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El oro y el Ejército Popular.
NEGRÍN Y EL PCE EN EL GOBIERNO.
Mario Amorós ¿Por qué razones se constituyó el nuevo Gobierno de la República el 4 de septiembre de 1936, presidido por Largo Caballero?
Ángel Viñas: Era evidente que en la dinámica política española Giral no podía continuar al frente del Gobierno. Era, no lo olvidemos, un gabinete esencialmente republicano, sin participación de los demás actores del Frente Popular. Su actuación no fue tan mala como muchos historiadores suelen afirmar, pero no representaba las fuerzas en ascenso en una situación de emergencia militar. Tenía que crecer por su izquierda y por su derecha y, naturalmente, Giral no podía estar a la cabeza, hubiese sido incomprensible. La alternativa lógica, a decir verdad la única alternativa, era hacer entrar a los socialistas y a los anarquistas, de hecho ya se había intentado sin resultado. Y no dejar de lado al PNV y a ERC. Los anarquistas, no obstante, no ingresaron en el Ejecutivo hasta dos meses después.
M. A. ¿Por qué ocupó Negrín la cartera de Hacienda?
Á. V. Bueno, Largo Caballero pidió a la dirección del PSOE que le propusieran nombres… Juan Negrín era un diputado de perfil bajo, nunca había sido ministro, pero se había especializado en temas hacendísticos, había formado parte de la comisión de transferencias a Cataluña en el marco del Estatuto de Autonomía de 1932 y todo el mundo sabía que hablaba idiomas. El nuevo presidente del Gobierno le conocía perfectamente.
M. A. ¿A qué tendencia del PSOE pertenecía?
Á. V. Negrín era «prietista», su mentor era Indalecio Prieto. Esto podía ser un punto negativo para Largo Caballero, pero Prieto también entró en el gobierno. Es decir, la composición del gabinete del 4 de septiembre era inteligente porque Largo también puso a quien había sido su rival, Prieto, con una cartera que en aquellos momentos tenía poca entidad: Marina y Aire. La aviación republicana estaba en pañales y la marina no era gran cosa, aunque ganaría mayor peso a medida que creció la importancia del arma aérea.
M. A. También entonces el PCE ingresó en el gabinete…
Á. V. Por primera vez en la historia de España y de Europa occidental los comunistas formaban parte del Gobierno. La entrada del PCE, con Jesús Hernández al frente de Instrucción Pública y Vicente Uribe en Agricultura, obedeció al deseo de Largo Caballero de formar un gabinete de Frente Popular y netamente antifascista. A pesar de la oposición de Stalin, quien prefería uno de perfil burgués y progresista, el PCE comprendió que no podía permanecer al margen.
EL PESIMISMO DE AZAÑA.
M. A. La situación militar de la República a principios de septiembre ya era angustiosa: sin un ejército estructurado, sin ayuda exterior y con las columnas sublevadas avanzando hacia Madrid. ¿Cómo valoraba el presidente Azaña la situación en aquel momento?
Á. V. En septiembre de 1936, Azaña daba por perdida la guerra. Se había derrumbado y ya no se recuperó. Le desmoralizó profundamente que el Frente Popular francés no ayudara a la República. Su mundo se había caído a pedazos y no sabía qué hacer. Comentó su visión con varios ministros, entre ellos Álvarez del Vayo, que le dijeron obviamente que no era posible lanzar ese mensaje derrotista a las masas.
El único que le dio la razón fue Julián Besteiro, quien además le planteó que había que hacer algo…
M. A. ¿Y lo hicieron?
Á. V. Bueno, Azaña encargó a Besteiro que representara a la República en la ceremonia de coronación de Jorge VI de Inglaterra el 12 de mayo de 1937. En Londres, Besteiro habló con el titular del Foreign Office, Anthony Eden, para plantearle una mediación internacional que pusiera fin a la Guerra Civil. Pablo de Azcárate, el embajador republicano, se lo reprochó, porque estaba trasladando una imagen derrotista a los británicos. Eden habló con el secretario de Estado adjunto del Vaticano para que influyera en la Iglesia católica española, pero la idea murió pronto porque el cardenal Gomá se negó a cualquier mediación.
Marcelino Pascua, entonces embajador de la República en la Unión Soviética, plasmó las consecuencias del asunto en un documento que escribió después de la Guerra Civil…
M. A. ¿Cuáles fueron?
Á. V. En junio de 1937 Pascua se entrevistó con Stalin para presentarle el programa del nuevo Gobierno, que desde hacía un mes presidía Juan Negrín y que apostaba por una mayor cohesión de la República y una política de guerra más enérgica. Entonces, Stalin le comentó que había recibido noticias de que Azaña estaba haciendo gestiones para una paz separada con Franco… Claro, tras el comentario de Besteiro, Eden había hablado con Litvinov, el ministro soviético de Asuntos Exteriores, y a éste le faltó tiempo para comunicárselo a Stalin. ¿Cómo es posible que Azaña, que decía que entendía mucho de política internacional, no pensara en las repercusiones de aquella iniciativa? Esto cayó como una bomba en Moscú.
La gestión que quería Azaña no podía hacerla un enviado suyo ya que el presidente de la República no tenía esas atribuciones ejecutivas en el plano constitucional. Si había que plantearlo, le correspondía a un ministro o al embajador y lo harían en ejercicio de sus responsabilidades. Pero Azaña jugó a espaldas del Gobierno, aún presidido por Largo Caballero, de forma que no le correspondía. Para que una gestión de ese tipo pudiera prosperar, no digo ya tener éxito, Eden tenía que hablar con los italianos, los alemanes y los soviéticos. Y eso no lo vio Azaña. O no lo quiso ver. O se hizo el loco.
Por cierto, curiosamente de los archivos del Foreign Office han desaparecido las minutas relativas a la gestión de Besteiro en mayo de 1937. ¡Qué casualidad! Nos hubieran permitido conocer la reflexión de los diplomáticos y funcionarios británicos sobre el tema.
M. A. ¿Negrín supo del comentario sarcástico de Stalin a Pascua?
Á. V. Sí, a Pascua le faltó tiempo para viajar a Valencia y relatárselo. El embajador anotó en sus papeles que fue un golpe duro para el nuevo presidente del Gobierno. Creo que ahí se abrió una cuña entre ambos, que luego se ampliaría, porque Negrín no podía tolerar que Azaña jugara a espaldas del Gobierno con diplomáticos extranjeros. Santos Juliá en su biografía de Azaña lo justifica. Yo lamento discrepar, a mí me parece una barbaridad.
