Cuarto. El Colegio de los HH

CUARTO

El Colegio de los HH

Llevábamos tres años en Navas del Prior cuando el socio de mi padre abandonó a su mujer, la Sebastiana, y a cuatro hijos, el mayor de nueve años, para escaparse con una cómica pelirroja nacida en Betanzos, que atendía por el nombre artístico de Felanta, la Mulata de Fuego. La gallega formaba parte del elenco de la compañía de varietés Ensueños del Caribe, que venía todos los años al pueblo por la feria, dos funciones, tarde y noche, para matrimonios y personas formadas mayores de dieciocho años. La Mulata de Fuego hacía el número de Chelito y la Pulga con tanta propiedad que los rebuznos y los aullidos de los mozos garañones se oían desde el Pilarillo de Cantarranas, en la otra punta del pueblo. Cuando el socio se fue con la Mulata de Fuego, mi madre le dijo a mi padre: «¿Tú ves lo que traen las medianerías? ¿Ahora qué pasa, que vas a mantener a dos familias tú solo? Así que ya estás disolviendo la sociedad, le das a Sebastiana lo que le corresponda y aquí paz y después gloria».

Mi padre hacía años que había dejado los números en las manos del socio, mientras él atendía el mostrador y a los viajantes. Cuando echó mano se encontró con que el socio llevaba tiempo preparando la fuga y había arramblado con el efectivo. Sólo había dejado las deudas y los créditos del banco por pagar, un agujero que apenas pudimos tapar vendiendo la tienda y la casa. Lo peor fue que no pudimos reclamar nada porque como el negocio principal era el estraperlo, no había papeles ni contabilidad. Mi madre empeñó los pocos oros que tenía para que pudiéramos seguir comiendo caliente, aunque después se lo reprocharía a mi padre toda la vida.

En estas circunstancias, como Dios aprieta pero no ahoga, un hermano de mi madre, el tío Eufrasio, que tenía una taberna en la capital, nos acogió en su casa y le encontró a mi padre una abacería, que se traspasaba a buen precio. Así que cargamos los bártulos en un camión, poca cosa, el comedor, unos somieres con sus colchones y un par de hatos de ropa y, de noche, sin despedirnos de los vecinos, de pura vergüenza, nos fuimos a la capital. Dentro de la desgracia familiar yo me consolaba pensando que por lo menos me escapaba de la férula de don Raimundo. Hace poco volví a saber de él porque uno del pueblo me dijo que hace veinte años que le dio un telele y se quedó para ponerle azúcar a los roscos.

En la capital, las primeras semanas, como mis padres le estaban muy agradecidos a mi tío, me pusieron a trabajar sólo por las propinas, repartiendo vino por las casas y haciendo los mandados, pero luego mi madre se encaró con su hermano y le dijo:

«Mira Eufrasio, yo sé que lo que estás haciendo con nosotros no se paga con nada, pero a mi Vicentito te lo voy a quitar de la taberna porque no me da la gana de que el hijo de mi sangre le sirva vino a los borrachos». Así que me quitó de la taberna y me puso a estudiar ingreso de bachiller, con diez años cumplidos.

Mi padre me quería poner en el instituto, que era de balde, como las escuelas del Gobierno, pero mi madre se cerró en banda.

—En un colegio de balde, con los pobretones.

—Pero, mujer, nosotros qué somos, si no tenemos nada.

—Pues por eso. Precisamente porque no nos ha quedado nada tenemos que ser orgullosos como don Rodrigo en la horca. Vamos a poner al niño en el colegio más caro, que es de religiosos, para que le den una educación cristiana y para que las vecindonas de Navas del Prior, que se han alegrado con nuestra desgracia, rabien. Podrán decir que hemos perdido la tienda, pero la categoría y el orgullo, no.

Mi padre transigió. Él siempre había sido apocado, pero desde el desfalco —el socio nunca le gustó a mi madre y se lo había dicho muchas veces— estaba más acobardado que nunca, así que dijo:

—Bueno, lo que tú digas. Ya veremos como salimos adelante.

—Tú trabaja y trae dinero a casa que yo me encargaré de la educación de nuestros hijos.

Aquel mismo día, al salir de la abacería, mi padre se puso el trajecillo y bajó conmigo al Colegio de los HH a matricularme. Le sacaron unas buenas pesetas que el pobre pagó sin rechistar.

A mi hermana Presentacioncita la pusieron en un colegio de monjas en el que las niñas ricas entraban por la puerta principal y usaban una bata azul y las pobres entraban por la puerta falsa e iban de bata parda. Mi madre se había empeñado en que Visi fuera de pago para que pudiera llevar la bata azul, pero Presenta se hizo amiga de Socorrito, que la llevaba parda. Las monjas le prohibían hablar con ella en los recreos, pero mi madre la dejaba venir a casa y no le parecía mal. Mi madre lo único que quería era que las internas de Navas del Prior vieran que nuestra Visi iba con la bata celeste de las ricas, para que sepan en el pueblo que no nos hemos quedado tan pobres y que además hemos vuelto a prosperar. Mi padre, el hombre, se resignaba y trabajaba en la tienda de sol a sol para pagarnos los colegios.

Como entonces no había televisión, la capital se me antojaba otro mundo y me tenía de pasmo en pasmo. Todo me llamaba la atención: la catedral, como una montaña habitada de grajos, los bloques de pisos, los ascensores, los escaparates llenos de los cachivaches necesarios para la vida moderna, las farolas, las luces de neón, las prisas, la gente que se cruzaba por la calle sin saludarse, los autobuses grises con el letrero «Transportes Vargas Machuca», los camiones del reparto de cerveza El Alcázar, los taxis negros alineados en la parada, los guardias urbanos con su gorro blanco dirigiendo la circulación desde un pedestal pintado de rayas negras, blancas y rojas, con sombrilla playera. En la cornisa del cine Cervantes, en la plaza de José Antonio, había un anuncio de neón de las lavadoras Ade y en la cornisa de Correos, en la calle Campanas, otro de la Caja Postal, en la que una moneda dorada entraba en una hucha. Por haber, hasta había estación de ferrocarril, aunque pequeña; allí vi el tren por vez primera, una locomotora enorme, de las de carbón, como las que salían en las películas del oeste.

El Colegio de los Hermanos, o HH, era tan nuevo que no habían terminado de embaldosar la pista de patinaje, en la que nos congregaban, por cursos, para el acto matinal. El colegio era un edificio enorme de cuatro pisos. En la parte central, más alargada, que se llamaba pabellón, estaban la capilla y el cine (mucho más grandes que la iglesia y el cine de Navas del Prior) y en las dos partes laterales o alas, las clases. Cómo sería de grande el colegio de los HH que, en medio de cada ala, en el suelo y las paredes había una línea de corcho para absorber las dilataciones del verano y las contracciones del invierno y evitar que le salieran grietas al edificio. También tenía calefacción central, con radiadores de hierro en las clases y en los pasillos. El último piso era de otro color por fuera, y estaba destinado a los dormitorios de los internos, con sus camas niqueladas en dos filas corridas con pasillo en medio, como un hospital, y un armario metálico para cada alumno. Al final de cada lado dormían dos hermanos prefectos encargados de velar por el orden, de dirigir las oraciones al acostarse y al levantarse y de vigilar para que nadie se la meneara en el intermedio. Los internos también tenían duchas y lavabos, veinte o treinta, como en los cuarteles, con agua caliente y fría. Entonces, con el atraso del país, en la mayoría de las casas no había cuarto de baño, así que algunos internos procedentes de pueblos no sabían bien para qué eran los sanitarios de orinar y llegaban a proveerse en ellos, forzando la postura, con gran escándalo e irrisión de los HH y de los compañeros. Yo, gracias a Dios, como era externo no tuve que pasar por esa vergüenza.

Las clases eran limpias y luminosas, con ventanales protegidos por persianas de plástico Gradolux, el último grito, no como aquellas clases húmedas y cochambrosas de mis escuelas del pueblo.

El colegio tenía salas de recreo y de lectura (sólo para los internos), cocinas, comedores, talleres, laboratorios, papelería, gimnasio, enfermería y otras dependencias. Además, había dos campos de fútbol, uno de baloncesto y piscina, que sólo la disfrutaban los curas cuando los alumnos estaban de excursión y el colegio se quedaba vacío. También había un frontón, en el lugar más apartado, porque muchos hermanos eran navarros y no podían pasar sin él.

El día de la apertura de curso, después de la misa que ofició el capellán del colegio, nos pusimos de pie y sonó por los altavoces un disco del himno del colegio que los alumnos corearon. Los nuevos no nos lo sabíamos, pero movíamos los labios para que no se notara. El himno era tan cursi como todo lo demás y decía así:

Cantemos hoy la gloria de nuestro hogar segundo;

cariño acrisolado sepámosle ofrendar;

Colegio que nos muestras el piélago del mundo

y amante nos anuncias las hieles de ese mar.

Halle mañana el corazón en ti

grato sedante en horas de amargor.

¡Cuan bello es evocar

tu magistral amor!

Después el H. Director nos dirigió unas palabras de bienvenida. Dijo que éramos una gran familia que volvía a reunirse y que como había crecido habíamos tenido que cambiarnos a un hogar mejor y más amplio en el que íbamos a ser muy felices. Hablaba muy relamido mirando unas veces a la derecha y otras a la izquierda y de vez en cuando daba una caída de párpado. Casi me gustó que después rezáramos un Padrenuestro, un Avemaria y un Gloria y que cantáramos el Cara al Sol, porque era lo único que me traía aprendido del pueblo. Mientras cantábamos, brazo en alto, dos hermanos izaban la bandera despacito para que durara hasta el final del himno. Con tanta novedad se me fue el santo al cielo y me distraje porque al llegar a la parte que dice:

…imposible el alemán

y están

presentes en nuestro afán

Un hermano que estaba detrás me soltó un sopapo que me hubiera tirado al suelo si no llega a ser porque el compañero de al lado me sostuvo clavándome de camino las uñas, que las tenía como las panteras, el muy cabrón. Estaba intentando volver en mi juicio, porque la torta me había dejado atontolinado, cuando escuché la voz amable del hermano preguntándome:

—¿Cómo te llamas, hijo?

Nadie hubiera dicho viendo la sonrisa y la cortesía del hermano que era el mismo que me acababa de arrear la torta.

—Vicente González, para servirlo —contesté educadamente.

—Muy bien, Vicente González. Cuando termine el acto te presentas a mí. Pregunta por el hermano Javier.

—Sí, padre.

Los compañeros se rieron al oírme llamarlo padre. Yo entonces creía que todo el que llevaba sotana era cura. Al hermano Javier se ve que no le hizo gracia la confusión. Me cogió de una oreja retorciéndomela y me corrigió:

—¡Se dice: sí, hermano!

—Sí, hermano, —me apresuré a rectificar.

El hermano Javier me soltó la oreja con un tirón y continuó su camino evangelizador.

Terminó el himno, y rezamos no sé si un par de Padrenuestros y una Salve, los alumnos fueron despejando el patio y entrando en las clases, comenzando por los cursos superiores. Yo abandoné la fila y fui a ver al hermano Javier, que se había colocado al pie del mástil, con las manos cogidas detrás, las piernas algo abiertas y subía y bajaba de puntillas mientras supervisaba el desfile de los alumnos camino de las clases. Me miró un momento, como con asco, hasta que se acordó de mí, luego me ignoró hasta que el patio se despejó. Entonces me volvió a mirar de arriba abajo, desde los zapatos, muy limpios, pero viejos, hasta el traje adaptado y vuelto de uno de mi padre, por lo que llevaba el bolsillo superior de la chaqueta a la derecha. Indicios todos de economía lindante con la pobreza. Me preguntó:

—¿De dónde sales tú?

