TERCERO
La escuela de Navas del Prior
Con don aniceto estuve dos años, en los que aprendí a leer y a escribir correctamente, las cuatro reglas y nociones de Historia, de Geografía y de Ciencias. Tanto progresé que hasta mi madre estaba medio conformada con el maestro rojo, aunque flojeaba en catecismo, que era, entonces, una asignatura de las más importantes, pero don Aniceto, a pesar de que mi padre se lo dijo alguna vez, de buena manera, no daba su brazo a torcer. Decía que su escuela era laica y que él no había firmado concordato con la Santa Sede para enseñar mitología cristiana a sus alumnos y por lo tanto el que quisiera catecismo que se fuera a la iglesia o a la escuela pública. Luego supe que esta obcecación suya le costó más de un disgusto, como que ni el alcalde ni la Guardia Civil le dieran aval de buena conducta, que entonces era imprescindible para viajar fuera del término municipal, por lo que no podía acompañar a su mujer cuando iba a Córdoba para que el especialista reconociera a la niña Libertad, que a pesar del jugo de carne de caballo y de la leche, cada día estaba más desmedrada y ojerosa.
A los dos años, tuve que dejar la escuela de don Aniceto porque mi padre traspasó el negocio y nos mudamos a otro pueblo, Navas del Prior, donde mi padre puso una tienda más grande que la anterior, con un letrero de cristal pintado que decía: La esmerada. Alimentación nacional y extranjera. Venta al por mayor y al detalle de alimentos refrigerados. Garantía. Higiene. Servido esmerado. Teníamos un corral con una docena de gallinas rubias, con su gallo pintón, y una higuera. Al fondo del corral había un montón de palos de olivo para la hornilla de la cocina y un par de cochineras medio derrumbadas del dueño anterior, que criaba cochinos. Algunas noches, cuando todos dormían, entraba una camioneta por el callejón sucio de atrás, descargaban cántaras de aceite y las metían en las cochiqueras. En fin, que gracias al estraperlo la familia fue progresando.
En Navas del Prior me pusieron en la escuela del gobierno, la única que había, y allí comenzó Cristo a padecer, como suele decirse, porque entré en la jurisdicción de un grandísimo cabrón que me administró con intereses y aumentos todos los palos que me había ahorrado con don Aniceto.
Don Raimundo Girón, el maestro de Navas del Prior, era más aficionado a la caza y a los naipes que a la escuela. Sus padres, labradores acomodados de una de las familias ricas del pueblo, lo mandaron a Granada a estudiar Farmacia, pero a los diez años decía que le faltaban dos asignaturas para acabar, y varios años después que solamente una, pero que se había peleado con el catedrático y no se la aprobaba.
Al final, el padre, harto de gastar dineros, se personó en la universidad a preguntar por el muchacho y le respondieron que iba bastante mal: en trece años sólo había aprobado un par de asignaturas de las más fáciles, así que lo quitó de estudiar y se lo trajo al pueblo con idea de echarlo al campo con una yunta para que aprendiera lo que es la vida. Pero entonces estalló el Movimiento Nacional y don Raimundo Girón, por ladearse del campo, se presentó voluntario para que su tío, el comandante, lo enchufara en las oficinas militares. Le fue viento en popa, de escribiente a la sombra del tío, y sin enterarse de lo que son los tiros fuera de las monterías. Un día, en un simulacro de alarma aérea, se creyó que venían los aviones de verdad y rodó por las escaleras del refugio y se rompió una pierna. Cuando estaba en el hospital militar, con la pierna recién enyesada, se presentaron de visita Franco y el obispo de Burgos, y, como era de los heridos más guapos, posaron uno a cada lado de la cama, para una foto que salió en la portada de la revista Cruzada. Con lo cual, para que se vea cómo se conciertan las cosas en la vida, moviendo papeles, el tío comandante propuso al sobrino para la Medalla de Sufrimientos por la Patria y, al acabar la guerra, en su condición de caballero Mutilado y Condecorado, le correspondió una plaza de maestro de las oposiciones patrióticas, que don Raimundo Girón solicitó sólo por el prestigio, porque a un maestro lo tratan de don, pues el sueldo no lo necesitaba, porque a todo esto sus padres habían muerto y había heredado las tierrecillas y con las rentas le sobraba para mantenerse.
