SEXTO
El Beato
El beato era un colegio bueno para alumnos malos, y yo, modestia aparte, tenía fama de ser un alumno de lo peor.
—A este niño hay que enderezarlo, Vicente —decía mi madre—; y si no lo enderezamos pronto se nos tuerce para siempre y acabará en un penal o algo peor, como los que salen en El Caso. Hay que meterlo en cintura antes de que sea demasiado tarde.
Así fue cómo decidieron mandarme al Beato. A mí me encantó la idea, debo confesarlo, porque me apetecía pasar una temporada fuera de casa, en plan campamento, la camaradería, las bromas, los cuescos en los dormitorios comunes y todo eso, y pensaba que por muy severa que fuera la disciplina, nunca lo sería más que en San Fermín. Unos días antes de mi partida salí con mi madre a comprar una maleta negra de cartón, que nos costó doscientas pesetas, pijamas, toallas, cepillo de dientes, un bañador Meiba verde y un albornoz azul marino con rayas moradas. A mi padre no le hizo gracia lo de la maleta porque quería que utilizara una de madera que teníamos.
—Sí, hombre —le reprochó mi madre—, y que parezca un cateto de los que se van a Alemania, ¿no?
Bajé a la estación de autobuses y cogí el de Ubeda sintiéndome ya un hombre, capaz de viajar solo y de controlar mi destino. Estaba dispuesto a cambiar, a ser un alumno modélico y a gastar poco. Por lo tanto, al llegar a Ubeda, en lugar de coger un taxi, como me habían dicho, decidí ahorrarme las cincuenta pesetas que me habían dado y me fui al colegio a pie.
Siguiendo las indicaciones de los transeúntes, caminé por unas callejas retorcidas hasta una placita empedrada en la que había una casona vieja que me recordó la de San Fermín.
Temiendo que fuera el Beato, le pregunté al repartidor de las gaseosas y los sifones que pasaba arreando el burro.
—Ése es el Beato —confirmó mis temores.
El zaguán olía a zotal. Pensé, para tranquilizarme, que a lo mejor por dentro era otra cosa. Tiré de una cadena oxidada y sonó una campana, ¡trac, trac!, cascada.
Acudió a abrir una criada vieja, con la cara llena de pelos, que renqueaba de una pierna y cojeaba de la otra.
—Soy un alumno —anuncié.
—¡Mande! —dijo, llevándose una mano sarmentosa a la oreja.
—¡Que soy un alumno! —repetí alzando la voz.
Se encogió de hombros y dijo: «Pasa».
El colegio tenía un patio como el de San Fermín, aunque más pequeño y con un sumidero en lugar de la fuentecilla central. Junto a la puerta había un botijo mugriento colgado de un gancho y debajo, una artesa rajada que recogía el goteo. Comprendí que el bañador se iba a quedar sin estrenar.
La criada echó a cojear, yo detrás, y me metió por unos pasadizos oscuros que conducían al despacho del director. Tuve que hacer un esfuerzo para convencerme de que aquel sujeto astroso y picado de viruela era el director. Se llamaba don Virtuoso, pero lo apodaban el Chotis por lo agarrado.
El Chotis tenía tan arraigada la virtud del ahorro que había instalado un reostato en su despacho para mantener al mínimo la intensidad de la corriente. Las bombillas del Beato proyectaban una triste luz amarillenta y sus filamentos no pasaban nunca del color rojizo. No sé si sería por las tinieblas en las que vivíamos, pero aquella casona parecía más decadente, oscura y destartalada que la de San Fermín. Además, el Chotis retenía la asignación mensual que la familia enviaba a los internos para sus gastos de bolsillo y la cambiaba por vales de cartulina, que por un lado tenían un cáliz irradiando luz y por otro el valor: una peseta, un duro o cinco duros; además del sello de caucho del centro y la firma del director.
—Don Virtuoso, que servidor necesitaba cambiar un vale de a duro.
—¿Y eso? Ya te has gastado el duro que cambiaste la semana pasada.
—Don Virtuoso, es que el cine del domingo vale tres pesetas y un paquete de pipas y una gaseosa de bola, dos.