—Yo soy un alumno de ingreso, hermano. Usted me ha dicho que me presentara…

El hermano Javier se impacientó:

—¡Ya sé quién eres borrico, todavía tengo en la manga el refregón de mocos que me has dejado! Lo que te pregunto es de qué pueblo vienes.

—De Navas del Prior, hermano.

—¿Por qué no cantas el Cara al Sol?

—Sí lo canto, hermano; es que con la alegría de estar en el colegio me he distraído. ¿Quiere usted que se lo cante?

—No lo cantes, que ya te he oído rebuznar bastante. ¿Tu padre estuvo con los nacionales o con los rojos?

—Con los nacionales.

—¿No me estás mintiendo? Mira que me voy a enterar.

—De verdad, hermano. Si usted quiere se lo juro por el Niño Jesús.

—No tomarás el nombre de Dios en vano —recitó iracundo—. ¿Es que no te han enseñado que jurar es pecado?

—Usted perdone, hermano. Si quiere le digo el Catecismo que me lo sé muy bien.

—Anda, calamidad. Vete a tu clase.

Salí corriendo hacia el ala de la derecha, por donde había visto ir a mis compañeros de curso, subí las escaleras de tres en tres y salí a un pasillo lleno de clases sin saber en cuál tenía que entrar. Por suerte en la primera todavía no habían cerrado la puerta y pude ver que era la mía. El hermano profesor le estaba dando la bienvenida a los nuevos. Era joven, tirando a gordo y parecía muy simpático y ocurrente, pero esta primera impresión me duró poco porque al verme entrar se puso serio y se encaró conmigo:

—¿Tú cómo te llamas?

—Vicente González, hermano, para servirlo.

—¿Qué pasa —preguntó, guasón—, que antes de empezar ya has cometido una falta de disciplina?

La clase soltó una carcajada.

—Sí, señor… digo: sí, hermano.

El hermano Luis Bribones, cuya persecución padecí durante los dos años siguientes, tendría entonces treinta años. Era un sujeto seboso, con un trasero enorme y algo de panza medio disimulada por la sotana. Llevaba el pelo a cepillo y tenía la cara gorda y blanca, con los labios húmedos, regordetes y colorados, y un lunar cerca de la comisura de la boca. Tenía dos favoritos, Ignacio de Gaztambide y Zulueta, hijo de un ingeniero de Canales y Puertos, y Eulogio Daniel Sáez de Quesada, hijo de un cirujano famoso, a los que halagaba y hacía carantoñas, particularmente a Gaztambide, al que llamaba «Mi Ignacito» y le reservaba las preguntas de más lucimiento. Mi Ignacito hablaba tan fino, pronunciando las eses y usando palabras que sólo vienen en los diccionarios, que muchas veces los demás nos quedábamos en la luna de Valencia y no sabíamos lo que estaba diciendo.

—Respetado hermano, ¿tendría la bondad de informarme acerca del año en que el Nuevo Mundo fue descubierto?

—En 1492.

—Aclarado el error de concepto, después de la breve explicación, queda subsanada la duda. Gracias, respetado hermano.

En aquel tiempo, con las escaseces de la posguerra, los muchachos usábamos pantalón corto hasta que las piernas se llenaban de pelos. Al hermano Luis le gustaba sacar a la pizarra a los más mollares y los colocaba detrás de su mesa, cerca de él, para acariciarles los muslos. Con los alumnos bastos, los palurdos que veníamos del pueblo o del barrio de la Merced, era menos cariñoso y todo se le iba en hacer reír a los favoritos a costa nuestra y arrearnos pellizcos y chascazos por el menor motivo.

Yo, con la inocencia de la edad, llegué a creer que los pellizcos, pellizquitos y torniscones estaban reservados para los religiosos, mientras que las varas de almendro pertenecían al ámbito de la educación laica.

El hermano Luis era muy aficionado a los pellizquitos de uña en las orejas, que duelen cosa mala, y a los torniscones en el pecho, cogiendo pezón, que por muy macho que seas (o viril, como decían los HH) te hacen soltar lágrimas como naranjas, pero tampoco descuidaba los pellizcos en el trasero, cuando te sorprendía en postura. El pellizco del hermano Luis cogía tajada y retorcía, y no soltaba la presa aunque te tiraras al suelo. Cuando aullabas de dolor, el hermano entraba en una especie de éxtasis placentero, se le humedecían los labios y los ojos se le ponían soñadores. También sabía dar coscorrones con la chasca, un cacharro semejante a un encendedor de cocina, que se usaba para llevar el compás de la clase o para llamar la atención. El hermano Luis era un virtuoso de la chasca. Avanzaba por el pasillo preguntando y sólo con rozarla con el pulgar, la chasca hacía ¡clac, clac!, señalándote. Titubeabas en la respuesta una décima de segundo y las chasca hacía ¡cloc, che!, sobre tu occipucio.

Yo creo que el hermano Luis me tomó ojeriza por mi metedura de pata del primer día, cuando me retrasé y llegué tarde a clase. El caso es que después de hacer reír a la clase a mi costa, se puso serio y me miró la ropa y los zapatos reparando en que eran viejos y remendados, aunque los llevara relucientes, lo mismo que había hecho el hermano Javier en el patio unos minutos antes. Hizo sonar la chasca para llamar la atención de la clase y cuando la tuvo callada y atenta me preguntó:

—¿Tú de dónde vienes?

—De Navas del Prior, hermano.

—¡Caramba, qué honor! —exclamó con fingida admiración—. ¡Tenemos entre nosotros a un espécimen de habitante del ilustre pueblo Navas del Prior! —aguardó a que se acallaran las risas y preguntó—: ¿Y quién te impartía clases en el pueblo?

—Don Raimundo, hermano.

—¡Caramba! ¡Don Raimundo! —exclamó abriendo desmesuradamente los ojos—. ¡El prestigioso pedagogo que no necesita presentación! Con decir don Raimundo basta. ¡Más famoso que el padre Manjón!

La clase se desternillaba de risa, especialmente Mi Ignacito y Sáez de Quesada, a los que se les habían saltado las lágrimas y pateaban en el suelo con sus zapatos Gorila nuevos, porque no podían aguantar la risa. El hermano Luis miraba con arrobo a Mi Ignacito, que daba palmaditas en el pupitre, retorciéndose de risa. Pasé mucha vergüenza al verme en ridículo nada más llegar al colegio, sin amigos y sin conocer a nadie.

El hermano Luis no cejaba, en vista de lo gracioso que estaba resultando aquella mañana:

—¿Y tu padre qué es? —preguntó.

—Es industrial, hermano —respondí con humildad. Me prometí que en cuanto llegara a mi casa le iba a pedir a mi madre que me comprara unos zapatos Gorila, los de la pelotita de goma verde, porque como desde que llegué a clase andaba con la cabeza gacha, me había percatado de que casi todos mis compañeros iban calzados con aquellos zapatos y de un modo confuso intuía que quizá los hermanos me maltrataban a causa de los míos, viejos, pasados de moda y hechos por un zapatero de pueblo.

Cuando supo que mi padre era industrial, el hermano Luis abrió unos ojos como platos:

—¡Industrial! —exclamó con fingida admiración—. ¡Gracias, Dios mío, por honrar al colegio en el año de su inauguración con el vástago de un prestigioso industrial! —mis compañeros se reían más que en una película del Gordo y el Flaco, y yo, cabizbajo, sentía que me ardían las orejas.

—¿Y a qué industria se dedica tu padre, si puede saberse? —tornaba el hermano Luis, con toda su gracia—. ¿Altos hornos, astilleros, refinerías de petróleo, fábricas de automóviles?

—No —murmuré, avergonzado por la insignificancia de mi padre, que además estaba en la ruina—. Tiene una tienda de alimentación.

De pronto reparé en una mosca que revoloteaba sobre la baldosa donde yo tenía fija la mirada. Me sorprendió que hubiera moscas en la capital y más aún en el colegio, con lo moderno y lo nuevo que era, pero al mismo tiempo me reconfortó, porque me hizo sentir que no estaba tan solo, que algo del pueblo, donde después de todo había sido feliz, me acompañaba en aquel mundo de persianas ultramodernas de lamas de plástico, de simetrías brillantes y de luces fluorescentes de mi flamante colegio.

Cuando se le agotaron los recursos para burlarse de mí, antes de que el ambiente jovial del primer día de curso decayera, el hermano Luis pasó lista saludando o haciendo algún comentario chistoso a los alumnos que conocía de otros años. Después nos formó de dos en fondo y nos condujo a la papelería del colegio, una dependencia que olía agradablemente a tinta fresca y a papel. La papelería tenía una puerta de cristal esmerilado con una ventanilla a través de la cual un hermano nos iba llamando por orden de lista y nos entregaba el lote escolar: siete libros, siete cuadernos, carpeta de dibujo, bloc de dibujo, plumier, dos plumillas, un lápiz, un afilalápices, una goma de borrar, un cartabón, un compás, una caja de lápices de colores, un tintero y un devocionario. A medida que los recibíamos nos íbamos al patio, nos acomodábamos en un asiento y marcábamos los libros con nuestro nombre y el curso. También era costumbre escribir en el ángulo superior de la primera página, haciendo esquina, la siguiente jaculatoria: Virgen santa, Virgen pura, con tu esfuerzo y con tu ayuda haz que me aprueben esta asignatura. Yo, como era nuevo y mi padre me había advertido «adonde fueres haz lo que vieres», lo escribí en todos los libros antes de ordenarlos en la cartera, donde casi no cabían, especialmente uno más gordo titulado Vela y Ancla, que era el de Educación del Espíritu Nacional. Por cierto, ese libro nunca llegamos a usarlo. No sé por qué nos harían comprarlo. Yo, a veces, lo leía en casa y me gustaba porque eran fragmentos de obras literarias, pues ya le iba tomando afición a la lectura.

Con la alegría de estrenar tantos libros se me pasó un poco el sofocón de la mañana y casi me reconcilié con el colegio pensando que, después de todo, las cosas no me iban a ir tan mal, que todo era cuestión de acostumbrarse.

Estaba en eso cuando se me acercó un compañero:

—¿Tú eres del Madrid o del Barcelona?

Sin esperar mi respuesta se sentó a mi lado.

—Yo soy del Barcelona —dijo—. No es que me guste el fútbol, es por llevarle la contraria a los empollones, que son todos del Madrid.

El compañero se llamaba Haro y se había fijado en mí porque él tampoco le gustaba al hermano Luis, así que enseguida nos hicimos amigos y me llevó a los campos de fútbol, el único sitio donde se estaba a salvo de los HH.

—Como son todos medio maricas no aguantan el calor y vienen poco por aquí.

Haro era hijo de un brigada de infantería que le daba unas palizas tremendas con una baqueta de limpiar fusiles. Un día que fui a su casa me la enseñó y me dio un palo flojito para que me hiciera cargo y vaya como dolía. Haro repetía curso, era dos o tres años mayor que los demás y se conocía todos los trucos porque llevaba varios años en el colegio. Cuando me vio tan crudo y tan de pueblo se apiadó de mí y me cogió a su cargo hasta que eché las alas, de no ser por él me hubiera ido todavía peor.

