanza o los líderes de la clase obrera. Que España, un país muy atrasado social y económicamente, se aproximara en lo posible a Francia o el Reino Unido. Chocaron con los defensores acérrimos de la situación de poder existente hasta el 14 de abril de 1931: la mayoría del ejército, la Iglesia católica casi en su totalidad, los latifundistas, el incipiente capitalismo español y las fuerzas políticas que representaban y vehiculaban sus intereses.

M. A.: Por cierto ¿qué historiadores le han influido más en su estudio de la Guerra Civil?

Á. V.: Dejando de lado algunos clásicos, que forman parte de la trastienda de todo historiador, las influencias de las que soy consciente son, casi todas, extranjeras. En los años sesenta la tesis doctoral de Manfred Merkes (1961) y su tesis de habilitación (1969) me influyeron mucho. Fue el primer historiador riguroso que basó su interpretación de la intervención alemana en un acopio impresionante de evidencia primaria de época. Su segundo libro acababa de salir cuando llegué a Bonn. Lo leí. Me apasionó y… no fui a verle nunca, aunque estaba de profesor en la Universidad. Me di cuenta de que, si él había llegado a una cierta interpretación, la había basado en su evidencia. Con ello me bastaba. Yo tendría que llegar a la mía a partir de la que descubriera, no quise dejar influirme por conversaciones privadas. Años más tarde nos conocimos en la residencia del embajador alemán en Madrid.

En otra línea, pero no tan diferente, quiero citar a Herbert R. Southworth. Su libro El mito de la Cruzada de Franco me descubrió otra metodología. Esta vez no tuve las inhibiciones de principiante y, en cuanto pude, me puse en contacto con él y nos hicimos muy amigos. No comparto el desdén que Javier Tusell mostró hacia él en alguna ocasión, al contrario.

La tercera persona que más influyó en mí fue en otra dirección: Juan Marichal. Era un historiador de la cultura y de las ideas, brillante y persuasivo. Finalmente, debo mencionar a Andreas Hillgruber, un historiador nacionalista alemán, experto en la Segunda Guerra Mundial. Cuando lo conocí, porque trabajábamos codo a codo en el archivo de Coblenza, tenía una reputación inmensa, lo cual no le impedía, a la que me parecía provecta edad de 60 años, sumergirse en los legajos con el vigor y la curiosidad de un doctorando como era yo.

M. A.: ¿Y entre los españoles?

Á. V.: Debo reconocer tan solo uno: Manuel Tuñón de Lara. Su metodología era muy distinta a la mía, pero siempre le admiré mucho. Naturalmente, de mis compañeros de generación (Gabriel Cardona, Julio Aróstegui) aprendí mucho y, en particular, de un grupo más amplio cuando a comienzos de los años ochenta participé en la preparación del guion del mejor programa de televisión jamás hecho sobre la Guerra Civil, España en guerra, de TVE. Las imágenes se adaptaron a nuestro relato y no al revés.

Luego, cuando empecé a sentirme más a gusto en la camisa del historiador, la verdad es que he sido permeable a otros muchos colegas, sean de derechas, de centro o de izquierdas. Lo importante siempre es que fueran rigurosos y tuviesen imaginación creadora.

M. A.: Por otra parte, los grandes hispanistas anglosajones cumplieron un papel esencial cuando en España no se podía escribir Historia libremente

Á. V.: Por supuesto, piensa en Gabriel Jackson, Hugh Thomas, Edward Malefakis, Raymond Carr y también —en aquel momento— Stanley Payne. La visión del exterior es siempre bienvenida. Pero he defendido la necesidad de que los españoles hagamos nuestra propia Historia. Todo país tiene la principal responsabilidad, intransferible, de escribir su Historia. Es lo que sucede en cualquier democracia con la que aspiremos a medirnos.

Con quienes mejor relación tengo es con los historiadores británicos. Quizá porque estoy muy influido por la tradición historiográfica de su país. Para mí Paul Preston y, en la generación más joven, Helen Graham son puntos de referencia. El primero, en particular, ha mantenido contra viento y marea la bandera de la historia contemporánea de España en una de las instituciones académicas más famosas del mundo como es la London School of Economics and Political Science. Ha creado una escuela y ha sentado un ejemplo imborrable. A mí me impresiona mucho. Yo no he podido (ni querido) formar escuela. He estado demasiado alejado de la Universidad durante mucho tiempo y llevo fuera de España otro tanto. No son las condiciones más propicias para hacerlo.

