EPÍLOGO
Cuando el conductor del Nissan Terrano II vio la Venta del Tempul redujo la velocidad, viró hacia la derecha y frenó en seco, quedando aparcado delante del porche acristalado del edificio.
El grupo compuesto por Lucía, Jorge y Rebeca se bajó del coche todo terreno y los tres se quedaron un momento mirando el paisaje de alrededor antes de entrar en el local.
Observaron el porche de la venta, una terraza con sillas y mesas para que las ocupen los clientes mientras disfrutan del paisaje, protegidos del frío invernal por la cristalera. Al lado izquierdo del local había una terraza situada bajo unos chopos, con sillas y mesas para comer al aire libre.
Los tres recién llegados se acercaron al mostrador. Él iba vestido con unos bermudas de color beige y camisetas de tirantes negra; ella con pantaloncito corto, blanco, y también con la misma clase de camiseta, ajustada a unos hermosos senos que se mantenían firmes sin necesidad de sujetador. Rebeca llevaba una blusa azul y minifalda blanca.
Bartolo, el dueño de la venta, acudió a su encuentro. Era un hombre de unos sesenta años de edad, de baja estatura y cara redonda, risueña, que delataba su carácter amable. Limpió con un paño el mostrador delante de ellos y les preguntó:
–¿Qué desean los señores?
–Pónganos dos cervezas y un zumo de naranja.
Lucía observaba el local. Había otros clientes en el bar, hablando entre ellos. Cuando llegó el camarero con las bebidas, le preguntó:
–¿Por dónde se va al río? Queremos bañarnos.
–¿En el río? –se extrañó el hombre–. Es peligroso bañarse en él. Detrás del local tenemos una piscina para uso exclusivo de los clientes. Si lo desean pueden ustedes usarla, es gratis.
–Estupendo –dijo Jorge–. Yo prefiero las piscinas a los ríos, incluso a las playas: no me gusta llenarme de arena.
–¿Cómo es que el río es peligroso? –preguntó decepcionada Lucía–. Nosotros veníamos a acampar en el Tajo del Águila.
El camarero la miró con atención. Vio a una mujer morena, con el pelo largo y lacio hasta los hombros, y con unos ojos preciosos, de color celeste claro. Le calculó unos treinta años.
–Señora: han hecho una pequeña playa en la otra orilla, en el Tajo del Águila; pero en este lado del río hay un acantilado de tres metros. Estamos en la cola del pantano del Guadalcacín. Si lo prefieren, en Algar hay un hotel de tres estrellas, al lado de la piscina municipal…
–De todas formas, yo quiero ver el río –dijo Lucía–. Vamos andando y veamos cómo está el sitio.
Jorge miró su reloj y vio que eran sólo las doce: temprano para comer. Quería bañarse. Habían viajado setecientos kilómetros desde las tres de la madrugada, y todavía no tenían claro si habían llegado al final del trayecto. También tenía hambre.
–¿Qué tienen para comer? –le preguntó al ventero.
–Lo que ustedes quieran se lo podemos preparar. Tenemos carne de caza principalmente. Pueden dar un paseo hasta el río o bañarse en la piscina tranquilamente. Cuando vuelvan, les tendré preparado el menú que ustedes quieran.
–¿Por dónde se va al río? –dijo Lucía.
–Si van andando, crucen la carretera y vayan todo recto. Si van en coche, bajen por el camino de la derecha hasta aquel peñasco –dijo Bartolo–. Entren con el coche y después sigan a pie.
Se fueron andando a través del campo que había enfrente. Llegaron al final del llano y empezaron a bajar una pendiente de unos treinta metros llena de árboles, hasta llegar al río Majaceite.
Estuvieron mirando el lugar un buen rato y luego volvieron para bañarse en la piscina y comer. Estaban ya en los postres cuando el camarero pasó al lado para servir a otros clientes y Lucía le preguntó:
–¿Está muy lejos el Molino de Santa Ana?