Los campos de fútbol del colegio eran tan grandes como los de verdad, con porterías de tamaño natural, con sus largueros y su red, como Dios manda, no como en el pueblo, que jugábamos en la calle y hacíamos las porterías con dos o tres piedras o amontonando las carteras del colegio. En el Colegio de los HH los alumnos jugaban con botas de futbolista claveteadas y con balón de cuero. En el pueblo le dábamos patadas a una pelota de goma y cuando se rompía o se embarcaba en un balcón o en un tejado y no podíamos rescatarla a pedradas, seguíamos jugando con otra de trapo. Además, en el colegio se jugaba con arreglo al reglamento, los partidos los arbitraba un hermano joven provisto de silbato niquelado, como los árbitros de verdad.

En los días siguientes me di cuenta de que el fútbol era muy importante en el colegio y que para integrarte en la comunidad escolar no te quedaba más remedio que cogerle afición y hacerte hincha del Real Madrid o del Barça (que entonces se decía Barcelona) y admirador de Di Stéfano o de Kubala. A mí, como me daba lo mismo, escogí ser del Barcelona, sin mucho entusiasmo.

Lo peor era tener que jugar. Como venía de pueblo, llevaba mucho retraso, no sabía regatear ni chutar, y cuando lo intentaba les daba a todos unas patadas tremendas. A los pocos días, el hermano Félix, que era el que dirigía los deportes, me puso de portero para que no estorbara, y así, siempre mano sobre mano, sólo con ver a los otros jugar tampoco adelantaba mucho.

Los alumnos veteranos del colegio también sabían patinar con unos patines de cuatro ruedas, atados a los zapatos. Braceaban un poco para tomar impulso y se deslizaban por el patio tan ricamente. Yo lo intenté un par de veces con los patines de Haro, pero me di un par de batacazos y cuando llegué a mi casa con una rodilla ensangrentada mi padre me prohibió que siguiera patinando.

—Como vengas otra vez señalado por patinar te voy a dar más palos que a una estera, ¿te enteras?

—Sí, padre.

—A patinar hay que empezar chico —razonaba mi madre—. Tú ya tienes diez años cumplidos y no es edad.

—Sí, madre.

El día de marras, cuando sonó el timbre para volver a las clases, regresé con Haro. Al ver que nos sentábamos juntos, el hermano Luis comentó:

—¿Ya os habéis hecho amigos? Dios los cría y ellos se juntan.

El primer día pasó sin otras incidencias dignas de contarse, sólo que de regreso a mi casa, que estaba en el barrio de La Merced, me perdí un par de veces porque todavía no sabía andar por la capital.

Con los libros nos dieron un sobre cerrado, dirigido al padre, con el recibo de la mensualidad y la factura del material. Mi padre, cuando vio la cantidad, se puso hecho un basilisco. Agitó el papel delante de las narices de mi madre, que estaba planchando:

—¡Mira por dónde nos salen tus caprichos y tu orgullo, Presentación! Mira: un montón de libros que cuestan más de lo que vale el niño, cuando en el pueblo se apañaban con la Enciclopedia Álvarez, y hasta les servía de un año para otro —contempló nuevamente la factura en busca de nuevos desaguisados—. Y un montón de cuadernos. ¡Un cuaderno para cada asignatura! ¡Hala! Cuadernos como para poner una tienda, a duro cada uno, cuando en el pueblo los vendíamos a peseta y el viajante nos los ponía a dos reales. ¡Estos curas ladrones se creen que yo no sé lo que valen las cosas!

—Algo tendrán —sugería mi madre, con la mansedumbre que le daba saberse abogada de una causa perdida.

—¿Qué van a tener? —replicaba mi padre—. ¡La foto del colegio en la pasta! Por dentro son lo mismo: papel rallado. ¡Pues no nos va a salir cara la dichosa foto!

Mi padre, con todas sus limitaciones de tendero de pueblo, ignoraba que el detalle de la foto del colegio en los cuadernos, lejos de ser un capricho de los curas, constituía un elemento de nivelación social imprescindible en nuestra educación. En el colegio no se podía usar material comprado en la calle. Había que adquirirlo todo en la papelería del centro.

—Todos los colegiales usan el mismo material —se justificaban los HH—. Aquí no se diferencia al pobre del rico. De este modo evitamos que los alumnos adviertan los desniveles sociales existentes entre ellos.

También tuvimos que comprar una bata de rayas blancas y azules, con los cuellos y los bolsillos azules, aunque luego, menos mal, sólo tuvieron que usarla los internos.

El fútbol no se me daba bien, pero tirando piedras era un virtuoso y aventajaba con creces a los futbolistas y a los patinadores. Algunos días, al salir del colegio, los del instituto cercano nos esperaban en el descampado de atrás para llamarnos «mariconistas» y apedrearnos. Yo, entonces, me sentía en mi elemento, sacaba de la cartera la honda de esparto que había traído del pueblo, la cargaba con una buena peladilla y la volteaba con mucho lucimiento. Cuando oían el zumbido de la piedra por encima de sus cabezas, los del instituto se acojonaban y abandonaban el campo. Los compañeros que se burlaban de mí en el colegio, incluso los que ni me dirigían la palabra para demostrarle al hermano Luis que no éramos amigos, entonces se me acercaban amistosos y hasta se ofrecían a buscarme las mejores piedras, para que se vea lo inconstante que es la naturaleza humana.

Los HH, aunque habían consagrado sus vidas al apostolado de la enseñanza, la más sublime vocación que se puede tener en este mundo, distaban mucho de ser felices, y muchos de ellos no se podían ver, aunque como eran grandes hipócritas disimulaban sus antipatías delante de los alumnos. Los cabreos que se cogían por cominerías y roces de la vida comunitaria los pagaban con los becarios o con los que procedíamos de familias menos instruidas y no teníamos quien nos defendiera.

Muchos HH tenían sus alumnos favoritos, dos o tres, a los que les reían las gracias hicieran lo que hicieran, y otros dos o tres fichados a los que les hacían la vida imposible con castigos y humillaciones. Los pupitres eran individuales, dispuestos de cinco en fondo. El hermano Luis colocó en diagonal a sus cinco fichados principales, entre los cuales me contaba yo, en un pupitre de cada fila, de rincón a rincón, y nos llamó el Paralelo de la Muerte.

—A ver, Haro, tú que eres la mayor calamidad y el Enemigo Público Número Uno te corresponde el primer pupitre del paralelo; a González le vamos a dar el segundo, pero ándate listo porque González, ahí donde lo ves tan callado y tan formal, es muy capaz de hacer mayores burradas que tú y de arrebatarte el puesto…

La clase se tronchaba de risa, especialmente Mi Ignacito, Quesada y los demás pelotas. Yo miré a Haro como diciéndole, «Tú tranquilo, que yo no quiero arrebatarte ningún puesto», porque lo que menos necesitaba en aquellas tristes circunstancias era, encima, perder a uno de los pocos amigos que tenía.

Desde que ingresé en el Paralelo de la Muerte, raro era el día en que el hermano Luis no me empapelaba por una cosa o por otra. Y cuando salía al recreo tenía que andarme con tiento, porque el cielo abierto era la jurisdicción del hermano Javier, que también me tenía fichado y parecía que me buscaba todos los días. La única ventaja que le encontraba a que los HH me tuvieran ojeriza, es que no me tenía que dejar magrear por ninguno, ni visitar asiduamente al Santísimo en la capilla para demostrarles que era un buen cristiano.

A los pocos días de empezar el curso, el hermano Luis anunció:

—Hoy vamos a elegir a los Romanos y a los Cartagineses.

Toda la clase se levantó aclamando con entusiasmo, especialmente Mi Ignacito, Quesada, Ortega y los demás pelotas. Yo no sabía si alegrarme, porque desconocía de qué iba la cosa. Los novatos, todos igual de despistados, intercambiábamos miradas como diciendo: «Vamos a ver con qué nos sale el cura ahora».

El hermano Luis dibujó, con tizas de colores, un recuadro en una esquina del encerado y dentro escribió: Romanos, 0; y en la esquina opuesta, en otro recuadro: Cartagineses, 0.

En el colegio de los HH cada clase estaba dividida en dos bandos, Romanos y Cartagineses, que competían por acertar las preguntas y así iban marcando puntos. Al final, el bando que alcanzaba la máxima puntuación tenía derecho a hacer una excursión, mientras que el otro se jorobaba y se quedaba en clase.

El hermano Luis llamó a la tarima a Mi Ignacito y a Quesada, los nombró generales de Roma y de Cartago y les encomendó que escogieran por turno a sus tropas respectivas. Comenzaron por sus propios amigos, casi todos alumnos antiguos, y dejaron para el final a los desahuciados. Yo quedé alistado en la legión romana, la verdad es que sin gran entusiasmo de mis conmilitones.

A los dos meses, el tanteo iba casi igualado a seiscientos puntos y unas veces se adelantaban los Romanos y otras los Cartagineses, pero poca cosa. Solamente se distanciaron preocupantemente cuando el hermano Luis se enfadó con Mi Ignacito y comenzó a llamarlo Gaztambide, vaya usted a saber por qué oculta razón, y le dio por modificar el reglamento introduciendo puntos negativos para castigar las respuestas erróneas. El hermano Luis se cebaba conmigo, preguntándome de Matemáticas, que era lo que peor se me daba, y casi todos los días los Romanos perdían puntos por mi culpa. De Francés y de Historia, sin embargo, que era lo que mejor me sabía, no me preguntaba nunca. Con tantos fallos los Romanos andaban cabreados, no me dejaban jugar con su equipo y hasta se levantaban y se iban cuando me iba a sentar con ellos en el patio, y si alguno me daba conversación luego se lo reprochaban y le daban a escoger entre mi amistad y la del resto de la Romanía. Lo peor era que los cartagineses me felicitaban de cachondeo diciendo que era su mejor aliado. Menos mal que al poco tiempo el hermano Luis se reconcilió con Gaztambide y volvió a llamarlo Mi Ignacito y dejó de preguntarme a mala leche para restarle puntos al Imperio Romano.

Me parece que estoy dando la impresión de que no tenía amigos, pero sí los tenía porque había otros de pueblo, o pobres tan perseguidos como yo, y ya se sabe que el infortunio concierta voluntades. Los peores alumnos éramos casi todos del barrio alto y solíamos juntarnos a la salida del colegio para hacer el camino juntos.

Algunos días nos poníamos de acuerdo para faltar a clase y hacer la rabona o la nona. Como había que ir a lugares solitarios donde no nos viera ningún conocido que se lo pudiera decir a los padres, solíamos subir al castillo, donde todavía no habían hecho el parador de Turismo y no había más que bichas y lagartos, o a los Campillos, donde se ponía el ferial. A los Campillos solíamos ir de noche para ver a los novios meterse mano, o a apedrear maricones. De día todo lo más que se podía apedrear era algún perro o gato, pero para eso era mejor bajar al vertedero municipal. Algunas veces nos cruzábamos con bandas de niños sin escolarizar y organizábamos unas pedreas estupendas en las que yo tiraba de honda con mucho lucimiento hasta que, a las pocas pedradas, Haro se mosqueaba porque mis piedras se alejaban más que las suyas y decidía que había que tirar con la mano, como los hombres. Los otros le daban la razón y yo tenía que guardar la honda. También jugábamos a los indios y a los ladrones.