«EL ORO DE MOSCÚ».

M. A.: Volvamos a 1974… ¿Qué pasos siguió su trayectoria profesional a su regreso de Bonn y tras la publicación de su primer libro?

Á. V.: Enrique Fuentes Quintana me llevó con él al Instituto de Estudios Fiscales y me permitió preparar la oposición a catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia. Pero también me solicitó, sin darme muchas explicaciones sobre sus motivaciones, que emprendiera una nueva investigación sobre un asunto mucho más debatido que el anterior: «el oro de Moscú». Acepté, pero le dije que obviamente necesitaría consultar el archivo del Banco de España. Él mismo habló con el ministro de Hacienda, Alberto Monreal, y con el gobernador, Luis Coronel de Palma, quien lo autorizó.

M. A.: ¿Ningún historiador había revisado toda la documentación que se conserva allí sobre la operación del oro?

Á. V.: No, salvo un economista, Juan Sardá, que había escrito cuatro páginas sobre el tema. Por supuesto, entonces yo no sabía nada del oro, pero lo que debe hacer cualquier historiador al iniciar una investigación es consultar la documentación relevante. Empecé a ir al Banco de España en la primavera de 1974 y estuve más de un año revisando documentación y sacando fotocopias, pero no lograba acceder al legajo donado por la familia de Negrín en 1956. Después de ganar la cátedra de la Universidad de Valencia en junio de 1975, me propuse hacer ya lo imposible para que me permitieran revisarlo.

M. A.: ¿Cómo lo logró?

Á. V.: En septiembre de aquel año el embajador de Estados Unidos me invitó a un almuerzo colectivo en el que estábamos unos diez o doce españoles y dos o tres diplomáticos estadounidenses. El tema de debate, planteado por el propio embajador, era si en España existía entonces «miedo al pasado»… Todos coincidieron en negarlo, pero yo intervine en un sentido absolutamente contrario. Y, a título de ejemplo, expliqué que llevaba un año haciendo una investigación por encargo del Ministerio de Hacienda y que no había podido acceder a los papeles de Negrín. Entre los invitados estaba el gobernador del Banco de España, quien me miró asombrado. Tres días después me citó en su despacho y tras abroncarme por haberle puesto en ridículo me indicó que me mostrarían los papeles. Lo había visto todo sobre el tema menos eso.

Por indicación suya, el subgobernador del Banco de España, Mariano Sebastián, me explicó que podía consultar el legajo, de unas 150 páginas, pero que debía hacerlo en su despacho sin hacer fotocopias. Al día siguiente, me trasladó a la antesala. Leí y tomé notas que aún conservo: era fácil entender que el oro se había vendido, pero no cómo se había hecho y sobre todo cómo desentrañar los resultados de la operación. Me llevó un par de meses comprenderlo. Trabajé en ello durante todo el otoño de 1975…

M. A.: Y el 20 de noviembre murió, por fin, el dictador

Á. V.: Y se declaró luto nacional. En aquellos días me puse una corbata negra para ir al Banco de España y Mariano Sebastián, que era un hombre muy del régimen, entraba en su despacho y me decía: «¡Qué barbaridad! Lo que ha pasado». Yo me levantaba como un autómata al igual que las secretarias y le decía «una gran tragedia, don Mariano, una gran tragedia». Esto se repitió todos los días en aquel final de noviembre de 1975. En realidad, yo estaba encantado de que Franco hubiera muerto… y lo dije por televisión o radio algunos meses después. La mañana del 20 de noviembre de 1975 me levanté temprano y al escuchar música clásica en la radio pensé: «Ha “cascado”». Y me tomé una copa de champán aún de madrugada. Nunca antes lo había hecho y no lo he vuelto a hacer jamás.

En la primavera de 1976 terminé el libro y Fuentes Quintana se comprometió a publicarlo en el Instituto de Estudios Fiscales. Además, en aquellas semanas Rafael Martínez Cortiña me encargó la dirección de una monumental obra sobre la evolución de la política económica y comercial española con motivo del cincuentenario del Banco de España. Esto me permitió consultar también los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Presidencia del Gobierno, amén de algunos otros.