—¡Gollerías y lujos! —decía mientras se buscaba en el chaleco la llave del cajón de los dineros—. En fin, parece que para eso hicimos la Gloriosa Cruzada de Liberación, para que vivierais mejor que nosotros.
Sin embargo, don Virtuoso vivía fuera del colegio en un piso moderno, con ascensor y garaje. En su ausencia, se quedaba a cargo del negocio una hermana soltera, la Señorita, por mal nombre la Pechos, que habitaba el antiguo hogar familiar, en el tercer piso. La Señorita se ocupaba de la intendencia, la cocina y la limpieza.
La Pechos andaba por la cuarentena, pero estaba lo suficientemente buena como para inspirar nuestras fantasías masturbatorias. Cuando se iba al cine o a las novenas con las amigas, el colegio se quedaba a cargo del tercero en la cadena de mando, un inspector casi tan joven como nosotros que se llamaba Cristóbal, por mal nombre el Bobas. No era mala persona y hacía la vista gorda, siempre que no rompiéramos nada ni se quejaran los vecinos. El Bobas dormía en nuestro dormitorio, en el lado más ventilado, detrás de un biombo.
Un fámulo me acompañó al tercer piso y me asignó una cama descarriada en el dormitorio comunal, al lado de tres lavabos mugrientos, de piedra artificial, empotrados en la pared. Apestaba a orines rancios.
—Yo prefiero dormir cerca de la ventana —sugerí.
El fámulo se sonrió como si hubiera escuchado una gran simpleza.
—¡Toma, y yo! Pero eres un puto novato y te toca el lado de los lavabos. La ventana es para los veteranos. Cuando seas padre comerás huevos.
Por lo visto, en los viejos tiempos, los internos aquejados de una urgencia nocturna tenían que bajar a los retretes del patio de abajo, lo que propiciaba los resfriados y las pulmonías, aparte de que la Pechos se quejaba constantemente porque nunca faltaba el desaprensivo que para ahorrarse el camino le meaba los jarrones del descansillo. El Chotis se resistía a instalar retretes junto a los dormitorios argumentando que las incomodidades forjan el carácter y que incluso Felipe II, que era el dueño del mundo, tenía que ir a mear a media legua de donde dormía. No obstante, al final consintió en rascarse el bolsillo e instaló tres retretes junto al dormitorio, después de pedir presupuesto a todos los albañiles de la comarca. Como se lo hicieron casi de balde, con materiales rescatados de una escombrera y cemento caducado, la obra resultó una chapuza: los retretes se atrancaban frecuentemente y despedían un pestazo que no había quien parara en el dormitorio. Él mismo lo notó a los pocos días, cuando subió a dirigir el rezo nocturno, un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria, con los alumnos en pijama y con el embozo de la cama abierto.
—Me está bien empleado por haceros caso y andar con mariconadas, como si esto fuera un colegio de señoritas o un hotel —dijo el Chotis—. A partir de ahora todo el mundo mea antes de dormir y se acaba el problema.
Al día siguiente vinieron un albañil y un peón a tapar los retretes y la ceremonia de la meada se incorporó a la rutina escolar porque el Chotis nos dejaba encerrados en el dormitorio con doble vuelta de llave cuando se marchaba a su casa.
Las ventanas del dormitorio de los internos daban al huerto de los frailes de la Merced, justo encima del gallinero del abad don Zótico, que criaba unas gallinas franciscanas a las que tenía en gran aprecio, pues eran las últimas supervivientes de la raza autóctona, desplazada por la gallina blanca americana, que sabe a plástico. En verano, ya entrada la noche, solíamos mear por las ventanas, y si acertábamos en alguna gallina sonaba como un tambor a causa de las plumas y de los huesos huecos. Algunos virtuosos conseguían interpretar el villancico de Raphael, El tambor de Belén, o El sitio de Zaragoza interrumpiendo la meada a intervalos. Las gallinas, incluso las franciscanas, son muy lerdas y cuando se habían recogido a dormir soportaban toda la meada sin moverse.
Después de cenar formábamos tres colas en el patio de abajo y meábamos bajo la supervisión del Chotis antes de subir a los dormitorios. Si alguno no tenía ganas, fingía la meada. El fámulo entraba el último y tiraba de las tres cadenas.