En marzo llegó el día de mi santo y mi tío el de la taberna, como me tenía todo el día haciéndole mandados, me regaló un plumier de propaganda de Tintes Diana, los colores de su hogar, con cuatro tinteros de colores. Mi madre, por su parte, me regaló el libro de Julio Verne Dos años de vacaciones y el libro de Sabatini La Justicia del Duque. Los compró en una librería pequeña de la Carrera de Jesús. Cuando vi que todos me querían y que se sacrificaban para darme estudios, me propuse ser, de allí en adelante, un alumno formal, estudioso y buen cristiano. Al día siguiente la primera clase era de Gramática y el hermano Luis nos puso una redacción sobre Los peligros del mundo, del demonio y de la carne. Saqué mi estuche de tintas de colores y mi cuaderno, dispuesto a lucirme porque de los peligros del mundo y del demonio a lo mejor sabía menos que Gaztambide y el Sáez de Quesada, pero de los peligros de la carne seguro que estaba más puesto que el resto de la clase porque la víspera había oído a mi padre decir que había que tener cuidado con los inspectores de Sanidad porque andaban buscando por las tiendas de comestibles una partida de jamones sin documentación que estaban causando triquinosis. Dispuesto a que mi redacción fuera la mejor, tanto en contenido como en presentación y esmerada caligrafía, para que el hermano Luis se percatara de cómo aquel alumno que solía ser malo, o sea, yo, había cambiado de la noche a la mañana y ahora era el mejor de la clase, abrí los cuatro tinteros, cuidando no derramar la tinta ni manchar el pupitre, armé el plumier con plumilla de estreno y comencé a trabajar. Escribí el nombre del Colegio en verde; debajo, en rojo: Redacción: Los peligros del mundo, el demonio y la carne, y, a continuación, mi nombre en negro. Mojaba de cada tintero lo justo, para economizar tinta, que a eso me había enseñado mi padre, y entre tintero y tintero limpiaba en un trapo la punta de la plumilla para evitar que se mezclaran los colores. Cuando terminé con el encabezamiento miré al hermano Luis, para ver si atraía su atención, pero estaba atendiendo a Mi Ignacito, con una mano por encima del hombro, así que continué con mi trabajo. Dejé un espacio en blanco, cuidando la presentación, y comencé la redacción en azul. A las pocas líneas percibí el perfume del hermano Luis y noté que se había parado detrás de mí. Me entró tal emoción que se me puso la carne de gallina. Aquél era el comienzo de una nueva vida para mí. El hermano Luis, como apóstol de la enseñanza que era, se acababa de percatar de mi cambio. Yo estaba dispuesto a hacer lo posible por caerle bien y porque él me cayera bien a mí, así que aspiré su perfume mientras me observaba.

El perfume del hermano Luis se hizo más notorio al inclinarse sobre mí y hasta sentí su respiración pausada en mi cogote. El hermano estaba contemplando mi trabajo. Mi corazón se esponjó de orgullo. Lo tenía embelesado. Casi se me saltaron las lágrimas de emoción: en lugar de ignorarme o de ridiculizarme, se estaba fijando en mí y había advertido ya —por algo era un apóstol de la enseñanza— la súbita mudanza que había experimentado aquel alumno que solía ser desaplicado y problemático. La mano fina, regordeta y blanca, con vello negro por el borde, del hermano Luis apareció ante mis ojos y cogió mi cuaderno casi con dulzura, empleando solamente el pulgar y el índice. No me dio tiempo a levantar la pluma y cayeron dos o tres borrones, un pequeño accidente carente de importancia. El hermano Luis subió a la tarima con el brazo extendido y cogiendo mi cuaderno sólo con dos dedos, los otros tres muy separados, como el que levanta una rata muerta, pero yo no me percaté del detalle y seguí pensando que me iba a poner como ejemplo de alumno detalloso. La emoción me formó un nudo en la garganta que me impedía respirar, pero hice un esfuerzo por sobreponerme y logré contener las lágrimas de alegría que pugnaban por derramarse de mis ojos.

—¡Un momento, niños! —dijo el hermano Luis—. ¡Prestad atención! —Sesenta cabezas se levantaron atentas como los rebaños que dejan de pastar cuando el pastor se mete los dedos en la boca y silba—. ¡Atended! Aquí tenemos el cuaderno del alumno Vicente González. Es un cuaderno muy primaveral, lleno de colores; tiene el rojo… —y señalaba la tinta roja del encabezamiento—. ¡Tiene el verde!… —me pareció que en el tono de su voz había una sombra de sarcasmo, pero rechacé tal pensamiento y me hice propósito de no ser tan mal pensado con el hermano Luis—…¡aquí ha escrito en negro!… ¡y aquí en azul!… ¡Cuatro colores! ¿Hay quien dé más? Los alumnos de este colegio, todos viriles, tienen pupitres, pero González tiene una mesa de tocador, de las que usan ciertas mujeres para ponerse cremas, colores y afeites. —Lo de ciertas mujeres lo pronunció alargando mucho las sílabas para que se notara a qué mujeres se estaba refiriendo—. Quizá González nos está revelando en este cuaderno tecnicolor su secreta desviación… quizá le gustaría ser una de ésas… ¡Quizás hasta hoy nos había tenido engañados para que no sospecháramos de sus inclinaciones!

Las carcajadas de los Romanos y los Cartagineses, en admirable hermandad, se oyeron hasta en el ala opuesta, de modo que al salir al recreo vinieron muchos a preguntar qué había pasado. Yo, más colorado que un tomate, con la sangre ardiéndome en las orejas como si me las hubieran restregado con nieve, me incliné sobre el pupitre hurtando los ojos y sin mirar a nadie.

—¡Muy bien, González! —me decía el hermano Luis con voz de falsete—. Ya sospechaba yo esas inclinaciones torcidas. A partir de hoy tus compañeros deben vigilarte. En este colegio sólo queremos alumnos machotes. Aquí no queremos maricas, sino hombres de verdad, hombres de bien, apóstoles. —Aguardó a que las risas se calmaran y añadió exhibiendo el cuaderno—. Toma, recoge tu caquita y continúa poniendo tonterías de colores.

Hubiera sido mejor que me tragara la tierra. Lo peor fue tenerme que levantar, recorrer el pasillo y subir a la tarima para recoger el cuaderno, mientras mis compañeros se morían de risa y se inclinaban en sus asientos para ver lo colorado que estaba, con toda la sangre subida hasta las orejas.

Ese día no salí al recreo. Preferí pasar la media hora en la capilla, por quitarme del patio porque los compañeros, incluso los de otros cursos, venían en peregrinación a ver el cuaderno. Además necesitaba abrirle mi corazón a Jesús, pedirle que me ayudara a ser buen alumno y buen cristiano y que me librara de la persecución del hermano Luis. En la capilla no había nadie. Me arrodillé en uno de los primeros bancos, cerca de la lamparita roja que ardía sobre el altar. Entonces, por la puerta de la sacristía, salieron el hermano Javier y uno de sus enchufados y se quedaron un poco sorprendidos al verme allí. El hermano Javier le dijo algo al otro al oído, lo despidió y se encaró conmigo:

—¿Tú qué haces aquí?, ¿qué estás maquinando?

—Nada, hermano, haciéndole la visita al Santísimo —le respondí.

—¿Tú visitando al Santísimo? ¡Anda, vete al recreo y quítate de mi vista!

Y salí al patio, echado a mis compañeros como los cristianos a los leones cuando los trapecistas de circo romano comenzaron a usar red protectora.

Hoy, con la televisión y con las revistas, hay poca diferencia entre la gente de los pueblos y la de la ciudad, pero en aquel entonces la diferencia era mucha y se manifestaba en las cosas más mínimas, incluidos los castigos de los pedagogos. Don Raimundo Girón vivía agarrado a su vara de almendro y a la letra con sangre entra, pero los HH, quitando al hermano Javier, que era algo irascible (se decía que había estado en la legión y que en una ocasión se quebró un cuchillo afilado contra el pecho para demostrar lo fuerte que era), preferían los «correctivos morales», como ellos los llamaban.

—A ver, González y Haro, mañana me traéis escrito mil veces: «No debo charlar con mi compinche durante el solemne acto cívico-religioso de la mañana».

Si al hermano le sentaba mal el desayuno y te tenía enfilado, ese día no te escapabas.

—González, ¿otra vez pensando en las musarañas? Mañana me traes quinientas veces: «Debo atender las explicaciones de mi profesor, que se esfuerza inútilmente por hacer de mí un hombre de bien». Y no olvides acentuar correctamente inútilmente o tendrás que repetir el correctivo.

—¡Pero, hermano, servidor estaba atento!

—No, estabas distraído. Estás siempre en las nubes. Y no me contradigas, que te aumento el correctivo.

—Sí, hermano.

Otras veces era «Bostezar en clase es de mala educación» o «No debo mirar por la ventana de la clase» o «No debo cruzar las piernas en clase», «El alumno aplicado no olvida ningún libro en casa». No daba abasto para escribir los correctivos y tenía que hacerlos a escondidas de mi padre, que si descubría que me habían castigado otra vez me daba una paliza. Cualquier retacillo de tiempo que tuviera era bueno para escribir los castigos en los lugares más variados: en el patio de recreo, en los poyos de la catedral, en los bancos del parque o en casa de Haro. Menos mal que mi amigo, que se las sabía todas, me enseñó a escribir dos líneas al mismo tiempo, metiendo un bolígrafo entre el pulgar y el índice y otro entre el índice y el anular.

Aparte de lo de copiar quinientas o mil veces una norma de conducta, cada hermano inventaba sus propios correctivos. Incluso había cierta competencia entre ellos en idear el más refinado e ingenioso. El hermano Luis era muy aficionado a que recogiéramos piedrecitas de los campos de fútbol y así, de camino, los limpiábamos. Casi siempre el castigo consistía en recoger quinientas piedrecitas, pero yo en una ocasión tuve que recoger dos mil. Fue porque Mi Ignacito, que no se dignaba dirigirme la palabra, me indicó que me apartara de su camino propinándome un pellizquito de monja en el brazo. Cuando vi quién era el agresor no lo pensé dos veces y le respondí con una patada en la espinilla. Intervino el hermano Luis y aunque me defendí alegando que la patada había sido un movimiento primerísimo del que ya estaba arrepentido y contrito, el pedagogo no me quiso escuchar y me condenó a recoger dos mil piedrecitas del campo de fútbol.

—Y me las haces montones de cien, que pueda controlar que no me coges piedras de menos.

Me pasé toda la tarde del sábado haciendo montoncitos de cien piedras, toda una cordillera, y aunque terminé deslomado, al final conseguí reunir las dos mil. Entonces fui a comunicárselo al H. Luis a la comunidad, un salón espacioso como una plaza en el que se reunían los HH después de las clases. La comunidad tenía seis ventanas que daban a la calle y aunque tenían las persianas Gradolux echadas para que nos los vieran, siempre quedaba algún resquicio por el que se podían ver desparramados en sus sofás de cuero, viendo la tele, conversando u hojeando revistas, mientras tomaban café y comían pastelillos de nata. A los HH, como eran norteños casi todos, les gustaban mucho los pastelillos de nata. Cuando veíamos por la calle la furgoneta de la pastelería La Exquisita, Haro me daba con el codo y me decía:

—Ahí va el pienso de los hermanos —(pongo va con uve por ortografía, pero si el interesado lo hubiera tenido que escribir lo hubiera puesto con be).

Pues el día de las dos mil piedrecitas la mesa de la comunidad tenía una bandeja de pastelillos de nata en la que se me figuró que habría, pastel más, pastel menos, tantos como piedrecitas había recogido yo del campo de fútbol.

Abrí la puerta, asomé la cabeza, localicé al hermano Luis y le dije a media voz, procurando no molestar a los otros HH:

—Hermano Luis, ya he terminado el correctivo.

