2.Mussolini, Hitler… y Stalin

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MUSSOLINI, HITLER… Y STALIN.

LA INTERVENCIÓN ITALIANA.

Mario Amorós ¿Comparte con el gran historiador francés Pierre Vilar que la Guerra Civil no puede explicarse sin la referencia permanente al contexto europeo?

Ángel Viñas: Es indiscutible. Estudiar su génesis y su desarrollo solo en coordenadas nacionales es un error gravísimo. Muchas historias de la contienda se estructuran de manera temática: las batallas, la política en la retaguardia… Pero, obviamente, los acontecimientos se produjeron simultáneamente y por tanto su análisis histórico ha de ser sincrónico. Hubo siempre una interacción entre el contexto exterior y el interior y una relación permanente entre la evolución militar y la política. Entre los sublevados la unidad de mando se logró tempranamente: a fines de septiembre de 1936, Franco ya había ascendido a la cima del poder político y fue «coronado» el 1 de octubre. La evolución política en la zona franquista fue bastante más rectilínea, bastante más pautada que la de la zona republicana. Era normal, puesto que en la primera reinaba el orden del cuartel y en la segunda, el desorden más o menos típico de una sociedad compleja, pluriforme y democrática luchando por su supervivencia pero en absoluto preparada para ello.

Los republicanos siempre fueron conscientes de la importancia del contexto internacional, y los historiadores franquistas siempre lo han marginado y distorsionado señalando que la República recibió más ayuda extranjera. Autores como Ramón Salas Larrazábal hablaron de un supuesto círculo vicioso por el que, cuando la República recibía armas del extranjero, los sublevados también, y al revés, y así sucesivamente. Esto es falso… tan solo sucedió entre noviembre de 1936 y febrero de 1937.

M. A.: ¿Por qué?

Á. V.: La República siempre estuvo en inferioridad militar, nunca tuvo todo el armamento que necesitaba, por la discontinuidad de los apoyos exteriores y porque, a excepción de los suministros soviéticos, eran por lo general de mala calidad. Un factor esencial en la Guerra Civil fue la aviación, que además suplió en gran medida a la artillería. Los aviones de combate que la República adquirió, al margen de los soviéticos, eran muy deficientes ya que abundaron los viejos modelos y los civiles reconvertidos. Y a partir de junio de 1937 la URSS empezó a disminuir los envíos de aviones y en septiembre-octubre de aquel año Stalin dio un tajo a la ayuda, que se redujo notoriamente. En cambio, Franco siguió recibiendo los aparatos alemanes e italianos. En promedio, a su territorio llegaron cada semana un barco y medio con la ayuda de las potencias fascistas.

M. A.: ¿Cuándo se dirigieron los sublevados a Italia?

Á. V.: El 19 de julio Franco se entrevistó con Giusseppe Luccardi, el agregado militar del consulado italiano en Tánger, y solicitó apoyo militar. Aunque no he hallado evidencia documental de ello, me atrevo a suponer que Franco conocía los contactos que los conspiradores monárquicos habían establecido con Italia porque a su lado había estado el general Luis Orgaz y es altamente probable que le hubiera informado de ellos. Luccardi transmitió de inmediato la petición de Franco por telegrama cifrado. En Roma aún no tenían noticias de los monárquicos, por lo que Mussolini estuvo indeciso durante algunos días.

M. A.: ¿Qué sucedió para que el dictador italiano diera la orden de ayudar?

Á. V.: El 24 de julio Antonio Goicoechea y Pedro Sáinz Rodríguez llegaron a Roma y se entrevistaron con el conde Galeazzo Ciano, el ministro de Asuntos Exteriores; le confirmaron que la sublevación era la suya y solicitaron que se cumplieran los contratos suscritos. A su vez, Ciano puso en conocimiento de Goicoechea y Sáinz Rodríguez la petición de Franco, y a éstos les pareció muy bien. No obstante, Mussolini primero quiso otear qué sucedía en la escena europea, y sobre todo verificar si Francia o la Unión Soviética iban a apoyar a la República. Pronto tuvo noticias de que no lo harían. El 27 de julio decidió ayudar a los sublevados y dio curso al primero de los cuatro contratos, que preveía el envío inmediato de doce bombarderos Savoia Marchetti. Pocos días después, los aviones de guerra partieron de Cerdeña hacia Marruecos: dos cayeron al mar y otro tuvo que aterrizar en el Marruecos francés, por lo que la intervención italiana quedó al descubierto. Pero eso a Mussolini ya no le importaba.

Permíteme que haga ahora un inciso. En noviembre del año pasado, un joven doctorando que ha escrito una tesis excelente sobre la Sociedad de Naciones y la Guerra Civil, David Jorge Peinado, me contó que había encontrado en los archivos de Ginebra una información republicana transmitida a la Sociedad de que habían tenido noticias de que ya el 15 de julio habían salido aviones italianos destinados a España. Entiendo que fue la primera avanzadilla, por así decir, del cumplimiento de los famosos contratos y que el desplazamiento se hizo a aeródromos más próximos a la Península. Fue entonces cuando estalló la sublevación y las cosas quedaron paradas momentáneamente hasta que Mussolini pudiera averiguar de manera fehaciente qué sucedía en España.

M. A.: ¿Qué esperaba lograr en aquella España que se precipitaba hacia la guerra?

Á. V.: Una gran parte de los historiadores italianos aprecia en su política de 1936 una aplicación de su oportunismo político: se atrevía con adversarios débiles y aprovechaba la ocasión cuando se planteaba. Sin embargo, coincido más bien con aquellos historiadores anglosajones, aunque también los hay italianos, que ven en su política exterior el despliegue de una estrategia en búsqueda de ciertos objetivos fundamentales. Primero, la creación del Imperio, aspecto evidente porque invadió Libia y Abisinia. También el intento de conquistar la supremacía en el Mediterráneo oriental, que fracasó momentáneamente, y después en el Mediterráneo occidental frente a Francia, y aquí es donde se sitúa su intervención en España.

Precisamente, el descubrimiento de los contratos con la trama que preparaba la conspiración invita a pensar que Mussolini deseaba el establecimiento de un régimen parafascista en España a imitación de Italia. ¿Para qué? Para dar el asalto contra las denostadas democracias occidentales: Francia e Inglaterra. Pero no sola, porque Italia sola era un tigre de papel. Con Alemania. Ya en 1935, pero sobre todo en 1936, con la intervención en la guerra española, la política italiana empezó a bascular hacia Alemania para formar un frente común contra Inglaterra y Francia. La pequeña ayuda inicial crecería hasta convertirse en una intervención gigantesca… y el desarrollo de la Guerra Civil contribuiría a su progresiva supeditación a Berlín.