Estas medidas no resolvieron el problema, los que sentían urgencias nocturnas comenzaron a orinarse en los lavabos, con lo que a los pocos días el dormitorio apestaba como antes de clausurar los retretes.
Cumplidos todos los trámites, el Bobas daba una vuelta por el dormitorio para cerciorarse de que estábamos todos, nos deseaba las buenas noches, corría su biombo, se metía en la cama y apagaba la luz. Después de unos minutos de expectante silencio sonaba el primer ronquido del Bobas, que era la señal para meter la cabeza debajo de la almohada, porque empezaba el jaleo.
El Bobas era de los de pescuezo corto, que tienen el sueño tan profundo que los puedes tirar por la ventana y siguen durmiendo.
Los primeros que atacaban eran los zapatistas, con zapatos previamente confiscados a los novatos o incluso con los propios, convenientemente atados con una cuerda que permitía rescatarlos para un nuevo lanzamiento.
Después de los zapatos venía la batalla de almohadas y el bombardeo con bolsas de plástico llenas de agua, tras de lo cual se sosegaba el cotarro y parecía que la gente se quedaba dormida. Entonces era el momento en el que el novato descubría la razón por la que los veteranos usaban calcetines gruesos de lana incluso en lo más caluroso del verano. El «calorcico rico», consistía en insertar una cerilla entre dos dedos del pie de un novato y encenderla. El bromista regresaba rápidamente a su cama y aguantaba la risa hasta que el alarido de su víctima despertaba a todo el dormitorio, que celebraba la broma con grandes carcajadas. El Bobas encendía la luz cagándose en nuestros muertos y, sin meterse en averiguaciones, echaba mano del botiquín y le tendía al supliciado un tubo de pomada contra las quemaduras.
—¿Qué pasa, que no tienes calcetines?
—Sí tengo, don Cristóbal.
—¡Pues póntelos, so chalao! ¿No ves la clase de morralla que hay aquí?
Recuperaba la pomada, la guardaba en el botiquín, apagaba la luz, decía «Ea, dormiros», y se ponía a roncar inmediatamente. Estaba tan acostumbrado que nunca se despertaba del todo.
En el Beato sólo había tres duchas, en el patio de abajo, que solamente se usaban cuando llegaba el buen tiempo. Ducharse en el Beato requería cierta habilidad porque había que estar con un ojo arriba y otro abajo: el de abajo por si salía una rata por el agujero del desagüe, que por lo visto daba directamente al tubo de las madres comunes; el de arriba para que no te descalabrara la panocha de bronce que, como era antigua y estaba ya muy trabajada, tendía a desprenderse cuando subía la presión del agua. Cuando entraba un novato duchacantano, los veteranos nos congregábamos en el patio en espera del coscorrón, como llamábamos al desprendimiento de la panocha, y cuando se producía lo celebrábamos con aplausos y aclamaciones.
En los meses fríos, que en el Beato eran más fríos que en la estepa siberiana, la higiene del personal se disponía de otra manera. El fámulo repartía una docena de palanganas de latón desportilladas y bajábamos a la cocina, para que la Pechos nos repartiera cuatro cazos de agua hirviendo por palangana. Subíamos de nuevo al dormitorio, rebajábamos la temperatura del agua añadiéndole otra poca de los lavabos, y nos lavábamos por partes, primero la cabeza y los brazos, luego las axilas o sobacos, luego el pecho y las partes pudendas, o sea, el pito y los huevos, y por último, las piernas y los pies. Al final el agua se había puesto casi negra y no hacía ni espuma, y al vaciarla en el lavabo dejaba un cerco grasiento de mugre que el siguiente usuario tenía que limpiar.
La vida del interno en el Beato era bastante rutinaria, especialmente las comidas. Los lunes comíamos lentejas; los martes, cocido; los miércoles, ropavieja de las sobras del cocido; los jueves, macarrones; los viernes, judías; los sábados, patatas con tomate; los domingos, arroz. Las fiestas y ocasiones especiales se celebraban con un guisado de patatas con carne y el Chotis bajaba al comedor para confraternizar con sus pupilos:
—¡Qué, Villanueva! —preguntaba a uno de los internos más antiguos—. ¿Cómo has encontrado la carne?