M. A.: ¿Cuándo se publicó el libro sobre el oro?

Á. V.: En septiembre u octubre de 1976 se distribuyó a la prensa económica y a los altos cargos del Ministerio, porque de repente el Gobierno lo secuestró e impidió su circulación, a pesar de que era básicamente una descripción de la operación del oro desde el punto de vista contable. Algunas semanas después apareció en la revista estadounidense Newsweek una breve nota que decía que iban a quemar mi libro… Me desplacé de Valencia a Madrid y solicité una entrevista con el secretario general técnico de Hacienda, creo que era José María Álvarez del Manzano (alcalde de Madrid entre 1991 y 2003). Llegué indignado, me sentía herido y en una entrevista de muchísima tensión advertí de que, si destruían el libro, lo denunciaría ante los medios europeos y norteamericanos, que ya se habían hecho eco del asunto, aunque brevemente. He de confesar que entonces me relacionaba con varias embajadas, en particular la norteamericana, la alemana y la británica, y conocía a muchos corresponsales extranjeros, algunos eran incluso amigos personales. Publiqué varios artículos, aparecí en televisión y se armó un escándalo. Incluso Ricardo de la Cierva escribió en mi defensa en El País en febrero de 1977.

Finalmente, tras las elecciones generales del 15 de junio de aquel año, Adolfo Suárez nombró a Fuentes Quintana vicepresidente del Gobierno y ministro de Economía y esto permitió que se desbloqueara la circulación del libro. Entonces, ya estaba preparando otro, que publicaría en 1979, para situar la operación en un marco político más amplio. Además de alguna documentación de archivos ingleses y franceses, pude consultar los papeles de una persona clave, de un testigo esencial: Marcelino Pascua, embajador de la República en Moscú durante los dos primeros años de la Guerra Civil.

M. A.: El «oro de Moscú» es uno de los grandes mitos franquistas de la Guerra Civil: el supuesto expolio de Stalin a una República que había caído en manos de los «malvados» comunistas. Ya entonces denunció las manipulaciones y mentiras del franquismo

Á. V.: Engañaron como chinos a los españoles. En una sostenida campaña de propaganda, el régimen aseguró que la Unión Soviética debía «devolver» el oro esgrimiendo el acta de su depósito en Moscú. Mi libro de 1976 demostró que Franco y sus ministros de Hacienda y de Exteriores conocían desde 1956, por los papeles de Negrín, la operación del oro a grandes rasgos: que la República lo había vendido a Francia y, sobre todo, a la Unión Soviética para adquirir armamento y suministros. Lo ocultaron y lo presentaron como un saqueo. Y Franco orquestó una estrategia secreta para «recuperar» el oro «expoliado» por los republicanos…

M. A.: ¿En qué consistió?

Á. V.: Como he explicado en mi último libro, Las armas y el oro, básicamente combinó tres vectores: la propaganda hacia el interior al amparo de una censura de prensa todavía de guerra (de tal propaganda se hizo eco la prensa extranjera, no sin multitud de interrogantes); los contactos ocultos con los soviéticos (que debieron reírse de lo lindo) y que llevaron a un contraataque en toda regla a través del diario Pravda, en el que presentaron, no sin ciertas ocultaciones, los rasgos esenciales de la operación; y, por último, el más importante y significativo para mí: el estudio de una posible acción contra la URSS a través del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya.

Este vector lo pusieron a punto Franco y su ministro nacionalcatólico de Exteriores, Alberto Martín Artajo, desde diciembre de 1956. Desató una lucha sorda en el seno de la dictadura porque Fernando María Castiella, su sucesor, no lo veía tan claro (en realidad, era un absurdo total), pero encontró un acérrimo defensor en Mariano Navarro Rubio, el ministro de Hacienda. Se trató del secreto de Estado por antonomasia de la dictadura y fue una operación marxiana (de los hermanos Marx) o, dicho en términos más populares, de auténtico tebeo. Todo lo que se diga sobre la «habilidad» de Franco en temas de política exterior hay que pasarlo por el cendal de esta operación suya y solo suya.

UNA REFERENCIA IMPRESCINDIBLE.