M. A. ¿Cree que Azaña estuvo a la altura de las circunstancias durante la Guerra Civil?
Á. V. Él fue la encarnación de la República burguesa de izquierdas en la paz. Pero no era un hombre para la guerra, quedó paralizado tras la sublevación. Concuerdo con el embajador Pascua en que su parálisis pudo obedecer a un sentimiento de culpa por no haberla prevenido. En alguna medida se sentiría responsable de la Guerra Civil y ese sentimiento le reconcomió. Humanamente, es comprensible que se inhibiera, pero hubo muchos republicanos que murieron con su nombre en los labios y muchos militantes de Izquierda Republicana fueron fusilados. Me atrevo a pensar que la valoración histórica de su figura en el futuro no será tan positiva como lo es hoy.
Pero, en general, no censuro su actuación, salvo en las últimas semanas de la Guerra Civil, cuando su comportamiento fue completamente inexcusable y, por mucho miedo que tuviera, no fue digno. No dudo de sus buenas intenciones, pero la verdad es que prestó un mal servicio a la República desde el principio de la contienda. El problema es que no había alternativa. Las circunstancias no eran como para promover la elección de otro.
FRANCO CORONA LA CIMA.
M. A. El 1 de octubre de 1936 Franco fue designado «Generalísimo» y «jefe del Estado» de la zona sublevada. En apenas dos meses y medio había coronado una cima que jamás imaginó. ¿Cómo lo explica?
Á. V. Al participar en la sublevación, Franco aspiraba a ser el Alto Comisario de España en Marruecos. Ése era su objetivo vital: ser una especie de virrey, disfrutar del puesto más codiciado de todo el ejército español. Así se lo confesó a Pedro Sáinz Rodríguez y éste a Vegas Latapié. Pero Calvo Sotelo fue asesinado y Sanjurjo murió en el accidente de avión: la sublevación quedó descabezada. Olvídate de José Antonio Primo de Rivera, quien en julio de 1936 era irrelevante…
M. A. Y además estaba encarcelado…
Á. V. Claro. En las primeras semanas, en la zona sublevada hubo una explosión de fervor y propaganda falangista que exaltó a José Antonio Primo de Rivera. Fue uno de los personajes metidos en la conspiración, a pesar de estar preso, y hubiera podido alcanzar mayor peso del que había tenido hasta su encarcelamiento. Con su fusilamiento en Alicante el 20 de noviembre de 1936, se convirtió en casi una divinidad: «El Ausente». Se han escrito centenares de libros exaltando su memoria. En los años setenta ya tenía la impresión, y se lo dije al editor Lara, el padre, que de no haber habido guerra civil posiblemente hubiese sido una nota a pie de página en la Historia. Como sus homólogos en Francia, Hungría o Rumania.
M. A. ¿Qué factores ayudaron al rápido ascenso de Franco?
Á. V. Varias situaciones fueron despejando rápidamente la situación política entre los sublevados: mientras que Goded sufrió un fracaso estrepitoso en Barcelona y Mola no pudo tomar Madrid, las tropas del ejército de África, tras cruzar el Estrecho con los aviones alemanes e italianos, avanzaron con éxito por Andalucía y Extremadura.
Después de la muerte de Sanjurjo, jefe indiscutido de la sublevación, Mola constituyó la Junta de Defensa Nacional, que no se fiaba ni de Queipo de Llano (por ser republicano), ni de Cabanellas, que era masón. Fue Kindelán, jefe de la aviación de los sublevados, quien desbrozó el camino a Franco. Era un hombre de mucho prestigio y de reconocida filiación monárquica y pensó que éste restauraría pronto la Corona.
M. A. ¿Cómo se manifestó políticamente Franco a lo largo de aquel verano de 1936?
Á. V. Actuó como el general monárquico que todos veían. De hecho, uno de los primeros actos que protagonizó en Sevilla, a principios de agosto, fue la sustitución de la bandera tricolor por la bicolor. Era un mensaje potente: fue el primer general sublevado que enarboló la bandera monárquica e hizo ver que ésa era la enseña de los sublevados. Era una señal inequívoca para sus compañeros de armas y para quienes pensaron que apostaría por el retorno de Alfonso XIII. Hay errores que matan.
M. A. ¿Cuándo empezó a albergar ambiciones de grandeza?
Á. V. No lo sé, pero no tardó mucho… Pronto vio que había un vacío en la cabeza de la sublevación. ¿Quién podía liderar a los facciosos? ¿Mola? ¿La Junta de Defensa Nacional, que apenas lograba éxitos militares? ¿O él, que los conseguía, que dirigía las mejores tropas y que recibía directamente la ayuda de las potencias fascistas? En agosto, empezó a percibir que la situación le sonreía y jugó sus cartas con cuidado pero con un objetivo claro. Empezó a persuadirse de que era la primera espada entre los sublevados y su objetivo desde luego fue muy claro: acercarse a Madrid todo lo posible. Se retrasó un poco al desviarse hacia Toledo a fines de septiembre para «liberar» el alcázar, por razones que han sido criticadas pero que eran muy razonables desde su punto de vista político.
No concibió una guerra larga hasta los primeros meses de 1937. Evidentemente, tampoco imaginaba entonces que sería la cabeza de una dictadura que se prolongó durante cuarenta años. Franco no estaba destinado a la gloria, a ser «el “Caudillo” de España por la gracia de Dios», como aseguraron después sus propagandistas.
El 20 de septiembre de 1936, se entrevistó en secreto en Sevilla con el cónsul italiano en Tánger, Piero Filippo De Rossi, y ante él ya habló como si fuera el jefe máximo de los sublevados. El informe de De Rossi fue captado por los británicos y lo cité en La soledad de la República. Hace diez años, cuando escribí aquellas páginas, dejé entrever que Franco se echaba un farol, pero no fue así.