—Por pura casualidad, don Virtuoso: estaba detrás de una patatita.
—¡Hombre, muy simpático! —comentaba el Chotis.
La comida era escasa y mala, especialmente los garbanzos, que como eran de los más baratos no se ablandaban ni con bicarbonato.
—¿Qué pasa, Cristóbal?
—Nada, don Virtuoso, que los alumnos se quejan porque los garbanzos están duros.
—Porque son unos ignorantes. Los garbanzos lo que están es al dente.
—No, si yo no digo nada, don Virtuoso, pero es que, en cuanto me descuido, se los tiran con la cuchara de catapulta y lo que temo es que alguno se salte un ojo.
Un día concebimos el plan de complementar la dieta con alguna gallina de don Zótico. Aprovechando que el Bobas estaba ausente porque era su tarde libre, un interno, que era hijo de un guarda forestal, preparó un par de trampas de alambre y, aprovechando la hora de la siesta, en la que los frailes se retiraban a descansar y digerir el almuerzo, las descolgamos por las ventanas que daban al gallinero. Al poco rato picó una gallina y empezó a cacarear y a alborotar el patio. Tiramos de la cuerda y la izamos aleteando y cacareando pared arriba, y el Muelas le trincó la cabeza y le cerró el pico mientras tirábamos de ella y medio la despachurrábamos para que pasara entre los hierros de la ventana. El Muelas la sacrificó, con ayuda de la paleta de un brasero, según había visto hacer a su madre en el pueblo. Lo de desplumarla fue más difícil porque no teníamos costumbre ni agua caliente, pero nos arreglamos lo mejor que supimos y al final le acabamos de quitar el plumón con papeles ardiendo. La abrimos, le sacamos las tripas y cuando estuvo más o menos limpia, la hicimos tajadas pequeñas para que alcanzara para los treinta, y la hervimos en un infiernillo eléctrico con una cebolla y una hoja de laurel. El infiernillo era más pequeño que la palangana, que servía de recipiente, y al agua se conoce que le costaba romper a hervir.
—Yo no es por nada, pero si estamos todos mirándola, el agua no hierve —decía el Muelas.
Hervir, lo que se dice hervir, no hirvió, pero, por lo menos, se calentó bastante.
—Mejor, así no pierde las vitaminas —sentenció Zapatones, que era muy hambrón y llevaba una hora tragando saliva.
Nos la comimos medio cruda. Estaba más dura que un peñasco, pero como éramos tantos, y tan voluntariosos, el guiso desapareció en un momento.
—Bueno, ya hemos comido —se consoló el Muelas tamborileándose la panza con los dedos.
—Ahora habrá que limpiar un poco esto, antes de que venga el Bobas —sugirió Manolato Potásico, tan prudente como siempre, señalando las plumas y los restos de papeles quemados esparcidos por el suelo. Aunque el olor a cebolla cocida, que se había sumado al habitual hedor a letrina y a madriguera de tigre, era más difícil de eliminar.
El Bobas no notó nada, pero los frailes sí echaron de menos la gallina, la más hermosa y ponedora del corral, y don Zótico en persona telefoneó al Chotis.
Al día siguiente, después de las clases, el Chotis nos reunió en el patio de abajo. Nos miró torvamente y, después de dar unos paseos con las manos enlazadas a la espalda, mientras lo mirábamos serios y en silencio, se detuvo, nos repasó con la mirada y dijo:
—Aquí se ha producido una falta grave. Se ha perpetrado un robo. Un robo que pone un baldón sobre la limpia ejecutoria del Beato. Además, un robo sacrílego, que es peor. Habéis robado una gallina mercedaria. Le habéis robado a don Zótico, el venerable abad, su mejor gallina, la Emperaora, que era famosa por la cantidad de huevos que ponía, muchos de dos yemas. A ver, los delegados, ¿qué tenéis que decir?
Ya nos habíamos puesto de acuerdo. Los delegados aseguraron que no sabían nada.
