CAPÍTULO 13
–Ya sé, abuelo: ese Manco era el albañil del cortijo, pero ¿qué hacía allí?
–Estaba ayudando a los maquis, era el espía que tenían en Algar. Pedro Antúnez fue a verle, ¿recuerdas? Pon atención a todo lo que sigue y no me cortes, que si no te harás un lío:
Desde lo alto de la colina en que se iniciaba el arroyo vieron las luces de los tres camiones, precedidas por el haz de luz amarilla de los cuatro faros del Citroën, en el que ahora solamente viajaban el comandante y sus dos guardias. No esperaron más, dejaron allí los caballos y se apresuraron a cruzar por el monte en dirección de la loma de la Gitana, en la que estaba el resto del grupo de maquis. Había buena luna, pero lo intrincado del terreno y el miedo que les atenazaba hacía muy difícil la marcha. Tardaron casi dos horas en llegar al lugar en donde dormían los hombres y el niño, mientras uno de ellos montaba la guardia.
LOMA DE LA GITANA, 1º DE AGOSTO, 2:00 HORAS
–¿Qué pasa? –les preguntó el jefe del grupo al ver llegar a los hombres tan alterados.
–Han llegado camiones de soldados al cuartel de Algar, y han pasado por delante del arroyo del Caballo –dijo el Manco.
–Algo ha pasado –dijo el jefe–. Tratan de cercar la zona para que no se escape nadie después de recoger el dinero. Vamos a marcharnos de aquí antes de que nos rodeen; el niño nos servirá de rehén.
Pedrito se despertó y se sentó encima de la manta que le servía de colchón; se preguntó qué pasaba, al ver a todos levantados y recogiendo sus cosas.
–Vamos, niño, espabílate que nos vamos –le dijo un hombre cogiéndole por un brazo.
Entonces recomenzó el martirio para el chiquillo. Él no estaba acostumbrado a caminar por el monte; menos aún de noche. Frecuentemente tropezaba y se caía. Entonces era levantado por un fuerte tirón del brazo que le sujetaba férreamente su guardián. Pinchazos, arañazos, torceduras de tobillos… todas aquellas desgracias parecían haberse confabulado para ensañarse con él, sin que sus quejas y su llanto consiguieran detener al grupo de hombres, quienes continuaban corriendo por el monte, acostumbrados a ello después de tantos años viviendo como lobos en ese hábitat. A veces tropezaban con las alambradas de espinos que marcan los límites de las haciendas. Los hombres pasaban fácilmente entre ellas, pero el niño se dejaba jirones de su piel entre las púas de los alambres. Pedrito chillaba de dolor; pero ellos no se detenían, porque querían salir de aquella zona y alcanzar la sierra antes de que amaneciera: de día sería muy difícil caminar sin ser visto.
–Nos iremos al refugio de la sierra del Aljibe –dijo el jefe del grupo–. Allí estaremos hasta que las cosas se tranquilicen. Al niño lo dejaremos en la carretera. Cuando los soldados lo encuentren, quizás abandonen su búsqueda y nos dejen en paz.
Eran las cinco de la mañana cuando comenzaron a bajar la ladera del monte. Llegaron a un claro entre los árboles en donde había un peñasco y el jefe de los maquis se subió a él, sacó unos prismáticos y observó el paisaje que le rodeaba: abajo, a unos doscientos metros del peñasco, se hallaba la carretera. Siguió la línea de ésta hacia la derecha y se paró en un punto situado a unos dos kilómetros del cruce de Puerto Galiz: había un camión con las luces encendidas, del cual se estaban bajando soldados armados que se colocaban en línea en el borde de la carretera, mirando hacia el monte, a las lomas donde ellos estaban. Se separaron entre sí, dejando treinta metros, más o menos, entre soldado y soldado, formando una larga fila, y comenzaron a subir al monte como si se tratara de una cacería, cubriendo una zona de unos trescientos metros.
No vio ningún otro camión, ni al turismo que los acompañaba, según le habían dicho los vigías. El jefe dirigió sus prismáticos hacia la izquierda: sólo se podía ver un espacio de algo más de un kilómetro; luego, la línea blanca de la carretera de Cortes se perdía en una curva.