M. A. ¿Traicionó a los monárquicos en su ascenso a la gloria?
Á. V. Se sirvió de ellos, sin duda. Cuando se vio investido de la máxima autoridad, se dedicó a consolidar su poder personal y «compró» a los monárquicos con las contrarreformas que deseaban: lo primero que hizo la Junta Técnica del Estado en septiembre de 1936 fue dictar la contrarreforma agraria y la educativa. Esta última, en concreto, le correspondió dirigirla después, en 1938, a Pedro Sáinz Rodríguez. Pero los monárquicos anhelaban también el retorno de Alfonso XIII al trono. Ponte en la piel, por ejemplo, de Sáinz Rodríguez, quien había hecho un gran esfuerzo para restaurar la monarquía y que contempló cómo Franco fue investido jefe del Estado. Franco no restauró a Alfonso XIII en el trono de España porque muy pronto se convirtió en el hombre indiscutible que, ungido por Dios, iba ganando la guerra. Los monárquicos intentaron apearle mucho después. Sin el menor éxito. Detrás de él había masas de oficiales y jefes, incluso generales, hechos en la guerra y franquistas por encima de todo. ¿Quién era Alfonso XIII, que murió en febrero de 1941? ¿Quién era su sucesor, Don Juan de Borbón? Entelequias.
M. A. ¿Tampoco Mola, «el director» de la conspiración, podía ser rival para Franco?
Á. V. No, porque fracasó en su intención de avanzar hacia Madrid. Franco dejó que se estrellara. Como el armamento de las potencias fascistas llegaba directamente a éste, el ejército del norte, dirigido por Mola, dependía de él y Franco fue muy parsimonioso en la transferencia del armamento recibido. Mola asumió muy tempranamente su liderazgo. Mi ayudante, Raúl Renau, ha encontrado en el Archivo Militar de Ávila unos telegramas de agosto de 1936 en los que Mola dejaba claro a Franco que se ponía a sus órdenes.
DIEZ MIL CAJAS DE ORO.
M. A. Ha dedicado muchos años de investigación al manipulado asunto del oro del Banco de España, desde sus libros de 1976 y 1979 a su trabajo más reciente: Las armas y el oro. ¿Por qué fue tan importante aquella operación?
Á. V. España era entonces el cuarto país con más reservas auríferas del mundo. Sin la movilización y la venta de las reservas de oro del Banco de España la República no hubiera podido formar el Ejército Popular, ni pertrecharlo, y por tanto no hubiera habido resistencia republicana. El oro era un arma de guerra y fue Negrín, como ministro de Hacienda, quien lo percibió con mayor claridad. Probablemente, otros en su posición también lo hubieran advertido. Enrique Ramos, de Izquierda Republicana, lo vio con la operación de venta de oro a Francia, pero fue muy lenta y transparente: Franco se enteró y sus hombres hicieron gestiones para detenerla.
Si no hubiera movilizado el oro para adquirir armamento y otros suministros la República hubiera sido derrotada en el otoño de 1936. Es más, probablemente no hubiera recibido la ayuda soviética porque en los años treinta la URSS no estaba en condiciones de entregar armas sin garantías de pago. Y no es que defienda a Stalin o a la URSS, pero quiero recordar que en 1940 y 1941, cuando los británicos luchaban solitos contra la Alemania de Hitler y pidieron armas al único país que se las podía suministrar, Estados Unidos, la política del presidente Roosevelt, «hoy en los cielos», fue de una frialdad extraordinaria: proporcionó armas a los británicos y se las cobró de inmediato. Más adelante, todo eso cambió y se establecieron mecanismos que permitieron el suministro de ayuda militar importante sin necesidad de pagar a tocateja. Por tanto, creo que no habría que crucificar a la URSS incluso si no hubiera suministrado armas a la República de no haber tenido la compensación del oro. Nadie da nada por nada. Primer mandamiento de todo aspirante a interpretar muchas de las actuaciones de esos «monstruos fríos» (De Gaulle dixit) que son los Estados en la escena internacional, lo cual no excluye totalmente la cooperación.
M. A. ¿Cuándo empezó la operación del oro?
Á. V. El 21 de julio, dos días después de asumir la Presidencia del Gobierno, Giral ya había empezado las gestiones para venderlo. El 13 de septiembre, nueve días después de la formación del nuevo gabinete, encabezado por Largo Caballero, el presidente Azaña y el ministro Negrín suscribieron la orden para trasladar las reservas a los polvorines militares de La Algameca, en Cartagena, porque tenía una gran base naval y era una zona políticamente tranquila, protegida en la retaguardia republicana. Al día siguiente, empezó a ejecutarse el envío y en solo una semana se llevaron diez mil cajas de oro, además de las remesas de plata y billetes de la cámara acorazada del Banco de España. El Gobierno sacó todas estas reservas de Madrid porque corría el peligro de caer en manos de los facciosos y porque, además, en el mes de agosto había circulado el rumor de que los anarquistas planeaban un golpe de mano para apoderarse del Banco de España. El propio Abad de Santillán reconoció que no se atrevieron. Hubiera sido ya la apoteosis que los anarquistas lo hubieran desvalijado.
M. A. ¿Había precedentes de una operación similar en Europa occidental?
Á. V. Por supuesto. Durante la Primera Guerra Mundial, Francia, Bélgica o el Reino Unido trasladaron una parte de sus reservas de oro a lugares seguros. Y, después, en la Segunda Guerra Mundial los belgas enviaron todas sus reservas al Banco de Francia y de allí a Nueva York, porque si hubieran caído en manos de la Alemania nazi… E incluso el Gobierno británico trasladó oro del Banco de Inglaterra a Canadá.
La República necesitaba poner a salvo el oro que estaba en Cartagena y movilizarlo para abrir una fuente de suministros de armas, municiones, alimentos… muy superior a la que podría captar por vías clandestinas y desorganizadas. A principios del otoño de 1936 vivía un momento dramático. Necesitaba convertir el oro en un arma de guerra, en el nervio de la resistencia. Doctrina clásica.
Alrededor del 25% de las reservas de oro se vendieron a Francia a cambio de divisas. No de armas. Esta operación concluyó en febrero de 1937, pero la inestabilidad política francesa desaconsejaba situar allí la mayor parte de las reservas. El Gobierno de Blum toleraba las manifestaciones de apoyo a la República, permitía la recluta de voluntarios extranjeros y cerraba los ojos a su entrada en España, pero estaba dividido y era atacado continuamente desde la derecha.
