QUINTO
El Colegio de San Fermín
Cuando me expulsaron del colegio de los HH, mi padre quiso matricularme en el instituto, con mis primos, pero mi madre dijo que, mientras hubiera colegios de pago, su hijo no iba a los de los pobres, así que me matricularon en el Colegio de San Fermín, que era de pago, aunque menos lujoso que el de los HH. En San Fermín la tiza estaba racionada y la custodiaba el portero, no como en el Colegio de los HH, donde las barras se amontonaban en las repisas de las pizarras sin que nadie las cogiera. El director de San Fermín, el Panza, llegaba al extremo —para dar ejemplo a los profesores— de llevarse la tiza sobrante de su clase en el bolsillo, dentro de una cajeta. El Colegio de San Fermín estaba al lado de la iglesia de San Bartolomé, en la parte antigua de la ciudad, en una casona vieja, parcheada y pintada para que pareciera otra cosa. Delante había una plazuela polvorienta, con el jardincillo arrasado que tenía en el centro una escultura de piedra de un pastorcillo con su perro a los pies, los dos sin cabeza.
La fachada tenía dos filas de ventanas, una de balcones y una puerta monumental, con unas volutas de piedra que le subían por los lados y abrazaban el balcón central y remataban en un azulejo que representaba a san Fermín, con venerable barba blanca, y un libro en la mano. Algunas losetas tenían señales de pedradas, no muchas, porque, como estaba alto, no se alcanzaba bien. El resto de la fachada era de revoque, con abofados de humedad y desconchaduras por las que asomaban los ladrillos. En algunas ventanas altas se veían tiestos con restos de plantas muertas.
San Fermín tenía un patio cuadrado, con nueve columnas de piedra que sostenían la galería encristalada del piso superior y una fuentecilla de mármol en el centro en la que abrevábamos los alumnos. No era muy higiénico, porque cada uno se bebía las babas del anterior, pero, al fin y al cabo, la clientela del colegio tampoco era de lo más fino.
Desde el patio de San Fermín se veía la espadaña de la iglesia de San Bartolomé, sin campanas, porque en la guerra civil las fundieron para hacer munición.
Había un segundo patio sombrío, estrecho y carcelario, el patio de abajo, porque se bajaba por unas escaleras. En este patio dábamos las clases de Gimnasia. La aspereza del piso, que era de cemento, la mitigaba una espesa capa de mugre laboriosamente patinada y pulida por varias promociones de escolares.
Al fondo del patio de abajo, a la izquierda, había tres retretes, de los de agujero en el suelo, sin puerta, separados por unos tabiquillos medianeros más escritos que el Espasa. Para mear había un canalillo en el suelo, a lo largo del muro. Los retretes, como no se habían baldeado desde la inauguración del colegio, despedían un aroma característico que respirábamos con fruición en los jadeos de la clases de Gimnasia.
En San Fermín había una habitación misteriosa que nunca se abría, cuyo rótulo decía «Biblioteca». También había un laboratorio de Física y Química con una vitrina corrida en la que se guardaban extraños cachirulos cubiertos de polvo.
Los muros del patio de la fuente tenían azulejos con refranes y consejos: «Junio no está lejos, es cada día que se acerca». Lo decía por los exámenes finales, que eran en junio. En San Fermín nos amenazaban continuamente con repetir curso, pero los alumnos sabíamos que por ese lado no había nada que temer. Todos íbamos aprobando lo suficiente para pasar al curso siguiente a fin de que nuestros padres, convencidos del progreso, no nos quitaran del colegio. Sin embargo, al llegar a cuarto de bachillerato, los aprobados debían examinarse de reválida, una prueba estatal que el colegio no controlaba. Para mantener el prestigio de sus mejores tiempos, el colegio sólo dejaba pasar a la reválida a los mejores y suspendía al resto, que éramos más de la mitad. Entonces muchos padres se llevaban del colegio a sus hijos para ponerlos a trabajar. Otros continuaban estudiando por libre y si suspendían la reválida, como ya no pertenecían al colegio, el prestigio de San Fermín no sufría menoscabo.
El director, o más bien gerente, de San Fermín era don Inocente Ciruelo, por mal nombre el Panza, que había heredado el negocio de su padre, el fundador.
El Panza y sus tres hijos, un licenciado en derecho y dos peritos, se repartían las asignaturas pero, como les faltaban horas, contrataban a algunos profesores de fuera, la mayoría sin título, que siempre cobrarían menos.
El Panza, como ya estaba algo viejo, había delegado la disciplina del colegio en su hijo mayor, Jesús, el Susi. El Susi era bajito y gordo; llevaba ropa elegante y zapatos relucientes; se perfumaba generosamente y fumaba tabaco rubio americano del que, en aquellos tiempos, no se encontraba en los estancos. El Susi tenía la cara redonda y carrilluda, la piel colorada, el pelo rubio fino y unos ojos saltones y vivarachos como los de su padre. Se movía parsimoniosamente, más por imponer respeto que por gordo, aunque más que respeto provocaba miedo. Al Susi le gustaba templar y mandar, como a los toreros, y tenía la mano fácil para las guantadas.
El segundo hijo del Panza era el Chato, que, al contrario que su hermano, era corpulento, calvo y con cara de cabreado como expresión natural. Le decían el Chato porque le faltaba el arco de la nariz, lo que, unido a su corpulencia, le daba aspecto de boxeador.
El tercer hijo del Panza era Inocentín. Había sido un juerguista en su juventud, pero hizo los Cursillos de Cristiandad y se conoce que los curas se excedieron porque acabó metiéndose a fraile.
A Inocentín le gustaban la religión, la penitencia y los cilicios, pero le seguían atrayendo el vino, las mujeres y la parranda. Era muy irritable y a sus cuarenta años seguía tan desnortado como si tuviera quince. Tan pronto desaparecía para ingresar en un convento, como sufría una crisis de vocación, ahorcaba los hábitos y regresaba al colegio, al morapio y a las putas.
Inocentín era profesor de Matemáticas, pero enseñaba mejor a rezar como es debido. Empezábamos la clase con un Padrenuestro, una Salve y un Gloria, despacio y pronunciando bien y compasadamente, como un orfeón. En el fondo, no era mala persona; un poco nervioso, sí, pero no mala persona. Si te sacaba a la pizarra a hacer un problema y no te cuadraban los números le podía dar un pronto, arrearte un tortazo y que rompieras el tablero con la cabeza, como Higueras; pero, aparte de esto, mala persona no era.
El cuadro académico se completaba con los inspectores Conchito y el Mandíbulas, estudiantes de Magisterio pobres que, a cambio de comida y cama, vigilaban el estudio y mantenían el orden de los internos en el comedor y en el dormitorio. Conchito era bajito y calvo, con cara de ratón, gafas de culo de vaso y una chaqueta holgada y oscura con los bolsillos desfondados y muchos brillos del uso. Conchito era buena persona, dentro de lo que cabe, y cuando te daba de hostias, siempre a la vista del Susi o del Panza, para hacer méritos, ahuecaba la mano para que sonara mucho sin hacer gran daño. El Mandíbulas era, por el contrario, alto y fornido y un grandísimo cabrón que daba las guantadas con gusto y vocación. El sobrenombre le venía porque tenía la quijada de abajo demasiado pronunciada.
Algunas costumbres de San Fermín se parecían a las del Colegio de los HH. El primer acto del día consistía en congregarnos bajo las galerías del patio, ordenados por cursos. En el lado libre se situaban los profesores. Palmeaba el Susi y la algarabía de quinientos mozalbetes cesaba de pronto dejando paso a un silencio en el que se podía percibir el vuelo de una mosca. El Susi sonreía un poco, pavoneándose ante los profesores de su dominio del rebaño escolar, y decía con grave voz de mando: «¡Primero!». Los del primer curso emprendían la marcha hacia su aula, silenciosos como el paso de un rebaño en una película muda. Mientras despejaban, el Susi se volvía a charlar un poco con los profesores, especialmente con la Latina, que solía situarse cerca de él. Los alumnos restantes permanecíamos callados. En cuanto los de primero despejaban el patio, volvía a escucharse la voz del Susi: ¡Segundo!, y así repetía la operación para todos los cursos.
Las horas libres entre clases se dedicaban a estudiar bajo la vigilancia de un inspector. En los estudios estaba prohibido hablar y el alumno sólo podía abandonar el duro asiento si sufría acuciantes necesidades mingitorias, consecuencia de nuestra imperfecta condición humana. En este caso, el afectado se ponía de pie, levantaba una mano y suplicaba: «Señor inspector, ¿puedo salir a los servicios?». Tal petición solía acompañarse de inquietos saltitos mientras la mano no levantada aferraba la región urinato-masturbatoria como prueba de la urgencia con que se cursaba la solicitud.
Interrumpida su formativa lectura, justamente cuando McGrover enfilaba la mira de su Colt 45 sobre un cuatrero filón y pendenciero (Marcial Lafuente Estefanía), el inspector se hacía cargo de la situación y, con ojos achinados por la duda, sopesaba un instante, con la necesaria frialdad, el objeto de la demanda. Con sesenta pares de ojos expectantes posados en él esperando el veredicto, el inspector trabajaba con las meninges a la máxima presión: «¿Me estará engañando y se choteará de mí luego ante sus compañeros? ¿Querrá realmente mear o solamente fumarse un cigarro en los retretes o, lo que es peor, hacerse una paja?». La tensión aumentaba, las miradas seguían fijas en él. Veía a través de la ventana abierta al Susi en el patio columnado emitiendo nubes de tabaco rubio y colonia de la buena, cabreado quizá por la tardanza de la Latina y es posible que en celo (era primavera). Una decisión. Había que tomar una decisión. Su padre entró con Yagüe en Badajoz, como cabo de la legión. Por sus venas corría sangre de héroe. Todos miraban. Esperaban su viril y certera decisión.