Estaba clareando ya; poco a poco tomaban forma las cosas: la carretera, las encinas, el cruce de carreteras, las paredes blancas de la venta de Puerto Galiz… Dentro de poco sería imposible cruzar la pista sin ser vistos. El jefe bajó del peñasco y les dijo a sus hombres:
–Hay que continuar. ¡Deprisa! Están subiendo a la montaña a un par de kilómetros de aquí.
El jefe se lanzó a correr cuesta abajo y todos le siguieron en el descenso hacia la carretera. El niño cayó, agotado; respiraba muy deprisa, como si le faltara el aire. Un hombre lo cogió y se lo cargó al hombro, igual que a un saco, y continuó bajando la ladera del monte tras los otros. Juan el Manco iba delante de todos: no quería que el chico le viese la cara; luego, viendo que eso sería inevitable cuando amaneciera, se lo comentó al jefe, que corría a su lado, y éste le dio un pañuelo grande y le dijo que se cubriese el rostro, atándoselo en la nuca. Así continuaron corriendo hasta llegar a la carretera.
Al llegar a la cuneta observaron el camión parado a lo lejos; ya no podían atravesar la calzada sin ser vistos: los soldados estarían ya en la colina y desde arriba podían verlos. Además, habrían puesto vigilancia en todos los caminos, desde Puerto Galiz hasta Alcalá.
–Vamos a seguir la carretera hacia Cortes, andando por la cuneta y pegados al monte. Al menor ruido nos meteremos dentro del matorral. Avanzaremos todo lo que sea posible antes de que amanezca; luego nos ocultaremos para descansar –decía el jefe mientras iniciaba la marcha, colocándose en cabeza de fila.
Un rato antes, mientras ellos bajaban los doscientos metros que los separaban de la carretera, los soldados iniciaban la subida al monte por un lugar situado a dos kilómetros a la derecha de los maquis. Caminaban muy despacio, aunque eran veteranos y acababan de realizar unas maniobras en el Retín, y dos meses antes en Zaragoza, donde estuvieron simulando una verdadera guerra –con fuego real– en una zona reservada exclusivamente para uso militar. Allí, el terreno era muy diferente: apenas si tenía árboles, todo era tierra yerma, desértica, pisoteada y molida por los tanques, llena de agujeros causados por los proyectiles de los cañones, aviones y morteros. Pero ahora era distinto: no se veía la tierra, ni siquiera a la profundidad que se hallaba el suelo firme, bajo aquella espesa capa del sotobosque.
Cuando llegó a la carretera, el hombre que llevaba al niño sobre el hombro se lo descargó, dejándolo de pie en el suelo. Fue entonces cuando Pedrito se quedó mirándolo y lo reconoció:
–¡Pepe «el Cabrero»! –exclamó asombrado; luego se abrazó a él, implorando–. Pepe, sálvame. Llévame a mi casa, por favor… ¡Sálvame…!
El zagal se agarraba al hombre y no lo dejaba caminar; los otros se detuvieron al ver la embarazosa situación.
–Déjalo que se vaya –dijo el hombre que le había curado sus heridas la noche anterior.
–No, todavía no –dijo el jefe–. Están muy cerca los soldados y nos encontrarían en seguida: él les indicaría el camino que llevamos. Vamos hasta la curva y entonces lo dejaremos. Para entonces los soldados ya estarán en lo alto de la loma y, mientras lo ven y recorren los tres kilómetros que habremos puesto entre ellos y nosotros, ya habremos tenido tiempo de ocultarnos.
Continuaron caminando por la cuneta de la carretera, pegados al monte. El niño insistía en rogarle al Cabrero que lo dejase marchar:
–Pepe, por favor, deja que me vaya, o llévame tú a mi casa. Yo les diré a todos que tú me has encontrado por la carretera. ¡Anda, Cabrero…! Por favor… –el chico gimoteaba agarrado a la cintura del hombre. Éste, viendo lo que se le venía encima, no aguantó más y lo empujó hacia un lado con tal ímpetu que el niño se cayó al suelo de espaldas. Los maquis se detuvieron.