M. A. ¿Y el Reino Unido?
Á. V. Negrín empezó a vender oro en el mercado de Londres a través de una empresa especializada, lo que pasa es que lo hacía con una lentitud exasperante y grandes dificultades, hasta el punto de que solo pudo colocar 3481 lingotes. Y, además, no se fiaba de los círculos bancarios británicos… Con razón. Hubiera sido un error enviarlo allí. También a Suiza o Estados Unidos.
M. A. ¿Moscú era el único destino posible?
Á. V. Me parece indiscutible. Moscú cumplía el papel a la perfección, porque permitía a la República recibir divisas y armas. La URSS era la única potencia que se disponía a intervenir en gran escala a favor de la República con material de guerra, pertrechos y otros aprovisionamientos. Promovía también entonces una amplia operación destinada a canalizar los esfuerzos de la izquierda mundial en la organización de una fuerza militar efectiva que combatiese con el ejército republicano. El traslado del oro a Moscú favorecía, ante todo, la libertad para disponer de manera confidencial de este recurso, puesto que los soviéticos podrían transferir su valor en divisas cuando la República las pudiera necesitar. Se evitaba todo peligro de bloqueo y permitía aprovechar las redes del aparato bancario soviético en Europa occidental. ¿Cuáles eran los inconvenientes? ¿Caer bajo los dictados de Moscú? Esto es una cuestión que puede demostrarse con la evidencia empírica posterior. Ni la República cayó, ni la operación se retrasó indebidamente.
M. A. En sus memorias, el periodista socialista Julián Zugazagoitia escribió que ya entonces empezaba a quedar claro, en un momento dramático y con los sublevados a las puertas de Madrid, que «Rusia era nuestro único asidero, la tabla del náufrago»…
Á. V. De todos los libros de memorias sobre la Guerra Civil escritos por los republicanos, el de Zugazagoitia (Guerra y vicisitudes de los españoles) es el más honesto y acertado. Es superior a los diarios de Azaña en mi opinión. Ex redactor jefe de El Socialista, ministro de la Gobernación entre el 17 de mayo de 1937 y el 5 de abril de 1938 y después secretario general del Ministerio de Defensa Nacional, Zugazagoitia intentó con su pluma de periodista escribir una historia de la República en la guerra, superando un poco sus experiencias personales. En aquella afirmación no andaba errado.
M. A. ¿Cuándo aprobó el Gobierno republicano el envío del oro a Moscú?
Á. V. Esto no lo pude averiguar en los años setenta, porque ni siquiera figuraba en el legajo de Negrín donado en 1956. Desde que conocí a su hijo mayor en Nueva York en 1980 y supe que conservaba los papeles de su padre, intenté tener acceso a esa documentación. Incluso, cuando me ofrecieron ser embajador de la Unión Europea en Buenos Aires o ante las Naciones Unidas, en Nueva York, elegí este último destino en parte porque allí vivía el hijo de Negrín. No logré que me permitiera consultarlos, pero cuando falleció averigüé que la documentación estaba en poder de Carmen Negrín (nieta del presidente) en París y ella sí me autorizó. De este modo, empecé a viajar de Bruselas a París para consultarla, hasta que un día Carmen me mostró unos papeles especialmente relevantes que tenía guardados en la caja fuerte de un banco.
De ellos, el documento más importante, de un gran valor histórico, era la decisión del Consejo de Ministros de la República del 6 de octubre de 1936 que autorizó el traslado del oro a Moscú. Este documento prueba que todo el Gobierno fue parte de aquella decisión, incluido Indalecio Prieto, quien en el exilio sostuvo que no había tenido conocimiento de ella.
Además, en el otoño de 1936 Prieto era ministro de Aire y Marina e imagino que cuando llegaron los aviones de guerra soviéticos debió de preguntarse cómo se pagaban. Que luego dijera una sarta de mentiras y, con perdón, de sandeces no le hizo mucho honor. Se había enemistado a muerte con Negrín y eran rivales por el control político del exilio republicano en general y del socialista en particular. No hay que leer la historia hacia delante.
M. A. ¿Estaba al corriente el presidente Azaña?
Á. V. Estoy convencido de que sí. Entre los documentos que Carmen Negrín tenía guardados en la caja fuerte había un informe de José Giral, entonces ministro sin cartera, a quien Negrín encargó que inspeccionara los polvorines de La Algameca. Y, si lo sabía Giral, Azaña debía de estar al corriente, porque era su mentor… Es verdad que no hemos encontrado ningún documento y que en sus diarios no lo mencionó, pero me parece imposible que el presidente de la República no se enterara. Ponerlo en duda es grotesco.
M. A. ¿El Gobierno no le informaba de decisiones tan importantes como aquella?
Á. V. Claro que sí. Azaña recibía masas de información. Y además ¿por qué se le iba a ocultar si él no tenía responsabilidades ejecutivas?
M. A. ¿Cómo se recibió en Moscú la petición del Gobierno republicano?
Á. V. Negrín asumió la responsabilidad del envío y se la sugirió en primer lugar a Largo Caballero, quien aceptó de inmediato. Después planteó la propuesta a través del embajador Rosenberg y fue recibida con gran perplejidad en Moscú, puesto que la Unión Soviética nunca había realizado una operación de este tipo. Hubo alguna opinión contraria, pero Stalin le dio el visto bueno. ¿Cuándo? No lo sabemos, pero parece lógico pensar que antes del 6 de octubre. Ahora bien, soy el primero en admitir que hay una laguna en la información sobre la operación del oro.
M. A. ¿Cuál?
Á. V. Cuando investigué en los archivos soviéticos, me negaron el acceso a los documentos relacionados con la operación. ¿Tienen algo que ocultar? Es posible. O tal vez es que simplemente prefieren no abrir esa documentación. No lo sé, pero ningún historiador lo sabe. Tampoco quienes, como Burnett Bolloten o Stanley Payne, han escrito largo y tendido sobre el pretendido expolio soviético a la República o sobre un Negrín títere de Stalin. Sí he podido demostrar la falsedad de muchas de las concepciones que hay sobre la ayuda soviética a la República, sobre todo en la parte económica.
CARTAGENA -ODESA -MOSCÚ.