—¡Vete y mea! ¡Y no tardes!
Y el solicitante dejaba de saltar y se precipitaba pasillo adelante, serio, no fuera a provocar alguna risita en los compañeros y el suspicaz inspector cambiara de idea y le retirara el permiso.
Llevaba el alumno liberado, en el bolsillo de atrás, una fotografía de Kim Novak en traje de baño, los muslos al aire, el canalillo pectoral como para perderse por él, recortada del Fotogramas del Hogar del Cadete de la OJE. Transcurrido un espacio de tiempo prudencial, ni corto ni largo, retornaba el onanista, ya rematada la placentera faena, a su duro banco. El inspector ni siquiera levantaba la cabeza cuando oía desde la puerta: «¿Se puede?»; se limitaba a hacer la señal de adelante con la mano, a tiempo que Flanagan, alcanzado por el rifle de McGrover, se desploma en el establo de los McFinnegan, la emocionante escena final de Plomo para cuatro.
Yo, como era habitual en mí, entré en el nuevo colegio con mal pie. Estábamos en el estudio con el inspector Conchito y le pregunté al de al lado si faltaba mucho para el recreo. Ignoraba que los alumnos de San Fermín hablaban en los estudios con el alfabeto de los sordomudos, haciendo señales con los dedos. Fue solamente un murmullo, pero Conchito, que tenía un oído de tísico, percibió el bisbiseo, levantó la cabeza de la lectura y me sorprendió:
—¡Tú! —me señaló—. A la puerta de la dirección.
—¿Servidor?
—Sí, tú. ¡A la dirección!
Conchito se desentendió de mí y se enfrascó nuevamente en su novela de El Coyote. Atribulado por mi metedura de pata, el primer día, abandoné el aula. La noche anterior había tomado la solemne determinación de ser un alumno ejemplar en el nuevo colegio, aprovechando que no me conocía nadie.
En el patio me encontré a un fámulo que subía a su clase una barra de tiza y le pregunté:
—Oye, ¿dónde está la dirección?
—Allí arriba —me señaló la galería—. ¡Ya te la has cargao, novato!
Atravesé el patio, subí la ancha escalera de azulejos, presidida por un majestuoso reloj de pared parado, crucé el corredor superior, con su galería acristalada y sus macetas de aspidistras y, al fondo, sobre una barnizadísima puerta de cuarterones, leí «Dirección».
Titubeé unos segundos, le eché valor y llamé educadamente con los nudillos. Nadie respondió. Apliqué el oído: no se oía nada. Aguardé un poco. Llamé de nuevo y esperé. Nada. Finalmente junté valor para accionar el picaporte, que encontré suelto, y entreabrí la puerta lo suficiente para asomar la cabeza.
—¿Permiso?
No había nadie. Entré, cerré la puerta y me arrodillé delante de la mesa del despacho, fuera de la alfombra, sobre el duro suelo, para que se viera la entereza con que afrontaba el castigo.
La dirección de San Fermín era el santuario del colegio. Si no hubiese estado atestada de oscuros muebles de madera tallada, habría sido una habitación espaciosa. Las alfombras apenas dejaban ver retacitos del suelo original, de ladrillos pintados de almagre, muy rotos, pero brillantes de aceite, a la antigua usanza. Las paredes, enteladas con un desvaído diseño dorado, estaban cubiertas de diplomas y fotografías antiguas. Desde una de ellas, enmarcada en tallado óvalo, el fundador del colegio, un «Protopanza» severo de espesos bigotes y recortada barba, me contemplaba indiferente desde las alturas de la Historia. Había una vitrina en la que los trofeos deportivos ganados por el colegio en tiempos mejores se apoyaban sobre libros antiguos lujosamente encuadernados que llevaban uno o dos siglos esperando que alguien los abriera. Los títulos, los diplomas, los trofeos eran de antes de la guerra. El colegio había venido a menos y sus glorias pasadas se habían encerrado en aquel despacho aparatoso, que tenía algo de panteón y de capilla funeraria.
Oí unos pasos por la galería y, temiendo la compañía, clavé los ojos en el libro que tenía delante y me puse a estudiar con ejemplar concentración y aprovechamiento la lista de los ríos lapones con sus afluentes. Se abrió la puerta y entró el Chato, que se llevó un susto al descubrir su madriguera ocupada por otro semoviente.
—¿Qué haces tú aquí?
—Es que el señor inspector Conchito me ha mandado que me hinque de rodillas en la dirección —respondí con entonación plañidera a ver si lo ablandaba.
—Tu eres nuevo, ¿no? —me preguntó.
—Sí, señor. Hoy es el primer día que vengo al colegio.
El Chato hizo un gesto de entendimiento, como disculpándome pero, no obstante, alargó una mano grande y ancha como la pala de un panadero, me agarró la oreja izquierda y la levantó hasta la altura de sus ojos. Yo, aunque novato y desconocedor de las costumbres del colegio, abandoné la postura genuflexa para despegarme lo menos posible de la oreja.
El Chato, cuando levantó la oreja hasta una altura que sólo sobrepasaría en unos centímetros mi estatura habitual, la desvió hacia la entrada y la sacó al corredor de las aspidistras. Yo los seguía diligentemente, de puntillas, y decía ¡ay, ay, ay!, como cumplía al caso. El Chato anduvo unos pasos y, repentinamente, alteró el rumbo y bajó la oreja hacia el suelo. Siguiendo su trayectoria me hinqué de rodillas mientras en las alturas la voz tranquila del Chato ordenaba:
—Cuando te manden otra vez a la dirección no entres. Te quedas aquí. ¿Has entendido?
—Sí, señor.
Soltó la oreja, que con el ajetreo se había puesto la mar de calentita y doblaba en tamaño a la otra, y se dirigió al despacho, pero a los tres o cuatro pasos puso el gesto de contrariedad, como si olvidara algo, volvió a mi lado y, ¡plas, plas!, me dio dos bofetadas.
Llevaba unos minutos en el pasillo desierto con sus escupideras de loza, sus cuadros con litografías de santos y sus macetas de aspidistras, cuando oí que alguien subía las escaleras. Volví a clavar los ojos en los afluentes lapones. Unos pasos cautelosos, de gato despensero, se acercaron por el corredor perturbando el reposo de algunas baldosas sueltas.
—¿Hay bicho dentro? —musitó a mi oído una voz apenas audible.
Sin aguardar respuesta se arrodilló a mi lado y abrió el libro. Era un condiscípulo de otro curso.
—Sí, hay un profesor —susurré.
—¿Quién, el Susi?
—No sé. Soy nuevo.
—¿Es bajito y gordo o alto y feo?
—Alto y feo.
—¡El Chato! —precisó el veterano—. Bueno, ha habido suerte. Este da menos que el Susi.
En los minutos siguientes llegaron otros tres alumnos expulsados. Aquella fila de penitentes arrodillados que charlaban en susurros con el libro abierto me hizo comprender que la puerta de la dirección de San Fermín era una institución penitenciaria. No la dirección, sino la puerta.
Eramos cinco los penitenciados cuando nuevos pasos perturbaron las baldosas sueltas de las escaleras. Guardamos silencio y aguzamos el oído. Apareció El Panza en su carne mortal y se detuvo a contemplarnos mientras recuperaba el resuello con respiración cetácea, por el esfuerzo de subir las escaleras.
—¡Delincuentes! —suspiró.
Creí que me hablaba a mí y levanté la mirada educadamente.
—¿Mande?
Así que la bofetada me cogió de lleno en la mejor postura. El Panza tenía su cuota fija de diez guantazos y los aplicaba imparcialmente al individuo o a la colectividad. Como éramos cinco tocamos a un par de tortas por cabeza. Antes de pegar, el Panza se frotaba las manos como si las enjabonara, y golpeaba con el puño casi cerrado y más en el cuello que en la cara, porque cerraba los ojos poniendo unción en el castigo.
Entró el Panza en su despacho, nos quedamos los disciplinados comentando el lance, y uno que tenía reloj lo consultó y dijo:
—¡Faltan cinco minutos para la campana: hoy nos libramos del Susi!
¿Para qué habló el cenizo? Dos minutos antes de que tocara la campana apareció el Susi y nos repasó a todos sin descomponer su media sonrisa. Las bofetadas del Susi eran impecables. En mi larga vida de escolar, tan rica en experiencias, nunca he recibido bofetadas tan bien dadas como las suyas. La mano del Susi estaba tan suelta de coyunturas y relajada por el uso, que se adaptaba a la topografía de la mejilla receptora. Las bofetadas del Susi producían un sonido limpio, claro y preciso, como chasquidos de látigo. Además, el Susi tenía una cadencia de tiro superior a los otros: te podía colocar cómodamente media docena, ¡plas, plas, plas, plas, plas, plas!, antes de que te diera tiempo a medio cubrirte la cara instintivamente con los brazos, pero aun así, su juego de muñeca era tan dinámico que cuando incurrías en la ingenuidad de cubrirte era capaz de apartar el obstáculo y descargar la bofetada con el mismo movimiento y sin descomponer la cadencia ni menguar su precisión. Esta inusitada rapidez contrastaba vivamente con la parsimonia y majestuosa lentitud que el Susi ponía en el resto de sus movimientos. El Susi era la columna vertebral de San Fermín, la encarnación viva del principio de autoridad basado en el palo y la zanahoria, el palo para nosotros y la zanahoria para él.