—Es inútil que lo neguéis— advirtió el Chotis —porque bajo la cama de Manuel Perellón se han descubierto estas plumas— sacó del bolsillo tres plumas y las mostró—. Los frailes las han identificado, pertenecen a la Emperaora.
Manuel Perellón, o sea, Cocodrilo Pérez, un novato de Hinojares, tartamudo, casi no había intervenido en el asunto de la gallina, además le había correspondido el obispillo, la pieza cular del ave semejante a una mitra episcopal, una tajadica que le habíamos asignado porque, en nuestra ignorancia, la consideramos un bocado despreciable. No obstante, como las pruebas lo acusaban, el Chotis se fue para él con la mano alzada y cuando Cocodrilo Pérez huyó, lo persiguió por el patio.
—Don… Vir… vir… tuoso —intentaba defenderse—. El… el mar… martes vi una ga… ga… gallina salir vo… vo… lando del co… corral…y se per… per… perdió en el cié… cié… cielo.
El Chotis lo atrapó por fin e intentó ablandarlo con media docena de tortazos, pero Cocodrilo Pérez se mantuvo firme y aunque no demostró su inocencia, consiguió que por lo menos la gallina la pagáramos entre todos. Nada menos que cuatro duros por barba, como si fuera la de los huevos de oro.
—Sí, pe… pe… pero las hos… hostias me… me… me las llevé yo.
El Chotis tenía terminantemente prohibido fumar, por miedo a los incendios, y porque era enemigo de cualquier gasto superfluo.
—Lo que hacen los fumadores, aparte de lo feo que es el vicio, es quemar el dinero —decía—. En mi familia, gracias a Dios, nunca ha fumado nadie.
Ignoraba que la Pechos se fumaba dos paquetes de negro diarios. Sus colillas aparecían a veces en el puchero.
El tabaco circulaba clandestinamente en el Beato y, cuando escaseaba, un cigarrillo se convertía en el más preciado bien. Cada cierto tiempo, el Chotis registraba las taquillas y las pertenencias de los internos y quemaba solemnemente en el patio el tabaco confiscado.
Cuando acabó el curso, vino mi padre con el seiscientos a recogerme para las vacaciones de verano. Era la hora de la siesta y mi padre aparcó el coche a la sombra de unos árboles al lado de la carretera para dar una cabezada sobre el volante. Mientras dormía me distraje curioseando el cauce seco de un arroyo cercano. Cuando volví estaba despierto, cogido al volante, pensando, con una expresión de tristeza como no se la había visto desde que se arruinó la tienda. Proseguimos el viaje en silencio, pero al rato me dijo:
—¡Vicente, hijo mío! No sé qué más podemos hacer. Otra vez te han suspendido.
Yo me quedé callado. Llevaba la ventanilla abierta y el aire me quemaba la cara y me secaba las lágrimas.
Al año siguiente volví a repetir curso. Cuando llegó la Nochebuena ya habían venido todos los padres a recoger a sus hijos y sólo quedábamos en el colegio Manolato Potásico, el Cocodrilo y yo.
Una noche, a eso de las doce, cuando el Bobas estaba profundamente dormido, le quitamos el manojo de llaves que escondía debajo del colchón y nos escapamos del colegio para darle una serenata navideña, de zambomba, almirez y botella de anís El Mono, a las niñas del colegio de monjas de las Francesas, con las que habíamos hecho amistad en los paseos dominicales.
Por hacer gracia nos disfrazamos de fantasmas con sábanas y fundas de almohada y de esta guisa nos pusimos a entonar villancicos bajo las ventanas de las monjas francesas:
En el portal de Belén
hay un tío haciendo botas;
se le ha escapao la lezna,
y se hapinchao las pelotas.
Las ventanas se llenaron al momento de muchachas en camisón y abrigo intentando identificarnos entre risas, que nos solicitaban más villancicos. Así que empezamos el que dice:
Baltasar, el negro,
por hacerse el chulo,
ha entrao en una cueva
y le han dao porculo.