Nada. Como si no me hubieran oído. Dos o tres HH siguieron charlando y los demás estaban pendientes de Silvie Vartan cantando en la tele, con su minifalda y su blusita que, con los saltitos, se le veían moverse las tetas. Algunos HH estaban despatarrados y abrían y cerraban las piernas en una postura por la que más de una vez me había ganado yo un repelón o un cogotazo. Entonces la tele era en blanco y negro y sólo los alumnos ricos tenían tele en casa. Los que no teníamos, que éramos la mayoría, nos agenciábamos un amigo que la tuviera o nos contentábamos con verla en el escaparate de Hogar y Confort, en la plaza de San Francisco, o en el Hogar Juvenil de la OJE, en la calle Obispo Basulto, aunque para eso había que sacarse el carnet y desfilar con la centuria por la Carrera el 18 de julio. También había un salón de televisión en el casino de Artesanos, pero sólo podían entrar los familiares de socios.

—Hermano Luis, que ya he recogido las piedras —insistí levantando un poco más la voz.

El hermano Luis seguía mirando la tele, pero me di cuenta de que me había oído porque golpeaba con el pie en el suelo como hacía en clase cuando se cabreaba, sólo que en clase no había alfombra.

—Hermano Luis…

—¡Mira a ver lo que quiere ese imbécil! —le dijo el hermano Javier.

El hermano Luis me miró y puso una cara de fastidio y de asco. Estaba allí tan a gusto y no le apetecía salir al patio a ver mi hacienda, pero al final se impuso su sentido del deber y del sacrificio, propio de un apóstol de la enseñanza, y emitiendo un suspiro resignado abandonó el sillón y salió. Recorrimos el corredor desierto casi a galope, yo unos pasos detrás de él, salimos al campo de fútbol, y lo llevé a los montoncitos.

Haro me había advertido que los HH no contaban las chinitas del patio, que él siempre hacía montoncitos de ochenta y nunca lo notaban, pero yo, curándome en salud, no fuera que al hermano, por mano del diablo, le diera por contarlos, hice mis montones de cien, el primero de ciento cinco piedrecitas para que el hermano se llevara una buena impresión si las contaba. Ni se dignó mirarlos, los deshizo de una patada y se volvió a los pastelillos sin decir palabra. Yo lo seguí al galope sin saber qué hacer hasta que me atreví a preguntarle:

—¿Me marcho ya, hermano?

—¡Anda, quítate de mi vista, que eres peor que un orzuelo!

Me molestó que el hermano no valorara mi trabajo, con la riñonada que me había costado hacer los montoncitos, así que en lo sucesivo encontré un truco para escaquearme del correctivo. Cuando el hermano me castigaba el sábado por la tarde a recoger piedrecitas, antes me pasaba por las Viviendas Protegidas, donde había muchos edificios en obras, y llenaba la cartera de grava. En el colegio, sólo tenía que hacer montoncitos de cien piedrecitas y esparcir por el campo las que me sobraban. Le cogí gusto a sembrar piedrecitas en el campo de fútbol, viendo que los hermanos lo querían limpiar, y tomé la costumbre de llenarme los bolsillos cuando pasaba al lado de una obra.

Cuando llegó el Domund, los niños del colegio salimos por parejas a hacer la colecta con una hucha en forma de negro o de chino. Haro y yo preferíamos un negro, que era más exótico, pero el hermano Luis reservó los negros para Mi Ignacito y sus amigos y nos largó un Fu Man Chú desconchado precintado con un papel sellado con el escudo del colegio y un aviso impreso que decía: «Los ladrones van al infierno».

El sábado por la tarde recorrimos el centro de la ciudad importunando a los viandantes. Tuvimos bastante suerte porque mucha gente nos echaba perras chicas o perras gordas. Otros, más agarrados, decían: «Ya he dado, pero la banderita se me ha quedado en el otro traje», y hasta hubo uno que dijo: «Ya he dado, pero se me ha debido caer la banderita» y le tuvimos que poner otra de balde. Volvimos a salir el domingo por la mañana y nos metimos en el bar Montana y los puntos que allí había nos echaron perras chicas, pero un señor echó dos reales. El lunes por la mañana regresamos al colegio con la hucha casi llena de calderilla, convencidos de que íbamos a ser los campeones de la clase; no obstante, yo cambié en perras gordas dos pesetas que tenía ahorradas y las eché en la hucha para contribuir un poco más a la victoria. Cuando se abrieron solemnemente las huchas y se hizo el recuento, a mi compañero y a mí se nos vino el alma a los pies: Mi Ignacito, Quesada y los otros tenían pesetas y hasta duros, porque habían hecho la colecta en los despachos de sus papas y en las tiendas de los amigos de la familia. El hermano Luis miró con asco nuestro montoncito de perras chicas y gordas.

—Vosotros no habréis robado las pesetas, ¿eh?

—No, hermano —nos excusamos—, es que la gente no daba más que calderilla.

—Porque serán tan gentuza como vosotros.

En fin, que quedamos los últimos de la clase, como siempre, y yo perdí mis dos pesetas. Mi único consuelo es saber que luego los chinitos salieron rana y resultó que el dinero del Domund se lo gastaban en bombas atómicas, y los negritos, que con cada peseta se bautizaba uno, resulta que se quedaron con el dinero y siguieron siendo gentiles, aunque yo no veo la gentileza por ninguna parte cuando salen dando machetazos y haciendo barbaridades con sus prójimos en los telediarios.

En el colegio de los HH nos daban todos los meses un boletín de notas que debíamos devolver firmado por el padre o tutor. Mi primer boletín, con siete suspensos y un aprobado cortito en Gimnasia, lo guardé un par de días porque mi padre estaba un poco angustiado con el negocio, que no le iba bien y pensé que no era cosa de darle otro disgusto. A la semana todos mis compañeros habían devuelto el boletín firmado por el padre o tutor, incluso Haro y el Paralelo de la Muerte; sólo faltaba yo, así que en el almuerzo, después de la sopa, pregunté:

—Madre, ¿quién es mi tutor?

En el boletín ponía «Firma del padre o tutor», y pensé que a lo mejor por ahí podía escaparme. Pero no, porque mi madre me contestó:

—Tú no tienes tutor. Eso es cosa de ricos y tu pobre madre está casada con un tendero.

Mi padre replicó con la boca llena:

—Hasta la presente, desde que te casaste con el tendero no has pasado hambre, de las que pasaras de soltera no hablo.

Mi madre respondió con un bufido y yo aproveché para sacar el boletín y decir:

—Tienes que firmar este papel, papá.

Total, que les di el boletín en el peor momento, porque tras comprobar que las notas eran desastrosas, aplazaron lo suyo para atender a lo mío, mi madre me propinó media docena de repelones y otras tantas bofetadas, mientras mi padre buscaba el cinto para arrearme otra docena de cintazos. Continuaron la discusión, pero sobre la rama de la familia a la que yo salía. Mi madre sostenía que a la de mi padre, y mi padre, al contrario.

Cuando pasó la tormenta acudí a que me consolara Presentacioncita, que me dijo:

—Anda que no eres tonto, has elegido el peor día para darle las notas, con la que tienen montada.

Mi madre decidió que mi padre bajaría al colegio y hablaría con los HH para ver qué pasaba conmigo. Los disuadí contándoles que los HH no tenían ni un minuto libre porque llevaban una vida muy sacrificada entre el apostolado de la enseñanza, los rezos comunitarios en la capilla y el cuidado de pobres y de enfermos. A los tres o cuatro meses, viendo que las notas no mejoraban, mi padre se plantó y dijo:

—Mañana voy al colegio a hablar con los HH y me da igual que estén muy atareados porque más ocupado que yo no hay nadie, que trabajo más que un mulo alquilado para sacaros adelante. Les preguntas la hora a la que me pueden recibir.

En el recreo salí a esperar a mi padre a la puerta del colegio y me lo encontré nervioso paseando por la acera. No sé si sería porque llevaba el traje de los domingos o porque tenía que hablar con mi profesor. Mientras atravesábamos el vestíbulo, yo procuraba darle conversación para que no se fijara en los cuadros de honor de las paredes con las fotografías de los alumnos más distinguidos de cada curso, Mi Ignacito y Sáez de Quesada entre ellos. Entramos en la sala de visitas, nos sentamos en el sofá, y nos quedamos un rato callados, cada uno pensando en sus cosas, hasta que oímos por el corredor al hermano Luis charlando con el hermano portero. Al verlo entrar, mi padre se puso de pie, el hermano se dirigió a él con una sonrisa más falsa que Judas y la mano tendida, que mi padre besó porque ignoraba que a los hermanos, como no consagran, no se les besa la mano. Sentí rabia y vergüenza de que mi padre besara aquella mano blanca y gorda que acariciaba los muslos de los pelotas y me lo imaginé burlándose después de mi padre con los otros HH de la comunidad, entre pastelillos de nata, café del bueno y sillones de cuero.

—Usted perdone que lo importune y lo distraiga de sus rezos, hermano —balbució mi padre, cohibido por los suelos de mármol y las persianas Gradolux

—¡Para eso estamos, por Dios! —respondió el hermano Luis, ensanchando su sonrisa hipócrita con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, como hace la gente de sotana. Y con la voz dulce y amable que sólo usaba para dirigirse a Mi Ignacito me dijo—: Anda, Vicente, vete al recreo a entrenar, que el mes que viene son los campeonatos.

Como si él no supiera de sobra que no pertenecía al equipo y que me habían desahuciado después de tenerme de portero, más aburrido que una ostra, un par de meses.

Incluso me dio un cachetito cariñoso en la mejilla como hacía con Mi Ignacito, a mí, el segundo del Paralelo de la Muerte, que me despreciaba y no me podía ver. Me quedé espantado de lo falsos que podían ser los HH.

En vez de irme al recreo, como no me fiaba, me quedé en el corredor mirando por el cristal del vestíbulo. No podía oír lo que el hermano le contaba a mi padre, pero vi cómo imitaba mi postura habitual en clase, echado encima del pupitre, desmadejado, con la cabeza apoyada en las manos, los párpados caídos, la boca floja y la cara de tonto. Me imaginé lo que le estaba contando: que era el alumno más desaplicado y vago de la clase y que en todos sus años de apostolado en la enseñanza no había visto un caso igual. Mi padre permanecía en silencio, con la vista en el suelo, como si se avergonzara de semejante hijo. Cuando el hermano Luis terminó de hablar, miró el reloj y se despidió de mi padre, que volvió a besarle la mano gorda y floja.

Salí corriendo al patio del recreo y me senté en un poyo apartado a rumiar a solas lo que había visto y las consecuencias que tendría la visita. Volví a clase temiendo que el hermano Luis hiciera algún comentario hiriente sobre la visita de mi padre, pero se limitó a mirarme y a sonreírse como diciendo «Verás lo que te espera hoy en casa». Fue el primer día que no deseé que se acabaran las clases.

Al volver a mi casa no hablé con nadie, preocupado con lo que me podría encontrar. Me estaban esperando, con la mesa puesta, serios, mi padre ya vestido de diario y mi madre en plan víctima, las manos recogidas sobre el regazo y los ojos de haber llorado, y Presentacioncita con la cara de formal que ponía cuando el horno no estaba para bollos. La paliza la he olvidado, pero todavía recuerdo al hermano Luis imitándome con cara de tonto y a mi padre besándole la mano.

Después de la visita de mi padre, el hermano Luis comprendió que no me defendería nadie y me trató peor que antes. A los pocos días, durante un registro de pupitres de los que el hermano Luis hacía algunas veces a la hora del recreo, me encontró un prospecto de la película Trapecio, en el que se veía a Gina Lollobrigida con los muslos al aire y las tetas tapadas, pero muy hermosas.