El Susi estaba enamorado de la profesora de Latín, Pilar Rabidusa, más conocida como la Latina o el Culo con Botas, y ella lo correspondía con la debida discreción. Pilar Rabidusa era resultona, sin llegar a ser guapa. Tenía los ojos pequeños, la nariz aguileña y unos labios finos que sólo daban para media sonrisa torcida, entre suficiente y burlona, tirando a mueca, pero era virtuosa con el lápiz de ojos, con la barra de labios y con la polvera, con los que le enmendaba la plana a la naturaleza. Tampoco era muy alta y propendía a la gorda mochilona que luego sería, pero se estibaba las carnes con fajas y sostenes y conseguía componerse para estar buenorra de albañil. Como en aquellos tiempos todos éramos albañiles y a falta de pan buenas son tortas, la Latina nos parecía el no va más y hasta había colegiales que conculcaban el sexto mandamiento pensando en ella.
La Latina no daba pellizquitos como las monjas o los hermanos, ni guantazos como los Ciruelos, pero sabía ridiculizar o humillar a los alumnos sin perder la sonrisa y nunca le faltaba media docena de pelotas que le rieran la gracia. Desde la primera clase la vi venir. Avanzaba por el pasillo central del aula pasando lista para ver las caras nuevas, y al llegar a mí se detuvo.
—González Moreno, Vicente.
—Servidor —contesté, levantándome con urbanidad. Se acercó.
—¿No serás, por casualidad, hermano de Presentación González Moreno, verdad?
Mi hermana Presenta, a la que la Latina daba clase en el Colegio de las Teresas, me tenía advertido que era una mala persona.
—Sí, señorita.
—¡Pues qué bien! —exclamó con guasa—. ¡Estoy encantada de conocerte, hijo! Anda, cambiate a la primera fila para que no te pierda de vista, que si eres como tu hermana, buen regalito nos ha caído.
Los internos de San Fermín llevaban una bata parda, con bolsillones a los lados, casi hospiciana. Las batas eran de diversas formas, tonos y hechuras porque las hacían las madres en los pueblos. Sólo se parecían en los grandes dobladillos para ir alargándolas a medida que crecía el usuario.
Los internos se distinguían de los externos por la mala facha que tenían con aquellos batones y por su delgadez y mal color que según el Panza era de meneársela en exceso. Aunque de sobra sabía que el rancho colegial era escaso y malo, y sólo se soleaban y respiraban aire puro en el paseo de los domingos por la mañana. En los patios del colegio sólo daba el sol en verano.
—¿Escuálidos? Fibrosos, como atletas. Después de la lujuria, el peor azote de la humanidad es la gula.
No le faltaba razón al Panza. No obstante, si no se daban casos de inanición entre sus tutelados era porque las madres y las abuelas les enviaban paquetes de comida por medio del cosario del pueblo. Como no se fiaban de los intermediarios, forraban los paquetes de tela de costal y los cosían con hilo de bramante y aguja de remendar aparejos. Abrir el paquete requería un considerable esfuerzo y no poca maña, pero la dificultad quedaba compensada cuando comenzaban a aparecer los torreznos, el lomo en tripa, las espaldas de tocino, las tarteras de chorizo en aceite, las costillas y el lomo en adobo con sus ramitas de aderezo todavía asomando entre la grasa. En otro compartimento iban los mantecados, queso de cabra en aceite, tortas de aceite y de chicharrones, claveteadas con almendras, carne de membrillo, pan de higo, trigo con miel y otras exquisiteces no menos energéticas y rotundas. Finalmente, en el fondo del paquete, protegido por un papel de estraza doblado, aparecía una carta, casi albarán, en la que entre las manchas de aceite y pringue podía descifrarse un texto como éste:
Obduliano ijacoba
La cocinera de San Fermín, eufemísticamente conocida como la Guarra, era una bruja gruñona cuya sola vista, sin ni siquiera olerla, le quitaba a uno las ganas de comer. La Guarra, en su juventud, había sido lavandera en las pilas de la Fuente de la Peña y de entonces le quedaba la costumbre de cantar el repertorio de Porrinas de Badajoz y la Paquera de Jerez.
La suerte es que apenas salía de su cocina, una especie de antro oscuro que se ventilaba por el pasillo de la dirección. La Guarra podía ser mala cocinera, pero como cantante era peor. Mientras hacía la bazofia de aquellos desgraciados, aullaba los repertorios entreverados de Imperio Argentina y de Conchita Piquer. A media mañana, el pestazo a col hervida invadía el colegio y llegaba hasta el patio de abajo, donde se entremezclaba con el de las letrinas.
Dentro de sus limitados menús, la Guarra sentía predilección por el potaje de judías. El día que tocaba judías, no había quien respirara en las clases de la tarde porque los internos se las pasaban soltando flatulencias, más por jorobar a los externos que por necesidad. Esos días tampoco faltaba el gracioso que reforzaba el efecto de los pedos añadiendo el de una ampolla fétida, o «bomba de peste» que olía a huevos podridos. Entonces Conchito, más acostumbrado al olor de la pólvora en el saloon de Kansas City, desatendía por un momento el texto de Marcial Lafuente Estefanía para advertirnos:
—A ver si los internos contienen un poquito sus instrumentos de viento o se lo tendré que decir al director y nos quedaremos sin salir el domingo. Las personas educadas expulsan sus ventosidades en los retretes o al aire libre.
La festividad de San Fermín, el 7 de julio, se celebraba con diversos actos píos. En tiempos del Protopanza fundador, el colegio organizaba Juegos Florales, conferencias y visitas a museos, pero después de la guerra la conmemoración se había reducido a una misa solemne concelebrada por el profesor de Religión y el capellán del centro, en la vecina iglesia de San Bartolomé. Después de la ceremonia religiosa, el colegio invitaba a la degustación de dos pastelillos por cabeza en el patio de arriba, decorado con algunas macetas de aspidistras y geranios en atención al evento. Esta distribución despertaba el entusiasmo del alumnado, como sucede siempre en este país cuando dan de comer de balde, así que al terminar la misa salíamos de estampida para ocupar los primeros puestos en la cola y asegurarnos la ración porque, algunas veces, si el Susi creía que iban a faltar, reducía la cuota a un pastelillo, con gran recochineo de los que ya habían recibido dos. Raro era el año que no había patadas y codazos, cuando no claramente puñetazos, porque muchos querían colarse y provocaban los empujones y las protestas de los perjudicados. A la menor señal de disturbios, acudía el Susi y, sin meterse en averiguaciones, repartía entre los litigantes una docena de coscorrones y cuarto y mitad de bofetadas, con lo que la hermandad y la camaradería quedaban restablecidas.
Antes de empezar las clases se rezaba un Avemaría, pero la profesora de Gramática, doña Carmen Carrasquillo Cascajo, nos hacía rezar un Padrenuestro y tres Avemarías con pausa y entonación. De lo contrario los debíamos repetir las veces necesarias.
—Dios tiene muy buen oído y no quiere cacareos de papagayos —argumentaba la educadora.
A doña Carmen le decíamos el Mapa Cagao por la mancha cárdena que le pillaba media cara.
Entre las preces y la colecta que venía a continuación, para conseguir la evangelización de los infieles de África y China, se consumía más de media clase, y algunas veces la clase entera, sobre todo si alguien mencionaba al tío de los adoquines. Doña Carmen le había declarado la guerra a un pobre hombre que vendía caramelos caseros de azúcar y cacahuetes, duros como una piedra, en la plazoleta de San Bartolomé, delante del colegio. Los adoquines valían a perra gorda los grandes y a perra chica los pequeños. Los llevaba en un carrito que se había fabricado con unas maderas y unas mallas mosquiteras sobre dos ruedas de bicicleta.
El pobre era consciente de que su aspecto delgaducho y enfermizo le podía espantar la clientela, y cogía los caramelos, que no tenían envoltorio, con unas pinzas confiteras que se había fabricado con un trozo de somier.
Doña Carmen, al entrar en San Fermín, pasaba a diario junto al tío de los adoquines, sin dignarse mirarlo, pero en cuanto comenzábamos la colecta la tomaba con él:
—Eso que le compráis al gitano es vitamina eme —el Mapa Cagao nombraba la mierda por su letra inicial—. ¡No os podéis imaginar el asco que me da cuando os veo llevaros a la boca los… ¿Cómo los llamáis?!
—¡Adoquines! —apuntábamos provocadoramente.
—¡Adoquines! —hacía un gesto de repugnancia y la mancha cárdena se le encendía como una bombilla—. ¿No os habéis dado cuenta de que ese hombre está tísico? ¿Os habéis fijado en los callos y en la eme que tiene en las manos? ¡Solamente Dios sabe de qué están hechos esos caramelos! Ya veremos lo que tardáis en enfermar los que se los compráis.