M. A.: ¿Por qué la intervención italiana llegaría a adquirir tales proporciones?

Á. V.: De todos los países que intervinieron en la Guerra Civil el que más recursos invirtió fue, sin duda, Italia, que sin embargo era más débil que Alemania y la Unión Soviética, porque Mussolini consideró que podría influir en la orientación futura de la política española. Pero tropezaría con dos obstáculos. En primer lugar, el ejército italiano que luchaba con los sublevados era una mezcla de milicias fascistas y de ejército regular y tuvo una derrota importante en Guadalajara a comienzos de 1937. La búsqueda de venganza por esa derrota, tan aireada por la propaganda republicana, soldó a Mussolini con Franco. En segundo lugar, en el transcurso de la Guerra Civil la nación que deslumbraría a Franco fue Alemania, no Italia. Por eso, cuando acabó la contienda, Franco gravitó hacia el Tercer Reich a pesar de los roces que había tenido con ellos…

M. A.: Tal vez porque en Alemania no había rey y Duce, sino solo el Führer

Á. V.: Exacto, la inspiración de Franco entonces no fue Mussolini, sino la Alemania nazi… A partir de abril de 1939 jugó su propia partida con las cartas muy pegadas a su pecho. No se fiaba ni de su sombra. Por supuesto, tomó muchas cosas importantes de la Italia fascista, como los sindicatos verticales, pero sus generales y él estaban fascinados por los nazis, no por los fascistas italianos. Esto quedó para los civiles como Serrano Suñer y los falangistas.

LOS NAZIS ENTRAN EN COMBATE.

M. A.: En 1973 en su tesis doctoral defendió una idea importante: la Alemania nazi no jugó ningún papel en el 18 de Julio. ¿Después de tantos años de investigación mantiene aquella tesis?

Á. V.: Sí. Y desde la ciencia histórica nadie ha podido rebatirla hasta ahora con evidencia primaria de época. Pero confieso que, gracias a nuevos documentos, me he planteado algunas dudas, que he aireado abiertamente en Las armas y el oro, ligadas al famoso viaje de Sanjurjo a Berlín en marzo de 1936. En cualquier caso no condujeron a nada.

M. A.: ¿Qué movimientos hicieron los sublevados para solicitar ayuda al III Reich?

Á. V.: Mola envió emisarios que no lograron llegar a Hitler y su viaje fue en vano. Por otra parte, Franco también movió sus piezas pronto en esta dirección: el 19 de julio hizo una tímida solicitud de aviones de transporte a través del antiguo agregado militar en Madrid, al que conocía de su paso por el Estado Mayor Central y que entonces se radicaba en París. El Ministerio de Asuntos Exteriores alemán descartó la intromisión por cautela ante sus posibles repercusiones internacionales. Pero entonces Franco tuvo un golpe de suerte…

M. A.: ¿Por qué?

Á. V.: Porque el 23 de julio desde Tetuán envió varios emisarios a Berlín en un avión requisado a la compañía Lufthansa en una misión en la que creo que no confiaba mucho. Sus hombres eran dos alemanes y un español: el ingeniero Adolf Langenheim, jefe del Partido Nazi en el Protectorado español de Marruecos, uno de sus ayudantes, el comerciante Johannes Bernhardt, y el capitán Francisco Arranz Monasterio. En aquel momento las instrucciones del Ministerio de Propaganda de Goebbels a la prensa eran de cautela ante los acontecimientos de España, aunque también es cierto que ya el diario oficial del Partido Nazi hablaba de la supuesta intervención soviética en el conflicto…

En Berlín, a través de los conductos oficiales del Partido Nazi, Langenheim y Bernhardt llegaron muy pronto a la atención del lugarteniente del Führer, Rudolf Hess, a través de su hermano. El hombre que estableció el contacto es un perfecto desconocido: Friedhelm Burbach, el antiguo jefe del partido nazi en España en los albores de la República. Gracias a los hermanos Hess la misión llegó a Bayreuth, donde se encontraron con Hitler la noche del 25 de julio. Portaban una carta de Franco…

M. A.: ¿Qué decía?

Á. V.: El texto no se ha encontrado. Bernhardt, que murió en 1980, curiosamente, lo recordó y reconstruyó cuarenta años más tarde. Yo no le creo. Es verosímil que Franco apelase a los prejuicios ideológicos de su destinatario y que presentara la rebelión militar como un intento por poner fin al «caos, la anarquía y el comunismo». Entonces le pidió una ayuda modesta en aviones de combate y de transporte. En contra de la opinión de sus altos cargos militares, Hitler dijo sí y decidió concentrar el envío no oficial de la ayuda en la persona de Franco para evitar complicaciones internacionales. En cumplimiento de sus prevenciones, la ayuda militar alemana se camufló bajo el amparo de una empresa ficticia llamada Hispano-Marroquí de Suministros (HISMA), constituida el 31 de julio de 1936.

Si te das cuenta, era un mecanismo lógico para salvaguardar la cara oficial en caso de emergencia. Lo mismo que habían hecho los conspiradores en el caso de Italia. La HISMA fue un mero telón, pero rápidamente se convirtió en algo más. Canalizó la ayuda y buscó contrapartidas. Pronto contó con el apoyo de Göring, el ministro del Aire y responsable de la planificación económica para la guerra. Monopolizó el comercio bilateral hispano-alemán y creó un sistema de compensación basado en el trueque. Bernhardt se convirtió en el hombre de Göring en España. Hay que decir que antes de 1936 ya era uno de los colaboradores del servicio de seguridad del Partido Nazi (SD), que entonces contaba con muy pocos hombres en el extranjero. Era, pues, un nazi convencido y dispuesto a hacer carrera en el partido, costase lo que costase. Los españoles no lograron desmantelar el sistema de la HISMA hasta 1940.

M. A.: En su decisión de ayudar a Franco, Hitler se adelantó dos días a Mussolini

Á. V.: Sí, Hitler se adelantó. Iba muy en su carácter: era un hombre de decisiones ultrarrápidas y de intuiciones «geniales». Por su parte, Mussolini, quien supo de la misión a Berlín porque coincidió con la de los monárquicos en Marsella, decidió remitir la ayuda directamente a Franco porque era más sencillo enviar los aviones de guerra y los pertrechos a Marruecos que no al norte de España, donde estaba Mola. No podía hacerlo a las ciudades de la costa mediterránea, que habían permanecido leales al Gobierno. De repente, Franco se encontró con que era él quien recibía la asistencia militar de ambas potencias y esto le permitió avanzar rápidamente. Además, fue parsimonioso en la transferencia de armamento a Mola, como ya reconoció su primo, Francisco Franco Salgado-Araujo, en sus memorias, en las que reprodujo una parte de los telegramas que ambos generales intercambiaron.

M. A.: ¿Por qué razones tomó Hitler aquella decisión?

Á. V.: Por razones similares a las de Mussolini: esencialmente geoestratégicas. El primer blanco de Hitler en 1936 era Francia, no la URSS. Entonces el III Reich no estaba en condiciones de echar un pulso a la Unión Soviética, su enemigo último, pero todo lo que contribuyera a debilitar a Francia era bueno para Alemania. Por tanto, ayudar a unos sublevados antifranceses a ponerse al mando de España era positivo para la Alemania nazi. Decidió ayudar a Franco porque quería debilitar la posición francesa, pero, como no lo podía declarar abiertamente, enmascaró su intervención con la retórica anticomunista, como también hizo Italia. Después, cuando la contienda se alargó, se añadieron otros factores, como la explotación económica de España, la Guerra Civil como laboratorio para el armamento alemán, la distracción de las potencias democráticas, el acercamiento a Mussolini… Pero todo esto vino después. No hay que leer el futuro hacia atrás.

M. A.: Franco era un auténtico desconocido en la Europa de entonces

Á. V.: Por supuesto… Nadie en Berlín podía acordarse entonces, por ejemplo, del informe enviado por el embajador alemán en noviembre de 1934 a su cancillería, en el que ensalzaba su protagonismo en la represión de la revuelta obrera de Asturias. Es un papel muy interesante, que incluí en mi tesis doctoral en 1973, pero seguramente tan solo lo vio entonces el director general de Europa del Ministerio de Negocios Extranjeros de Alemania.