Cuando volvimos a clase, el hermano Luis estaba de pie en la tarima con las manos cogidas detrás, me echó una mirada irónica, pero no me dijo nada. Esperó a que nos sentáramos, impuso silencio con un par de chascazos y anunció con una solemnidad no exenta de recochineo:

—Niños, tengo que comunicaros que tenemos en clase a un maníaco sexual.

Nos miramos todos con ojos como platos, mientras el hermano callaba para mantenernos en ascuas.

—Sí, tenemos un maníaco sexual llamado Vicente González. Mirad lo que ese pervertido escondía —y mostró fugazmente el prospecto requisado antes de romperlo en pedacitos y arrojarlos a la papelera.

Con la cabeza gacha y la cara roja de vergüenza escuché sus consideraciones sobre los peligros que un pervertido podía acarrearle a la comunidad escolar. Era la manzana podrida que había que arrojar a la basura para que no contaminara a las sanas, el grano purulento que había que sajar y vaciar de inmundicia antes de que la infección se extendiera por la tersa piel del colegio. Mi falta requería un correctivo especial. Me encerrarían en clase hasta la tarde, sin ir a casa a comer, y escribiría dos mil y una veces: «El sexo corrompe y degrada al ser humano y pudre las almas juveniles».

A la una y media sonó el timbre, mis compañeros se marcharon a sus casas contentísimos comentando mi desgracia, y el hermano Luis salió el último, cerrando la puerta con llave, después de dirigirme una mirada desdeñosa con la que expresaba todo el asco que mi persona le producía.

A los cinco minutos los internos bajaron al comedor y los patios y los pasillos se quedaron desiertos y silenciosos. Me puse a escribir el castigo, con mis dos bolígrafos, pero al poco rato me aburrí y empecé a dar vueltas por la clase, después de comprobar que, efectivamente, la puerta estaba cerrada con llave. Al abrir una ventana percibí los olores de la cocina, quizá fueran figuraciones mías, porque tenía bastante hambre, que al rato, con la desesperación, degeneró en gazuza. Para distraerme decidí registrar los pupitres de mis compañeros, por si encontraba algo que se le hubiera pasado al hermano Luis. En el de mi Ignacito encontré un taco de cromos de El Vehículo y el Sello, que el hermano Luis me había requisado hacía poco. Para comprármelos tenía que hacer muchos mandados en la tienda de mi padre y en la taberna de mi tío. Me dio tanta rabia, que los hice cachitos y los arrojé a la papelera.

A la hora de la siesta entraba un soletazo tremendo por las persianas Gradolux, y yo allí encerrado, olvidado del mundo y muerto de sed, veía por la ventana, al otro lado del patio, los chorritos de agua de los bebederos a los que acudían los gorriones y las avispas. Me invadió una tristeza honda cuando me puse a considerar que hasta los animales más míseros eran más libres y más felices que yo.

Ya que no le echaban de comer, se conoce que mi sistema digestivo quiso compensarse por lo menos cagando y me entraron unas ganas tremendas, con dolor de vientre y todo. Miraba la puerta cerradísima con llave, me asomaba a la ventana por si veía a alguien que me pudiera socorrer, pero nada, y los apremios eran cada vez mayores, como de cosa que no espera. Así que viendo que tenía que arreglármelas solo, arranqué unas cuantas hojas del bloc de dibujo de Mi Ignacito, las extendí en el suelo y, sin pensármelo dos veces, porque no me quedaba mucho espacio para la reflexión, me quité los pantalones y evacué por lo menos un kilo de necesidades, tras de lo cual quedé satisfecho de cuerpo, pero conturbado de espíritu. ¿Cómo podía disimular aquello? Imaginé la que podía liarse si lo metía en el pupitre de Mi Ignacito o incluso en uno de los cajones del hermano Luis, pero rechacé la idea porque era seguro que se lo hubieran tomado a mal. Al final recogí los folios haciendo un envoltorio con la destreza que había adquirido en la tienda, y lo tiré por una de las ventanas que daban al huerto de los HH, lamentando que el fruto de mi vientre abonase los tomates y las patatas de mis carceleros.

Llegaron las cuatro de la tarde y entraron mis compañeros, bien comidos y deseosos de ver cómo me había ido. Uno que se llamaba Palencia, pero le decíamos la Liendre porque era pequeñito y pajizo, miró por la ventana y dijo:

—¡Una mierda! ¡Hay una mierda!

Mis compañeros se agolparon en las ventanas.

—¡Es verdad, hay una mierda! —corroboró otro.

—¡Una mierda, una mierda! —exclamaron Romanos y Cartagineses aplazando sus rivalidades ante la estupenda novedad.

Se me paró el pulso, pero, para no descubrirme, me asomé como todos y contemplé el estropicio: sobre el negro alquitrán que recubría la visera del edificio destacaba el envoltorio blanco, desplegado por el viento, con su contenido completamente expuesto a la curiosidad pública.

Mi Ignacito, presa de un cruel presentimiento, se precipitó sobre su pupitre y comprobó que, en efecto, las láminas de dibujo que aleteaban tímidamente bajo la mierda eran suyas.

—¡Hermano Luis! —lloriqueó incapaz de afrontar virilmente la adversidad—. ¡Se han cagado en mis láminas!

No hicieron falta grandes pesquisas para dar con el responsable. El hermano Luis se negó a creer que la estupenda hazaña fuera fruto de una accidental concatenación de infortunios y procedió a nombrarme solemnemente Enemigo Público Número Uno. Haro tuvo que cederme el primer puesto en el Paralelo de la Muerte, con lo que se distanció de mí durante un tiempo, pues también se resistía a creer que la estupenda hazaña fuera fortuita.

Viéndome tan maltratado y que todos mis esfuerzos por ganarme la estima y la simpatía de mis educadores eran baldíos, decidí aceptar el papel de malo, puesto que ése parecía ser mi sino. El hermano Luis me obligó a comprarle un bloc de dibujo nuevo a Mi Ignacito para compensarlo y lo pagué con una paliza de mi padre que, como la tienda seguía marchando sólo regular, estaba muy sensible en cuestión de gastos. En mi papel de malo, determiné vengarme de Mi Ignacito aprovechando que acababa de estrenar un abrigo muy majo. Durante un recreo subí a clase, fui a la percha corrida del fondo donde estaba colgado el abrigo de Mi Ignacito, le introduje un candado grueso por el ojal de la solapa, lo cerré pasándolo por el hierro de la percha y arrojé la llave a una alcantarilla. A la hora de salir, cuando Mi Ignacito fue a coger su abrigo, estalló en sollozos. Acudió el hermano Luis a ver qué pasaba y cuando comprobó el desaguisado se puso hecho una furia.

—¡Que aparezca inmediatamente la llave o esta canallada, esta vileza impropia de un alumno viril, la vais a pagar!

Los alumnos dejaron de reír, pero nadie hizo ademán de buscar llave alguna.

—¡La llave! —repitió el hermano, rechinando los dientes y dirigiendo miradas asesinas a los del Paralelo de la Muerte.

La llave no aparecía y Mi Ignacito arreciaba en su llanto con el abrigo encadenado a la percha. El hermano Luis lo abrazó, lo besó, le enjugó las lágrimas, dirigiéndole palabras de consuelo.

—Ea, ea, que Mi Ignacito no llore, que todo se va a arreglar. Ea, ea, demuestra a estos necios que eres un alumno viril. ¡Ea, ea!

Pero el alumno viril no dejaba de llorar ante su abrigo preso.

Entonces el hermano Luis, volviéndose a la clase, nos fulminó con la mirada y decretó:

—¡De aquí no sale nadie hasta que aparezca la llave de ese candado! Sentaos y os ponéis a estudiar.

Volvimos a los pupitres con abrigos, bufandas y guantes, abrimos los libros y nos dispusimos a esperar. Después de un buen rato en tenso silencio, en el que sólo se oían los suspiros lastimeros de Mi Ignacito, el hermano Luis se lo pensó mejor: «Que salgan todos menos los del Paralelo de la Muerte». La tropa estudiantil abandonó la clase ordenadamente y se lanzó escaleras abajo como una estampida de búfalos, celebrando no se sabe si lo del abrigo de Mi Ignacito o la retención del Paralelo, y allí quedamos los cinco sospechosos y la víctima, hasta que dieron las tres, Como la llave seguía sin aparecer, el hermano Luis, afligido por el hambre, decidió liberarnos. «¡Pero esto no va a quedar así. No hay crimen impune y sé que habéis sido vosotros!» Fue divertido observar a Mi Ignacito por la calle con su abrigo puesto y la percha al hombro. Al día siguiente compareció con la percha bajo el brazo. Tuvieron que cortarle la solapa para extraer el candado, pero el zurcido reparador sólo se notaba de cerca. Desde la acera de enfrente nadie hubiera dicho que el abrigo nuevo de Mi Ignacito tenía esa tara.

La segunda faena que se me ocurrió en mi nueva faceta de alumno malo fue sabotear los retretes del colegio. Las cisternas estaban equipadas con unos tiradores de plástico que ardían estupendamente despidiendo una siseante y vistosa llama sulfurosa. Además, como el plástico derretido tardaba en solidificarse, daba tiempo a escribir en el suelo, con un palito, breves mensajes publicitarios o fórmulas definitorias de interés colegial: «Hermano Luis, parguelón» y «HH=KK»; «HH=cabrones».

Los incendios sucesivos alarmaron a los HH, que encomendaron al hermano Javier, el legionario, averiguar quién o quiénes eran los pirómanos. El hermano Javier recorrió las clases durante el recreo, escoltado por una guardia pretoriana de pelotas.

—Queridos alumnos —nos dijo con su voz profunda, mientras paseaba de un lado a otro del estrado—. Estamos en guerra. ¡La guerra, sí! La guerra del colegio, nuestra guerra, contra un desgraciado maníaco, un pirómano desalmado, un delincuente sin escrúpulos.

—¿Qué es pirómano? —interrumpió Haro deseoso de hacer méritos para recuperar el primer puesto en el Paralelo de la Muerte.

—Un pirómano es un sujeto que goza quemando cosas y haciendo daño a la sociedad —respondió el hermano inquisidor sin captar la intención.

—¿Y desalmado? —volvió a la carga Haro.

El hermano Javier advirtió las risitas.

—¡Te pones de rodillas al fondo y te callas! —resolvió por la vía rápida—. Y mañana me escribes mil veces: «No se interrumpe a un superior cuando habla».

El hermano Javier nos exhortó a la cooperación ciudadana.

—Tenéis que convertiros en detectives de Dios, policías del Santísimo Sacramento. Me consta que estáis preocupados por los incendios porque lo que se quema es vuestro querido colegio, vuestro segundo hogar. Tenéis que descubrir y denunciar al culpable. Por el bien de todos. Hay que sacar del cesto a la manzana podrida. Hay que sacrificar a la oveja negra. ¡Sin piedad! El culpable no se merece piedad. El que encubre a un pirómano es tan culpable como él. Quizá no tengáis pruebas directas porque se encubra en el anonimato, pero podríais tener indicios. No importa: denunciadlo; dejadlo en mis manos que yo obtendré una confesión. —Mostraba sus fuertes manos de legionario, hechas a despedazar moros, a convertir infieles—. ¡A mí no se me resistirá!