—Pero los coge con unas pinzas, doña Carmen —objetaba Rueda provocándola.
—¡Qué ignorante eres, hijo mío! —se sulfuraba la vieja—. ¡Las pinzas! ¿No os dais cuenta de que están hechas con un trozo de somier, orinado de gatos, que habrá cogido de una cama vieja de las que tiran en el hospital cuando ha muerto en ella algún tuberculoso?
—A Mengíbar le gustan mucho los adoquines m —decía Rueda señalando malévolamente al acusado.
Mengíbar se ponía como si le hubiesen mentado a la madre:
—¡Falso! ¡Eso es un embuste asqueroso, doña Carmen, no le haga usted caso, que el que compra adoquines casi todos los días es él!
Doña Carmen golpeaba con el lápiz la mesa pidiendo silencio:
—No, si podéis gastaros vuestro dinero en lo que queráis —decía, conciliadora—. Pero nadie negará que, en conciencia, ese dinero está haciendo más falta en las misiones de África. Conociendo como conocemos la cantidad de niños que nacen y crecen sin bautizar, sin el consuelo de la verdadera fe, ¿quién puede tener el corazón tan duro y la conciencia tan laxa como para gastar en golosinas un dinero que puede salvar almas? Ya sé que os estoy pidiendo un pequeño sacrificio, pero ¿os imagináis los intereses salvíficos que ganáis para el cielo por renunciar a uno de esos adoquines?
Estábamos en una edad en la que la salvación del alma de los negritos nos traía sin cuidado. Con las urgencias de la carne, el que más o el que menos se había acostumbrado a vivir en pecado mortal, como si la muerte y el Juicio Final no fueran a llegar nunca. Sin embargo, de vez en cuando entregábamos una perra gorda o un real para las Misiones, especialmente cuando se acercaba la entrega de notas, porque las calificaciones en la asignatura de doña Carmen eran directamente proporcionales a la generosidad limosnera del alumno.
Doña Carmen nombró secretario a Federico Escudero, un alumno algo mayor que los demás, espigado y serio, que parecía muy responsable. Federico llevaba las cuentas de las Misiones e ingresaba diariamente el dinero recaudado en una cartilla en la Caja de Ahorros.
—¿Cuánto se ha alcanzado hoy, Escudero?
—Seis noventa, doña Carmen.
—No es mucho. Hoy habréis tirado el dinero y la salud en comprar vitamina eme… —nos reñía la vieja—. ¿Y cuánto llevamos desde que empezó el curso?
—Ciento veintidós noventa, con lo de hoy, doña Carmen.
—Deberíais alcanzar las quinientas pesetas para fin de curso. En el Colegio de las Teresas van ya por las trescientas y pico. A ver si va a resultar que las niñas os mojan la oreja, con lo machotes que decís que sois.
Nuestra virilidad quedó en entredicho. Cuando terminó el curso, la cuenta de los negritos del África tropical y de los chinitos de la China apenas había superado las cuatrocientas nueve pesetas con quince céntimos. Una cantidad apreciable de la que, sin embargo, los negritos de África tropical que trabajando cantaban la canción del Cola-Cao, no olieron un céntimo con sus anchas narices anilladas, porque Federico Escudero, con lo serio y lo formal que parecía, se había ido gastando el dinero de las colectas en futbolines y chucherías. Después de todo, nuestras limosnas no cayeron en saco roto, porque doña Carmen dio aprobado general y sólo suspendió a Escudero, para que su castigo fuera más patente.
El Mapa Cagao, con su manía por la higiene, había emprendido una cruzada contra los niños que se introducen el dedo en la nariz o lucen dos velas verdes, como esmeraldas vivas, colgando de los orificios nasales. Cuando sorprendía a un alumno hurgándose la nariz interrumpía la clase y anunciaba:
—El gorrino de Rodríguez queda proclamado marrano de la clase. Ven para acá, cochino.
Doña Carmen sacaba un tampón del bolso y Rodríguez estampaba su huella digital en la lista de clase, al lado de su nombre. Para traspasar el título de marrano oficial, Rodríguez tenía que esperar a que doña Carmen sorprendiera a otro con el dedo en la nariz. Como nos lo tomábamos a chacota, los acusicas no estaban mal vistos.
—Doña Carmen, Sinfronio Castro se está haciendo píldoras. —Doña Carmen levantaba la mirada y sorprendía al interfecto con el dedo índice metido hasta la segunda falange.
—¡Ven acá, cacho guarro!
Y ya teníamos nuevo marrano oficial (hoy propietario, por cierto, de la confitería Los Chorros del Oro, adonde acuden las damas más encopetadas).
Yo me aburría de lo lindo durante las colectas de doña Carmen y adquirí la costumbre de matar el tiempo dibujando monigotes. Un día pinté una mano criminal, armada con un cuchillo enorme y escribí debajo: «Prepárate a morir». Firmé «El Destripador Justiciero». El mensaje circuló por la clase, con gran regocijo de los que lo iban recibiendo. En otro dibujo se veía un reloj despertador con unas patitas corredoras y el mensaje: «La hora está próxima».
Al final la clase estaba más atenta a mis dibujos que a la colecta de los chinitos. Doña Carmen observó el barullo, levantó la cabeza y dijo:
—A ver, ¿qué tenéis ahí?
Se apoderó de los dibujos, regresó parsimoniosamente a su mesa, los desplegó, se caló las gafas y los observó cuidadosamente.
—¿Quién es el autor de esta canallada? —dijo, deponiendo la actitud complaciente que usaba para las colectas.
En la clase se hizo tal silencio que hasta las polillas de las vigas del techo dejaron de aserrar, acojonadas. Cuando vi que la vieja se tomaba en serio los mensajes y comprendí el lío en el que acababa de meterme, se me pararon los pulsos.
—Sólo lo repetiré una vez —advirtió la gramática—: ¿Quién ha perpetrado esta infamia?
Las miradas concéntricas de mis compañeros me animaron a levantar tímidamente la mano:
—Servidor —dije con un hilo de voz.
—¡Cobarde, anarquista, republicano! —tronó la vieja—. ¡Vete ahora mismo a la puerta de la dirección y quítate de mi vista!
La puerta de la dirección, con ser lo que era, un abono para dos o tres raciones de bofetadas, le pareció demasiado piadosa. Llevaba un rato esperando cuando un fámulo subió a decirme que a la salida del colegio fuera a ver al Susi.
—¿Por qué? —pregunté con la mayor inocencia.
—El Mapa Cagao se ha chivao al Susi —se sonrió malvadamente—. ¡Te las has cargao!
Tocó a difuntos la última campana de la mañana, y mientras mis compañeros invadían patios y pasillos en alegre algarabía camino de la libertad y el almuerzo, yo ascendí las escaleras de la dirección tan atribulado como el condenado sube las del patíbulo. El fúnebre reloj de pared del descansillo resonaba con ecos siniestros, ¡tic, toc; tic, toc, la hora está próxima!
La puerta de la dirección estaba desierta. Me arrodillé, abrí un libro y me puse a esperar. La puerta de la cocina despedía los hedores del rancho de los internos hasta el corredor. Los respiré con resignada indiferencia, como si fueran un adelanto de mi penitencia. Al cabo de unos minutos apareció el Susi, me invitó a pasar a la clase de al lado, entró detrás y cerró la puerta. Llevaba en la mano los dos papelitos del Mapa Cagao.
—¿Conque asustando a doña Carmen, eh?
Yo, como veía de vez en cuando en la tele de mi tío las series de Perry Masón, había preparado una defensa que, si me hubiese dejado el Susi desarrollarla, a lo mejor lo hubiera convencido de mi inocencia, pero no me dejó hablar. Abrió el grifo de las bofetadas y fue como si me hubiese zambullido debajo de un Niágara de palos me llegaban por arriba, por abajo, por los lados, por atrás, por delante, palos de frente, palos de través, palos hasta en el cielo de la boca, con la sobrehumana rapidez que lo caracterizaba. Cuando por fin se quedó satisfecho y me dejó irme a casa, iba tan calentito, especialmente las orejas y la cara, que ni sentí el frío de febrero. No almorcé, pretextando que aquel día nos habían dado dos dulces en el colegio para celebrar el fin del Concilio Vaticano II. En aquellos tiempos, cuando te zurraban en el colegio era mejor no decirlo en casa, porque los padres de entonces tenían unas ideas bastante particulares sobre la educación de los hijos, y en lugar de compadecerte, te daban otra ración de palos por su cuenta.