M. A.: ¿Cómo se empezó a concretar la ayuda militar de Hitler a Franco?

Á. V.: La primera acción alemana en la Guerra Civil recibió el nombre en clave de «Operación Fuego Mágico». Se enviaron veinte aviones Junkers que fueron decisivos para comenzar el transporte de miles de soldados del ejército de África a la Península, en lo que fue el primer «puente aéreo» intercontinental de la historia. Y tanto los italianos, que lo hicieron primero, como los alemanes, entraron en combate junto a los sublevados hacia el 15 de agosto.

M. A.: ¿Cuándo conoció el Gobierno republicano aquella operación?

Á. V.: Muy pronto. Sus servicios de información dieron cuenta de la partida del vapor Usaramo, que llegó a Cádiz el 6 de agosto con diez Junkers 52, seis Heinkel-51 y diverso material de guerra, además de 25 oficiales, 66 suboficiales y soldados de tropa.

M. A.: ¿Cómo es posible que la Alemania nazi y la Italia fascista se adhirieran a la No Intervención en aquel mes de agosto si ya intervenían en España?

Á. V.: Porque no hacerlo les hubiera supuesto costes diplomáticos y políticos. Se adhirieron a la política de No Intervención, pero evidentemente la incumplieron a lo largo de toda la contienda. Desde el principio hasta el final.

M. A.: Otro régimen que ayudó a los sublevados fue la dictadura de Salazar. ¿Qué papel jugó?

Á. V.: Fue importante en tres aspectos. En primer lugar, por la ayuda puntual que les prestaban con la detención y entrega de los republicanos que escapaban a Portugal. En segundo lugar, les suministraron material bélico y les otorgaron préstamos financieros. En tercer lugar, les ofrecieron apoyo político y diplomático, muy importante por la especial relación de Portugal con el Reino Unido. Por ejemplo, uno de los miembros más anticomunistas del Gobierno británico, sir Samuel Hoare, ministro de Marina (primer Lord del Almirantazgo), fue muy sensible a los informes portugueses sobre el supuesto peligro comunista que reinaba en España y su posible «contagio» a Portugal, lo que hubiera puesto en peligro las rutas marítimas británicas. Así razonaban algunos en Londres…

Hubo otros aspectos importantes en el apoyo de Salazar a Franco, como el envío de la Legión Portuguesa (los «Viriatos»), entre seis mil y ocho mil hombres, y además en los primeros meses algunos contingentes de armas alemanas viajaron primero a Lisboa y de allí pasaron al territorio en manos de los sublevados gracias a la intervención personal y directa de Salazar, cuyo régimen era profundamente reaccionario, furiosamente católico y rabiosamente anticomunista. No obstante, su posición pública fue cautelosa y tardó en reconocer diplomáticamente a Franco, al contrario que Italia y Alemania.

M. A.: El avance territorial por la zona occidental también ayudaría a los sublevados en su relación con Portugal

Á. V.: Claro, en agosto de 1936 el ejército de África aprovechó el desconcierto inicial republicano y la ayuda militar de Italia y Alemania para cruzar el Estrecho y emprender una rápida —y sangrienta— marcha hacia el norte que le llevó muy pronto a enlazar con el territorio de la mitad septentrional en manos de sus compañeros de armas. Así pudieron extraer mayores beneficios de la favorable actitud del Estado novo salazarista.

M. A.: Durante los dos primeros meses de la Guerra Civil solo los facciosos recibieron ayuda militar extranjera. ¿Qué dicen los historiadores profranquistas al respecto?

Á. V.: Siempre minimizan la ayuda italo-alemana a Franco y maximizan la recibida por la República, particularmente en los primeros momentos, que fueron los decisivos. Porque no fue lo mismo recibir un avión o veinte ametralladoras en agosto de 1936 que en agosto de 1938. El impacto relativo de los primeros envíos fue mucho mayor porque el Ejército Popular no existía y las milicias estaban completamente desorganizadas.

LA TRAICIÓN DE FRANCIA.

M. A.: ¿A qué país se dirigió primero el Gobierno republicano para comprar armas?

Á. V.: A Francia y muy pronto también al Reino Unido, Estados Unidos, Checoslovaquia, Suiza, la Unión Soviética e incluso… Alemania. Era lo lógico: se había sublevado una parte del ejército, era el Gobierno legítimo de España e inicialmente hicieron peticiones muy modestas de compra de armamento, después las incrementaron.

M. A.: ¿La República quiso comprar armas a la Alemania nazi?

Á. V.: Así fue, por paradójico que hoy pueda parecer, porque este país era un suministrador habitual del ejército español. El Gobierno republicano desconocía en qué medida el compromiso de Hitler con Franco era fuerte, pero probablemente pensaba que le proporcionaba material de guerra porque Alemania necesitaba divisas. El 5 o 6 de agosto, un emisario republicano llegó a Berlín y ofreció pagar la venta de aviones de guerra con oro del Banco de España. Pero los alemanes ya habían apostado por Franco y al cabo de diez días regresó con las manos vacías.

M. A.: ¿Y cuál fue la respuesta de Francia?

Á. V.: Al principio, el Gobierno galo acogió con simpatía la solicitud de Madrid, pero en el corto lapso de una semana respondieron negativamente. Esto lo he investigado con mucho detenimiento en los archivos nacionales franceses. De hecho, fui el primer historiador que revisó los papeles de Jules Moch, quien en aquel verano de 1936 era el secretario de la Presidencia de la República Francesa y fue el hombre que se encargó de la ayuda a España. Tuve que solicitar permiso y su hijo Raymond, ya fallecido, me autorizó. Así pude reconstruir el trasfondo de los suministros franceses que Gerald Howson había estudiado.

Antes de que se concretara la política de No Intervención, resulta que la docena de aviones que Francia envió a Barcelona el 12 de agosto carecían de armas y el combustible que utilizaban… no existía en España. Por ello, los republicanos tuvieron que adquirir ametralladoras compatibles con esos aviones, sincronizar el sistema de tiro e incluso destinar una misión especial a Francia, que tuvo que llegar al jefe de Gobierno, Léon Blum, para adquirir gasolina tetraetilada. En cambio, los alemanes y los italianos mandaron a Franco sus aviones con esta gasolina, por lo que fueron operativos desde el principio, y además enviaron grandes cantidades de gasolina normal con la mezcla de plomo necesaria para tetraetilizarla.

M. A.: El 23 y 24 de julio Blum estuvo en Londres. ¿La posición británica pesó en el Gobierno francés?

Á. V.: Varios historiadores lo han expresado así, pero en aquellos días Blum ya estaba muy indeciso. Era un notable socialista, un intelectual, pero había accedido a la presidencia del Consejo de Ministros el 1 de junio. Y estaba rodeado de ministros como Edouard Daladier que sí eran expertos en la gestión política. La primera reacción de Blum fue favorable a acoger la petición de ayuda, pero su Gobierno se dividió de manera transversal, no por adscripción partidaria o ideológica. Un sector opinaba que Francia no podía permitir que en su frontera sur se instalara un régimen militar y otro que no podían «intervenir» en España al margen de Londres. Además, el Ministerio de Asuntos Exteriores estaba radicalmente en contra de la ayuda a la República y la burocracia militar, también.

