SÉPTIMO
La Academia La Estrella
Después del descalabro del Beato, mi padre decidió que ya estaba bien de colegios y que iba siendo hora de probar en el instituto.
—¿Revuelto con los pobres? —se plantó mi madre—. ¡Mal conoces tú a la hija de mi madre si crees que lo voy a consentir! ¡Antes lo veo cavando pies de olivos que mezclado con la gentuza en una escuela del Gobierno!
Como ya me habían expulsado de todos los colegios de pago del entorno me apuntaron en una academia. Entonces había muchas academias particulares para estudiantes rebotados de los colegios.
Un brigada de Intendencia, al que mi padre le vendía género defectuoso, le recomendó una de la calle General Varela, número sesenta y ocho, bis: «Academia Estrella, preparación intensiva de bachillerato, magisterio y oposiciones. Prestigio y calidad. Alumnado seleccionado».
La Academia estaba enclavada en los bajos de un antiguo palacio venido a menos y convertido en casa de vecinos. El campus se componía de un zaguán meado de gatos y de borrachos que daba a un patio columnado, lleno de tendederos de bragas y sostenes. Detrás había una puerta de cristal en la que se leía, debajo de la pintura blanca, el primitivo rótulo esmerilado de una «Sociedad Recreativa de Cazadores», con su correspondiente cabeza de ciervo, estaba palimpsestado por otro que rezaba: «Recinto Académico de La Estrella». El recinto académico constaba de recibidor, que también servía de almacén de sillas sobrantes, y tres habitaciones pequeñas, que eran las aulas.
El rector y propietario de la academia, don Florencio Cagajón, era un maestro de escuela bajito y moreno, pelo gris peinado para atrás y gesto malhumorado. Tenía dos motivos para estar cabreado con la vida: el primero que, siendo de tanta valía, se veía obligado a ganarse la vida impartiendo clase a cuatro ceporros repetidores; el segundo, directa consecuencia del primero, una úlcera de estómago como la palma de la mano que lo obligaba a alimentarla cada pocos minutos con una galleta de coco. Las galletas las guardaba bajo llave, en un armarito botiquín obsequio de la compañía de seguros La Formalidad, que tenía colgado en la pared, junto a su mesa.
Don Florencio impartía las asignaturas de ciencias.
—La raíz cuadrada de un número racional erre mayúscula es un número erre minúscula cuyo cua… —Se interrumpía, cerraba brevemente los ojos como interiorizando un pensamiento muy profundo, se dirigía a la mesa con solemne parsimonia, abría un cajón, buscaba la llave del botiquín, lo abría, sacaba un paquete de galletas, cogía una, cerraba el paquete, lo devolvía al armario, echaba la llave, que retornaba al cajón de la mesa, cerraba el cajón, mordía la galleta, un tercio exactamente, la masticaba a conciencia, ensalivándola, se concentraba en la formación del bolo alimenticio, se lo tragaba lentamente, le hacía un seguimiento esófago abajo, sacaba del bolsillo de la chaqueta un pañuelo con sus iniciales bordadas, se enjugaba las comisuras de la boca. Cumplida la rutina, reanudaba la explicación—:…drado es igual a erre mayúscula. De modo que si erre minúscula elevada al cuadrado es igual a erre mayúscula, tendremos que erre minúscula es raíz cuadrada de la mayúscula —y añadía su coletilla—: Más complicado se puede explicar, más fácil, no.
«Con menos gracia, tampoco», pensaba yo.
El resto del claustro de La Estrella lo integraban otros dos maestros; don Mateo, que también daba asignaturas de ciencias, y don Manolito, que, como no sabía nada, impartía las de letras.
Don Manolito era rubio tirando a colorado, gordo y bajito. Se ponía el libro en las rodillas y las manos sobre la frente para que no lo viéramos leer y fingía que hablaba de memoria, pero lo delataba la entonación declamatoria y el atropello de la puntuación. En los párrafos largos se quedaba sin aire y tenía que fingir una tos para recuperar el resuello. De vez en cuando hacía un inciso para completar el libro y alardear de cultura:
—El Romanticismo tiene más miga de lo que ponen los libros —decía dirigiéndonos una sonrisa picara—. Es natural porque estáis en una edad tierna todavía y no se os puede decir todo, ¡je, je!, me estoy acordando ahora de unos versos de Espronceda, a mi juicio de lo mejor que se ha escrito en la lengua del Imperio, con la natural salvedad de los de Gabriel y Galán… El caso es que… —titubeaba—. ¡No!, creo que no debo decíroslos…
—¡Venga, don Manuel, no nos deje con la miel en los labios! —protestábamos.