En 1977, Ángel Viñas pasó como catedrático a la Universidad de Alcalá de Henares y en noviembre de 1980 a la Universidad Complutense. Entre julio y diciembre de 1981 fue director general de Ordenación Universitaria y Profesorado del Ministerio de Educación. En marzo de 1983, el ministro de Asuntos Exteriores del nuevo Gobierno socialista, Fernando Morán, le designó asesor ejecutivo. Así inició un trabajo de dos décadas en el mundo de la diplomacia, centrada desde 1987 en las instituciones europeas. Entre 1991 y 1996, los años de la guerra en la antigua Yugoslavia, fue el embajador-jefe de la Delegación de la Comisión Europea ante las Naciones Unidas, en Nueva York. Y entre 1997 y 2001 ocupó en Bruselas, la ciudad donde vive desde entonces, un alto cargo en la política exterior comunitaria, como responsable sucesivamente, entre otras materias, de las relaciones con América Latina y Asia (excepto Extremo Oriente), las políticas multilaterales, la política de seguridad y la política de ayuda a la democratización y los derechos humanos. Escribió un libro (Al servicio de Europa) sobre sus experiencias en la Comisión que, aunque admite que no tuvo mucho éxito, sí le enseñó a escribir autobiografías… y a no fiarse de las de otros. Entre 2002 y 2007 trabajó en la Representación Permanente de España ante la UE. En aquel año, regresó a la docencia en la Universidad Complutense, en la que se jubiló en 2011 y fue nombrado catedrático emérito de la Facultad de Geografía e Historia.

Después de publicar en 2001 una edición actualizada y revisada de su libro clásico sobre la Alemania nazi y el golpe de Estado de 1936, en 2003 logró consultar por fin el archivo del presidente Negrín, un objetivo que había perseguido desde que en 1980 conociera en Nueva York a su hijo mayor y entonces custodio del mismo. En París, en la casa de Carmen Negrín, pudo revisar con paciencia grandes masas de papeles, muchos guardados en baúles tal cual los dejó ordenados quien fuera presidente del Gobierno entre 1937 y 1945. Carmen Negrín también conservaba algunos documentos especialmente importantes en la caja fuerte de un banco. «Un día en París me mostró nada más y nada menos que la copia del acuerdo del Consejo de Ministros del 6 de octubre de 1936 que autorizó al presidente del Gobierno (Francisco Largo Caballero) y al ministro de Hacienda, Juan Negrín, a poner a salvo el oro del Banco de España que se había trasladado a los polvorines de La Algameca, en Cartagena. En la práctica, era la autorización política para el traslado del oro a la Unión Soviética».

Fruto de un proceso intenso de investigación sobre la Guerra Civil, que le llevó a consultar más de cuarenta archivos públicos y privados de más de media docena de países, surgió la monumental tetralogía que publicó entre 2006 y 2009: La soledad de la República, El escudo de la República, El honor de la República y, junto con Fernando Hernández Sánchez, El desplome de la República. En 2011, presentó el impactante libro La conspiración del general Franco, que reveló el asesinato del general Amado Balmes en Las Palmas el 16 de julio de 1936. Además, ha editado las memorias del general Antonio Cordón y del embajador Pablo de Azcárate, asesor de Negrín en la posguerra. También, por encargo del ministro Miguel Ángel Moratinos, coordinó una obra en honor de los diplomáticos fieles a la República en la guerra y reconstruyó los avatares de la nueva carrera diplomática creada al principio de la contienda por el Gobierno legítimo de España. Y en el otoño pasado nos brindó su último trabajo: Las armas y el oro. Palancas de la guerra. Mitos del franquismo.

«Hoy en día escribir una historia general de la Guerra Civil no cuesta nada, cualquier historiador medianamente preparado lo puede hacer y el resultado sería decente. Todo lo que pueda decirse ya se ha dicho», asegura Ángel Viñas.

«El desafío es romper el molde, abrir nuevos caminos en la información y en la interpretación, separar el trigo de la paja, la verdad y la mentira, el mito y la realidad documentable. En mi caso, me concentré en los constreñimientos internos y externos que impidieron que la República ganara la guerra, en responder a la gran pregunta: ¿Por qué la República fue derrotada?».