De aquel viaje a Londres no se ha hallado evidencia documental de que le presionaran en las reuniones formales, pues la situación de España no se incluyó en el orden del día. Pero es muy verosímil que, de manera informal, le expresaran la clara posición británica y hay testimonios que así lo sostienen.

Sí ha quedado constancia de las gestiones del embajador británico en París, sir George Clerk, porque las relató en algunos de los informes que envió al Foreign Office. Sin instrucciones de su Gobierno, pero interpretando el sentir de Londres, trasladó a la Administración francesa la idea de que no contaran con su país si decidían intervenir en España. El Foreign Office le apoyó después explícitamente, así que el temor a actuar solos fue determinante en la decisión francesa.

M. A.: ¿Cuál fue el momento decisivo para la definición de la posición francesa?

Á. V.: La reunión crítica del Consejo de Ministros tuvo lugar el 8 de agosto de 1936. Ese día el Gobierno francés anunció que había decidido suspender las exportaciones de armas destinadas a España. Esta decisión no varió públicamente hasta marzo de 1938, aunque en septiembre de 1937, tras la Conferencia de Nyon, Francia inició una ayuda encubierta. Lo que llama la atención es que el Blum vacilante de julio de 1936 no dudara un minuto en marzo de 1938, cuando la República tenía perdida la guerra, en abrir la frontera al paso de armas. Esto significa que su primera postura, por muy comprensible que pueda parecer en aquellas circunstancias, no careció de un cierto grado de precipitación.

M. A.: En 1978, en la desaparecida revista Historia 16 un extenso artículo suyo sobre este asunto se tituló «Blum traicionó a la República». ¿Matizaría ahora esta idea?

Á. V.: Creo que la mantendría. Entre Francia y España regía entonces un tratado comercial suscrito en diciembre de 1935. Luego se firmó un protocolo que contenía un conjunto de cláusulas secretas. A petición francesa, una de ellas estipulaba el compromiso de España de adquirir material de guerra en Francia y naturalmente Francia se comprometía a vendérselo. No sé si la parte pública de este tratado pasó por las Cortes, lo que es seguro que no pasaron fueron las cláusulas secretas. Pero eso no tenía la menor significación desde el punto de vista francés. Tras el golpe de Estado, el nuevo presidente del Gobierno republicano, José Giral, apeló a Francia sin conocerlas. En cambio, la burocracia del Quai d’Orsay y el Ministerio de la Guerra francés sí las conocían y las obviaron. En este sentido, Léon Blum traicionó a la República, por supuesto.

No obstante, para valorar la política francesa respecto a la Guerra Civil hay que tener en cuenta que abundante documentación ha desaparecido, en concreto la de la cúspide de la Administración. Mucha se quemó antes de la ocupación nazi en mayo de 1940. Existen lagunas y los historiadores tenemos que lidiar con ellas. En cualquier caso, es curioso que todavía ningún historiador francés haya escrito un libro convincente sobre las relaciones bilaterales durante la Guerra Civil.

M. A.: ¿Eran conscientes los gobernantes franceses de la puñalada que asestaban a la República Española?

Á. V.: Mira, el 6 de agosto Luis Jiménez de Asúa, vicepresidente socialista del Congreso de los Diputados, se entrevistó con Léon Blum en su domicilio de París. Éste, entre lágrimas, le explicó que Francia no podría ayudar por las presiones británicas. Todas las potencias, incluida la URSS, ya habían hecho saber a Francia, o se presumía que lo harían, que apoyaban la posición establecida en la No Intervención. En aquellas semanas Blum llegó a reconocer el crimen que «todos estamos cometiendo con España». No cabe duda de que la retracción francesa fue el primer clavo en el ataúd que las democracias occidentales iban a construir para enterrar a la República y sus avances económicos, políticos y sociales.

M. A.: ¿Se puede imputar la misma acusación al Gobierno británico?

Á. V.: Yo no digo que Londres traicionó a la República. A lo largo de los casi tres años de la Guerra Civil los sucesivos gabinetes británicos defendieron sus intereses nacionales como entendieron mejor. A mi juicio, se equivocaron puesto que optaron por una política internacional desacertada que les rindió pésimos frutos. Pero no tenían ningún compromiso previo que les obligara a ayudar a la República. En asuntos de relaciones internacionales, de guerra y paz, el término «traición» tiene un contenido moral que podría utilizarse, pero a mí, como exdiplomático, no me gusta emplearlo.

LA HOSTILIDAD BRITÁNICA.

M. A.: ¿Cuándo empezó a manifestarse la aversión del Gobierno de Stanley Baldwin hacia la República tras la sublevación militar?

Á. V.: Fíjate, en una fecha tan temprana como el 20 de julio de 1936 el secretario del gabinete gubernamental, un personaje hiperconservador y furiosamente anticomunista, sir Maurice Hankley, preparó un informe para su Gobierno en el que hizo una advertencia dramática: con la amenaza comunista pendiendo sobre Francia y España, a lo mejor era del interés de los gobernantes británicos empezar a pensar en alinearse con Hitler y Mussolini… No dijo, pero tampoco hacía falta, que ambos habían mostrado cómo disciplinar y encuadrar a las masas obreras y eliminar el «virus» comunista de sus sociedades. Es decir, en la decisión gubernamental pesó no solo una evaluación de los intereses estratégicos y políticos británicos, sino también un componente, innegable, de clase. No hay que absolutizarlo, claro, pero tampoco desconocerlo.

M. A.: La Embajada británica en España había sido intoxicada por la trama civil de la conspiración. ¿Cuál fue su evaluación de la situación en aquellos días?

Á. V.: Persistió en los prejuicios anticomunistas. El 30 de julio de 1936 el embajador Chilton informó a su Gobierno de que «los comunistas» habían asumido el control político en las regiones de España donde la sublevación había fracasado. Hay que poner de relieve un hecho indudable: en el mundo de entreguerras el Reino Unido tenía los mejores servicios de inteligencia, pero uno de sus fracasos más resonantes fue la valoración del golpe de Estado y el desarrollo de la Guerra Civil española. Y ello a pesar de que tenían una red diplomática y de agentes importante en nuestro país y de que el Gobierno británico siguió al minuto los acontecimientos.

M. A.: ¿Cómo intentó influir la República en el Gobierno británico?

Á. V.: Envió como embajador en Londres al mejor diplomático que tenía: Pablo de Azcárate, secretario general adjunto de la Sociedad de Naciones. Fue una decisión excelente. Tuvo que desenvolverse en un medio hostil e hizo un buen trabajo en la medida de sus posibilidades. Pero tenía limitaciones objetivas que nunca pudo superar: por ejemplo, jamás vio a Jorge VI, coronado en mayo de 1937. En cambio, el «embajador» de Franco, el XVII Duque de Alba, Jacobo María Fitz-James Stuart y Falcó Portocarrero y Osorio, a los pocos días de su nombramiento como agente de Franco en Londres en noviembre de 1937 ya tomaba el té con el rey en el Palacio de Buckingham y hablaba con el primer ministro y con la aristocracia, porque además tenía un título nobiliario escocés (X Duque de Berwick) y era primo lejanísimo de Winston Churchill. La diferencia en la capacidad de influencia de ambos fue notable.

M. A.: ¿En los archivos de la Casa de Alba habrá documentos que den cuenta de la labor diplomática del duque en Londres a favor de Franco?