Yo era un adolescente bastante rebelde y como las injusticias crían mucha mala leche a esa edad, tracé la manera de vengarme de el Mapa Cagao. Al día siguiente bajé a la tienda y me hice un bocadillo de salchichón del más barato, que es el que lleva más grasa, y aprovechando la hora del recreo, cuando la clase estaba vacía, le hice un corte fino con una cuchilla de afeitar al asiento del profesor, que era de skay imitación cuero, y le introduje en el interior cuatro rodajas de salchichón abiertas en abanico para que ocuparan toda la raja. A simple vista sólo se apreciaba que el asiento estaba rajado, pero cuando alguien se sentaba, al presionar, la raja se abría y las rodajas de salchichón manchaban la ropa. Subí la persiana para que el sol calentara el asiento y regresé al patio satisfecho de mi obra. En la clase siguiente, que era con el Mapa Cagao, me comporté de manera natural e incluso le sonreí un par de veces y doné diez céntimos para los negritos de África, para que la vieja viera que no le guardaba rencor. Al terminar la clase, salió el Mapa Cagao luciendo en la falda una culera de grasa del tamaño de un huevo frito, y entró el profesor siguiente, el de Francés, don Diego Bulangerí, tan risueño como siempre, e ignorante de la amenaza que se abaría sobre su traje príncipe de Gales. El último profesor de la mañana era el de Dibujo, don Remigio Puerta, mal llamado el Guitarrón, por los movimientos que hacía cuando se sacudía la ceniza del cigarro del chaleco. El Guitarrón era buena gente y no tenía nada contra él; cuando lo vi descargar toda su humanidad en el asiento manchado me consolé pensando que, como de todas maneras llevaba el traje lleno de lamparones, no le iba a importar uno más. Cuando sonó la campana para salir y pude quedarme solo en la clase, saqué el salchichón y lo tiré por una rendija de la tarima para alimento de los ratones. Al día siguiente doña Carmen y don Diego Bulangerí habían cambiado de atuendo, pero don Remigio Puerta traía los pantalones de siempre.
Don Diego Bulangerí, el de Francés, era un guaperas tirando a gordo que se creía muy gracioso. Este pedagogo, cuando nos sacaba a leer a la tarima nos colocaba mirando a la pared para que nos cogieran desprevenidos los reglazos en las piernas o en el trasero con los que castigaba cada error de pronunciación.
Don Diego Bulangerí no tenía ni el título de bachiller, pero había estado en Francia cuando la guerra y chapurreaba algo el idioma. Algunas veces me recordaba al hermano Luis Bribones porque les reía las gracias a los que le caían bien y ridiculizaba a los que le caían mal, especialmente a los que éramos de pueblo. Cuando se dirigía a uno de nosotros, adelantaba la mandíbula inferior y remedaba la voz y los gestos de un palurdo.
Cuando don Diego se casó, el colegio decidió regalarle una cocina de butano con tres fuegos y horno incorporado, el último grito entonces, que todavía se cocinaba en infiernillos de petróleo o con fogones de carbón. A los alumnos de don Diego se nos aconsejó que contribuyéramos al regalo con cinco duros por cabeza. «De forma totalmente voluntaria», advirtió la Latina.
A mi padre no le hizo ninguna gracia el gasto suplementario y me preguntó dos o tres veces: «Pero ¿es obligatorio?». «Completamente», respondí yo. Así que echó mano a la cartera, la desenredó de las gomas y aflojó un billete de cinco duros, sin dejar de protestar por el abuso y repitiendo «no sé qué vamos a hacer si les da a los demás profesores por casarse». Yo, la verdad, no tenía la menor intención de entregarlos, ya tenía pensado en qué me los iba a gastar, principalmente en cine y futbolines, pero cuando vi que la Latina apuntaba a los alumnos que depositaban su regalo, cambié de idea y contribuí, por no significarme en el colegio más de lo que estaba.
Don Diego volvió del viaje de novios en Mallorca un poco más gordo y más moreno, pero por lo demás había cambiado poco, continuó burlándose de los de pueblo, sin hacer diferencias con los que habíamos contribuido para su cocina de butano.
A veces, cuando me acuerdo de todo lo que sufrí en los colegios, y de lo que mis padres sufrieron por mí, considero que no salí mal parado, después de todo, porque si bien es cierto que algunas veces me castigaron sin culpa, otras muchas perpetré travesuras y maldades gordas y me escapé del castigo. Entonces se rezaba mucho el Rosario, algunas familias apagaban la radio para rezarlo antes de la cena. En los colegios era norma rezarlo a primera hora de la tarde, antes de reanudar las clases (con lo cual, muchos salíamos a dos Rosarios diarios). En San Fermín, a falta de capilla, se usaba la única clase en la que cabían todos los alumnos, un aula del patio de arriba a la que llamábamos «el Túnel», tan larga y oscura que los últimos pupitres no se controlaban bien desde la tarima del profesor. Los alumnos menos aplicados de cada curso se situaban al fondo y mientras se rezaba, ellos se masturbaban, o charlaban, o jugaban a los barquitos o intercambiaban cromos e insectos. Un día se me escaparon de una lata tres alacranes al cambiarlos por cromos de Ben-Hur; se armó un revuelo considerable entre mis compañeros, que ponían los pies en el tablero del pupitre, entre divertidos y acojonados. Me puse a rezar con verdadera devoción, pidiéndole a Dios que los alacranes no picaran a nadie, porque si ocurre una desgracia, el Panza nunca hubiera creído que había sido un accidente.
El Túnel dejó de ser un refugio seguro cuando el Susi recibió un chivatazo y se acercó sigilosamente durante el Rosario y sorprendió a Pepe Robles meneándosela, ya en la fase final en que uno se desentiende del mundo próximo en el instante sublime de la gratificación. El Susi no lo dejó acabar, le dio media docena de bofetadas in situ, lo asió de una oreja, lo arrastró por el pasillo dándole patadas en el trasero, lo sacó al patio y le siguió dando bofetadas y patadas hasta que se hartó. Telesforo Callado, hoy famoso locutor de radio, se subió a un pupitre para verlo por la ventana alta y nos describía los guantazos y las patadas con gran realismo, hasta decía: ¡Ay, ay, ay!, de vez en cuando, como si se las estuvieran dando a él, de hecho hasta le salieron cardenales. Cuando el Susi regresó al aula, reanudamos el Rosario con más devoción que nunca, el horno no estaba para bollos. Al terminar, en lugar de devolvernos a nuestras clases, el Susi dijo:
—Recemos ahora un Padrenuestro, en desagravio, a la Santísima Virgen del Rosario para que perdone a ese desgraciado.
Y mandó a un fámulo a llamar a Robles, que estaba hecho un eccehomo, con la camisa manchada de sangre de la nariz y con un ojo morado. El pobre Robles atraía los palos como el imán las virutas de hierro. Sólo llegó hasta cuarto de bachillerato, lo quitaron de estudiar para meterlo de aprendiz en una panadería, después en una paquetería y finalmente en una talabartería, sin que echara raíces en ninguna parte. Luego la familia emigró y le perdimos la pista, pero tengo entendido que estuvo en la cárcel porque le ofreció hachís a unos policías de paisano, de la brigada antidroga, en el puerto de Barcelona.
El capellán y padre espiritual de San Fermín era nuestro viejo conocido el padre Cunill SJ., el campeón del sexto mandamiento.
—Recordad, hijos míos, cuando visitéis los urinarios: más de tres sacudidas es paja.
Al padre Cunill SJ. le preocupaba mucho la masturbación porque los adolescentes de entonces nos la pelábamos mucho. Hoy hay un progreso y una libertad que da gusto, los jóvenes se van a la movida el viernes por la noche y regresan a casa el sábado por la mañana folladísimos y los padres consienten argumentando que todos los padres se aguantan. Hoy los jóvenes no pasan necesidad, los propios padres les dejan el piso libre y les suministran condones, que sólo les falta hacer de mamporreros, pero en aquel entonces los curas tenían mucho poderío y la jodienda estaba muy perseguida, así que los muchachos nos aliviábamos manualmente.
El padre Cunill SJ. prefería abordar el problema jesuíticamente, es decir, más que por el lado de la moral, por el científico.
