CAPÍTULO 14
Pasaban algunos minutos de las 8 cuando sonó el teléfono. Miguel giró la silla y se dirigió a la mesita donde se hallaba el aparato. En ese momento apareció Lucía en pijama diciendo:
–Lo cojo yo, papá. Debe ser Jorge.
Efectivamente, era él. Había quedado el día antes con Lucía en ir con ella a unos grandes almacenes para comprar juntos los artículos necesarios para la acampada al aire libre durante las vacaciones. Cuando acabó la comunicación, Lucía le dijo a su padre.
–Papá, voy con Jorge a comprar cosas. Necesito saber si tengo que comprar para tres personas o para cuatro. Qué has decidido finalmente, ¿vas a venir con nosotros?
Miguel carraspeó un poco nervioso antes de contestar:
–No, prefiero quedarme. Id sin mí.
Lucía no contestó, se dio media vuelta y salió del salón, dando un portazo. Casi al instante la puerta volvió a abrirse y apareció Rebeca en camisón y descalza, y corrió a besar al abuelo.
–¿Qué ha pasado, abuelo?, ¿habéis discutido mamá y tú otra vez?
–No, no… Sólo le he dicho que yo no voy con vosotros a Algar…
–Todavía no me has dicho por qué, abuelo…
–Luego te lo cuento. Mamá se va de compras con su amiguito y estaremos solos.
–Vale, abuelo. Te voy a preparar tu desayuno.
A las nueve, mientras Miguel y Rebeca estaban desayunando, apareció Lucía vestida y maquillada para salir y les dijo:
–Bueno, me voy y no sé a qué hora volveré. Posiblemente coma fuera con Jorge. En la nevera tenéis de todo, sólo hay que descongelarlo. Si no, llamáis para que os traigan una pizza. ¿Vale?
Mientras hablaba se inclinó para besar a su padre y a la niña. Luego se dirigió a la puerta y antes de salir les recomendó:
–Portaros bien.
Rebeca, nada más salir su madre, le dijo al abuelo:
–Abuelo, nos quedamos en que los soldados estaban rodeando el lugar del encuentro entre los maquis y don Manuel…
–Está bien… –dijo el abuelo con aire cansado–. Continuemos con la historia. Escucha, hija:
CORTIJO DE GUADALUPE, 2 DE AGOSTO, 18:00 HORAS
El sargento José Córdoba estaba consternado. No daba crédito a lo que estaba sucediendo. Cada minuto que pasaba estaba más seguro de que Pedrito González iba a morir, si es que no estaba ya muerto.
–¡Maldita sea! –dijo de pronto, dándole un puntapié a una piedra suelta que había delante de la puerta del cortijo.
–¿Decía usted algo, mi sargento? –preguntó el guardia que lo acompañaba en la guardia nocturna.
–Esto se podía arreglar de otro modo, sin peligro para nadie… –dijo el sargento–. Yo esperaba que me hubieran enviado media docena de guardias de refuerzo, bajo mi mando. Hubiéramos esperado a que entregasen al chico, y después les habríamos cortado la retirada.
–Eso es lo que se pretende hacer, ¿no, mi sargento? Al menos, así lo he entendido yo.
–¡Sí, pero no de ese modo! –el sargento explotaba de ira–. ¿Adónde van con tres camiones de soldados, que se ven a la legua, por una carretera por donde no pasan soldados desde que acabó la guerra, hace diez años? ¡Si querían llamar la atención lo han conseguido!
¿No has visto el revuelo que se ha formado en Algar? ¿Quién dice que no pueda haber algún espía de los maquis en el pueblo? Después de todo, éstos son personas que vivían en la comarca y huyeron a los montes, dejando familiares y amigos en ellos. ¿De qué ha servido el que nosotros hayamos actuado con tanta cautela, evitando levantar sospechas durante la investigación?
–Pero, mi sargento, a lo mejor sale todo bien y reconocen el servicio que hemos hecho…
–¿A qué llamas tú salir todo bien? ¿A que van a coger a todos los maquis? –preguntó el sargento–. ¡Eso estaba cantado, hombre! Un día u otro tendrán que salir del monte para comer, buscar medicinas o dinero. Entonces se les detiene. Pero ahora está la vida de un niño por medio; si se ven cercados, se desharán de la criatura. Entonces, yo me pregunto: ¿De qué se trata, de detenerles o de recuperar vivo al chiquillo? Aunque todos los bandidos caigan uno tras otro, y los jefes se pongan las medallas por ello, aquí será la ruina para la familia: ellos pierden a su hijo, y eso no se compensa aunque terminen con todos los maquis de España.