Don Raimundo Girón se daba un aire a Alfredo Mayo, con sus trajes de rayas cruzados, en los que no faltaba ni un detalle, el pañuelo de tres picos en el bolsillo superior, el yugo y las flechas en el ojal, la leontina de oro en el chaleco, y los zapatos brillantes. No resultaba mal parecido, con su bigotito recortado y el pelo peinado para atrás con mucha brillantina y fijador. Fue el primero del pueblo que gastó colonia para después del afeitado, que tenía el frasco en la barbería para su uso particular, aunque, cuando coincidía con el cura, le decía al barbero que le echara también. Don Raimundo andaba muy derecho para parecer más alto y cuando se encontraba con una señora de clase bien en la acera le cedía el paso con una inclinación cortés, pero a las criaditas jóvenes les miraba el culo con un gesto de entendido y luego comentaba en el casino: «Ésa ya está para desbravar».
Don Raimundo Girón tenía la escuela en su propia casa, en una habitación grande de la planta baja, pero le gustaba más el casino que la escuela. Las fincas también las tenía bastante abandonadas porque al campo sólo salía cuando iba a cazar.
Presidía la escuela de Navas del Prior un crucifijo negro y grande, como de caja de muerto, flanqueado por los retratos de José Antonio y de Franco. José Antonio, en mangas de camisa azul con los brazos cruzados, guapo como un artista de cine; Franco, con sus medallas y su fajín de general, del que colgaban dos borlones cortineros, y con un tabardo echado por los hombros. En la clase hacía un frío que pelaba, no se quitaba el abrigo nadie, ni el Caudillo. El tabardo de Franco tenía un cuello de piel vuelta, casi tan alto como la cabeza, se conoce que, aunque fuera el Caudillo Invicto, el cogote se le quedaba helado. Por aquellos años hacía más frío que ahora y en invierno a mucha gente le salían sabañones en las manos y en las orejas.
A la mujer de don Raimundo la apodaban la Jabata, tenía fama de ser la mejor hembra de la comarca, una mujer de bandera, como las artistas que venían por la feria en el Teatro Chino. Cómo sería, que una vez le oí a mi madre comentar con su mijita de envidia: «Es que la pobrecilla, aunque quiera vestirse con modestia va provocando con esa pechera y esas caderas que Dios le ha dado que parece una artista de cine». Se decía que la Jabata había sido enfermera en la guerra y que don Raimundo la conoció en el hospital cuando se rompió la pierna en las escaleras del refugio. Los padres de don Raimundo no la querían, porque era pobre y dudosa. Tampoco él iba con buenas intenciones al principio, pues tenía pensado casarse con una rica del pueblo para juntar las lindes, según es costumbre en el agro, pero la jaquetona lo enamoró y cuando él quiso pasar a mayores, ella le advirtió que a su cama se llegaba por la sacristía. Para entonces don Raimundo estaba tan engolosinado que tuvo que transigir. En aquellos tiempos, como había tanta hambre, las mujeres bien hechas se vendían muy caras.
La Jabata tenía dos criadas para hacer las faenas domésticas, eso era lo normal entonces en una casa bien. Se pasaba la mañana en la cama, hojeando revistas de cine o de moda y comiendo bombones. De vez en cuando asomaba por la escuela, yo creo que le gustaba que los alumnos mayores la miraran. Se les caía la baba cuando la veían aparecer con sus carnes blancas rebosándole por la bata rosa estampada de flores y pajaritos, con muchos flecos, las zapatillas pelonas metidas de chancleta y el perfume rodeándola como un halo que se quedaba flotando en el aire por donde pasaba. Si no estaba don Raimundo acudían todos a oler y a hacer «¡Ahhhh…!». La Jabata arrastraba los pies al andar, bostezaba y se rascaba la cabeza con frecuencia. Yo entraba bastante en su casa porque de vez en cuando le llevaba recados de la tienda.
—¡Vaya lima que tiene en la boca doña Adela! —comentaba mi padre—. Este mes ya lleva cincuenta duros de chocolatinas.
—¡Teodoncio! —lo reprendía mi madre—. A ver si eres más discreto, que te está oyendo el niño.
Yo simulaba que estaba abstraído con la lección, en mi esquina de la mesa camilla familiar.
—¿Tú me estás oyendo? —preguntaba mi padre, ceñudo.
—¿Qué?
—¡Que si me estás oyendo!
—¿Yo? Que va… Yo estoy estudiándome las virtudes teologales. Si quieres las digo.
—¡No, no hace falta que las digas! ¡Pero que no me entere yo de que te dedicas a escuchar las conversaciones de las personas mayores, porque se te puede caer el pelo!
—Sí, padre.