El hermano Javier respiró profundamente antes de proseguir, en tono más mesurado:

—No me digáis nada ahora. Comunicádmelo en mi despacho, durante el recreo. De este modo protegeremos la identidad del delator, quiero decir, del viril colaborador, y nadie sabrá quién desenmascaró al culpable, aunque yo recompensaré generosamente esa buena acción.

Dio otro paseo silencioso por la tarima, las manos a la espalda, la barbilla sobre el pecho, aparentando una profunda meditación. De pronto se volvió hacia la clase y disparó un dedo acusador:

—Sí, hermano —dijo impostando la voz de un alumno débil—, sé quién fue; sospecho quién fue, pero no me atrevo a decírselo por miedo a las represalias del culpable. ¿Qué puedo hacer? Mi conciencia me dicta el sagrado deber de proteger al colegio, pero tengo miedo de las consecuencias de mi buena acción. ¿Qué puedo hacer? —Permaneció unos segundos en silencio, como puntos suspensivos en el discurso, y, alzando su voz viril y legionaria, ofreció la solución—: No hay problema. Incluso en un caso de miedo cerval por las represalias, existe un camino sencillo: decídmelo por escrito. Comunicádmelo en un escrito sin firma. Es la cosa más fácil del mundo: «Hermano Javier, creo que el pirómano es Fulano», y la depositáis en el buzón de mi despacho.

Me acordé del pobre don Aniceto, en Villarejo de Cotrufes, que una vez encontró en su mesa una nota anónima acusando a un alumno de un robo que se había producido en clase y la quemó sobre su cenicero al tiempo que afeaba el proceder de su autor: el anónimo es una acción cobarde e inmoral, decía el pobre don Aniceto, y su autor no merece más que desprecio y lástima. Ahora el hermano inquisidor, que sabría mucho más que don Aniceto, nos exhortaba a escribir un anónimo porque era una buena acción. Cada maestrillo tiene su librillo.

Aquella noche no pude dormir dándole vueltas al asunto y decidí que no seguiría quemando tiradores de retretes, pues aparte de que llevaban unos días sin renovar los quemados, podían sorprenderme con las manos en la masa. Debía deshacerme de las cerillas, escondidas dentro de una lata oxidada en el seto del huerto de los HH. Al día siguiente, con el corazón dándome botes en el pecho, recuperé las cerillas, las oculté en una frazada de hilo que traía preparada de casa y, con el corazón al galope, me deslicé por el pasillo de la papelería del Colegio, donde estaba el despacho del hermano Javier. No había nadie. Comprobé por la trampilla del buzón que no había luz dentro. Miré a un lado y a otro: el pasillo seguía desierto. Agucé el oído: no venía nadie. Con el corazón desbocado saqué una cerilla, la rasqué tres o cuatro veces, porque con el sudor de la mano no encendía, y cuando prendió le pegué fuego a la frazada de hilo y la metí por la rendija del buzón de la puerta empujándola con un lápiz que llevaba prevenido. A continuación regresé precipitadamente al patio de recreo, no por la puerta habitual, sino cruzando la capilla, para mayor disimulo. Al salir me serené, caminé sin prisa, con las manos en los bolsillos y la mirada en el suelo. Así, como distraído, me metí en medio del campo de fútbol, con lo que el hermano Félix dio un par de pitidos coléricos y gritó: «¡A ver, el idiota de González, que salga del campo de juego! ¿No ves que estamos jugando, so burro?».

«Sí, sí, burro, dije yo para mí», y me quité de en medio para sentarme detrás de la portería, donde todos me vieran, aparentando que me interesaba el partido.

La hilacha incendiaria quemó el buzón de las denuncias, media puerta del despacho del prefecto y la bombilla roja que indicaba que el hermano Javier estaba dentro con un alumno y no se le podía molestar. El hermano Félix declaró que si no llega a ser porque el hermano Emilio regresaba de visitar al Santísimo y descubrió el incendio a tiempo, todo el colegio hubiera ardido porque el fuego se hubiera propagado a través de los cables. Los HH mandaron reparar inmediatamente los daños y, mientras duraban los trabajos, prohibieron a los alumnos el paso por aquel corredor, excepto los que fueran a la papelería; pero antes de que el carpintero y el pintor terminaran su trabajo, medio alumnado había desfilado por la papelería hasta agotar los lápices y los cuadernos. Tal como los HH temían, los pirómanos brotaron como las setas en otoño: al día siguiente ardió la papelera empotrada de la clase de primero, un montón de hojas secas y dos naranjos del huerto de los HH; poco después, otras dos papeleras y la caseta donde se guardaban las redes de las porterías.

Los HH, desesperados, intensificaron las averiguaciones, con interrogatorio de sospechosos e intempestivos registros de bolsillos y pupitres. Sin resultado. Todo lo que consiguieron fue que los fumadores tuvieran que esconder el tabaco y las cerillas en un descampado que había fuera del colegio para evitarse problemas. El hermano prefecto y sus pelotas, a mí la Legión, como los llamábamos, no daban abasto en sus pesquisas, pero la investigación lejos de progresar se entorpecía de día en día porque muchos alumnos utilizaban la denuncia anónima para satisfacer sus venganzas personales y resultaba imposible vigilar a tanto sospechoso. Finalmente, los pirómanos se aburrieron, los incendios fueron decreciendo y todo se quedó en agua de borrajas.

El día del fundador de la congregación de los HH, empezaban unos ejercicios espirituales cuya única finalidad era convencernos de lo malas que son las pajas (porque, a todo esto, habíamos llegado a esa edad que se tiene el miembro constante como el mazo de un herrero todo el santo día y se frecuenta tanto el pecado solitario que algunos tienen el órgano con la forma de la mano, como el mango de un escaléxtric).

El director de los ejercicios espirituales era un jesuita, el padre Cunill SJ., al que ayudaba el capellán del colegio. Después de formar en el patio para cantar el Cara al Sol, en lugar de dirigirnos a las clases, nos reunían en la capilla del colegio, hacinados en bancos y pasillos, y el padre Cunill SJ. nos daba unas charlas bastante pesadas sobre los peligros de la concupiscencia y los tormentos del infierno. La única manera de soportarlo era pensar en otras cosas. Yo imaginaba aventuras del capitán Trueno o novelas de piratas, pero también, a ratos, pensaba en lo mucho que me gustaban las chicas, aunque fuera pecado y de los más graves. Cada uno tenía sus propias fantasías, algunos hasta pensaban en meterse a santos o hacerse HH. En la primera fila se sentaba un tal Nicuesa, hijo de un notario de la calle Llana, que se pasaba los ejercicios haciendo méritos y sonriéndole a la imagen de la Virgen a ver si se le aparecía como a los pastorcillos de Lourdes o de Fátima. Como era de esperar la Virgen no le hizo ni caso. ¿Cómo se le iba a aparecer al hijo de un notario que ni era pastorcillo ni había visto en su vida una cabra? El único que había allí del campo era yo, que era de pueblo, y tampoco tenía gran confianza en las apariciones, aunque a veces me conturbaba la posibilidad de que san Gabriel, el arcángel de la espada flamígera, se me apareciera en medio de un acto impuro para evitar la culminación de mi pecado. A Nicuesa no se le apareció la Virgen, pero por lo visto nunca perdió la esperanza, porque andando el tiempo se hizo de Acción Católica y luego de la Obra y se fue a Lourdes de viaje de novios. Allí se empeñó en meterse en los baños de agua milagrosa, a pesar de que estaba más sano que una manzana, y contrajo un herpes y unos hongos malignos que lo trajeron por la calle de la amargura, pero también es cierto que le favorecieron el ejercicio de la resignación cristiana.

Durante los ejercicios, el padre Cunill SJ. nos encerraba dos horas en la capilla, a describirnos detalladamente los goces de la gloria, o sea, la serena contemplación de Dios y los horribles tormentos del infierno, la verdad es que cargaba más la mano en los tormentos que en los gozos. Lo mejor eran los ejemplos que ponía:

—Alejandro Alberto de Azpitarte y Gurruchaga-Vallejo, el alumno más distinguido del colegio que tienen los HH en Deusto, Vizcaya, era un joven tan afortunado que concitaba la envidia de sus semejantes. Retoño de una de las más ilustres familias de la ciudad, pudiente y agraciado, poseía todo lo que un alumno puede desear. No sólo obtenía las más altas calificaciones en todas las asignaturas, sino que por haber encomendado su formación religiosa a un padre jesuita famoso por su santidad, frecuentaba asiduamente los Sacramentos. Quizá digáis: ¿y qué fue de él? ¿Por qué nos lo menciona en pasado? ¿Acaso ya no vive entre nosotros? Acertáis: ya no vive entre nosotros. Por ese motivo os lo menciono en pasado, y digo era y no es; poseía y no posee. ¿Qué ocurrió con Alejandro Alberto de Azpitarte y Gurruchaga-Vallejo?, ¿qué tremenda desgracia me obliga a recordarlo en pasado y no en presente, a un chico que lo tenía todo, que lo poseía todo? Pues bien: un día el demonio lo tentó; un día aciago el demonio lo tentó con un reclamo carnal: una tentación de la carne, sé que sabéis a qué me refiero porque también a vosotros os asedia el demonio con tentaciones carnales. Sí, el joven Alejandro Alberto tuvo una tentación. No era la primera vez: otras veces el demonio lo había tentado con pensamientos impuros, con instintos vergonzosos, pero hasta entonces el joven Alejandro Alberto de Azpitarte y Gurruchaga-Vallejo, auxiliado y dirigido por su director espiritual, había sabido mantener su pureza inmaculada cual rama de blanca azucena… En aquella ocasión, el director espiritual ausente en las misiones de Eritrea, donde estaba convirtiendo negritos, el joven vasco se dejó persuadir por el maligno… Sí, un instante de vacilación, un momento de duda, un segundo de perplejidad bastaron para que el demonio encontrara un resquicio propicio en la virtud de nuestro joven amigo. ¡Pecó! ¡Aquel muchacho que desde su nacimiento y pubertad había enderezado sus pasos por el sendero de la virtud sucumbió a la tentación y perpetró un horrible pecado solitario! Por un fugaz instante de placer, por un miserable momento de emoción animal, un abismo de culpa, una copiosa catarata de remordimiento, una negra eternidad de angustia. Porque, en cuanto perpetró el pecado, aquel desdichado joven fue presa de la más turbia desesperación. ¡Ay, Dios mío!, ¿qué he hecho?, se lamentaba, ¿Cómo os he ofendido, Santísima Trinidad, tres personas en una y un solo Dios verdadero? Manchado ya para siempre jamás, encenagada su alma en el lodazal de la lujuria, el desdichado joven no se atrevió a confesar su caída a su director espiritual. ¿Qué hizo entonces, os preguntaréis? Ah, queridos hijos, ¿qué hizo entonces? Es más fácil preguntarlo que responderlo. La congoja me acude aquí, al pecho, cuando pienso en lo que hizo aquel pobre desdichado: siguió pecando, pecó una y otra y otra vez. Se volvió taciturno y triste, esquivaba a los amigos y a los HH, su voluntad se debilitó, su inteligencia se deterioró… Progresivamente lo fue atrapando la viscosa araña de la concupiscencia. Ya no era capaz de vivir sin su dosis diaria de placer concupiscente; ¿me atreveré a deciros la palabra? Creo que sí: me atreveré. Veo en vuestros rostros serios y viriles a una juventud responsable que no temblará ante la palabra horrible que designa ese vicio; ¡Masturbación! Fijaos que mal suena. ¡Masturbación! Acaso no suena como «más turbación», porque ¿a qué negarlo?, cada vez que os masturbáis, cada vez que profanáis el sagrado santuario de vuestro cuerpo, ese cuerpo que no os pertenece, que pertenece a Dios, cada vez que os profanáis, estáis causando «más turbación» a vuestro ángel de la Guarda, «más turbación» a vuestros queridos difuntos, que os contemplan desde el cielo, «más turbación» a la Virgen bendita, a Jesucristo, a Dios padre. ¡Al mismísimo Dios Padre, el ojo vigilante que todo lo ve, que, no lo olvidéis, todo lo anota en el libro del Juicio Final! ¿Qué ocurrió con el joven Alejandro Alberto de Azpitarte y Gurruchaga-Vallejo?, os preguntáis. Pues ocurrió lo que tenía fatalmente que ocurrir: le salieron grandes ojeras, su piel perdió el brillo, se le afiló la nariz, le salió chepa, se le adelgazaron los brazos, se le reblandeció la columna vertebral, y comenzó a cosechar suspensos y más suspensos. Teníais que haberlo visto: se pasaba el día dormitando. Sus pobres padres, alarmados, lo llevaron al médico. ¡Demasiado tarde! El vicio solitario le había reblandecido el cerebro. Lo llevaron al quirófano, le practicaron una dolorosa punción en el cerebelo, le tomaron mortificantes radiografías: el doctor salió desolado a darle la noticia a los atribulados padres: la cabeza de aquel muchacho, la cabeza de inteligencia portentosa de la que se esperaba que fuese más que Marañón o que Ramón y Cajal, aquella cabeza apenas contenía un líquido acuoso. Hoy, aquel chico al que todos envidiaban es uno de los internados del manicomio de Los Prados, un pobre imbécil babeante que importuna a los visitantes pidiendo caramelos. Los HH, que acuden a visitarlo en cumplimiento de la obra de misericordia, regresan demudados y tristes. ¡Ay, padre Cunill, me dicen, ay, qué desgracia y qué dolor ver a un alumno tan distinguido reducido a esa triste estampa! ¡Ése es el fin que espera al que se complace en el pecado de la concupiscencia! ¡Meditad sobre ello y sacad vuestras propias conclusiones!