¡El sargento estaba tan enfadado consigo mismo! Sacó un pañuelo y se secó unas lágrimas traicioneras; luego se sonó ruidosamente la nariz. Pedro, el otro guardia, miró a su superior y, viéndole en aquel estado de abatimiento, trató de animarle:
–Pero, mi sargento… Tranquilícese usted. Nosotros sólo cumplimos las órdenes de arriba.
–Si le sucede algo al zagal será por mi culpa, Pedro, por haber llamado a la Comandancia. Y eso yo no me lo perdonaré nunca. ¡Jamás!
Entonces se detuvo para observar al perro lobo: un hermoso ejemplar nacido del apareamiento de un lobo con la perra del cortijo, cuya raza era el pastor alemán. De aquella unión, producida con nocturnidad y alevosía contra la voluntad de su amo, nació aquel hermoso perro que heredó la belleza de la madre y la bravura y ferocidad del padre, al que mataron de un disparo una de las veces que fue a ver a su compañera. Al cachorro lo llamaron Lobo, y fue el mejor regalo que le habían podido hacer a Pedrito. Normalmente, a la hora que los guardias hablaban, el perro estaría dentro de su caseta acostado, con las patas delanteras estiradas hacia adelante; dormiría, pero al menor ruido, aunque venga de la brisa del aire moviendo una hoja seca, haría que abriese los ojos y se pusiera en guardia. Sin embargo, aquella noche estaba de pie en medio de la puerta del cortijo, bien plantado, escudriñando la oscuridad del camino, con las orejas estiradas y arrastrando la cadena de un lado a otro.
–Mira el Lobo –dijo el sargento–. Echa de menos al señorito. No se acostará hasta que lo vea entrar por esa puerta; no está tranquilo. Es el más salvaje de los perros que he conocido, ¡pero al niño no le chista! Aunque éste le haga perrerías tirándole del rabo, de las orejas, liándole la cadena al cuello… A cualquiera que ose hacer eso, el Lobo lo parte en dos de un mordisco. Al niño no le hace nada. Si don Manuel lo soltara…, estoy seguro de que él solito encontraría al niño.
–Mi sargento, está usted hablando como si no fuera a aparecer; es usted muy fatalista. Mañana don Manuel llevará el dinero y se traerá al chiquillo, hombre, no pierda nunca la esperanza.
–¡Ojalá, Pedro!, ¡ojalá que sea como tú dices!
–¿Y el comandante, mi sargento? ¿Dónde está?
–¿El comandante? Se habrá ido con el coche ese, que no sé de dónde lo habrá sacado, pues si fuera del Cuerpo estaría pintado de verde y llevaría el emblema. Ha ido a Ubrique, Cortes y Castellar, para organizar a los guardias civiles de aquella zona y evitar que los bandidos logren escapar si consiguen burlar al Ejército.
–¿Y por qué pone tanto empeño? Quiero decir: todos los días se cometen atracos, robos, asesinatos en un lugar u otro de España, y no envían al Ejército, desplazando a la Guardia Civil, para detener a los culpables de tales hechos.
–¡Ya! Pero eso es distinto: el Gobierno puede admitir que exista un cierto grado de delincuencia, en todo el mundo la hay; pero lo que no puede permitir es que, diez años después de anunciar que la guerra ha terminado y que el enemigo ha sido derrotado, queden grupos de republicanos armados en los montes, esperando la ocasión para atacar. Ya lo intentaron una vez, el año 1944. Aún ahora, por la radio, no cesan de llamar a la gente a la rebelión. Menos mal que son pocos los que tienen aparatos de radio y no pueden escucharlos. Si no tienen ni para comer, ¿cómo se van a comprar un aparato de radio? A los que tienen dinero no les interesa oír su propaganda política: están muy bien como están, y sólo escuchan los concursos de cante y las novelas. Las emisoras de radio sólo están para enseñar y distraer, que para «informar» está Radio Nacional de España, que transmite el «Diario Hablado» dos veces al día –dijo el sargento.
Dentro del cortijo sonaron las siete campanadas en el salón del edificio, en un reloj pendular que se hallaba en un lujoso mueble de caoba. Don Manuel, que se había acostado y actuado como si nada hubiera pasado para no inquietar a su esposa y no había dormido en toda la noche, se levantó de la cama. Echó agua en la palangana del tocador y se lavó la cara; luego abrió una navaja de afeitar y pasó suavemente la hoja sobre el suavizador de cuero, se enjabonó la barba y comenzó a afeitarse.