En la escuela de Navas del Prior entrábamos a las nueve, aunque el maestro no aparecía hasta las diez o diez y cuarto. Mientras lo esperábamos lo pasábamos muy bien porque podíamos hablar bajito, jugar a los barcos o dibujar monigotes, lo que quisiéramos menos hacer ruido, porque don Raimundo dormía encima del aula y si lo despertábamos bajaba hecho un basilisco. Cuando aparecía, serio y con cara de malas pulgas, nos poníamos de pie y cantábamos el Cara al Sol vueltos hacia el retrato de José Antonio, él también, aunque nos tuviera que dar la espalda, pero de vez en cuando miraba por encima del hombro levantado para comprobar si había alguno cantando con poca gallardía o poco patriotismo. Luego decía: «Sentarse y al libro», y nos dejaba con la Enciclopedia Álvarez, mientras él repasaba el periódico Jaén, Diario Provincial del Movimiento, que le traía el cartero todas las mañanas. Al mediodía, el botones del casino le traía también el ABC. Mientras leía el periódico entraba la criada, con uniforme y cofia, a traerle el desayuno en una bandeja: una taza de café y un plato colmado de pestiños o picatostes que don Raimundo sopaba parsimoniosamente en el tazón hasta que la cuchara se quedaba clavada en medio. A eso de las doce, la criada volvía con la prueba de la comida en la bandejita. Los niños a esa hora andábamos ya hambreados y se nos hacía la boca agua, aparte de que muchos nunca comían suficiente porque en sus casas no había de qué.
Mientras don Raimundo leía los periódicos, los alumnos estudiábamos o copiábamos cien veces una muestra que Lupiáñez escribía en la pizarra, por lo general sacada de palabras de José Antonio: España es una unidad de destino en lo universal. Otras veces la tomábamos de la enciclopedia escolar: Francisco Franco Bahamonde, Generalísimo de las Fuerzas nacionales de Tierra, Mar y Aire, Jefe del Estado Español, fue el hombre providencial que nos llevó a la victoria derrotando a la AntiEspaña. Le debemos amor y confianza, y además el auxilio de nuestras oraciones para la gran Obra de llevar a España a la realización de su destino y a la plena libertad del Imperio para mayor Gloria de Dios, por cuya voluntad el Invicto Caudillo es el Centinela de Occidente.
También aprendíamos de memoria poesías y las recitábamos. Algunas eran largas como la Oda al Concilio Vaticano Primero o La conversión de los mártires del Japón o la del Dos de Mayo de Bernardo López, pero otras eran más cortitas y fáciles de aprender, como aquélla que decía:
Saludo a Franco
De tu soberbia campaña
Caudillo noble y valiente,
ha surgido nuevamente
una grande y libre España.
Que sean tu nueva hazaña
estas paces, que unirán
y en un mismo y puro afán
al hermano y al hermano…
¡Con la sombra de tu mano
es bastante, Capitán!
Esta poesía no se me olvidará fácilmente porque me tocó recitarla y en lugar de decir es bastante, Capitán dije es bastante, Generalísimo y me gané un buen coscorrón por no repetir lo mismo que venía en el libro.
—Pero, don Raimundo —me atrevía a protestar—, es que esta poesía se ve que es de cuando el Caudillo era capitán.
Me gané otro coscorrón del pedagogo.
—¡Tú para qué piensas, so borrico!
Es que cada maestrillo tiene su librillo. Don Raimundo no quería que pensáramos y don Aniceto siempre nos estaba repitiendo: «Piensa, piensa. Hay que pensar antes de actuar. La vida es pensamiento y reflexión».
Al final don Raimundo no me explicó por qué el libro llamaba Capitán a Franco.
En Las Navas del Prior me llegó la edad de hacer la Primera Comunión, el día más feliz de la vida, según decían, y como andaba un poco retrasadillo en doctrina cristiana, mi madre fue a ver a don Próculo Algarinejo, el cura, para que me admitiera en la catequesis. El cura me hizo dos o tres preguntas del catecismo, que no supe contestar porque con don Aniceto no aprendí doctrina cristiana.
—¡Has descuidado lo fundamental en la educación de este niño, mujer! —le riñó a mi madre—. ¿No sabes que los dogmas cristianos hay que inculcarlos lo antes posible, antes de que alcancen la edad de la razón? ¿No comprendes que en cuanto se espabilan y empiezan a razonar es muy difícil que acepten a puño cerrado, como debe el buen cristiano, los Sagrados Dogmas de la Iglesia? Los Dogmas son la vacuna que nos vuelve inmunes al pensamiento y al raciocinio, pero esa vacuna hay que administrarla en cuanto el niño abandona la lactancia. Esos ateos que tildan de irracionales e incluso de ridículas las enseñanzas cristianas fueron niños con la catequesis parvularia descuidada. ¡En fin, el mal ya está hecho, ya veremos lo que podemos hacer! Muy despabilado no parece el niño, y eso puede ayudar.
Mi madre, la pobre, al principio aguantó el chaparrón mirando al suelo, pero luego reconoció que la culpa era de mi padre.
—Es que mi marido se empeñó en ponerlo con un maestro que era amigo suyo, que a mí nunca me gustó.