Á. V.: Debe de haberlos, pero no los he estudiado.

M. A.: ¿La República tuvo que rehacer su red de diplomáticos?

Á. V.: Imagínate: cerca del 90% de los diplomáticos españoles destinados en el exterior se alinearon con los sublevados. Esa deserción tuvo consecuencias dramáticas, porque obviamente «se pasaron» con sus contactos, sus relaciones personales y políticas, sus amistades y utilizaron todo eso para hacer propaganda a favor de la causa antirrepublicana. Uno puede trazar caricaturas de la labor de los diplomáticos, muchos historiadores lo hacen, yo no, pero es evidente que en el contexto de la Guerra Civil y su repercusión tan singular en la escena europea carecer de diplomáticos profesionales fue otro obstáculo para la República. Y, además, la ausencia de un embajador en Ginebra ante la Sociedad de Naciones es inexplicable.

M. A.: ¿Por qué el Gobierno de la República no designó nunca un embajador en Ginebra?

Á. V.: Fue un error grave. Esa función la siguió cumpliendo, también durante la Guerra Civil, el embajador en Francia, Luis Araquistáin, que no podía prestarle la atención que merecía. La República solo envió un cónsul general a Ginebra: el cuñado de Manuel Azaña, Cipriano Rivas Cherif, un dramaturgo, una persona muy inteligente, pero cuya experiencia diplomática era igual a cero. Era tal su incompetencia que, a pesar de la oposición de Azaña, Negrín le destituyó en el verano de 1937. David Jorge, en su tesis doctoral, ha ahondado mucho más que yo en este asunto y ni Rivas Cherif ni Azaña salen bien parados históricamente. Mucha gente va a llevarse una sorpresa morrocotuda.

No fue el único error de la República en el terreno diplomático. Su embajador en Moscú, Marcelino Pascua, pidió durante muchos meses que le enviaran más personal a Moscú y un cónsul a Leningrado y no le hicieron caso. Sin embargo, en América del Sur permanecían algunos cónsules profesionales que prácticamente no hacían nada. Y a pesar de que no lo conocemos todo sobre este punto, este vacío hay que atribuírselo a Negrín, porque cuando llegó a la Presidencia del Gobierno hubiera podido subsanarlo y no lo hizo. No obstante, también es verosímil que en lo posible el Gobierno prefiriera tratar con los soviéticos en Valencia y después en Barcelona.

M. A.: ¿Y los sublevados?

Á. V.: Franco no tuvo brillantes diplomáticos, pero tampoco los necesitaba. Los más destacados fueron el Duque de Alba en Londres y José Quiñones de León en París, quien ya había sido varios años embajador de la monarquía de Alfonso XIII en este país. He revisado su expediente personal en el archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores y curiosamente casi todos sus papeles han desaparecido. ¿Por qué?

LA BURLA DE LA NO INTERVENCIÓN.

M. A.: ¿Cómo se gestó el Pacto de No Intervención?

Á. V.: Fue Francia el país que lo promovió y de inmediato el Reino Unido se adhirió. A lo largo de agosto de 1936 fue asumido por 27 naciones europeas, todas menos Suiza. El compromiso era no vender armas ni a los sublevados ni al Gobierno legítimo de España, reconocido internacionalmente. Luego, fue ampliando sus actividades a los voluntarios, entendiendo por tales los que de buenas ganas sirvieron a la República en las Brigadas Internacionales y a quienes enviaban las potencias fascistas (el personal soviético, los asesores, fue muy reducido). El secretariado británico, nunca con las mejores intenciones, intentó extender su labor a las ayudas financieras para yugular a la República, pero ahí se estrelló con la resistencia numantina de Francia y de la Unión Soviética y tan «bondadosos» propósitos no se cumplieron. Por supuesto, la No Intervención no se amplió a los carburantes, de los que Franco dependía desesperadamente y que le suministró la compañía Texaco, o el material móvil, que le envió la Ford.

M. A.: ¿Se cumplió la No Intervención?

Á. V.: No. Muchos Estados cerraron los ojos y permitieron que saliera material de guerra hacia España. La propia Francia y otros países toleraron el contrabando de material ligero (fusiles, ametralladoras, pistolas, bombas de mano). Eso sí, nadie se atrevió a suministrar lo decisivo en la contienda (aviación y artillería pesada), que salía de los arsenales y no podía ocultarse. Esto es lo que la República tuvo grandes dificultades en adquirir hasta la llegada de la ayuda soviética; fuera de ella adquirió aviones y material ligero, pero con grandes dificultades y enormes demoras. Un doctorando, Miguel Íñiguez Campos, está preparando una tesis en la Universidad Complutense sobre este tipo de operaciones.

M. A.: ¿Y los facciosos?

Á. V.: Franco nunca tuvo problemas de aprovisionamiento. E incluso Italia y Alemania enviaron pronto pequeñas misiones militares con acceso a la cúpula de los sublevados. Es importante recordar que a fines de agosto de 1936 llegó a España un teniente coronel del Estado Mayor alemán, Walter Warlimont, como oficial de enlace con Franco y que muy pronto, a principios de septiembre, recomendó a los sublevados que solicitaran tanques. A nadie se le había ocurrido. Franco pedía aviones, pero Warlimont insistió en la importancia de los carros de combate, porque apoyaban el avance de las columnas, protegían los flancos, destruían la infantería republicana… Hacia el 10 de septiembre los encargó a Berlín, tras la luz verde de Franco, y los enviaron.

Y, probablemente, del principal oficial de enlace alemán partió también la idea de la única gran innovación estratégica de la Guerra Civil: la Legión Cóndor. Se trató de disponer de un cuerpo aéreo bien dotado, expedicionario, con aviones relativamente modernos y que actuase en formación cerrada para machacar al enemigo. Un auténtico «puño de hierro», como lo he llamado en mis libros. Los historiadores franquistas afirman que se constituyó en noviembre de 1936 como reacción a la ayuda soviética a la República, pero la primera referencia del Estado Mayor que la preparaba es del 15 de octubre… y entonces ya estaba en marcha. La decisión debió de tomarse unos días antes, posiblemente a principios de aquel mes.

M. A.: ¿Y cómo evolucionó en los primeros meses la ayuda militar italiana a Franco?

Á. V.: Fíjate, la Armada sublevada la empezaron a organizar unos cuantos oficiales de marina italianos en septiembre y octubre de 1936. Y ya en aquel mes Mussolini estaba evaluando el envío de un cuerpo expedicionario. No lo hizo entonces por la negativa de Franco, que temía complicaciones. Es decir, o bien por las informaciones que ofrecían los observadores militares destinados en el terreno, italianos o alemanes, o bien por las ideas que generaban los estados mayores de Hitler y Mussolini, la dinámica de la intervención de las potencias fascistas, desde el primer momento, solo apuntó en una dirección: hacia su crecimiento y hacia su complejización. Éste es el punto esencial que los historiadores franquistas no quieren captar.

M. A.: Es evidente que el Pacto de No Intervención perjudicó seriamente a la República

Á. V.: El Gobierno republicano lo rechazó, pero no tuvo más remedio que aceptarlo. Fue doloroso para la República, pero también para algunos ministros y políticos franceses que sabían que la dejaban en la estacada. Oficialmente, Francia y el Reino Unido alegaron que se trataba de un asunto interno de España y que pretendían evitar que repercutiera en Europa. Esto, desde el punto de vista de las pequeñas potencias, era muy razonable y en la escena inestable de los años treinta resultaba muy difícil no acompañar a París y Londres. Los más reticentes fueron las naciones intervencionistas: Italia, Alemania y la Unión Soviética. La URSS se adhirió a la No Intervención a fines de agosto después de pedir con gran insistencia la incorporación de Portugal, porque Moscú sabía que estaba prestando una ayuda importante a los sublevados.