—Cuando sucumbís al vicio solitario, ¡qué estrago perpetráis en vuestro cuerpo, santuario vivo de Jesús! No es sólo que pequéis mortalmente y pongáis en peligro vuestra salvación; es que arruináis vuestra salud. ¿Cuál de vosotros, si viera en el suelo de unos urinarios un caramelo chupado por un tuberculoso se agacharía a recogerlo, se lo introduciría en la boca y lo chuparía con fruición? ¡Ah, caramba, veo gestos de asco, veo caras contraídas! Os repugna, ¿verdad? Os repugnan los esputos verdes de un tísico, ¿verdad? ¿Entonces cómo no os repugna la masturbación si es infinitamente más perjudicial, más asquerosa, más repugnante y, además, es pecado mortal? ¡Mortal! ¿Sabéis cuánta energía malográis con cada acto impuro? En la prestigiosa Universidad alemana de Cristembergen, solventes científicos han realizado experimentos que demuestran irrefutablemente que cada eyaculación masturbatoria equivale a ¡cuarenta comidas! ¡Cada vez que pecáis se pierden de vuestro cuerpo las vitaminas y las calorías de cuarenta comidas! ¡Con el hambre que hay en el mundo! Una energía derrochada irresponsablemente que vuestro cuerpo precisa para su normal desarrollo. ¿Queréis ser escuchimizados, enclenques, débiles? ¿Queréis envejecer prematuramente? Esos pobres mendigos encorvados que recogen colillas, que comen los pingajos de carne podrida rescatados entre heces y esputos de los cubos de basura, esos desechos humanos que un día amanecen muertos y los entierran de caridad, son desdichados que se masturbaron en su juventud. ¡Mirad a qué triste estado vinieron! ¡Ved adonde os llevará el pecado solitario! ¡Cuerpos débiles, músculos atrofiados, miradas sin brillo: muchachos enviciados en la masturbación! El pecado lleva aparejada su penitencia, la más cruel de todas: por un fugaz instante de placer impuro, una larga vida de fatigas y dolores y una eternidad inmensa de horribles tormentos en el infierno —aquí hacía una pausa, se serenaba y juntaba reflexivamente los dedos antes de proseguir con la voz más calmada—. Yo podría, en este mismo instante, decir cuál de vosotros vive entregado al vicio solitario. Podría incluso deciros cuál fue la última vez que perpetrasteis el horrendo pecado, cuántas veces lo habéis hecho en la última semana o en el último mes. Nada más fácil cuando se ha recibido la preparación adecuada. Solamente tendría que examinaros la pupila del ojo derecho y observar su movimiento, sus espasmos interiores, que denotan la pérdida de energía, la descalcificación, el derrumbe físico …miraba a la asamblea para comprobar el efecto de su revelación: rostros ansiosos unos, impasibles otros, —pero prefiero no hacerlo—, proseguía, prefiero que vosotros os encontréis a solas con vuestras conciencias y con Cristo crucificado, al que, no lo olvidéis, hijos míos, cada acto impuro añade una espina, un escupitajo judío, un cintarazo saduceo, un latigazo fariseo, una bofetada sanedrínica… ¿Hasta cuándo seréis esclavos del más repugnante de los vicios? ¿Hasta cuándo ensuciaréis el altar divino que lleváis en el pecho perpetuamente encendido? El pecado solitario no sólo provoca horrendas taras en vuestro cuerpo, también en el espíritu y la inteligencia —nueva pausa reflexiva—. El pecado solitario, la masturbación, os convertirá en hombres fracasados, sin ilusiones, sin futuro; el pecado solitario destruye la voluntad y con ella la vida. Os hará estériles. Esos pobres hombres que comen de lo que hallan en la basura fueron un día jóvenes como vosotros, algunos incluso se casaron porque pensaban que los hijos los harían felices. ¡Craso error! ¡El pecado solitario esteriliza al hombre, lo deja inhabilitado para engendrar hijos, lo deja seco como la fruta vana que el agricultor arroja al camino donde todo el mundo la pisa, la fruta vana que no deja memoria sobre la tierra…!
El profesor de Gimnasia y de Formación del Espíritu Nacional (FEN), vulgo Política, era don Alfredo Sotos, un tipo espigado, que ceceaba un poco al hablar y gastaba un bigotito rubio recortado como una carrera de hormigas. A falta de gimnasio, las clases se daban en el patio de abajo, sobre el suelo de cemento y mugre, y consistían principalmente en planos inclinados y carrera sin moverse del sitio, vuelta a la izquierda, ¡ar!, vuelta a la derecha, ¡ar!, en posición, alinearse, descansen. Mientras hacíamos veinte flexiones, los más machos treinta, sobre el suelo mugriento, don Alfredo vigilaba la operación desde su silla —que dos pelotas le bajaban al patio—, una pierna a caballo sobre la otra, y el silbato en la boca. Algunos días se cansaba enseguida, y en lugar de mandarnos éste o aquel ejercicio, siempre desde su silla, nos ponía a dar vueltas alrededor del patio a paso ligero, a ver quién resistía más. Los vagos nos hacíamos los cansados enseguida y optábamos por derrumbarnos junto a la pared, entre grandes jadeos, pero siempre había cuatro o cinco memos que seguían corriendo para hacerse los machos, mientras don Alfredo leía el periódico y los demás charlábamos.
El profesor de Historia y de Historia del Arte era don Manuel Mora Mena, también conocido como el Cabezón de las Tres Emes, el Cefalópodo o la Peonza. Era bajito y cabezón, casi enano, y calvo de solemnidad. Se había dejado crecer tres o cuatro pelos kilométricos y los llevaba liados como una ensaimada en torno a la magnífica cabeza, que era plana y amesetada. Algunos creían que los pelos eran pintados, pero eran reales, si bien no más de cuatro, engomados y pacientemente pegados al cráneo. Don Manuel había consagrado su virginidad y su vida a fomentar la devoción por la Virgen del Carmen, a la que continuamente organizaba misas, novenas y funciones pías. En esta labor lo secundaban admirablemente dos hermanas y un hermano que vivían a su sombra, todos célibes, en un viejo caserón, lleno de imágenes, cercano a la catedral.
Don Manuel llamaba a la Virgen del Carmen en sus escritos «la Virgen docente». Se llevaba a matar con otro grupo carmelita de la ciudad que llamaba a su imagen «la Virgen decente».
Una vez invitaron al Cabezón de las Tres Emes a un congreso de Historia, en Avila, y sus hermanos fueron a despedirlo a la estación. Al tiempo que arrancaba el autobús, la hermana mayor, que vestía hábito morado, le encomendó:
—¡Manuel, que te conserves puro!
El Cabezón de las Tres Emes organizaba todos los años en el colegio el día del Libro y aprovechaba la coyuntura para darnos una charla anual, siempre la misma, sobre los valores del libro cristiano y su relación con la Virgen del Carmen. El sermón duraba alrededor de una hora, a veces más, y cuando terminaba saludábamos el final con una cerrada ovación que llenaba al orador de erróneo orgullo. Entonces don Manuel, henchido como un pavo, se volvía a los fámulos y ordenaba:
—¡Los libros! ¡Repartid los libros!
Formábamos una cola de dos en fondo para salir del colegio y los fámulos nos iban entregando a cada alumno el obsequio del día del Libro que era, invariablemente, un opúsculo de don Manuel sobre la Virgen del Carmen. Los internos lo guardaban para regalárselo al cura del pueblo, aparte de que en los pueblos no se tira nada, pero los externos, como estábamos más maleados, lo rompíamos en cuanto salíamos a la calle e íbamos dejando, en los aledaños del colegio y las calles adyacentes, un desolado rastro de opúsculos marianos rotos que duraba una o dos semanas, hasta que los barrenderos municipales barrían la calle.
Cuando don Manuel salía del colegio y comprobaba los escasos efectos de su catequesis, movía la cabeza, con la precaución necesaria para evitar desequilibrarse:
—No sé, no sé adonde vamos a ir a parar —murmuraba con tristeza—. Esto se está pareciendo a la República.
El Cabezón de las Tres Emes había tenido una experiencia muy mala durante la guerra. Los rojos lo tiraron a la charca donde vierten las madres comunes sin hacer caso de sus llantos y súplicas, porque no sabía nadar. Menos mal que llegó uno más compasivo que se apiadó de él y le dijo:
—Bueno, si no sabes nadar métete hasta donde no te cubra.
La mierda le llegaba por la barbilla, pero los milicianos se pusieron a jugar al salto de la rana tirando piedrecitas rasantes y don Manuel, cuando las veía venir, tenía que sumergir la cabeza para evitar que lo descalabraran. Después se lo llevaron a cavar trincheras en el frente de Andújar y como no encontraron un sombrero de su medida le dieron una maceta.
—Y que no se te ocurra quitártela —le advirtieron—, que te relumbra la calva y puedes atraer a los aviones fascistas.
Don Manuel tenía fundados motivos para odiar a los rojos. Cualquier pretexto era bueno para sacarlos a colación.
—Al rey Pedro I de Castilla le pusieron Cruel porque en aquellos tiempos nadie podía ni imaginar las canalladas, las vilezas, las sevicias y los atropellos que la chusma marxista mercenaria del moscovita oro judeomasón perpetró en nuestra católica España hace tan sólo unos años. De haberlo sabido le hubieran puesto Pedro el Bueno, aunque quizás hubiera tenido que ceder ese sobrenombre porque con más justicia le correspondería al Caudillo Francisco Franco.
Entrándole por el lado de la religión, uno podía aprobar su asignatura sin tener ni idea. Si en un examen preguntaba por el arte mesopotámico, sólo había que contestar: «El arte mesopotámico es de mucho mérito, pero para arte de verdad, las maravillas que produce la imaginería religiosa del Siglo de Oro…».
Si hablabas de las imágenes de la Semana Santa ibas para notable, y si rematabas con una encendida alabanza de la Virgen del Carmen de escayola pintada que había en San Bartolomé, el sobresaliente era seguro. En uno de mis exámenes me había excedido tanto en las alabanzas a la Virgen del Carmen que temí que el Cabezón de las Tres Emes olfateara la burla y me denunciara al Susi, porque don Manuel era muy rencoroso, como todos los beatos.
—He corregido vuestros exámenes. El mejor de ellos, con diferencia, el de Vicente González. Felicito a ese joven por su exquisita sensibilidad y por su formación cristiana.
Así advertí que las cosas se consiguen sabiendo entrarle a las personas por el lado débil, que todas lo tienen y también que el que sabe aparentar tiene la mitad del camino andado. En los HH comencé con mal pie por una simple razón de apariencia: por no llevar unos zapatos caros. A todo esto, la tienda de mi padre iba viento en popa y el nivel de la familia mejoró tanto que empezamos a usar papel higiénico El Elefante, en lugar de hojas de periódico cortadas y pinchadas en un alambre, y, mi hermana y yo, a desayunar Cola-Cao, en lugar de leche manchada con un chorrito de achicoria.
Los ejercicios espirituales de San Fermín se celebraban al comienzo de la Cuaresma. Se hacían en la cripta de los Caídos, al lado de la catedral, porque el colegio no disponía de capilla. A la entrada de la cripta, el Susi pasaba lista e íbamos entrando ordenadamente por cursos y acomodándonos en los bancos delanteros, frente a las tres gradas del altar mayor.