—¿Ves, mujer? —dijo don Próculo—. La educación de los hijos es cosa de la madre. De los maridos no hay que fiarse, que son todos unos tibios. Por eso la Santa Madre Iglesia confía la propagación de la doctrina de Cristo a las mujeres y con ese fin las mantiene en el hogar y en la parroquia, entre Novenas, Septenarios, Ropero Parroquial y Flores a María, lejos del mundo y de sus extravíos. Esperemos que en el caso de Vicentito no hayamos acudido demasiado tarde. En fin, lo tomaré particularmente y comenzaré por los artículos del catecismo más difíciles de razonar, los que deben inculcarse antes.
Por la tarde, al salir de la escuela, iba a la casa parroquial, el cura me sentaba en su despacho en una silla de madera muy incómoda y él se acomodaba en su sillón y le daba la vuelta al Crucificado que tenía sobre la mesa para que me mirara. Cogía el catecismo del padre Astete S. J., corregido por el padre Vilariño S J., y comenzaba:
—A ver, Vicentito, vamos a ver si te sabes el artículo 85: ¿Por qué dices que Jesucristo fue concebido y nació milagrosamente?
El 85 no era de los difíciles porque en las propias palabras de la pregunta estaban las de la respuesta, así que respondía con presteza:
—Jesucristo fue concebido y nació milagrosamente, porque no fue concebido ni nació como los demás hombres.
—Muy bien, vamos ahora al 86: Pues ¿cómo se obró el misterio de su encarnación?
El 86 era verdaderamente difícil y me costó muchas tardes de repaso hasta que me lo pude aprender y lo soltaba de carrerilla:
—El misterio de la Encarnación se obró de esta manera: en las entrañas de la Virgen María formó el Espíritu Santo, de la purísima sangre de esta señora, un cuerpo perfectísimo; creó de la nada un alma; y la unió a aquel cuerpo, y en el mismo instante a este cuerpo y alma se unió el Hijo de Dios, y de esta suerte el que antes era sólo Dios, sin dejar de ser Dios, quedó hecho hombre.
El 87 era de los que más me gustaban y fácil de recordar por lo del cristal, así que cuando don Próculo me decía: «¿Cómo nació Jesucristo milagrosamente?», yo no vacilaba al responder: «Jesucristo nació milagrosamente saliendo del vientre de María Santísima sin detrimento de su virginidad, a la manera que un rayo de sol sale por un cristal sin romperlo ni mancharlo», y eso que yo entonces no sabía bien lo que significaba detrimento ni virginidad y el cura tampoco se paró a explicármelo.
—Tú apréndete esto de memoria y ya tendrás tiempo de saber lo que es virginidad cuando seas mayor. Vamos ahora con el 88: ¿La madre de Jesús vivió después siempre Virgen?
—La madre de Jesús vivió Virgen perpetuamente.
—¡Muy bien, con soltura, así me gusta! A ver el 89: ¿Por qué quiso Jesucristo morir muerte de Cruz?
—Por librarnos del pecado y de la muerte eterna.
—¡No, no! —se impacientaba don Próculo, y me largaba un capón—. ¿Cuántas veces tengo que repetirte que hay que decirlo con todas las palabras?
—Jesucristo quiso morir muerte de Cruz por librarnos del pecado y de la muerte eterna.
—¡Ahora sí está bien! El 90: ¿Cómo incurrimos en la muerte eterna?
—Incurrimos en la muerte eterna pecando en nuestro primer padre Adán, en quien todos pecamos, a excepción de la Inmaculada Virgen María, que fue concebida en gracia santificante por singular privilegio —recitaba yo—. Don Próculo, yo no entiendo que tengamos que pagar por el pecado de Adán. ¿Qué culpa tengo yo, por ejemplo, de un delito que cometiera mi abuelo?
Don Próculo emitía un profundo suspiro.
—Ya le advertí a tu madre que te íbamos a catequizar demasiado tarde —decía como para sí—. Éstas son las consecuencias del descuido de las familias. Mira: lo que te estoy explicando es un Dogma, ¿entiendes? Y no hay más que creerlo a puño cerrado o condenarse, ¿me explico?
—Sí, padre.
Don Próculo, cuando se impacientaba, daba unos capones muy dolorosos, así que preferí callarme y no consultarle más dudas.
—A ver, vamos a seguir: el 91: ¿Qué entiendes por el Infierno al que bajó Cristo Nuestro Señor después de muerto?
—Por el Infierno al que bajó Cristo Nuestro Señor entiendo, no el lugar de los condenados, sino el Limbo donde estaban los justos.