Cuando llegaba el descanso, muchos se quedaban en la capilla a imaginar a Dios Todopoderoso asentando en su libro de cuentas las pajas de cada creyente con vistas al Juicio Universal, pero otros nos precipitábamos a los retretes o a los abrevaderos, y los que tenían tres pesetas se compraban un botellín de Citrania, la bebida de España, limón o naranja, en la cantina. La cantina se llenaba en tiempo de ejercicios porque los HH, nos prohibían traer bocadillos de casa, para combatir el pecado de la gula, y no había más remedio que comprar los de la cantina, de sospechosa mortadela o de anchoas pasadas.

Además de las charlas del padre Cunill SJ., en los ejercicios había coloquios y meditaciones. Los coloquios de cada día se anunciaban en una pizarra que el hermano Félix colgaba en la puerta de la capilla:

La Pureza como fundamento de la vida (Aula 9).

La Santidad en el Colegio: ¿una meta alcanzable? (Aula 5).

Estropajo y detergente Espiritual contra la suciedad del Pecado (Aula 11).

Como eran voluntarios, los coloquios no estaban muy solicitados, pero eran una buena ocasión para que los empollones y los pelotas hicieran méritos con éste o aquel hermano. Algunos hermanos incluso les facilitaban cilicios de alambre a sus más íntimos seguidores para que los llevaran puestos en el muslo durante los ejercicios. Los cilicios dejaban una banda de puntitos de sangre que los ciliciados nos mostraban a los religiosamente tibios a la salida del colegio para que viéramos lo viriles que eran.

Los que no teníamos hermano al que hacer la pelota, porque por una razón u otra estábamos desahuciados del camino de los hombres de bien, nos pasábamos el día en la meditación, o sea, paseando por los campos de fútbol con la cabeza gacha sin que se notara mucho que íbamos charlando con el de al lado o leyendo tebeos que disimulábamos entre los libros de meditación y las biografías del fundador del colegio.

Algunos alumnos de los cursos mayores hacían corrillos para hablar de sexo detrás de la piscina o junto al frontón, lejos de la mirada de los curas. No solían admitir a los pequeños en sus conciliábulos, pero hacían una excepción con los del Paralelo de la Muerte. En una de aquellas reuniones me enteré de los misterios de la vida, de que la leche que sale al meneársela se llama en realidad vaciá y que, cuando uno quiere que salga hijo, hay que meter además del pito, el huevo derecho, y si se quiere que sea hija, los dos huevos. A esto objetó Haro que era más lógico que para hijo, que es el macho, hubiera que meter los dos huevos, pero el que lo explicaba, que era uno de Preu, insistió en que los dos huevos eran para hija, que lo había leído en un libro que tenía su padre.

Todas las tardes, después de rezar el Rosario en la explanada de la pista de patinaje, ordenados por cursos, para evitar escaqueos, volvíamos a la capilla para otra Santa Misa.

—Tanta misa ya me está cargando. ¿No te parece que son muchas misas para tan poco niño? —protestaba mi padre.

—Ay, Señor, ¿en qué te he ofendido para que me hayas dado un marido ateo que le está quitando a mis hijos la poca fe que tienen? —decía mi madre mirando al cielo en plan trágico.

El día de la clausura de los ejercicios, media docena de jesuitas jóvenes nos confesaban para la comunión general, que se hacía por la tarde, después del Rosario, ordenadamente y por cursos, para que cada hermano comprobara que todos sus alumnos se santificaban con el Sacramento y ninguno se perdía su ración de Gracia Santificante.

Pasados los ejercicios, volvíamos a la monotonía de las clases, y Nicuesa, que sólo se masturbaba en caso de extrema necesidad y visitaba al Santísimo diariamente, se resignaba a esperar los ejercicios del curso siguiente a ver si por fin se le aparecía la Virgen.

En el colegio, como era tan moderno, había un cine tan grande como el Lis Palace o el Darymelia, los mejores de la ciudad. Los domingos por la tarde los hermanos ponían una película para los alumnos. Nos resignábamos a que los HH nos censuraran las escenas escabrosas porque era de balde. Durante la escena fómite de pecado, por ejemplo, dos novios que se daban la mano o una mujer en bañador, el hermano censor colocaba un cartón delante del proyector (la pezuña, en la jerga colegial). Al mismo tiempo, media docena de hermanos vigilantes encendían sus linternas para que la sala no se quedara a oscuras y las apagaban cuando el hermano censor apartaba la pezuña y liberaba la imagen. Como el sonido no se interrumpía, los espectadores nos imaginábamos lo que no veíamos, y, la verdad, las imaginaciones solían ser menos inocentes que lo censurado.

Al principio el cine era solamente para los alumnos del colegio, pero luego dejaron entrar también a nuestros amigos, aunque pagando entrada. La medida no tuvo mucho éxito porque muchos preferían ir a los otros cines de la ciudad, donde podían ligar con las vecinas de asiento. Entonces los HH permitieron la entrada de las hermanas de los colegiales y el cine se llenaba de pandillas de amigas a las que los hermanos dejaban entrar sin más averiguaciones. El siguiente paso fue cobrarnos la entrada a los alumnos, para evitar discriminaciones, en nombre de la equidad.

El negocio marchaba viento en popa, sí, pero la convivencia de muchachos de distinto sexo en una sala cerrada y oscura no dejaba de preocupar a los HH. Un día se asomó el padre Cunill SJ. y comprobó que los alumnos trabábamos conocimiento con chicas y hasta nos sentábamos en el asiento de al lado durante la proyección.

—Creo que nos hemos excedido en la tolerancia —oí que le decía al hermano director—. Hay que terminar con esta promiscuidad.

Al domingo siguiente dispusieron que las chicas se sentaran a la derecha del pasillo central y los chicos a la izquierda.

—Si entre santa y santo, pared de calicanto, figuraos qué no hará falta para separaros a vosotros, que no sois santos —aclaraba el hermano Félix.

El domingo siguiente, el cine registró menos de media entrada, con la consiguiente alarma de los HH. El padre Cunill SJ. reconsideró su postura, dado que el reciente Concilio Vaticano II preconizaba una adecuación con el espíritu de los tiempos, sin por ello declinar los sagrados deberes de un cura de almas, e inclinándose por la benevolencia transigió y permitió que chicos y chicas se mezclasen en la sala. Esta promiscuidad constituía, lógicamente, fómite de pecado. Pero los HH, en su desvelo por la protección de nuestra pureza, se repartían por la sala armados de potentes linternas y paseaban por los pasillos laterales y central vigilando atentamente a las parejas sobre cuyos regazos dirigían de improviso un chorro de luz, para disuadirlos de cualquier intento de encenagar sus almas con tocamientos obscenos.

Un día los del Paralelo de la Muerte, facción dura, que éramos Haro, el Churri y yo, decidimos gastarles una broma a los curas. Nos sentamos en las últimas filas del cine, y, cuando iba mediada la película y los HH vigilantes estaban más distraídos, sacamos una sábana vieja, muy pasada, que Haro agarró por un extremo y yo por el otro. En la escena más emocionante de la película, cuando el hermano censor colocó la pezuña porque parecía que los protagonistas iban a besarse, el Churri gritó con voz atiplada, para que pareciese de mujer:

—¡No, Pepe, las bragas, no! ¡Las bragas, no!… ¡Aaaaah…!

Entonces Haro y yo tiramos de la sábana y la rasgamos ruidosamente. Tras unos segundos de silencio, seguidos de cuchicheos para cerciorarse de lo que habían oído, la sala estalló en una carcajada, seguida de estruendoso pateo aprobatorio. Cinco haces de luz convergieron nerviosamente sobre las parejas de nuestro entorno, sin que hallaran indicios de culpa, y, finalmente, sobre nosotros, que contemplábamos la pantalla fijamente como si no nos hubiéramos enterado de nada. Mientras tanto, las risas arreciaban y con ellas el pataleo y los comentarios graciosos en voz alta, que nuevas carcajadas coreaban. El clamor llegó hasta el hermano maquinista que, temiendo que hubiese ocurrido alguna desgracia en el patio de butacas, detuvo la proyección y encendió las luces, revelando nuestro delito en el momento en que nos deshacíamos de la sábana delatora arrojándola a la papelera más cercana.

Al día siguiente, lunes, después del Cara al Sol, el hermano prefecto nos acompañó a los tres delincuentes al despacho del hermano director. La luz de la puerta estaba apagada. El hermano prefecto llamó con los nudillos: Toc, toc.

—Adelante —dijo la voz del hermano director.

El hermano prefecto abrió la puerta y nos hizo pasar. El despacho del hermano director era todo de madera, muy majo y costeado, como los de las películas, con una pared de libros encuadernados en piel y una hornacina con una Inmaculada del tamaño de una niña de ocho años. El hermano director tendría unos cincuenta años, el pelo cortado a cepillo, la piel muy blanca y gafas de oro. Estaba sentado en su sillón, con los codos encima de la mesa, las manos unidas y los dedos índices extendidos y apoyados en el labio de arriba. Nos miró un momento con asco, sin hablar, abrió un cajón, sacó el cuerpo del delito, la sábana, y lo puso encima de la mesa. Del sermón que nos soltó, antes de anunciarnos que estábamos expulsados, recuerdo solamente que nos tildó de corruptores y delincuentes juveniles. El hermano director hablaba muy remilgado, pronunciando mucho las eses, y solía llevar caramelos en los bolsillos para dárselos, con su cachetito afectuoso, a los niños buenos.