M. A. ¿Cuáles fueron las cifras de la operación del oro?
Á. V. El oro terminó de cargarse el 25 de octubre en casi ocho mil cajas que se distribuyeron en cuatro barcos soviéticos llegados a Cartagena. En cada uno de ellos viajó un clavero del Banco de España. Surcaron el Mediterráneo, sorteando a la armada franquista, que intentó interceptarlos, y llegaron al puerto de Odesa, en el mar Negro, en los primeros días de noviembre. De allí el oro viajó en tren hacia la capital soviética. Entre el 6 y el 7 de noviembre se hizo la recepción oficial en Moscú y se inició el recuento de todas las cajas, que concluyó el 24 de enero de 1937: llegaron 510 toneladas de oro, casi todo en monedas, que tenían un valor de unos 518 millones de dólares de la época y, en términos del año 2005, de unos 7000 millones de dólares.
Entre el 16 de febrero de 1937 y el 28 de abril de 1938, la República emitió 19 órdenes de venta, hasta agotarlo, para hacer frente al esfuerzo derivado de la guerra. La mayor parte de las divisas se transfirieron a la Banque Commerciale pour l’Europe du Nord en París, bajo control soviético, y desde ella se emplearon para hacer frente a los pagos por las importaciones de productos bélicos y no bélicos, con la connivencia, por cierto, de las autoridades bancarias y financieras francesas.
M. A. ¿Hubo expolio de la URSS a la República en la venta del oro, como denunció la dictadura franquista?
Á. V. No. Los soviéticos lo adquirieron al precio del mercado de Londres. Cargaron a la República las correspondientes comisiones y los gastos de guardia y custodia, al igual que las pérdidas en la fundición del oro en lingotes.
M. A. ¿El envío del oro influyó en la decisión de Stalin de ayudar a la República?
Á. V. No está demostrado documentalmente, pero parece que tuvo que influir. Stalin tomó su decisión antes de la reunión del Consejo de Ministros del 6 de octubre, cuando los dirigentes republicanos aún desconocían que la ayuda soviética empezaría a llegar una semana después y precisamente a Cartagena. Pero, como el oro se embarcó hacia Odesa el 25 de octubre, también puede afirmarse que no se envió hasta que no quedó constancia de la ayuda militar, posterior a los primeros suministros no bélicos.
De todos modos, una operación como aquélla no era estrictamente comercial, tenía un altísimo contenido político. Y, en cualquier caso, sin duda Stalin debió de quedarse muy satisfecho al saber que los envíos de armas a la República iban a ser pagados. En fin, entre nosotros, nadie da algo por nada y me remito de nuevo a las relaciones anglo-norteamericanas durante la Segunda Guerra Mundial: Washington se cobró la ayuda que prestó a los británicos y cuando llegó el momento de hablar de las bases militares en el Caribe, pidieron a Londres que se las entregaran. Por tanto, lo que exaltaban la propaganda del PCE y la propaganda soviética, la ayuda desinteresada de la URSS a la República, fue eso, propaganda. La República pagó con el oro hasta el último céntimo de la ayuda soviética, incluidos los salarios de sus hombres en España, las pensiones para las viudas de quienes murieron en combate… No quedó una categoría sin pago.
Claro, ¿cómo podemos pensar que un Gobierno va a meterse en una operación internacional arriesgada si no es en defensa de sus intereses nacionales? En último término, si quieres, hasta exculpo al Reino Unido. Baldwin y Chamberlain los interpretaron como ligados al apaciguamiento de los dictadores. Si apostaban de tal suerte, es obvio que no podían enfrentarse con ellos en España. En este sentido, la política exterior británica es congruente y por eso no sostengo que el Reino Unido traicionara a la República. Pero la Historia demostró que aquella política fue un absoluto fracaso, porque estaba destinada a evitar una nueva guerra europea, pero no solo no la evitó, sino que contribuyó a desencadenarla.
M. A. También fracasó la estrategia de Stalin…
Á. V. Su política de pretender reforzar el frente antifascista era correcta, pero no tenía demasiadas posibilidades y no obtuvo resultados. La responsabilidad no fue solo soviética, pero tampoco podemos atribuirla exclusivamente a París y a Londres. En los años treinta, la URSS despertaba resquemores en Occidente, las llamadas a la revolución inquietaban a los Estados capitalistas, la actividad de los diferentes partidos comunistas despertaba recelos, pero estos recelos se exageraron… Por ejemplo, el Partido Comunista de Gran Bretaña no podía ser un grave peligro para la seguridad nacional cuando la secretaria personal de su secretario general era una agente del MI5. Por tanto, los planes soviéticos respecto a Gran Bretaña y a la acción política del PC británico estaban en la mesa del MI5, del ministro del Interior y del primer ministro. Seamos un poco sensatos.
M. A. ¿La URSS estafó a la República en la venta de armamento?
Á. V. Ésta es una tesis que planteó hace años el historiador Gerald Howson, por quien siento el máximo respeto y que además es amigo mío. Y fui yo quien tradujo al español su primer artículo sobre este tema que se publicó en España. Pero esto no quiere decir que esté de acuerdo con él, al contrario, Gerald se equivocó en dos aspectos. En primer lugar, ignoró (no es economista) que los soviéticos tenían un sistema de tipos de cambio múltiples que aplicaban a todas las operaciones de comercio exterior. La venta de material lo era. El tipo de cambio oficial dólar-rublo era una mera ficción y se aplicaba a unas cuantas operaciones financieras exclusivamente. Él consideró que los tipos de cambio aplicados a las ventas de armamento y que divergían del teórico cambio oficial fueron manipulaciones para extraer más dólares a la República.
En segundo lugar, Howson comparó sus cálculos con los precios de aviones similares en el mercado internacional. El problema es que no hubo mercado internacional para los aviones de guerra ya que la No Intervención prohibía su venta a la República. El término de comparación hubiera debido ser el precio de los aviones de guerra que recibió Franco de Alemania y de Italia, pero Howson no tuvo medio de conocerlo. Yo sí los conozco gracias a los datos que obran en el Archivo Histórico Nacional en Madrid, en la calle Serrano.
En cuanto los precios en marcos y liras se expresan en dólares aplicando el tipo de cambio oficial de la España franquista (que en aquellos momentos todavía no había descubierto los encantos de los cambios múltiples, como hizo después de la Segunda Guerra Mundial) y se aplican al montante en dólares cargado por los soviéticos, la idea (puramente contable) del «expolio» desaparece. Lo que resulta es lo que los soviéticos y los republicanos siempre dijeron, a saber, que los precios estaban alineados con los del mercado internacional.