Lupiáñez, el alumno preferido de don Raimundo, era hijo de un caballero mutilado que perdió una pierna en la División Azul. Cuando don Raimundo se ausentaba (y a veces sus ausencias duraban toda la mañana), Lupiáñez quedaba a cargo de la clase, se sentaba en el sillón del maestro y apuntaba en la pizarra a todo el que se movía o hablaba, aunque con sus amigos hacía la vista gorda. Cuando regresaba don Raimundo, llamaba a los apuntados en la pizarra y les propinaba tres o cuatro varazos en la palma de la mano o en la pantorrilla. A Lupiáñez le regalábamos cromos y canicas y hasta el bocadillo del recreo para congraciarnos con él. Estaba siempre muerto de hambre porque el caballero mutilado, en cuanto cobraba la paga, se la fundía en la taberna del Quiebrasogas invitando a todo el mundo, y no le quedaba para que comiera la familia.
Entonces los niños con posibles coleccionábamos el álbum Las Maravillas del Mundo con los cromos de las chocolatinas Nestlé, que valían una peseta. En el álbum salían los inventos más modernos y las cosas más sorprendentes. Venían, por ejemplo, los peces abisales fosforescentes, las plantas carnívoras, las momias de Egipto y la televisión, que todavía no había llegado a España. También venía el edificio más alto del mundo, el rascacielos Empire State Building, de Nueva York, y una foto de la mujer aviadora Jacqueline Crochan, me parece que se llamaba, una francesa muy guapa.
Don Raimundo Girón atendía poco la escuela, aunque el día que la atendía nos echábamos a temblar. Cerraba el periódico, lo doblaba, lo colocaba en un ángulo de la mesa y se quedaba mirándonos, mientras nosotros fijábamos la vista en el libro y no nos atrevíamos ni a respirar. Después de unos minutos que se nos hacían siglos, y que a él le gustaba prolongar para recrearse en su autoridad, decía:
—Martínez.
Y el aludido se levantaba de su pupitre, cabizbajo, y salía a la tarima con tan poco ánimo como el condenado que sube al patíbulo.
—Ven para acá; no te quedes tan lejos —le ordenaba don Raimundo con una sonrisa amable.
Martínez obedecía y se colocaba al alcance de la vara del maestro.
—Bien —aprobaba don Raimundo sin descomponer el gesto amable—. Ahora vas a decirnos los ríos de la Patria con sus afluentes.
Los ríos de la Patria. Sus afluentes. Martínez palidecía, respiraba profundamente como si le faltara el aire, observaba de reojo a don Raimundo, que jugueteaba distraídamente con la vara dando golpecitos sobre el tablero de la mesa. Comenzaba:
—Los ríos de España —decía con voz impostada, grave, para que se viera que era el título general, escrito con mayúsculas—. Los ríos de España —voz más natural para expresar un subtítulo escrito en negrita—. Los ríos de España —su voz cotidiana, para el texto normal— son los cursos fluviales que descienden de la vertiente atlántica y los ríos mediterráneos que descienden de la mediterránea. Son los siguientes: El Miño, que nace en Fuente Miña, provincia de Lugo, y va a morir en La Guardia. Tiene por afluente el Sil; el Duero, que nace en los Picos de Urbión, provincia de Soria, y va a morir en Oporto. Tiene por afluentes el Pisuerga y el Esla por la derecha, y el Tormes por la izquierda; el Tajo, que nace en la sierra de Albarracín, provincia de Teruel, y va a morir en Lisboa. Tiene por afluentes el Jarama y el Alberche; el Guadiana, que nace en las lagunas de Ruidera, provincia de Ciudad Real, y va a morir en Ayamonte, provincia de Huelva. Tiene por afluentes el Zújar y el… y el…
Martínez se detenía, titubeaba, abría la boca para decir algo y la cerraba de nuevo, como los peces cuando les falta oxígeno. Era lo malo de aprenderse las cosas de carrerilla, que si perdías el hilo, el hilo te perdía a ti, o sea, que estabas perdido. La clase lo miraba silenciosa, sus amigos angustiados, sus enemigos alegrándose de la desgracia. Martínez volvía a abrir la boca. Los que conocían el segundo afluente del Guadiana se miraban divertidos.
Martínez tomaba carrerilla de nuevo para un segundo intento:
—El Guadiana. El Guadiana. El río Guadiana nace en las lagunas de Ruidera, provincia de Ciudad Real y va a morir en Ayamonte, provincia de Huelva. Tiene por afluentes al Zújar y al… al… tiene por afluentes el Zújar y el… y el… —Nada, que no se acordaba del segundo afluente del Guadiana. Don Raimundo abandonaba la postura relajada y aburrida con que tomaba las lecciones y parecía despertar de una especie de sopor, como la araña que siente que un insecto ha caído en su tela y se debate aterrorizado. Don Raimundo se inclinaba sobre el libro y leía el afluente perdido: el Jabalón. La fila de hormigas rubias de su bigotito recortado se alteraba levemente para dar cobijo a una sonrisa sardónica. Los golpecitos de la vara sobre el tablero se hacían más espaciados y enérgicos, como si el instrumento del castigo venteara sangre y se rebelara en la mano.