La No Intervención fue una gran ventaja, la gran ventaja sin duda alguna, para los sublevados. Por una parte, les equiparaba con un Gobierno democrático y, por otra, sus aliados la vulneraron constantemente sin que ello jamás les supusiera un problema. Fue una farsa a la que hoy estamos tan acostumbrados que ya no nos llama la atención, pero en realidad era algo absolutamente increíble puesto que todo el mundo sabía que Italia y Alemania intervenían en España.

M. A.: ¿Los gobiernos francés y británico conocían ya en agosto de 1936 la importante ayuda militar de Roma y Berlín a Franco?

Á. V.: Sí, y su inhibición, su decisión de no ayudar al Gobierno legítimo, unida a la acometida de las potencias fascistas, fue la gran tenaza para la República. Anticipó lo que en 1938 le sucedió a Checoslovaquia, víctima de la expansión de la Alemania nazi. Todos los intentos del Gobierno republicano por plantear las cuestiones de la Guerra Civil en la Sociedad de Naciones fueron baldíos.

La República cometió muchos errores, de entrada; se equivocó al aceptar, aunque con reticencias, el Pacto de No Intervención. Pero, francamente, no sé qué otras alternativas pudo manejar. Sí censuro, como Edward Malefakis, que Azaña permaneciera inactivo y no viajara a París, Londres y Ginebra. Es algo realmente sorprendente.

M. A.: ¿Hubo sectores en Francia y el Reino Unido que se opusieron a la No Intervención?

Á. V.: Sí, fijémonos en el caso británico. El 3 de octubre el no gubernamental Comité de Investigación de las Violaciones del Derecho Internacional publicó un informe que constató que la No Intervención había perjudicado gravemente al Gobierno republicano al privarle de las armas y del material de guerra esenciales para sofocar la rebelión militar.

Poco después, el Congreso del Partido Laborista aprobó una moción por la que pedía que, tras la evidente intervención de Alemania e Italia en el conflicto español, las demás potencias revisaran su posición. Y el 9 de octubre difundió una resolución que solicitaba que París y Londres adoptaran medidas urgentes para devolver a Madrid el derecho a comprar las armas necesarias «para mantener la autoridad del Gobierno constitucional en España y restablecer la ley y el orden en su territorio». No obstante, también había sectores del laborismo que compartían la posición del Gobierno conservador de su país, y esas divisiones internas neutralizaron el apoyo popular a la República, que era mayoritario en el Reino Unido.

M. A.: ¿Y Francia? ¿Cómo progresó en los primeros meses de la contienda su visión de la No Intervención?

Á. V.: Me remito a la carta que en febrero de 1937 el embajador Araquistáin envió al presidente del Gobierno, Largo Caballero, para relatarle que la diplomacia francesa consideraba un éxito que la guerra no hubiera sobrepasado las fronteras españolas. Y añadía que en la Administración gala «se teme la victoria de los facciosos (…) pero no se teme menos nuestra victoria»… Ésta era la lógica de la No Intervención.

Efectivamente, Francia temía el triunfo de Franco, pero también su derrota por la idea de que la República había caído, o iba a caer, en manos de la Unión Soviética. Y ello a pesar de que sus informadores sobre el terreno lo desmentían, como lo prueba la evolución del pensamiento del agregado militar Henry Morel, que además era el jefe en España del Deuxième Bureau (el servicio secreto de inteligencia militar francés). Morel era un hombre monárquico… imagínate en 1936 un monárquico francés. ¡No debía de estar mucho con la izquierda! Sus primeros despachos fueron muy despectivos hacia la República, pero poco a poco fue apreciando el significado profundo de la Guerra Civil, el esfuerzo que hacían los republicanos y habló maravillas de Largo Caballero y del PCE. Pero la información que proporcionó no fue tenida en cuenta. Tampoco la del segundo embajador francés, Eirik Labonne.

M. A.: ¿Qué transmitió Labonne a París?

Á. V.: Sus informes desde Barcelona fueron rotundos: manifestó que se estaba exagerando la influencia soviética. Reconocía la existencia de la ayuda y la presencia soviética en la España republicana, pero aseguraba que Stalin no determinaba ni su evolución política, ni su estrategia militar. Como los de Morel, sus informes no tuvieron ninguna influencia porque el Quai d’Orsay y el Estado Mayor francés eran profundamente anticomunistas por prejuicios de clase e ideológicos.

M. A.: Tampoco está exento de simbolismo que el Comité de No Intervención estuviera radicado en Londres, en la mismísima sede del Foreign Office, uno de los focos de la hostilidad británica hacia la República

Á. V.: Tuvo su importancia. Puestos a machacar a la República era mejor hacerlo desde casa, con un secretariado también británico. Todo muy de Whitehall, típico de la Administración británica.

MÉXICO SOLIDARIO.

M. A.: En julio y agosto de 1936 México, presidido por el general Lázaro Cárdenas, fue el único país que apoyó a la España republicana

Á. V.: Era la reacción que el Gobierno de la República hubiera esperado de Francia, no voy a decir del Reino Unido, pero sí de Francia. México proclamó en la Sociedad de Naciones que el Gobierno de España tenía derecho a defenderse de unos facciosos…

M. A.: Y vendió armas a la República

Á. V.: Sí, diez mil fusiles, municiones y piezas pesadas de artillería, pero, claro, aquello solo fue una gota de agua en el océano de las necesidades de armamento de la República.

M. A.: ¿Por qué razones actuó así México?

Á. V.: La decisión del Gobierno de Cárdenas obedeció evidentemente a una gran simpatía por la República Española, en la que apreciaba el empeño en realizar un proceso de transformaciones como el que había vivido México un cuarto de siglo antes. Además, la Guerra Civil española brindaba a este país la oportunidad de tener un perfil propio en la escena internacional, centrado en el rechazo al intervencionismo de las grandes potencias en los asuntos internos del resto de naciones. Recuerda también que, con Roosevelt y su «política de buena vecindad», Washington había prometido no injerirse en los asuntos latinoamericanos. Además, temía que si Estados Unidos, el Reino Unido y Francia permitían la expansión internacional de las potencias fascistas tampoco México podría finalmente librarse de esta trágica suerte.

M. A.: Por cierto ¿cómo reaccionó la Casa Blanca ante los sucesos de España?

Á. V.: El presidente Roosevelt era en principio favorable a la República, pero se encontró con un Departamento de Estado muy proclive a los sublevados. Su embajador en España, Claude Bowers, fue uno de los pocos jefes de misión que se situó a favor de la República desde el primer momento, pero nunca le hicieron caso a pesar de que tenía buena información y sus despachos sobre la intervención de Italia y Alemania, escritos desde Hendaya, eran bastante buenos, muy meditados.

A principios de 1937, con la mirada puesta en el voto católico, Roosevelt decretó un embargo legal de la venta de armamento a España. Pero, en fin, Estados Unidos fue la potencia ausente en la Guerra Civil. Uno casi puede borrarla del mapa. El juego se dirimió entre las grandes potencias europeas.