Todo esto es argumentable con independencia de un hecho esencial, y en este punto recuerdo mis viajes por la Europa comunista y lo que leí con Alce Nove en Glasgow: los precios de tales economías no eran en modo alguno comparables a los de una economía de mercado. El concepto de costes de producción no existía en ellas, eran meros artilugios contables.
M. A. ¿Alemania e Italia engañaron a Franco?
Á. V. Sí. En estos casos, por muy intervenidas que estuvieran las economías respectivas, y lo estaban, había contabilidad y había costos de producción. Conocemos los precios a los que vendieron los aviones y otro material a Franco en liras y en marcos. Cuando se los convierte a pesetas y de éstas a dólares, aplicando los tipos de cambio vigentes en España, los precios en dólares superan los del mercado internacional. De forma muy importante en el caso italiano y también en el alemán, aunque la muestra de aviones fue mucho menor. Es decir, que los viejos camaradas anticomunistas hicieron un buen negocio con Franco. En el caso alemán porque quisieron estrujar económicamente a los españoles como si fueran un limón. En el italiano porque supongo que las empresas suministradoras querían hacer su agosto. Y lo hicieron. ¿Qué historiador franquista lo ha documentado? Ninguno. ¿Por qué?
M. A. Negrín adquirió gran relevancia en el Gobierno por la operación del oro, pero también porque comprendió pronto la necesidad de construir una economía para la guerra…
Á. V. De esto los republicanos no tenían ni la más remota noción… Y hasta mayo de 1937, con la sustitución de Largo Caballero por Negrín al frente del Ejecutivo, fue imposible unificar esfuerzos en esa dirección. Hacía falta un presidente del Gobierno enérgico y con las ideas un poco claras. Me cuesta mucho trabajo criticar a Largo Caballero, pero entonces era un anciano y no tenía idea ni de guerra, ni de economía. Obvio, él era un gran sindicalista y un gran líder obrero. Fue un excelente ministro de Trabajo. Un hombre al servicio de su clase. No era el hombre indicado para dirigir la guerra y, mucho menos, la economía.
Pero esa visión que tenía Negrín exigía, además, no compartir el espíritu derrotista de Azaña y ser consciente del tipo de guerra que empezaba en España con la llegada de la ayuda soviética y tras la intervención desde los momentos iniciales de las potencias fascistas. Una guerra moderna, una guerra total. Negrín lo captó rápidamente. Lo que pasa es que la cartera de Hacienda tenía mucho peso, mucha influencia, pero no en los asuntos bélicos. Él tuvo también algún encontronazo con Largo. Y aprendió sobre la marcha.
M. A. ¿Por qué se define la Guerra Civil como una guerra «moderna», una guerra «total»?
Á. V. La guerra que empezó en el otoño de 1936 terminó convirtiéndose en una «guerra total»: una guerra moderna en la que habían desaparecido las diferencias entre frente y retaguardia, en la que toda la sociedad debía implicarse en su sostenimiento y todo quedaba supeditado a la victoria…
Así ocurrió después, por supuesto, con la Segunda Guerra Mundial. Antes que nada en el Reino Unido y bastante más tarde en Italia y Alemania. Pero eso no lo vieron muchos republicanos y fueron menos quienes intentaron traducirlo a la práctica. Lo vieron, sí, los comunistas, pero solos no podían hacer mucho. En temas económicos y militares las carteras las ocuparon siempre socialistas o personas muy próximas a Negrín. Los historiadores españoles y extranjeros siguen debatiendo sobre los méritos de la revolución, la envolée del pueblo en armas, las colectivizaciones, la pugna ideológica, los aspectos culturales… Todo muy bien. Pero se olvida el viejo adagio anglosajón: «Una guerra es una guerra, es una guerra, es una guerra». Parece mentira.
LA DEFENSA DE MADRID.
M. A. El 7 de noviembre, en los momentos más críticos de la ofensiva franquista sobre la capital, el Gobierno de la República se trasladó a Valencia. ¿Fue una decisión acertada?
Á. V. Desde la perspectiva de un historiador que conoce lo que ocurrió, la respuesta no es muy positiva. Fue un error. Álvarez del Vayo consultó con el agregado militar francés. Las posibilidades de resistencia eran equívocas. Las de caer en manos del enemigo, elevadas. Al final se optó por lo seguro: huir. Madrid quedó abandonado a su destino. Lo que sorprende es que después dejaran a Madrid en la estacada. Que no enviaran ministros, que no hubiese una presencia del Gobierno central. Ésta es una cuestión que no ha sido explicada convincentemente. Y un error aún mayor.
M. A. La resistencia de Madrid fue la primera victoria, aunque de naturaleza defensiva, de la República en una ciudad además sin fortificaciones naturales…
Á. V. En octubre de 1936 todos pensaban que Madrid caería en manos de los sublevados. El impacto moral de la épica defensa de la capital fue enorme. No es de extrañar que el ejército del centro fuera el más importante de la República durante mucho tiempo: Madrid no podía caer. Hubiera tenido también consecuencias internacionales: en febrero de 1937 Stalin le dijo a Pascua que, si Madrid caía, se verían forzados a replantearse su estrategia.
Por otra parte, la influencia soviética fortaleció dos dinámicas que supo capitalizar el PCE, que en aquellos meses conoció un crecimiento espectacular de su militancia: los suministros bélicos y la voluntad de resistencia de un sector de la población y de una parte de las fuerzas y dirigentes políticos republicanos.
M. A. La llegada de los suministros soviéticos, presentes ya en la batalla de Madrid y visibles en la aviación republicana ¿tuvo repercusiones en la ayuda de Hitler y Mussolini a Franco?
Á. V. La intervención soviética hizo que Alemania e Italia incrementaran la suya. En el primer caso estaba en preparación. En el segundo, impulsó a Mussolini aunque también actuaron las ganas de no dejar a los alemanes en primera línea. Por otro lado, los sublevados, además, ya podían hablar de una guerra contra el bolchevismo.
PARACUELLOS: UNA DRAMÁTICA EXCEPCIÓN.