La cripta, un sótano abovedado de piedra desnuda, oscura, salitrosa y húmeda, que parecía el escenario de una película de terror, no tenía más adorno que el escueto Cristo crucificado del altar mayor y media docena de grandes lápidas de mármol negro atornilladas a los muros, con una lista de medio millar de asesinados por los marxistas, que yacían en el suelo de la cripta, bajo la cruz de mármol negro que abarcaba toda la planta. En este adecuado marco, las palabras sonaban como ecos de ultratumba.
El padre Cunill SJ. cerraba las puertas con una llave grande de tres vueltas que guardaba en las profundidades de la sotana, se encaminaba al altar mayor, nos contemplaba un momento mientras se hacía el silencio y, a la débil luz de una docena de velas, que dejaba la cripta en propicia penumbra, carraspeaba un poco para aclararse la voz y comenzaba:
—Eres joven y crees que tienes la vida por delante, pero mañana puedes estar muerto. ¡Qué digo mañana, dentro de un cuarto de hora, dentro de un minuto puedes estar muerto! El cuerpo es un mecanismo frágil, te puede fallar el corazón; te puede atropellar un automóvil al cruzar la calle; una cornisa puede desplomarse sobre tu cabeza. Ahora estás lleno de vida y al instante siguiente estás muerto. Mira un momento en tu corazón y dime: si murieras hoy, ¿morirías en pecado mortal? —hacía una pausa para que cada cual se planteara la pregunta y proseguía con voz cavernosa—. Sí, ¿a qué engañarnos?: estás en pecado mortal y sabes perfectamente cuál es tu destino: el infierno. Irías directamente al infierno. ¡Te condenarías al padecimiento eterno, a las llamas, a las más espantosas torturas, no un día, no dos, no un mes, no un trimestre o un curso, sino siempre, por los siglos de los siglos!
Hacía otra pausa, cambiaba de posición, inclinaba la barbilla sobre la sotana como si se sintiera abrumado por el peso de nuestros pecados y paseaba meditabundo delante del altar mayor. Este momento era emocionante porque la sombra del padre Cunill SJ., proyectada por la luz vacilante de las velas, se agigantaba sobre los muros y el techo cóncavo de la cripta.
—Condenado para siempre —resonaban nuevamente las palabras del jesuita—. Condenado para la eternidad. Pero ¿qué ideas tienes tú de la eternidad? Imagina que la tierra fuera una esfera de hierro, ¡qué digo de hierro!, de cromo vanadio, que es una aleación mucho más dura que el hierro. Imagina ahora que una mariposa roza delicadamente esa esfera de hierro con el extremo de su ala una vez cada millón de siglos. ¿Puedes imaginar lo que es un millón de siglos? Pues bien: esa mariposa roza esa gigantesca esfera de cromo vanadio una vez cada millón de siglos. Pues bien: cuando la mariposa haya desgastado la esfera metálica hasta reducirla al tamaño de un guisante, todavía no habrá transcurrido un instante de la eternidad. ¡Y tú te vas a quemar en una llama viva, con las carnes desgarradas, durante la eternidad! ¡La E-t-e-r-n-i-d-a-d!
El padre Cunill SJ. no era muy aficionado a describir la Gloria de los justos. Las verdad es que todo el día mano sobre mano, contemplando a Dios sin parpadear, por los siglos de los siglos, no resultaba muy apetecible. Además, creía que se nos motivaba mejor con castigos que con promesas de premios. Así es que, después de despachar los gozos del justo rutinariamente, se demoraba en los padecimientos del malvado: la siempre eficaz prueba de la cerilla, la adjetivación truculenta, que se remansa en roncos registros de voz amplificada por las bóvedas, y todo el restante repertorio, nos sabía a nuevo, aunque fuera el mismo de todos los años.
—¿Quién será el guapo que pueda resistir el fuego del infierno? Ni siquiera el más valiente es capaz de soportar el fuego de una humilde cerilla durante diez segundos —se interrumpía y nos contemplaba desafiante—. ¿Lo dudáis? —descendía dramáticamente un par de gradas y escudriñaba los semblantes de los que se sentaban en el primer banco—. ¿No me concedéis crédito? ¡Bien! A ver, ¿quién es el valiente que se atreve? Una humilde cerilla, diez segundos —se interrumpía y nos lanzaba una mirada desafiante, escrutaba por el melonar de nuestras cabezas peladas al uno o al dos. —¿Qué pasa? No veo alzarse ninguna mano. ¿No hay ninguno suficientemente viril? Uno de los pelotas de la primera fila, el alumno Dimas Pérez Ceniza, se decidía y levantaba tímidamente la mano. Los demás nos dábamos con el codo y nos mirábamos complacidos, anticipando un espectáculo interesante, añorando quizá los tiempos de la Inquisición, en los que la Iglesia quemaba personas enteras, no sólo dedos.
—Ven para acá, hijo, acércate donde todos te vean —llamaba el padre Cunill SJ. al voluntario—; colócate aquí a mi lado, que se te vea bien.
Pérez Ceniza subía a la última grada del altar y miraba al público expectante, encantado de los breves instantes de notoriedad que iba a alcanzar. El padre Cunill SJ. extraía una cerilla de la caja que llevaba consigo.
—Pon el dedo, hijo.
Pérez Ceniza obedecía y mostraba el dedo índice.
—Piensa en san Lorenzo, asado vivo, y resiste lo que puedas —lo exhortaba el padre Cunill SJ., con su voz tranquila y algo sádica, al tiempo que aplicaba la cerilla encendida debajo del dedo.
Tremenda decepción: Pérez Ceniza no aguantaba ni tres segundos. Apartaba el dedo chamuscado y se lo chupaba sin decoro alguno.
El padre Cunill SJ. soplaba la cerilla y contemplaba irónicamente al voluntario.
—Duele, ¿eh? —Pérez Ceniza hacía un gesto de aquiescencia sin sacarse de la boca el dedo quemado—. Anda, regresa a tu sitio y ofrece esos sufrimientos por las intenciones del Sumo Pontífice. ¡Bien! —proseguía—. Ya lo habéis visto. Yo llevaba razón: la Iglesia siempre lleva razón. El más valiente de vosotros no ha podido resistir una mísera llamita ni siquiera tres segundos. Ahora imaginad los dolores de un condenado al infierno, imaginad lo que tiene que ser todo el cuerpo quemándose en una llama viva, sin morir jamás, quemadura sobre quemadura, los sufrimientos espantosos a los que os condenáis, os condenáis, sí, porque Dios es infinitamente bueno y quiere que todo el mundo se salve, pero el pecador, debido a su libre albedrío, se condena, se condena eternamente por los siglos de los siglos a las llamas eternas. ¡Sin remisión! ¡Sin perdón! ¡Para siempre!
El brillante colofón de los ejercicios espirituales consistía en una confesión general seguida de comunión, por orden de lista, para que nadie se privara del dulcísimo consuelo de la Penitencia y subsiguiente Eucaristía.
—Ave María Purísima. Padre, me acuso de que he pecado contra los mandamientos dos, cuatro, seis y siete —recitaba el penitente, probando a ver si colaban todos sus pecados de una tacada. Pero nunca colaba, porque aquellos confesores jesuitas tenían ya muchos tiros dados y conocían estupendamente el oficio.
—¡A ver, a ver, un momento, no corras tanto, hijo mío! —sonaba en tu oído la voz agria y algo molesta del padre Cunill SJ.— ¡Vayamos por partes!, ¿cómo has pecado contra el cuarto?
—Desobedeciendo a mis padres.
—Muy mal, hijo mío. Debes ser bien mandado y servicial. Piensa en el Niño Jesús haciendo todos los mandados en la ebanistería de su padre y convirtiendo el agua en vino en cuanto su madre se lo pidió. Prosigue.
—Contra el sexto he pecado en que he cometido pecado solitario.
«Aquí te quería yo ver», pensaba el confesor, y depositaba una mano tonta sobre el brazo del penitente arrodillado, como para darle confianza, pero si lo veía titubear o pensarse demasiado las respuestas, la mano se engarraba como una garra y le clavaba las uñas.
—Vamos a ver: ¿cuántas veces has cometido pecado solitario?
El penitente no llevaba bien la cuenta, pero confesaba una media de cinco diarias, tirando por lo corto, por no parecer vicioso.
—¿Dónde?, ¿dónde cometes el pecado?
—En el váter, padre.
—¿Piensas en mujeres?
—Sí, padre, ¿en qué voy a pensar?
—¿En qué mujeres piensas?
En este punto era preferible responder que en ninguna en particular porque si el masturbador daba nombres, el confesor lo acosaba a preguntas sobre la situación imaginada, las posturas coitales, los diálogos y todos los detalles, especialmente si conocía a la inspiradora del acto o era profesora del colegio. Los confesores eran insaciables:
—¡Vamos, vamos! Tienes que darme hasta los más mínimos detalles. Como si lo vieras en una fotografía.
Entonces, con la poca edad, no entendía muy bien la desproporcionada importancia que los confesores y directores espirituales le concedían al sexto mandamiento, mientras relegaban a un segundo plano, e incluso olvidaban otros no menos importantes. A este propósito referiré lo que le ocurrió a mi hermana Presentacioncita con su director espiritual. El confesor le preguntó si se rozaba, y ella, en la inocencia de sus doce años, como había estrenado unos zapatos que la molestaban bastante, respondió: «Sí, padre».