Tampoco ayudó a la República en este sentido el embajador que destinó a Washington, Fernando de los Ríos, un gran intelectual, un gran académico, un buen socialista, pero no un hombre de acción. Desconocía el medio norteamericano y la rudeza de la política local. No lo digo solo yo, lo señalan también los historiadores estadounidenses. No era la persona adecuada para aquella embajada.

VACACIONES EN EL MAR NEGRO.

M. A.: ¿Dónde estaba Stalin en el verano de 1936?

Á. V.: En su residencia estival, en su dacha en Sochi, en el mar Negro. Por cierto, no volvería a tomar vacaciones en ella hasta 1946 debido al recrudecimiento progresivo de la situación internacional, pronto por la amenaza japonesa y después por la invasión nazi y la entrada de la URSS en la Segunda Guerra Mundial.

M. A.: ¿Cómo siguió la evolución de las primeras semanas del conflicto español?

Á. V.: Al día…

M. A.: ¿Por qué canales?

Á. V.: En los archivos de Moscú se conservan las relaciones de documentación que le enviaban. Cada día se mandaba a Sochi grandes cantidades de información acerca de los principales asuntos internos e internacionales. Date cuenta que Stalin era un devorador de información, trabajaba 18 horas al día, no era como Mussolini o Hitler. Sí se parecía a Churchill: iba al detalle, era un trabajador empedernido.

M. A.: ¿Qué presencia tenía la Unión Soviética en España en julio de 1936?

Á. V.: Se circunscribía básicamente a los agentes de la Komintern que se encargaban de tutelar al PCE. Y tampoco eran muchos: Gero, Codovila y un par más. La URSS aún no tenía embajada en Madrid. No excluyo, pero nadie lo ha demostrado hasta ahora, que hubiese ya algún agente de su servicio de inteligencia militar, el GRU, en aquellos días.

M. A.: ¿Cómo reaccionó la Komintern ante la sublevación militar?

Á. V.: La Internacional Comunista era un órgano al servicio de la diplomacia soviética, pero no era la diplomacia soviética. Tras la reunión de su secretariado el 23 de julio, las instrucciones de Georgi Dimitrov a sus agentes y al PCE fueron muy claras: asumir la defensa de la República democrática y rehuir cualquier veleidad revolucionaria a pesar de la nueva situación creada por la sublevación militar y de que las masas populares tenían armas. Y en fechas tan tempranas la Komintern se planteó un dilema operativo: cómo actuar ante los combates. Las dos opciones eran el desarrollo de las milicias y la creación de un ejército nuevo en torno a los oficiales que habían permanecido leales a la República. Dimitrov favorecía la segunda.

M. A.: ¿El PCE asumió el mensaje de su Internacional?

Á. V.: Por supuesto. El PCE enarboló la bandera de la defensa de la República y pronto apoyaría la formación del Ejército Popular. Ahora bien, en función de las necesidades políticas del momento, y como Fernando Hernández Sánchez ha estudiado, fue modulando su discurso y actividad y en algún momento tanto su secretario general, José Díaz, como Palmiro Togliatti (dirigente comunista italiano y agente de la Komintern en el terreno desde 1937), hablaron de una República democrática de nuevo cuño, más avanzada que la de 1931-1936. Pero no pensaban en una «república popular» como las que se instalaron en el este de Europa en la Guerra Fría.

M. A.: ¿La República se dirigió también a la URSS para adquirir armamento?

Á. V.: Lo hizo el 25 de julio el Gobierno presidido por Giral, porque en aquel momento lo que más necesitaban era comprar armas. Seguramente, Stalin hubiera preferido que la No Intervención fuese real, que las potencias fascistas la respetaran, para no tener que intervenir en ayuda de la República. Ésa era su apuesta inicial, por eso se tomó varias semanas para responder a las demandas de Madrid.

M. A.: ¿A qué aspiraba la política exterior soviética en aquel momento?

Á. V.: En los años treinta la Unión Soviética era una potencia militar importante, pero aún no el gigante que echaría un pulso a Estados Unidos y Occidente durante la Guerra Fría. Para comprender su reacción ante el golpe de Estado y el desarrollo de la Guerra Civil hay que tener presente que desde fines de 1934 y hasta la Conferencia de Múnich de septiembre de 1938, Moscú propuso de manera recurrente a Londres y París una alianza defensiva frente a Hitler.

En 1934, la Unión Soviética ingresó en la Sociedad de Naciones y Stalin dio señales del posterior giro hacia el frentepopulismo porque empezó a percibir que el gran peligro era la Alemania nazi. Ya había roto con las aspiraciones de revolución mundial, enarboladas por Trotski, en favor de la tesis del «socialismo en un solo país», aunque mantenía la retórica revolucionaria a través de la Komintern. Pesaba también el trauma aún no superado de la intervención extranjera a favor de los ejércitos zaristas entre 1919 y 1921.

En 1936, las amenazas para la URSS eran claramente Japón y la Alemania nazi. Se veía acosada por ambos flancos. ¿Quiénes podían ser sus aliados potenciales? Pues aquellos países afectados en primera línea por el imperialismo nazi-fascista: las democracias occidentales. Por eso, tendió la mano a Francia y el Reino Unido. En 1935 Moscú y París firmaron un pacto político, pero desprovisto de garra porque carecía de un componente militar defensivo. Con Londres el acuerdo solo fue posible a partir de 1941… cuando la Luftwaffe bombardeaba Inglaterra y la Wehrmacht avanzaba por la estepa.

No conviene olvidar que la Guerra Civil se insertó en una escena internacional cuarteada por múltiples tensiones: las exigencias de las potencias fascistas que rechazaban la Paz de Versalles, que puso fin a la Primera Guerra Mundial; la hostilidad de las potencias democráticas hacia la Unión Soviética, a la que consideraban su principal enemigo; y los intentos de la URSS de forjar un sistema de seguridad colectiva frente a las amenazas que intuía por el este y por el oeste. Explicar la estrategia soviética hacia la República en guerra no supone absolver históricamente a Stalin. Se equivocó al no valorar suficientemente el anticomunismo de sus ansiados partenaires, pero más se equivocaron éstos.

M. A.: El temprano apoyo de las potencias fascistas a los sublevados en España confirmó que la amenaza para la democracia en Europa era el fascismo

Á. V.: En el verano de 1936 fue España la agredida, después lo fueron otros países. Los republicanos insistieron en esta idea tanto en la propaganda como a través de los canales diplomáticos. Este argumento respondía también a la convicción de determinados sectores del Gobierno y la Administración de la República, pero ni Francia ni el Reino Unido lo asumieron. Optaron por la farsa de la No Intervención.

En consecuencia, del mismo modo que si el contexto internacional no cambiaba, la República estaba condenada, la estrategia defensiva de Stalin estaba abocada al fracaso de no variar la receptividad de las potencias democráticas occidentales. Y así fue. Sin embargo, todavía hoy se ennublece, se ofusca, esta realidad porque aún se aplica a la Guerra Civil y en parte a las relaciones internacionales de los años treinta el esquema de la Guerra Fría. En España es particularmente notable la «comprensión» de algunos autores de medio pelo por los objetivos de Hitler y de Mussolini.

LA «OPERACIÓN X».