–¿El molino? –se sorprendió el hombre–. El molino está en ruinas. Desde que inauguraron el pantano, hace casi cuarenta años, no se ha vuelto a utilizar. Se ha derrumbado. Ese molino era de mis padres. Cuando finalizaron las obras del pantano de los Hurones le cortaron el agua al molino, y arruinaron el negocio. Luego, mis padres compraron este local. No vale la pena de ir hasta allí: no hay nada que ver, y se les puede pinchar alguna rueda del coche en el camino.
Al oír eso, Rebeca dejó de comer y se quedó mirando a su madre. Como ésta no decía nada, la niña no pudo aguantar más y le dijo al camarero, que ya se marchaba cargado de platos:
–Mi abuelo vivía cerca del molino. No ha podido venir porque está enfermo. Es el hijo de «María la Chispenda».
El hombre se detuvo al instante; un mazazo en la cabeza no le hubiera dado el mismo resultado. Dejó en la mesa contigua los platos que llevaba, se llevó las manos a la cabeza y se acercó a la niña sin dejar de mirarla:
–¿Tú eres la nieta de Miguel?
Y al asentir Rebeca con la cabeza, el hombre la abrazó y la besó. Con los ojos empañados por las lágrimas, dijo:
–«La Chispenda» era como una madre para mí; su hijo Miguel era mi amigo de infancia. Mi mejor amigo. Mis padres fueron a verlos hace muchos años, a Valencia; luego ellos se fueron al extranjero y los perdimos. No volvimos a saber de ellos.
Pasaron un rato de presentaciones y de recordar viejos tiempos; luego, Lucía preguntó:
–Entonces, si no existe el molino, esas teleras de pan que tienen aquí, ¿dónde las hacen?
–Las hacemos nosotros aquí mismo, en la parte trasera del local tenemos un horno. Vengan si quieren y se lo mostraré –dijo el dueño de la venta.
La familia lo siguió hasta la panadería. Rebeca vio el patio interior y el almacén de mercancías del local. Se imaginó por un momento a una fila de caballos cargados de pastillas de tabaco, y a los contrabandistas en la noche oscura, descargándolos en las propias narices de los guardias.
–¿Sabes qué estoy pensando? –dijo Jorge, sacándola de sus pensamientos–. Que podíamos acampar en el río y venir aquí para comer y bañarnos. ¿Qué tal lo veis?
–Por mí, de acuerdo –dijo Lucía.
–¡Gracias! –exclamó Rebeca–. ¡Me encanta este sitio!
Volvieron al río con el coche e instalaron las tiendas de campaña bajo los árboles. Durante los días siguientes fueron a ver la presa del pantano de los Hurones. El molino lo encontraron completamente derrumbado, y en los canchos de los buitres sólo pudieron fotografiar a una pareja de éstos, del centenar de ejemplares que quedaban censados como especie protegida, según les dijo un guarda forestal. Tampoco lograron ver ninguna nutria ni jineta en el cauce del río.
Cuando se marcharon de vuelta hacia Madrid, la pareja de enamorados y la niña iban muy contentas: se habían divertido, y habían podido salir durante un mes de la rutina del paisaje congestionado de coches de las calles de la capital.
En el tronco de unos chopos, situados junto al río, grabaron a navaja tres corazones, unidos con unas flechas que los atravesaban, y, junto a ellos, las iniciales de sus nombres.
A una docena de kilómetros, río abajo, se desviaron de la carretera para ver la presa del Gualdalcacín, el mayor embalse de Andalucía. ¡Quién lo iba a decir! El pueblo más seco de la provincia tenía ahora suficiente agua para abastecer todas las necesidades de agua potable y de riego de casi un millón de personas, la población de la comarca de Jerez y de la Bahía de Cádiz juntas. Lucía sonrió al pensar en la cara que iba a poner su padre cuando se enterase de todo eso.