El confesor respiró profundamente detrás de la rejilla, como si soplara. Su aliento halitoso llegaba a Presenta a través de la celosía. Prosiguió con la voz enronquecida por la emoción:
—Pero ¿te rozas mucho?
—Mucho, padre.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace como diez días.
—¿Cuántas veces te rozas?
—Todos los días, padre.
El confesor hizo un breve alto para respirar profundamente antes de volver a la carga:
—¿Te encierras para rozarte?, ¿lo haces en el excusado?
Presentacioncita no sabía que los curas llaman excusado al váter, así que dijo:
—En todos sitios, padre. En la calle, en el colegio…
—¿En el colegio?, ¿dónde?…
—En todos sitios, padre.
—¿En la capilla, delante del Santísimo expuesto, también?
—Sí, padre.
El confesor aspiró aire como si le faltara y se desabrochó la trabilla del cuello, liberando la papada preconciliar.
—Hija mía: tu pecado es grave, muy grave. Estás cometiendo el pecado más grave para una niña; un pecado que conduce directamente al infierno, sin purgatorio ni nada. Las muchachas debéis conservaros puras como los ángeles, puras como la Niña María, puras como la Santísima Virgen. Esos roces ofenden a la Virgen Niña y al Niño Jesús. ¿Te rozas con otras compañeras o tú sola?
—Yo sola, padre —respondió Presentacioncita hecha un arrebol. Ya le había advertido mi madre muchas veces que las prendas de vestir no se intercambian con las amigas, menos mal.
—Bien —suspiró el capellán—. Ahora vas a arrodillarte ante el altar de santa Gemma Galgiani y me vas a rezar veintidós Avemarias, y otros tantos Glorias. ¿El Yo Pecador te lo sabes?
—Sí, padre.
—Pues echa también media docena, que más vale que sobre que no que falte. Comulga luego con devoción y no te roces más.
Ese día Presentacioncita se encerró en su cuarto del bochorno que traía y no consintió salir, con los ojos hinchados de llorar, hasta que mi padre se puso serio porque el almuerzo estaba en la mesa. Terminando la sopa explicó por fin lo que le pasaba:
—Mamá: que me tenéis que comprar unos zapatos más anchos.
—Pero, hija, si no hace un mes que estrenaste los del lacito —objetó mi madre.
—Los del lacito no me los pongo más porque me hacen pecar…
—¿Pecar? ¿Los zapatos? —dijo mi madre completamente superada por los misterios de la religión.
—Es por mi pureza. ¡Soy impura, mamá! —dijo Presenta echándose a llorar en los brazos maternos.
Mi madre se preocupó de veras. No se cansaba de repetirle a la niña que tuviese cuidado con los hombres y con los muchachos y que no se dejase tocar por ellos. Sin dejar de consolar a Presenta, se puso seria y preguntó:
—¿Qué es lo que pasa con tu pureza, niña? ¿Qué tiene eso que ver con tus zapatos?
—Porque me rozan y eso es pecado.
—¿Pecado? ¿Qué pecado? Todos los zapatos rozan cuando son nuevos.
Presentación se serenó un poco y contó lo ocurrido con el capellán del colegio. Hasta entonces mi padre se había desentendido del asunto, concentrado como estaba en su sopa del cocido, pero de repente soltó un bufido y montó en cólera.
—¡A ese cura hijoputa le parto la cara! —dijo soltando la cuchara y alzándose con arrastramiento de silla.
—Bueno, bueno, vamos a tranquilizarnos, Vicente —lo contenía mi madre—. No nos alteremos, que sólo ha sido un malentendido, que esta cría es muy inocente y no se ha enterado de lo que pasa…
—¡Cabrones!, ¡salidos! —insistía mi padre—, ¡ellos son los que pervierten a las crías y les quitan la inocencia!
—¿Qué ha hecho el cura? —pregunté con el maravilloso sentido de la oportunidad que me caracterizaba.
—¡Tú te callas y no te inmiscuyes en los asuntos de los mayores si no te quieres ganar un tortazo!
A mi madre le costó trabajo calmar a mi padre y convencerlo de la inconveniencia de partirle la cara al capellán del colegio de Presentacioncita.
Cuando llevaba tres años en San Fermín y estaba en cuarto de bachillerato, me expulsaron del colegio. A veces me iba de acampada a Los Cañones o a Otinar los fines de semana con mi amigo Marcos. El Susi nos llamaba «los compinches» porque siempre estábamos juntos y cuando nos encontraba en la puerta de la dirección no era raro que nos mostrara su afecto con alguna bofetada suplementaria.
Faltaba poco para que se acabara el curso, y por mucho que estudiáramos ya no íbamos a aprobar, cuando se nos ocurrió irnos de acampada con otro compañero, igualmente desahuciado, que nunca había probado las delicias del aire libre y la vida en la naturaleza. Era uno al que le decíamos Carpanta porque se merendaba una hogaza entera de una sentada.
A los padres les dijimos que el colegio había organizado un viaje de estudios y que nos acompañaban los profesores de Ciencias Naturales y Geografía.
Con las mochilas o las talegas bien provistas de latas de conserva, especialmente la de Carpanta, tomamos el autobús del Puente de la Sierra y luego seguimos a pie hasta la Cañada de la Hazadula, donde acampamos a la sombra de una encina, cerca del manantial. Allí, en la sierra, en plena naturaleza, pasamos cuatro días estupendos, los más felices de aquellos tristes años, pescando en el arroyo y haciendo excursiones a los cerros del entorno, o a las huertas del Puente de la Sierra para robar fruta y lechugas. En la ciudad éramos unos gamberros bastante dañinos, pero allí, en plena naturaleza, sin profesores ni guardias que nos vigilaran y nos zurraran, cuidábamos el entorno, enterrábamos los desperdicios y limpiamos y adecentamos la fuente, que estaba hecha un asco. Por la mañana le comprábamos a un pastor leche recién ordeñada. De noche, sentados en torno a una hoguera que hacíamos con las ramas secas del pinar, charlábamos, contábamos chistes y cantábamos el repertorio estudiantil, con esa canción que dice:
Un estudiante a una niña
Le pidió, qué le pidió,
Le pidió su prenda dorada
Y la muy tonta se la dio.
Ya no le queda a la niña
Más que panza y mal color:
Los estudiantes somos la oca.
Viva la madre que nos parió.
O esa otra:
En la selva tropical de África del Sur había un gigante
Que le quería darporculo a un elefante
Y el elefante que era listo en el oficio
Con la trompa se tapaba el orificio
O la de los estudiantes navarros que cuando van a la posada lo primero que preguntan es dónde duerme la criada.
Finalmente acabábamos la velada con un romance escolar muy famoso:
Había un castillo feudal
Con múltiples torreones.
Había un castillo feudal
De mil pares de cajones.
Lo habitaba un caballero
De condición disoluta,
Señor de horca y cuchillo,
Un grandísimo hijoputa.
Una tarde el caballero
Que salió a pasear a Olmedo
Vio que una ingenua muchacha
Se estaba metiendo el dedo.
La agarró don Serverando
Y la amarró contra un roble
Le pegó cuatro pollazos,
Don Serverando, el muy noble.
La gachí, aunque cojonuda,
Se resistió como un mulo.
Díjole el conde: ¡Otra ronda!
Y atizóle por el culo.
Un día bajamos hasta Mancha Real y echamos la siesta en la huerta de un primo de Marcos que se llamaba Marcos Gutiérrez Melgarejo. Habíamos comprado vino y gaseosa y nos hicimos una sangría en un botijo que encontramos colgado de un árbol en la huerta vecina, propiedad del alcalde. Después le cobró cinco duros al primo de Marcos para un botijo nuevo porque, por lo visto, los botijos se echan a perder con la sangría.
Lo malo vino al regreso. Habíamos falsificado unas justificaciones firmadas por los padres respectivos alegando diversas excusas: yo, gripe; Marcos, fallecimiento de su abuela; Carpanta, indigestión. Falló un pequeño detalle; la madre de Carpanta, que era viuda y no tenía mucho que hacer, fue al colegio a preguntar la hora de llegada de la excursión para darle a su niño la sorpresa de ir a recibirlo con la hogaza de la merienda y una barra de sobrasada. Así se descubrió el pastel. Al día siguiente, el Chato nos llamó al despacho de la dirección y nos comunicó que estábamos expulsados. A mi padre le aconsejó que me pusiera a trabajar en la tienda porque estudiando nunca sacaría nada.
Sin Marcos y sin mí, el colegio fue de mal en peor, especialmente cuando el Panza le cedió la dirección al Chato, y entre la mala administración y la competencia de los institutos de bachillerato, el colegio tuvo que cerrar. Los profesores más viejos se jubilaron, y los más jóvenes se buscaron la vida por otro lado. Algunos las pasaron canutas porque no tenían título y sólo podían dar clases particulares; pero otros mejoraron, como La Latina, que, cuando llegó la democracia, abjuró de su autoritarismo, se recicló en liberal, se metió en política y participó en cuantas iniciativas ciudadanas le permitieran salir en los periódicos. El Chato y el Susi, por su parte, vendieron el colegio a una constructora, que levantó en el solar un bloque de pisos. Ellos prepararon oposiciones de profesores de instituto.