—Vamos a ver, Martínez —sonaba tranquila la voz de don Raimundo—, acuérdate de ese afluente, que es bien fácil. Todos lo tenemos en la punta de la lengua. ¿A ver, cuál es el segundo afluente del Guadiana?
Martínez se devanaba los sesos hasta que el nombre acudía a su memoria:
—¡El Turia!
—Extiende la mano que te vas a aprender por donde corre el Turia —ordenaba don Raimundo sin alterarse.
—¡El Jabalón! —decía propinando un varazo en la palma de la mano—. ¡El Jabalón! —¡zas!—. ¡El Jabalón! —¡zas!
Don Raimundo le repetía tantos Jabalones como palos daba, una docena de Jabalones o cosa así, hasta que formaba un río suficientemente poderoso como para que la memoria del penitenciado lo retuviera para siempre.
Al recibir cada varazo, Martínez retiraba la mano, con un gemido ahogado, pero volvía a extenderla para recibir el siguiente, porque si tardaba más de la cuenta el varazo podía ser mayor y más doloroso. Evitaba llorar delante de los compañeros, pero no obstante le rodaban por las mejillas gruesas lágrimas que formaban rodalitos húmedos sobre la capa de polvo y tiza que cubría la tarima.
—Ahora siéntate —lo despedía don Raimundo cuando terminaba el castigo—. Y mañana quiero que te sepas los ríos y los afluentes como el Padrenuestro porque si te pregunto y fallas, lo de hoy no va a ser nada.
Las varas preferidas de don Raimundo eran las de almendro o de avellano, curadas y moderadamente nudosas, de tres palmos de largo, gruesas como un dedo y algo cimbreantes. Don Raimundo guardaba dos o tres de reserva en un armario de cristales que tenía al lado de la mesa, donde también se veían media docena de libros, un globo terráqueo y la gorra de visera que usó en la guerra. Las varas se las suministraban Lupiáñez y otros alumnos pobres y aventajados, de los que salían al campo a por yerba para los conejos.
Los niños pensábamos que, untándose las manos con sal y vinagre, los varazos dolían menos e incluso podía llegar el caso de que la vara se rompiera al aplicar el castigo. Cuando alguna se rompía, seguramente por el frecuente uso que don Raimundo hacía de ella, más que por otra cosa, lo celebrábamos en el recreo como una victoria.
Entre las lecciones favoritas de don Raimundo, la que más preguntaba era la del Movimiento Nacional: «Para salvar a España y a la civilización Cristiana en peligro, el 18 de julio de 1936 se inició el Glorioso Alzamiento Nacional. Si este acontecimiento histórico no se produce, España deja de existir. Los gobiernos republicanos habían vendido nuestra Patria a los comunistas y masones; habían pisoteado la propiedad; habían perseguido a los católicos y cuando estalló la revolución de Asturias fueron quemados vivos algunos religiosos y la vida se hizo imposible para los ciudadanos honrados. José Antonio, para salvar a la Patria y darle un estilo nuevo y un sentido profundo, fundó la Falange Española, terror de los gobiernos republicanos, por la gallardía con que sabían morir por España los muchachos que la integraban. No era posible dejar que la Patria continuase por más tiempo en manos de los criminales que la llevaban a la ruina y a la esclavitud del comunismo ruso. Por eso se alzó en África el General Franco. Tres años ha durado la contienda. Durante ella, derrotados los rojos, ha vuelto a ser bandera oficial la colorada y gualda, ha vuelto el pueblo español a poder manifestar sus sentimientos católicos, ha vuelto España a sentirse capaz de emprender rutas imperiales. Agrupado el pueblo español en torno a la figura del Caudillo; enterrado José Antonio en el Monasterio del Escorial, como testimonio de eterna presencia; y vigentes los postulados de Falange Española Tradicionalista y de las Jons; organizada la economía en torno a los Sindicatos, España se rehace interiormente y sigue presente en el Mundo».