En otra parte del cortijo, en la sala de los jornaleros, Nicasio también se levantó y también echó agua en una palangana para lavarse. Cuando terminó se fue a la cocina del cortijo, donde una chiquilla de quince años ya había preparado el café; le sirvió una taza al mayoral y otra a cada uno de los guardias. También tostó unas rebanadas de pan del molino y puso una jarrita de aceite de oliva hecho en un cortijo de la zona encima de la mesa. Sacó un plato de manteca de chicharrones, para que eligiesen lo que más les gustase poner sobre las tostadas. Luego, la niña colocó en una bandeja de plata un servicio de café de porcelana de La Cartuja, un plato con un huevo y chorizo fritos, una rebanada de pan y cubiertos de plata. Cogió la bandeja y se la llevó al comedor de don Manuel.
Cuando Nicasio acabó su desayuno se levantó de la mesa y se fue a ensillar los caballos que necesitaba para ir con el amo a encontrarse con los bandoleros en el peñasco de los pajarracos. Los guardias se colocaron en la puerta del cortijo y vieron a don Manuel montar en su caballo. En ese momento dieron las ocho campanadas en el reloj del salón del edificio.
–¿Va usted hacia Algar? –preguntó el sargento para disimular.
–No. Vamos al molino para recoger al niño. Ha pasado allí dos noches, ¡ya está bien!
El sargento observó la cara cansada y los grandes cercos en los ojos de los dos hombres, marcas del sufrimiento y la tensión a la que estaban sometidos. Los vio alejarse, bajando por la senda que los conducía hasta el valle.
–Esos también están pasando lo suyo –dijo con pena el sargento–. Vamos a esperar un rato y los seguiremos desde lejos.
A las ocho y media, el sargento se montó en su caballo y dijo:
–Vámonos, Pedro. ¡Que Dios nos acompañe!
Se montaron e iniciaron la marcha. El perro comenzó a ladrarles, dando saltos y tirones de la cadena con tal fuerza que acabaría lastimándose o rompiéndola. El sargento, al verlo así, se volvió, bajó del caballo y soltó al perro, diciendo:
–¡Corre, Lobo! ¡Búscale tú!
El animal, libre de sus ataduras por primera vez en los últimos dos años, salió lanzado como una bala detrás de su amo.
–A don Manuel no le va a gustar eso –dijo Pedro.
–Ya puestos… ¿Qué más da? ¡De perdidos, al río! –exclamó el sargento.
El Lobo bajaba la vereda disparado y, aunque su amo había salido con media hora de ventaja, lo adelantó antes de que llegase al lugar de la cita con los secuestradores.
–Pero ¿quién ha soltado al perro? –gritó don Manuel–. Lo único que me falta es que el perro esté suelto y que ataque a alguien. ¡Cuando vuelva al cortijo se van a enterar!
Llegaron por fin a una higuera que estaba situada bajo un peñasco de unos cincuenta metros de altura. Se bajaron de los caballos y depositaron la bolsa con las cien mil pesetas, una cantidad suficiente como para pagar el salario de un día a… diez mil jornaleros. Don Manuel se montó de nuevo en su caballo y echó una mirada hacia los montes, como si estuviera tratando de comunicarles a los invisibles secuestradores: «Aquí está el dinero. Yo he cumplido; ahora os toca a vosotros». Caracoleó unos momentos con su caballo y luego volvió sobre sus pasos unos cien metros, se detuvo y esperó, mirando hacia la higuera.
Mientras tanto, el Lobo estaba olfateando entre el matorral. Atravesó el río saltando por las piedras y se paró al otro lado. Pronto encontró una pista y comenzó a subir por el monte, guiándose por su olfato. En un espino de esparraguera encontró un trozo pequeñísimo de tela, más bien dos o tres hilos juntos, de la camisa de Pedrito. El perro echó a correr hacia arriba, parándose de vez en cuando y olfateando alrededor, hasta que se perdió de vista en el monte.
–¡Abuelo…! ¡Cómo podía descubrir el perro el camino que habían tomado los secuestradores si ya habían pasado dos días! –exclamó Rebeca, interrumpiendo el relato de su abuelo y obligándolo a removerse nervioso en su silla.
–¡Los perros tienen un olfato especial, son capaces de oler a personas atrapadas bajo varios metros de tierra! El perro del cortijo encontró la pista de Pedrito y la siguió, eso es todo.
–Vale, abuelo… No te enfades, no lo sabía –dijo la niña abrazando al viejo.
–Pues entonces no me interrumpas, cariño. El abuelo te explicará todo lo que no entiendas luego, cuando acabe –dijo el anciano besando a la chiquilla y lamentando su mal humor–. Ahora voy a continuar, escucha, cariño, lo que nos pasó esa misma noche del día 2 de agosto a nosotros en el rancho:
Estábamos alrededor de la mesa camilla, cenando. Mi madre nos había preparado unas migas, el plato único en las casa de los jornaleros pobres. Se trataba de una receta sencilla y barata: en una sartén grande se vertía un vaso de aceite y se freían dos tomates con tres o cuatro ajos picados. Cuando el tomate estaba frito se llenaba la sartén con migas de pan, se removía todo y se añadía el agua y la sal; luego se dejaba hervir hasta que se consumiera el agua totalmente. Resultaba así una masa de miga de pan caliente, como si fuera puré, con sabor a ajo. Como no había segundo plato, solíamos rebañar la sartén con pan. Precisamente estábamos haciendo eso cuando oímos en el porche el ruido de cascos de caballos. Nos quedamos callados, esperando. Poco después llamaron a la puerta.