El pedagogo se hacía de rogar.
—Es que estos versos son inadecuados para la juventud, son algo subidos de tono, o sea, tirando a verdes…
—¡Hombre, don Manuel, si ya somos mayores! Mire usted Osuna, el bigote que tiene.
Osuna se acariciaba el bigotillo con una sonrisa suficiente.
—Está bien. Dado que hoy no tenemos señoritas en clase haremos una excepción, pero cerrad los libros y guardad el bolígrafo, que no quiero que los apuntéis. Los oís y los olvidáis. ¿De acuerdo?
Salía a la tarima, adoptaba pose de rapsoda y recitaba moviendo las manos:
Me gustan las queridas
tumbadas en sus lechos
sin chales en los pechos
y flojo el cinturón,
el cabello revuelto
mostrando un muslo bello
¡qué placer, qué emoción!
—¡Muy buenos, muy buenos! —aplaudíamos.
—¡No alborotéis, no vaya a oírnos don Florencio y se presente!
A don Mateo Figueras, cuando daba Ciencias Naturales, no había más que tirarle un poco de la lengua para que pasara la clase explicando los misterios de la vida. Del ciclo reproductor de las abejas pasaba inadvertidamente a las costumbres sexuales en el África subsahariana. Él aseguraba que todo lo había aprendido en los viajes, aunque a lo mejor solamente lo había leído:
—Yo he subido a la cúpula de Notre Dame y he cenado en el celebrado restaurante La Torre de la República Argentina, o Tour d’Argent, en la mesa de al lado del Aga Khan, quien, por cierto, me pidió fuego y yo le dije que se quedara con el mechero, para que viera lo desprendidos que somos los españoles —se quedaba un momento pensativo y añadía, triste—: Pero no siempre he hecho Patria; a veces he caído en las trampas del placer y me he tirado a las mejores putas de Europa.
Don Mateo era muy irascible y aunque ya éramos mayores nos soltaba un capón de vez en cuando. Una vez le levantó la mano a un tal Oreja, un cachas de gimnasio, que lo agarró del pecho y lo colgó de una percha por el cinturón.
—¡Ay, socorro, Florencio, ayuda! —gritaba intentando agarrarse a la pared.
En verano, con el aluvión de los cateados para septiembre, don Florencio contrataba maestros de refuerzo, establecía cuatro turnos de academia, de ocho de la mañana a diez de la noche, y hacía su agosto. La producción en cadena no resultaba muy pedagógica, porque a veces se juntaban en la misma habitación tres grupos distintos, con sus correspondientes profesores, pero tampoco se quejaba nadie.
En marzo dejé de ir a clase, en vista de que no servía de nada y de que, de todas formas, aquel año no podría examinarme porque se me había pasado el plazo de matrícula por culpa de don Florencio, que se olvidó de avisarnos. Una mañana, me dijo mi padre:
—Esta tarde me voy a ir contigo a la academia para hablar con don Florencio, a ver qué tal vas.
Me encerré en mi habitación y me pasé varias horas angustiado pensando si le decía la verdad o no. Al final no me atreví y lo acompañé cabizbajo, compungido y contestándole con monosílabos. Él iba animado y con ganas de charla, había abierto un supermercado que iba bastante bien y las neveras que vendía a plazos casi se las quitaban de las manos. Lo único que seguía sin funcionar era su hijo.
Cuando llegamos al campus de la academia, nos encontramos con don Florencio, que había salido al vestíbulo a echar un gargajo en el paragüero.
—¿Que cómo va su hijo? Pues mire usted, no lo sé porque hace un mes que no viene por clase.
Mi padre me miró incrédulo y dolorido. Yo, con la sangre en las orejas, miré para abajo y no dije nada. No quería que mis compañeras, que no paraban de salir de las clases, me vieran llorar. Lágrimas como el puño, lágrimas ya de hombre caían como goterones en las baldosas rotas y sucias.
—¿Por qué me haces esto, Vicente? —sonó la voz de mi padre con más tristeza que enfado.
—Es que no nos avisaron para matricularnos y no me puedo examinar.
Don Florencio sabía que casi todos sus alumnos estaban sin matricular, pero con admirable cinismo respondió:
—Su hijo no tiene vergüenza, eso lo sabrá usted mejor que yo, pero me admira que sea capaz de mentir con tanta desfachatez. Los alumnos de la academia se han matriculado, como todos los años.