Pero antes de que acabáramos se presentaron las tarascas de las monjas y las arrancaron de las ventanas, tan ricas como estaban en deshabillé, enseñando el canalillo de vez en cuando, con los aplausos y los saltitos. Nos quedamos un rato en la plaza, pasando frío, e íbamos a insistir en la trova, por ver si salían de nuevo, pero algunos vecinos se asomaron a los balcones, malhumorados, e incluso provistos de escupideras, que a esa hora mantendrían todavía tibia la primera meada, y decidimos dejarlo para otro día.
Regresábamos al Beato todavía disfrazados de fantasmas, cuando al doblar la esquina del callejón de Zumbajarros, hoy avenida del Almirante Carrero Blanco, nos topamos con una vieja que estaba velando a un vecino difunto y salía un momento a su casa a preparar un caldo para los dolientes. La vieja, al toparse con tres fantasmas que brotaban de la oscuridad, pensó que las ánimas venían a por ella e hizo un gorgorito raro con la garganta, se llevó una mano al corazón y con la otra se agarró a la reja de una ventana para no caerse al suelo. Quisimos excusarnos por el susto que le habíamos dado, pero ella se puso a chillar, de manera que nos asustó más que nosotros a ella y preferimos salir corriendo.
Al poco rato, cuando ya casi llegábamos al Beato, comentando los acontecimientos del día, tan campantes, con las sábanas dobladas bajo el brazo, vimos venir calle abajo la furgoneta del lechero. Se paró a nuestra altura, se abrieron las puertas y se apearon el lechero y otro, en plan geo, los dos de uniforme de guardia municipal, y nos encañonaron con sus pistolas.
—¡Documentación!
Acojonados, sacamos los carnets de identidad.
—¿Qué, cuántas bombillitas os habéis cargado esta noche?
—¿Qué bombillitas? —preguntó Manolato Potásico.
—Las del alumbrado navideño —replicó el lechero—. Ahora me vais a decir que no sois vosotros.
—Oiga —replicó Manolato—, usted no tendría poder sobre mí si no le hubiera sido otorgado de lo alto… —No pudo continuar, porque el alguacil-lechero le arreó una leche.
Nos esposaron, nos introdujeron en la furgoneta, sentados en el suelo, que apestaba a leche agria, y nos llevaron al ayuntamiento, que estaba más animado que una verbena, con guardias saliendo y entrando y moviéndose de un lado a otro, como hace este personal cuando tiene que quedar bien ante los jefes.
Estábamos dándole la filiación a un secretario de paisano, cuando un vecino telefoneó para quejarse del ruido. El guardia le dijo: «No se preocupe usted, que de un momento a otro vamos a desconvocar el operativo. Los gamberros que apedreaban la iluminación navideña obran en poder de la autoridad».
Nos encerraron en un calabozo del sótano en el que había cuatro literas mugrientas, un lavabo y una letrina.
En cuanto nos quedamos solos, el Manolato Potásico se echó a llorar y pasó la noche entre lamentaciones.
—¿Por qué os habré hecho caso y me he metido en este lío? A ver cómo se lo explico yo a mi padre.
En cambio, el Cocodrilo se durmió como un bendito y hasta roncó. Yo dormía a ratos, dándole vueltas a lo que diría mi padre y rascándome por las chinches.
Llevábamos un buen rato despiertos, ya de día, esperando el desayuno, cuando se descorrió el cerrojo y un guardia nos llevó al despacho del comisario, un hombre delgado y moreno que fumaba en boquilla y lucía un bigotillo de carrera de hormigas. La comisaría estaba presidida por un retrato antiguo de Franco, el del capote con cuello de piel francamente aparatoso. El inspector de policía, o quien fuera, se percató enseguida de que no éramos los de las bombillas. Le contamos lo de la serenata en el colegio de las Francesas y le dimos el teléfono del Beato. El Chotis en persona vino a recogernos.
—¿Cómo te has dejado enredar por estos dos maleantes? —le reprochó al Potásico—. Vete al estudio y te pones a estudiar, tonto el haba. Y vosotros dos hacéis ahora mismo la maleta y cuando la tengáis hecha venís a verme al despacho.
Eran los tiempos de la Dictadura y todavía no era timbre de orgullo haber pasado por las cárceles franquistas. El Chotis nos canjeó los vales del colegio por moneda exterior y nos puso de patitas en la calle.