Yo comprendía bien las lecciones, pero no me las sabía de memoria con sus puntos y comas, que era como había que recitarlas en la escuela, con lo cual raro era el día que no cobraba, y algunas veces me presentaba en mi casa con las manos doloridas, las pantorrillas acardenaladas y los ojos hinchados de haber llorado, pero en lugar de buscar consuelo tenía que disimular diciendo que me había peleado con algún compañero al salir de la escuela, porque si mi padre se enteraba de que don Raimundo me había atizado por no saberme la lección era muy capaz de propinarme otra ronda con el cinto. Es que en aquellos tiempos la norma pedagógica era «La letra, con sangre entra», algo distinta a la de ahora. Mi padre, dentro de su sencillez, tenía ciertos conocimientos de pedagogía, por eso le recomendaba a don Raimundo:
—Usted no le pase una, don Raimundo. ¡No se preocupe si lo desloma, que a la juventud hay que enderezarla y la letra con sangre entra!
A don Raimundo lo que mejor se le daba era tomar las lecciones al pie de la letra, pero como leía tanto el periódico también estaba informado de las otras cosas del mundo, y cuando hablaba en el casino la gente se callaba y lo escuchaba como si estuviera hablando el papa. Don Raimundo tenía respuesta para todo.
En la lección de Ciencias Naturales decía el libro: Las hojas verdes son los pulmones de las plantas que respiran por las hojas igual que los mamíferos respiramos por la boca.
—Don Raimundo: en el otoño, cuando se caen las hojas, ¿por dónde respiran los árboles?
Don Raimundo no titubeaba un instante:
—Por el agujerito que queda en la ramita donde estaba la hoja.
Don Raimundo no era muy aficionado a las Ciencias Naturales ni a la Física pero, en cambio, sabía todo lo que hay que saber de los egipcios, de los romanos y de los moros. En las paredes de la clase había carteles de hule de los tiempos de la República (con el escudo y la inscripción convenientemente recortados) para que viéramos como se vivía antiguamente.
—Entre los egipcios —explicaba don Raimundo mientras nos enseñaba una lámina—, las personas educadas andaban de lado echando un pie detrás del otro, en la misma línea, con el torso de frente, una postura forzada y nada natural debido a la cual, al morirse, como tenían las hechuras viciadas, había que vendarlos fuertemente para que cupieran en el ataúd. Para que veáis a dónde puede conducir la esclavitud de las modas y el desconocimiento de que el hombre es una unidad de destino en lo universal, como decía José Antonio.
—En el circo romano —explicaba en otra ocasión— era costumbre alimentar a los leones y fieras en general con la carne de los trapecistas, que, debido a que saltaban sin red, había muchos trapecistas accidentados; pero más adelante, cuando los trapecistas se acostumbraron a saltar con red, los leones estaban muertos de hambre y el director del circo fue a ver a Diocleciano, el cruel emperador, y le dijo: «Esto decae. Tú verás lo que haces». Porque en Roma el personal, como no había fútbol, se había acostumbrado al circo y no podían pasar sin él, y el número fuerte era el de los leones, así que Diocleciano, como era tan cruel y odiaba a los cristianos, dijo: «Que les echen los cristianos a los leones». Esto duró hasta que llegó el emperador Constantino, centinela de Occidente, que se convirtió al Cristianismo, lo declaró culto oficial y la gente se hizo portadora de valores eternos y se aficionó más al número de los payasos.
—Don Raimundo y, en España, antes de que los romanos trajeran el circo, ¿qué había?
—Pues mira, Francisquito, en España lo que había era celtas en el norte e iberos en el sur. Los celtas eran morenos; los iberos, rubios, y andaban siempre a la gresca, como es de ley, con el pueblo de al lado, pero luego se casaron entre ellos y les fueron naciendo celtiberos, que eran tirando a pelirrojos y más bien bajitos.
—Entonces, los españoles ¿por qué somos morenos?
—Eso es de darnos tanto el sol. Tened en cuenta que esto de los celtiberos ocurrió hace dos mil años, cuando había muchos árboles y el personal casi siempre estaba a la sombra, pero luego hubo que talar el campo para cultivar trigo y olivos y ya nos dio más el sol y nos pusimos morenos.
Algunas mañanas la Jabata entraba en la clase con su bata estampada de flores y su pechera valentona y se llevaba a un niño para que le hiciera los mandados. Un día en que don Raimundo había salido, la Jabata le dijo a Lupiáñez:
—José Antonio, escógeme a un niño despabilado para un trabajo, que la criada ha ido a comprar los aliños de la conserva.
Ir a los mandados te permitía escaparte de la escuela y pasarte la mañana en la calle, e incluso ir al bazar de Cencerrita y leerte un par de tebeos —que alquilaba a cinco céntimos— antes de regresar a la escuela, así que todos miraron a Lupiáñez amistosamente, pero él, que llevaba unos días rondándome para ver si le regalaba una armónica, que me habían traído los Reyes Magos, me escogió a mí.
No tuve suerte. El mandado era en la propia casa, sin pisar la calle.
