Capítulo 17

CAPÍTULO 17

Mientras tanto, el grupo de maquis había salido otra vez al camino y se acercaba al cruce de Ubrique. Cuando estaban a doscientos metros de la intersección dieron un rodeo para esquivar a los vigilantes que sin duda habría en aquel punto y salieron a un kilómetro de distancia del cruce; atravesaron la carretera de Ubrique y subieron al monte de enfrente; luego volvieron sobre sus pasos en dirección del cruce anterior. Desde la cima del monte observaron a la venta situada en la intersección de carreteras y vieron a una pareja de guardias. Minutos después oyeron un ruido de motor y pudieron ver llegar, procedente de Ubrique, un camión del Ejército de Tierra. El jefe del grupo miraba con sus prismáticos, pero sólo vio al conductor; detrás no había nadie bajo el toldo.

–Ése debe ser otro de los camiones que vieron pasar ustedes anoche. Será el de otra compañía de soldados, que se ha bajado en el pueblo y va siguiendo el río al encuentro de aquélla que hemos visto. Nos querían coger entre dos fuegos –dijo el jefe.

El grupo continuó adentrándose en la sierra de Cortes. Caminaban paralelamente a la carretera, para ver todos los movimientos de los vehículos militares. Buscaban un sitio para descansar desde donde pudiesen controlarlos.

–Hemos tardado tres horas en llegar hasta aquí, desde que salimos a la pista esta mañana. Desde que bajaron de su camión, los soldados tenían tres horas de marcha hasta llegar a la casa. O sea, que ahora los soldados están en ella… Entonces hay dos posibilidades:

1º Que se hayan vuelto. En ese caso tienen que volver a recorrer el mismo camino, lo que suponen tres horas. Si luego vienen hacia acá, tienen otras tres horas de marcha hasta llegar al cruce. Por lo tanto, les llevamos seis horas de ventaja.

2º Que hayan continuado hasta el desfiladero en busca de la otra compañía y les digan que no han encontrado a nadie. En ese caso estamos salvados: se marcharán de vuelta a sus cuarteles –dijo el jefe tratando de animar a sus hombres, quienes, aunque no decían nada, se sentían frustrados.

–Entonces… Podemos descansar un poco, ¿no? –dijo uno de los hombres, que llevaba a Pedrito sobre el hombro.

–Sí, descansaremos un par de horas –le contestó el jefe.

–¡Ya era hora! –dijo el otro, colocando al chico de pie en el suelo.

El zagal estaba horroroso, tenía sangre por todo el cuerpo. Los alambres de las cercas de espinos que había tenido que pasar –arrastrado prácticamente a través de ellos– habían cubierto su espalda y sus brazos de llagas, en las que se unían y cruzaban arañazos y cortes en todas las direcciones. El niño se quejaba con una voz muy débil.

–Este chico está muy mal –dijo el hombre del botiquín–. Debimos dejarle marchar cuando llegamos a la curva aquella, tal como habíamos dicho. Estamos cometiendo una barbaridad; eso no es lo que acordamos. ¡Es sólo un niño, coño! –gritó furioso el hombre.

–Tienes toda la razón, Julio. Con las prisas por salir del cerco no hemos cumplido con lo que acordamos. Déjale descansar y cúrale como puedas; luego le dejaremos en la carretera, cuando nos vayamos –dijo el jefe, luego se quedó mirando al Cabrero durante unos segundos y le preguntó:

–¿Tú qué vas a hacer, por fin?

–Yo me voy a Algar –dijo el hombre, cabizbajo–. Descansaré aquí y luego me iré al cruce a ver si puedo coger la Valenciana.

–El coche de línea ha debido de pasar ya. Además, ese coche viene hoy desde Jerez a Cortes, y hasta mañana no vuelve: no vas a poder hacer hoy ese viaje.

–En ese caso, me quedaré aquí y mañana lo espero en esa taberna que hemos visto en el cruce –contestó el Cabrero.

Se sentaron todos formando un círculo, y sacaron pan y fiambres de sus mochilas; comieron en silencio, mientras pensaban amargamente en cómo acabaría todo. ¿Qué habían hecho ellos para merecer todo lo que les estaba pasando? Ésa era la pregunta que rondaba en sus mentes deprimidas mientras comían, taciturnos, sin alzar la vista del suelo.

El jefe del grupo se levantó y fue a tumbarse en un lugar apartado del grupo, cerró los ojos y se puso a cavilar…

–Abuelo, ¿quién era el jefe de los maquis?, ¿un hombre de tu pueblo?

–No; ése no era de Algar. Se han dicho muchas cosas sobre él, sobre sus aventuras y valentía. Se convirtió en leyenda. Dicen algunos que iba a la Venta de Vargas, un sitio muy famoso situado en la entrada de San Fernando, donde se comía mientras en un tablao cantaban y bailaban los artistas de moda flamencos. Allí acudían los señoritos y las autoridades del pueblo. Cuentan que el jefe del grupo de los maquis se mezclaba entre ellos y a veces hasta destacaba con sus chistes y sus historias. Luego los asaltaba en los caminos y les quitaba el dinero que llevaban encima o les pedía que le entregaran en el plazo de unos días una suma importante bajo amenaza de muerte.

Lo único que se sabe a ciencia cierta es que era de Montejaque. Hay una versión de la historia, que me contaron en París, en la que se dice que la guerra le sorprendió en Cartagena. Presta atención al siguiente capítulo, es la historia de un personaje legendario:

«EL COMANDANTE ABRIL»