M. A. Entre el 7 de noviembre y el 3 de diciembre de 1936, entre 1800 y 2400 presos (militares y simpatizantes derechistas) fueron fusilados en Paracuellos de Jarama y Torrejón de Ardoz, a pocos kilómetros al este de Madrid. ¿Cuál es su interpretación?
Á. V. El episodio represivo conocido como Paracuellos, que duró cuatro semanas, se produjo en el periodo en que la represión en la zona republicana fue mayor: el 90% de las víctimas de esa violencia se dieron entre julio y diciembre de 1936, cuando la autoridad del Estado republicano, tras la sublevación militar, se desmoronó.
Fue una violencia esencialmente espontánea. Subrayo lo de esencialmente. Es un tema bien estudiado y todos los historiadores interesados estamos a la espera, impacientes, de la investigación de José Luis Ledesma que, después de diez o doce años de investigación, termina este año. Sin embargo, hay historiadores como Julius Ruiz que sostienen poco menos que el «terror rojo» partió de las alturas del Gobierno y que por consiguiente la República es culpable.
Quien haya leído La forja de un rebelde tiene ahí, expuesto por un novelista, Arturo Barea, una descripción muy clara de los orígenes de esta violencia. ¿Y cuáles son? Pues naturalmente la situación de injusticia profunda que los sublevados querían restaurar en España. Como así ocurrió. Se sublevaron para derribar las conquistas sociales de la República, pero en agosto de 1936 la clase obrera tenía ya las armas en manos de las milicias, de las organizaciones sociales y políticas de izquierdas. Se había desplomado totalmente el poder coercitivo del Estado con fuerzas muy menguadas y que, además, tenía que dirigirse contra los sublevados. Finalmente, estaba el pensamiento utópico, muy presente en el mundo anarquista, aunque no solo entre ellos. Había llegado el momento de dar un vuelco completo. Acabar con el Estado capitalista. Organizar la sociedad en colectividades autogestionadas que interactuasen libremente entre ellas. Y los presos, víctimas de las injusticias del orden burgués, sueltos y con armas. Finalmente, las noticias que iban llegando por la prensa y por boca de los refugiados acerca de la represión salvaje de los sublevados. Hasta el político conservador catalán Francesc Cambó, en su exilio, explicó a sus amigos ingleses las consecuencias del ciclo de acción-reacción que provocaba.
Ésos son algunos de los factores que a mi juicio explican la violencia por el lado republicano, que fue cortándose en la medida de lo posible. Hay testimonios abrumadores sobre cómo las autoridades del Gobierno central y de la Generalitat intentaron por todos los medios, que no eran muchos, limitar esa violencia. A muchos observadores británicos aquellos sucesos les recordaron, por analogía, más el terror revolucionario francés de 1791 que la revolución bolchevique, por las imágenes de las masas desbocadas, y algo de eso hay.
M. A. ¿Paracuellos fue la excepción?
Á. V. Así es. La derecha siempre ha presentado, y continúa haciéndolo, Paracuellos como el paradigma del «terror rojo». Pero fue un caso excepcional por su origen, por su desarrollo y por el número de víctimas. Su génesis creo que ya está completamente aclarada: el «chispazo», la incitación a las matanzas, procedió claramente de los agentes de la NKVD en Madrid. No he sido yo el primero en sostenerlo: el documento decisivo lo encontró Frank Schauff, aunque no lo supo interpretar en clave española porque es especialista en historia soviética. Nada más publicarse su libro en alemán me envió un ejemplar y cuando vi este documento pensé de inmediato que se refería a Paracuellos.
En mi primer viaje a Moscú hace muchos años fui a por él y lo encontré: se trata del informe que en abril de 1937 Goriev preparó para su jefe, el director del servicio de inteligencia militar, acerca de la contribución soviética a la defensa de Madrid, en el que mencionó a uno de los agentes de la NKVD, Alexander Orlov, que se había quedado en Madrid. Ahí está la «huella» soviética, expresada, eso sí, en lenguaje subliminal y burocrático. Con esto, más las actas de la Junta de Defensa de Madrid y los camelos de Orlov tras huir a Estados Unidos en 1938, pude arrojar luz sobre el origen soviético. Fíjate lo que son las circunstancias, los franquistas siempre lo sostuvieron pero nunca pudieron demostrarlo. Claro que los viajes de historiadores franquistas a Moscú a investigar en los archivos no existen.
M. A. ¿Cuál fue esa «huella»?
Á. V. En la actuación de los agentes soviéticos Alexander Orlov y Iósif Grigulévich hallamos el origen de Paracuellos. Eso es lo que explica sus peculiares características, que efectivamente evocan muchos de los episodios que tuvieron lugar durante la guerra civil rusa (1918-1922). Había varios miles de prisioneros encerrados en las cárceles madrileñas: la Modelo, en Moncloa, a decenas de metros del frente, Porlier, San Antón… Se les ofreció servir a la República y se negaron. Demostraron un envidiable sentido del honor y de la dignidad, un gran heroísmo. Hubo héroes en ambos lados, los ideales no eran los mismos, pero no quito ni un ápice de heroísmo a la gente que prefirió morir en lugar de salvarse traicionándolos. Tienen todos mis respetos. Pero éste no es el tema, no se trata de hacer un juicio moral, sino de explicar un fenómeno. Entonces, bueno, de una manera muy aleatoria y en condiciones de organización francamente deplorables, se puso en marcha un aparato que ya estaba funcionando, básicamente controlado por el PCE.
Quienes desarrollaron la operación de Paracuellos fueron ciertos dirigentes del PCE, contando con los anarquistas como tropas de choque, porque las zonas donde los presos fueron fusilados estaban dominadas por estos últimos. La operación la montó el secretario de Organización del PCE, Pedro Fernández Checa, que se quedó en Madrid. ¿Para qué? ¿Por qué no acompañó al resto del Buró político a Valencia? Mije tenía una función clara en la Junta de Defensa. No podía escaparse. ¿Pero Checa? La respuesta es, precisamente, Paracuellos.
M. A. ¿En el Archivo Histórico del PCE hay algún documento de Fernández Checa sobre aquellas semanas de fines de 1936 en Madrid?