M. A.: ¿Por qué tardó casi dos meses Stalin en ordenar la ayuda a la República?

Á. V.: Porque no era Hitler, ni era Mussolini: no pretendía ampliar su imperio hacia el oeste. En segundo lugar, porque meterse en un país que se desconoce en circunstancias que se ignoran era complicado para una nación demonizada como lo era la URSS. Los diplomáticos y la dirección soviéticos eran conscientes de ello, como los diplomáticos franquistas asumían que la dictadura del general Franco no despertaba simpatías entre las democracias «decadentes».

Pero Stalin no estaba con las manos cruzadas. Desde el primer momento, y por razones que todavía desconocemos, a los pocos días de que los republicanos pidieran a los ingleses combustible para la flota, ordenó que se les suministrara…

M. A.: ¿Cómo conocía esta carencia de la flota republicana?

Á. V.: Es un misterio. La costumbre soviética no era actuar con la rapidez del relámpago. Claro, proporcionar combustible a la flota no implicaba entrar en guerra. Imagino que la petición republicana hecha a los ingleses llegó a las manos de Donald Maclean, quien era un espía soviético en el Foreign Office. Llevaba allí un par de años y se ocupaba de los asuntos de España en la Dirección General de Europa Occidental. Debió de apresurarse a enviar la petición de la República a su control en Londres y en Moscú; Stalin reaccionó con celeridad y se puso en marcha la operación de suministro de combustible a la República a precios reducidos.

M. A.: ¿Hubo otros destellos iniciales de la posterior ayuda soviética?

Á. V.: La segunda manifestación fue el envío de algunos periodistas, como Koltsov y Ehrenburg, quienes exploraron lo que sucedía en España. Lo único que sabía la URSS era lo que les decían los agentes de la Komintern: Codovila desde Madrid y Gero desde Barcelona. Era insuficiente, necesitaban saber mucho más. Y a partir del 1 de agosto comenzaron «espontáneamente» las manifestaciones masivas de solidaridad con el proletariado español en numerosos puntos de la Unión Soviética, y los sindicatos soviéticos entregaron una ayuda económica a los sindicatos españoles.

Eran señales de que la URSS no podía permanecer impasible porque, teóricamente al menos, era el único Estado socialista y no podía abandonar a su suerte al proletariado español. La República se había convertido en el ejemplo de resistencia contra el fascismo, que avanzaba en Europa, golpeaba en África (Abisinia), crecía en Asia (Japón) y amenazaba en varios países de América. Desde el Ártico al Cono Sur y desde Siberia al Pacífico occidental hubo un esfuerzo internacional hasta entonces desconocido de solidaridad y de fraternidad hacia la República Española.

M. A.: Estaba en juego también el prestigio internacional de la URSS y del propio Stalin

Á. V.: Sí, claro. Además los trotskistas no perdieron ni un minuto en criticar la pasividad soviética y Stalin reaccionó de manera paranoica. Se puede denunciar su paranoia, pero ésta tenía consecuencias: «No debemos dejar bazas al enemigo trotskista». Ésta era la idea. Stalin envió dos asesores militares al PCE y también llegaron cámaras y cineastas soviéticos a la España republicana. Comenzó un proceso de deslizamiento progresivo, férreamente controlado por Stalin, orientado en primer lugar a conocer qué sucedía en España. Esto se ilustró a mediados de agosto con la decisión de nombrar por fin un embajador soviético en Madrid. La URSS envió diplomáticos, como el embajador Rosenberg, y a hombres de la inteligencia militar, como Goriev, y de la NKVD con instrucciones de observar e informar a Moscú, no de entrometerse en los asuntos españoles.

M. A.: ¿Y la Komintern?

Á. V.: Durante algunas semanas estudiaron qué hacer y, según los diarios de Dimitrov, que por lo que parece son fidedignos, a fines de agosto, presionados un poco por el Partido Comunista Francés, plantearon que convendría enviar voluntarios internacionales no soviéticos a luchar con la República. Se empezó a estudiar, a pulir la idea… Ahí está el germen de las Brigadas Internacionales. El 3 de septiembre, la Komintern reconocía que la situación de la República ya era crítica. Todo lo que sigue leyéndose hoy en España de una reunión en Praga en la que se decidió la ayuda a la República es un cuento chino. Los historiadores profranquistas no han podido desembarazarse todavía de la tentación de arrimar lo más posible la decisión soviética a las de Hitler y Mussolini.

Pocos días después, Stalin indicó en un telegrama que se estudiara la posibilidad de enviar aviones de guerra modernos a la República… a través de México. Era una idea absurda que fue rápidamente descartada, pero que demuestra que para entonces ya empezaba a pensar en intervenir. A lo largo de aquel mes, tanto en el comité ejecutivo de la Komintern como en el Ministerio de la Guerra soviético y la NKVD se estudió la ayuda material y humana a la República.

M. A.: ¿Cuándo se formalizó la decisión de ayudar a la República?

Á. V.: Gracias al historiador ruso Yuri Ribalkin, sabemos que el 26 de septiembre de 1936, a las 15.45 horas, el mariscal Vorochilov recibió una llamada telefónica de Stalin desde Sochi sugiriéndole que considerara con urgencia la venta a la República de entre ochenta y cien tanques y medio centenar de bombarderos. Era el comienzo de la «Operación X»: la ayuda soviética a la República.

En septiembre de 1936, la República tenía prácticamente perdida la guerra a consecuencia de la inhibición de las potencias democráticas y del apoyo de Alemania e Italia a Franco. Los sublevados avanzaban rápidamente hacia Madrid frente a un ejército constituido básicamente por milicias en retirada y que tenía una enorme dificultad para adquirir armas en el exterior (se llegó a dirigir a 36 países). Pero la decisión soviética de ayudar con hombres y sobre todo con armas a la República fue determinante para el estallido de una guerra civil «total» de rasgos modernos.

M. A.: Especialmente importante fue la llegada de sus aviones de guerra

Á. V.: Así es. Los únicos militares soviéticos que entraron en combate fueron los aviadores porque no había nadie en España que pudiera pilotar aquellos aparatos. De ahí que Beevor vea en ello un indicio de los presuntos intentos de malvada dominación de la inerme España por parte del Kremlin. Claro que no se le ocurre plantear este argumento al lado franquista. ¿Quiénes pilotaban los aviones alemanes e italianos?

La URSS nunca envió una unidad como la Legión Cóndor, pero sí asesores militares. Por otra parte, hay que aclarar que queda bastante por investigar sobre su papel en la Guerra Civil. Desconocemos los informes producidos por su embajada en España y la mayor parte de los archivos (por ejemplo los de la NKVD, después llamada KGB) siguen cerrados. Y por lo que sé, solo un historiador, Yuri Ribalkin, ha logrado acceder a los archivos de la Presidencia y lo que encontró, como el diario de Vorochilov, fue espectacular.

Hoy conocemos los parámetros generales de la intervención soviética, el cuadro general, y no es poco, porque hace quince años no sabíamos nada. Ahora bien, dentro de ese cuadro general hay muchos detalles por explorar y la masa documental es inmensa. En los archivos militares rusos, de los que te dejan ver el catálogo, muchos legajos están aún cerrados.

M. A.: ¿Qué importancia tuvo la ayuda soviética?

Á. V.: Salvó a la República y le permitió sostener el pulso. A partir del mes de octubre de 1936 entraron en combate sus armas, básicamente los tanques y sobre todo los aviones, pilotados por casi trescientos aviadores soviéticos.