–Escuchen ustedes, señores: yo he venido a avisarles de lo que sucedía en Algar, de los camiones y los guardias; yo ya he cumplido con el trato. Ahora no puedo volver al pueblo, porque el niño este me conoce. ¿Ahora qué…?
–Te podías haber vuelto desde el arroyo cuando nos avisaste de lo que sucedía. Nadie te pidió que vinieras hasta el refugio –le contestó uno.
–Vine para ayudaros a escapar. Yo conozco los caminos que llevan al mar; pero ahora el niño me conoce y, aunque vosotros escapéis, yo estoy acabado: me detendrán.
–No hacía ninguna falta que vinieses, ya tenemos un guía, y además, nosotros también conocemos todos los caminos que llevan al mar. Debiste cumplir lo que se te había ordenado y volver al pueblo. Ahora, si quieres, puedes venirte con nosotros.
–No; a mí no me buscan. Yo tengo mi casa, mi familia y mi trabajo en Algar.
–Bueno, pues ahí delante, en el cruce de la carretera de Castellar y Ubrique, esperas a la Valenciana, te montas y vuelves a Algar –dijo el jefe.
–¡Pero el niño me conoce!, ¿es que no lo entendéis?
–Yo no diré nada, nada… –decía Pedrito llorando.
Juan el Manco lo miraba con la nariz y la boca tapadas con el pañuelo del jefe. Vio sus ropas hecha jirones, la cara sucia de mocos, sangre y lágrimas… Parecía otro niño, aquél no era Pedrito, el señorito del cortijo de Guadalupe. Al llegar a la curva subieron recto a través del monte, cortando camino para volver a salir luego a la carretera. Llegados a la cima de la colina, el jefe sacó los prismáticos y miró hacia delante: a lo lejos, continuando recto por la carretera, estaba el cruce de Castellar.
–No se ve ningún vehículo, ni turismo ni camión –le dijo al Manco–. ¿No dijiste que eran tres camiones? ¿Dónde se habrán metido?
–Sí, tres camiones y un turismo –le contestó el Manco.
Lo que nadie en el grupo podía saber es que uno de los camiones había dejado la carretera al llegar al camino de La Jarda y había entrado en el cortijo. Los otros dos camiones continuaron por la carretera y al llegar a Puerto Galiz se separaron: uno continuó hasta Ubrique; el otro se detuvo al pasar el cruce. Era este último el que había visto el jefe de los maquis con sus prismáticos.
En aquellos momentos el primer camión estaba aparcado dentro de La Jarda. Los soldados, al mando de un teniente, acordonaban el monte y avanzaban formando una larga columna hacia el Norte, por detrás del molino.
El último camión había pasado antes de que los maquis llegaran a la carretera, cuando aún se encontraban en el refugio de la loma de la Gitana.
Mientras el jefe del grupo miraba con sus prismáticos el cruce de Castellar, los soldados del último camión habían dejado ya Ubrique, habían continuado por un camino paralelo al río y se habían bajado del vehículo a unos tres kilómetros del pueblo, en la entrada del desfiladero. Estos también venían avanzando en una fila, uno al lado del otro, separados por unos treinta metros de maleza entre ellos. Abarcaban las dos vertientes que forman el desfiladero, en cuyo fondo, entre rocas, adelfas y juncos, bajaban impetuosas las aguas del río Majaceite.
También debían estos recorrer poco más de una legua hasta llegar a la higuera del peñasco, a la entrada del valle del molino. Las tres columnas acabarían encontrándose en el lugar indicado para la entrega del rescate. Por otra parte, dos parejas de guardias civiles se ocultaban en la dehesa de Picao, en la garganta del río, donde éste gira su curso hacia Tempul.
Lucía entró en ese momento en el salón y se quedó mirando a su padre con cara de hastío y con los brazos en jarras. Al verla, Miguel miró su reloj y dijo:
–Y ahora vamos a dormir, Rebeca, ¿te has fijado en la hora que es?
–Abuelo, solamente son las 11, y mañana ya no voy al colegio…
–Es igual, cariño. Vamos a la cama. Mañana continuaré la historia. Buenas noches.
–Vale… Buenas noches, abuelo.