–¿Quién es? –preguntó mi padre, cogiendo el hacha.
–La Guardia Civil. ¡Abran la puerta!
Mi padre abrió la puerta lentamente, dejó el hacha en su sitio y salió de la casa.
–Ustedes dirán, señores. ¿Qué les trae por aquí a estas horas? Ya nos íbamos a acostar…
–Es sólo un momento. Queremos entrar para echar una mirada y hacerle unas preguntas.
–Pues pasen ustedes –dijo mi padre–. Niños, dejadles las sillas para que se sienten.
Los guardias ataron sus caballos a la parra que crecía junto al porche y entraron en la casa. Uno de ellos entró en el dormitorio y miró alrededor y bajo las camas; luego volvió y se sentó en mi silla, junto a la mesa camilla.
–¿No han visto gente extraña por aquí? –nos preguntó uno.
–¡Pues eso! Gente extraña, desconocida, con armas… Maquis, por ejemplo –dijo el otro al ver la cara de sorpresa de mis padres, que no entendían la pregunta.
–Siempre ha pasado gente desconocida por el camino. Unos venían a pedir limosna en el molino; otros eran jornaleros de otros pueblos que buscaban trabajo en el cortijo –dijo mi padre–. El otro día vino un hombre que parecía un mendigo: era un maestro ambulante que va por las casas enseñando a leer y escribir. Los niños estaban solos y se asustaron al verle.
–¿Y no ha vuelto? –preguntó un guardia.
–¿Para qué? Nosotros no tenemos ni para comer, ¿cómo vamos a pagarle a un hombre para que venga y nos enseñe a leer?
–Bueno, nosotros vamos a pasar la noche por aquí cerca, para controlar el camino; hay mucha gente extraña por estos lugares últimamente. ¿Les importa que dejemos los caballos atados a la parra mientras damos una vuelta por ahí?
–Como ustedes quieran –dijo mi padre.
Cuando se marcharon los guardias mi padre echó la tranca a la puerta, dio una palmada y dijo:
–¡Ea! A dormir todo el mundo –luego agregó–: Si podemos…
Nos acostamos enseguida y mi padre sopló sobre el tubo de cristal del quinqué. Totalmente a oscuras, no logramos pegar un ojo en toda la noche. Estábamos asustados por tener a los guardias allí cerca. Tampoco ayudaba nada el ruido que hacían los caballos, dando golpes en el suelo con sus cascos para espantar las moscas y rascándose el cuello en el tronco del sombrajo. Así nos sorprendió el alba.
Cuando el sol entraba por las rendijas de la puerta y me llegó el olor del café me levanté. Mi madre estaba sentada en la mesa desayunando con mi padre –que se había quedado sin trabajo desde hacía unos días– la malta y pan tostado con aceite. Yo abrí la puerta y me asomé. Los guardias se habían ido: no había caballos. Me senté en la mesa también y mi madre me puso la malta migada con pan en la taza; luego me preparó una rebanada de pan tostado con manteca colorada. Cuando me tomé la taza de malta, cogí la tostada y me fui fuera al mismo sitio de siempre, mi lugar favorito, desde donde observaba todo el valle. Fue entonces que me sorprendió lo que estaba viendo: del molino salieron, como cada mañana, los guardias que iban al cortijo de Guadalupe; pero esta vez eran dos parejas, en lugar de una sola como cada día. Y en lugar de dirigirse hacia el cortijo, cruzaron el río y fueron por la orilla opuesta, pegados al monte, en dirección de los canchos de los buitres leonados. Al mirar en aquella dirección vi a dos hombres montados en sus caballos. Uno era don Manuel. Lo conocí por su caballo, tan orgulloso cuando andaba, moviendo la cabeza acompasadamente. Al otro no lo conocí; seguramente sería el mayoral, que no se separaba de él, o algún jornalero. También se dirigían hacia el peñasco de los buitres.
A unos doscientos metros detrás de ellos, corriendo como una bala, los seguía un perro: ¡Era el Lobo del cortijo! Me quedé asombrado, nunca había visto al perro suelto. ¡Ese animal podía matar a una persona de una sola dentellada! El Lobo iba a alcanzar a los caballos. Vi cómo don Manuel se volvía al escuchar sus ladridos. El perro los adelantó y continuó lanzado hacia los canchos.