—¿Lo admitirá usted si viene a partir de mañana? —suplicó mi padre.
—Mire, alumnos como su hijo no nos convienen ni a nosotros ni a nadie, pero lo readmito por atención a usted, que bastante desgracia tiene con un hijo así.
—Muchas gracias, don Florencio —dijo mi padre estrechándole la mano. Por un momento pensé que se la iba a besar, como hizo con el hermano Luis, el cabronazo.
Nos retirábamos ya cuando, al llegar a la puerta, don Florencio dijo:
—Por cierto que su hijo no ha satisfecho la mensualidad de este mes.
Seguí en la academia todo el verano, pero en septiembre mi padre se dejó convencer y me quitó de estudiar. Mi abuelo Narciso y otros parientes y amigos llevaban años diciéndole: «Deja de tirar dinero en Vicentito y pónlo a trabajar, que te ayude».
—¡A lo mejor tenéis razón —respondía él—, pero voy a seguir sacrificándome a ver si con el tiempo se da cuenta de lo que es la vida y se agarra a estudiar!
No perdía la esperanza porque todos los maestros y profesores le decían lo mismo: «Tonto no es, pero no se esfuerza. Si se esforzara…».
—Es que ya mismo lo tienes hecho un hombre y no sabe nada que le permita ganarse la vida.
Cuando dejé de estudiar, mi padre me colocó de mandadero en una mercería. Un día, cruzando la calle de Antonio Machado para llevar un paquete, me atropello un Seat Panda conducido por una María de los Sagrarios que venía medio dormida porque le había tocado el tercer turno de Adoración Nocturna, así que puede decirse que el atropello fue providencial. Estuve cuatro meses en el hospital con politraumatismo distrófico medular, pero como no hay mal que por bien no venga, conocí allí a mi mujer, sobrina de la señora que me atropello, hoy para mí la tita Obdulia. Venía con su tía a verme todos los jueves y me traía flores y bombones. Con la indemnización del seguro cogí el traspaso de un kiosco de prensa que vacaba en la avenida de la Constitución, antes Almirante Carrero Blanco.
Lo de quiosquero se cree la gente que es una profesión fácil y descansada, pero no es ni lo uno ni lo otro. Un quiosquero, si quiere prosperar, necesita mucha psicología, saber tratar al cliente, y conocer sus gustos. No los gustos aparentes, que ésos cualquiera los ve, sino los que no se ven, los ocultos. El cliente es más complejo de lo que parece. Yo tengo, por ejemplo, un magistrado de la audiencia que me compra el ABC, pero luego, al pasar por la calle Pablo Neruda, se llega al kiosko de mi compadre Ballesteros y le compra el LIB-Contactos, lo mete con disimulo en la cartera de los documentos y sigue su camino con el ABC debajo del brazo. También tengo clientes que antes de pedir el Hola montan un teatrico:
—Vicente, dame también el… ¿cómo se llama la revista que compra mi mujer?… el Hola ése, que si me presento sin él me echa la bronca.
Como si yo no supiera que primero lo leen ellos y que están enterados de todos los cotilleos de la prensa del corazón.
Tengo tres hijos que ojalá no los hubiera tenido. Hoy la juventud es que está dislocada, todo el día de un lado para otro, con las prendas de marca, las botas de montaña, los aros en las orejas, el pasador en la lengua y, lo peor de todo, un agujero en cada mano para gastar dinero, siempre pidiendo más y más y los fines de semana volviendo de la movida a las seis de la madrugada. Hoy, tal como se ha puesto la vida, no conviene tener hijos, antes venían con un pan bajo el brazo, pero ahora vienen con un montón de facturas. Además, no se van nunca de casa. A mí, con estas imaginarias de esperar a que regresen los niños de la movida, me ha dado por escribir las memorias de mis colegios. Cuando las termine, le encargaré que me las pase a ordenador a un jubilado, al que de vez en cuando le presto prensa y libros. Luego se las enseñaré a un cliente escritor, al que hace años le tocó el Premio Cometa y hasta salió en la televisión. Después no se ha comido una rosca, que como todos los escritores es un muerto de hambre, y sigue de maestro en un instituto del barrio. De vez en cuando me compra el periódico y alguna que otra vez una revista de tías, según la que salga en portada. Un día me dijo que un hombre tiene tres misiones en la vida: tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. Me gustaría que si encuentra interesante mi libro se lo enviara a los editores, a ver si me lo publican y veo mi nombre escrito en letras de molde.
FIN