Á. V. No, a veces no hay documentos sobre algo, pero en ocasiones también la evidencia histórica desaparece o se destruye. En el Archivo del PCE sí hay una copia en ruso de un borrador del despacho que Goriev envió a Moscú el 5 de abril de 1937. Curiosamente, alguien ha arrancado la página en la que Goriev hablaba de la NKVD, de «los vecinos» (era el término que empleaban el GRU y la NKVD para denominarse recíprocamente)… Esto significa que cuando la dirección del PCE preparó su historia oficial, Guerra y revolución en España, y mandaron a la comisión de historia del PCE un montón de papeles, alguien que entendía ruso se dio cuenta y arrancó esa hoja…
M. A. Es decir, ¿la gran prueba solo está en los archivos soviéticos?
Á. V. Sí, Paul Preston, Fernando Hernández Sánchez y yo, entre otros, tenemos una fotocopia de este informe, cuya existencia Julius Ruiz ha tenido el mal gusto de poner en entredicho. Paul y Fernando han avanzado en el desentrañamiento de Paracuellos mucho más que yo, que esencialmente examiné el papel de los agentes soviéticos.
M. A. ¿Aquellos fusilamientos tuvieron repercusiones internacionales para la República?
Á. V. La prensa británica no creo que dijera nada, que yo sepa, aunque no he estudiado el tema a fondo. Pero sí se enteraron los diplomáticos del Foreign Office y ahí hubo una cosa muy clara: sir Robert Vansittart, el subsecretario permanente, un hombre muy importante en la época, era muy antialemán, pero no era prorepublicano, descalificó al Ejecutivo presidido por Largo Caballero y ante eso el embajador Pablo de Azcárate no podía hacer nada. A los ojos del Gobierno británico, Paracuellos consagró no solo la imagen del «terror rojo», sino que la República estaba gobernada por gánsters…
M. A. A pesar de las evidencias aportadas por Paul Preston o por usted, Santiago Carrillo falleció el 18 de septiembre de 2012 sin reconocer la más mínima responsabilidad personal…
Á. V. Carrillo conoció las ejecuciones de los presos derechistas, también las conocieron todos los componentes de la Junta de Defensa de Madrid, naturalmente lo supo el general Miaja (y nadie le ha acusado por ello). El tema de Paracuellos se discutió el 11 de noviembre en la Junta y se tomaron algunas resoluciones que se le transmitieron a Carrillo. Lo que sucede es que el acta, descubierta por Julio Aróstegui, no menciona qué instrucciones.
Yo no diría que Carrillo no tuvo responsabilidades. Las tuvo, pero ¿qué iba a hacer? ¿Oponerse a Fernández Checa? ¿A Miaja? ¿Ir de llanero solitario? Sus responsabilidades están en otro lado, a saber, en su incapacidad absoluta para revelar lo que sabía. Por una serie de razones que desconozco, porque no hablé con él de este tema, nunca fue capaz más que de autoexculparse. Ése fue su error: desde los años sesenta asumió esa actitud y ya no pudo escapar de ella.
M. A. Es decir, o bien a fines de 1936, o bien después, debió conocer la participación de los agentes soviéticos. Preston relató a El País en 2011 que «su íntimo asesor» era Grigulévich y que «no hay duda de que éste es un asesino»…
Á. V. Grig era un asesino, Paul tiene razón. Boris Volodarsky lo ha demostrado en su libro sobre Orlov. Pero Grig estaba a las órdenes de Orlov. No puedo saber quién habló con Checa para inducir aquellos fusilamientos. Me sorprendería que fuese Grig, pero no lo excluyo. Era un tipo muy joven y acababa de llegar a España. Orlov era más antiguo y había hecho sus pinitos en «incidentes» de tal tipo en la guerra civil rusa. Boris duda de mi interpretación, pero sus argumentos no me han convencido. La verdad, sin duda, se encontrará en los archivos de la KGB, pero ahí ni Boris ni yo hemos entrado. Tampoco ningún historiador franquista.
M. A. ¿El Gobierno que presidía Largo Caballero no tuvo nada que ver con aquellas ejecuciones?
Á. V. No tuvo nada que ver como Gobierno, pero varios ministros se enteraron claramente…
M. A. ¿Y no pudo hacer nada para detener aquellas «sacas», que se prolongaron a lo largo de cuatro semanas?
Á. V. En este punto la cosa ya no está tan clara, porque en noviembre llegaron a Madrid Julio Álvarez del Vayo y el ministro de Justicia, Juan García Oliver (CNT/FAI). Este último tuvo que enterarse y en sus memorias, que son falaces, echó la culpa a Margarita Nelken. El movimiento libertario, por supuesto, esto lo olvida. Álvarez del Vayo supongo que también se enteraría, como se enteró en Valencia Manuel de Irujo (ministro sin cartera del PNV) a través de Jesús Galíndez. También lo supieron Azaña y Negrín e imagino que Largo Caballero. Pero ¿qué iban a hacer?
M. A. ¿Encontró en el archivo de Negrín alguna reflexión suya sobre Paracuellos?
Á. V. No. Pero sintió vergüenza al conocer lo sucedido. No hubo otro episodio similar en zona republicana después. Tampoco lo había habido antes. Paracuellos es el gran borrón, junto con los asesinatos del clero regular y secular, que empañó para siempre la épica lucha republicana.
M. A. Después de la Guerra Civil ¿el franquismo acusó a los agentes soviéticos?
Á. V. Sí, pero sin la menor prueba. Luego debieron de pensar que culpar a los agentes soviéticos implicaba casi indultar a los republicanos… Por eso, Julius Ruiz me imputa que quiero exculpar al Gobierno. No es exacto y es incorrecto.
M. A. La derecha y la extrema derecha recurren a Paracuellos como la coartada perfecta para ocultar la represión franquista, su acción implacable de exterminio de la base social republicana desde el 18 de julio de 1936 hasta 1939 y después…
Á. V. Ojo, hablaron de Paracuellos cada vez con mayor intensidad a medida, primero, que Santiago Carrillo fue ascendiendo en el organigrama del PCE hasta alcanzar la secretaría general en 1960 y, segundo, según se iba acercando la Transición. Utilizaron y utilizan Paracuellos como arma de lucha presentista, interpretada y reinterpretada a la luz de las necesidades políticas de cada momento. Y, por supuesto, como señalas, como inmejorable tapadera para ocultar la represión franquista, mucho más sangrienta, cruel y duradera que la republicana. Paracuellos es una especie de contraseña que oscurece un terror mucho más brutal: el franquista.