—Escucha, niño —me explicó la Jabata—. Vas a bajar al sótano y me vas a llenar esta canasta de botellas para la conserva de tomate.
—Sí, señora.
—Pues venga, que si haces bien el mandado le voy a decir a don Raimundo que te pegue menos.
El sótano tenía un tramo de escaleras hasta un descansillo y luego otro tramo en ángulo recto hasta una puerta de chapa pintada de verde. Al llegar a la puerta me extrañó ver una raya de luz por debajo y el cerrojo descorrido, pero pensé que la Jabata habría bajado y me la habría dejado encendida, así que empujé con la canasta y la puerta se abrió de par en par dejándome ver lo que ojalá no hubiera visto. Don Lozano estaba culeando encima de Casilda, sobre un colchón. Al principio me quedé embobado sin saber bien lo que pasaba, porque yo nunca había visto a las personas hacer el acto del matrimonio, aunque algo me barruntaba de ver a los perros, a las ovejas y a las gallinas y por lo que Lupiáñez nos contaba que hacía con Felisa la Tonta. Así que me quedé boquiabierto, con la canasta por delante, sin saber qué hacer, mientras don Raimundo y la Casilda me miraban, él con los pantalones bajados y el culo grande y blanco y ella con las piernas abiertas, las medias de hilo engurulladas en las rodillas y los muslos gordos como costales y llenos de pelos. Antes de que dijeran nada, solté la canasta y eché a correr escaleras arriba, me metí en clase y me senté en mi sitio, con las orejas que me iban a estallar y temblando como si tuviera frío. Allí me quedé atontolinado hasta que entró la Jabata nuevamente y me preguntó por las botellas.
—Es que… me da miedo bajar al sótano —murmuré, bajando la cabeza. Mis compañeros soltaron una carcajada, pero la Jabata se puso seria y Lupiáñez impuso silencio.
—¿Cómo te llamas, niño?
—Vicente González —dije sin atreverme a mirarla.
—Muy bien, le diré a don Raimundo que te castigue para que seas mejor mandado. A ver, necesito un voluntario que sea machote, que no tema bajar al sótano.
En esto apareció don Raimundo con expresión preocupada, eso me pareció, y la Jabata le dio las quejas.
—Ese niño de ahí, el del jersey marrón y la cara de pabilucio es un mal mandado y un desobediente.
Los pelotas se miraban regocijados anticipando el espectáculo.
—Ya hablaré yo con él —dijo don Raimundo mirándome sin acritud.
Don Raimundo designó a dos voluntarios para que subieran las botellas del sótano y a los demás nos puso a repasar los montes y cordilleras de España, mientras él se enfrascaba en la lectura del periódico, pero yo, que aunque miraba el libro no dejaba de observarlo, noté que estaba ensimismado y no pasaba las páginas. Luego preguntó la lección a un par de alumnos y me pareció que hasta los varazos los daba como desganado. Cuando llegó la hora de salir, me llamó:
—Tú, Vicente, espérate que tenemos que hablar.
Me acerqué a la mesa, sin subirme a la tarima, con la mirada baja y el corazón desbocado, deseando que me tragara la tierra. Pero don Raimundo me dijo:
—¿Qué te pasa, hombre? ¿No estarás asustado? Anda, ven para acá y siéntate a mi lado.
Me acerqué receloso, mirando la vara de almendro que reposaba como dormida encima de la mesa, y don Raimundo me atrajo hacia él, me echó el brazo por el hombro, que le pesaba un quintal, y me dijo:
—Vamos a ver, Vicente. Tú eres un niño bueno, listo y bien mandado. Si yo no te apreciara y no tuviera buen concepto de ti, te pegaría menos. Cuando te pego es por tu bien, porque tú eres un portador de valores eternos y la letra con sangre entra, pero fuera de eso te aprecio y lo que quiero es hacer de ti una persona de provecho y una unidad de destino en lo universal y me empeño en que seas alguien en la vida. Ahora tú y yo vamos a hablar de hombre a hombre, porque tú ya eres un hombrecito y puedo confiar en ti. Esta mañana, cuando has bajado al sótano, estaba atendiendo a la criada, que le había dado un desmayo, ¿comprendes?
Yo asentí con la cabeza.
—A las mujeres de vez en cuando les dan ataques y hay que atenderlas para que no se pongan malas —continuó don Raimundo.
Yo seguía asintiendo. Se quedó callado un momento como dándole vueltas a una idea y luego prosiguió.
—Vamos a ver. ¿Tú eres capaz de hacer un juramento solemne?
No sabía lo que responder, así que me encogí de hombros. No me atrevía a levantar la mirada y estaba sudando a pesar del frío que hacía en la escuela.
—Vamos a ver si eres una verdadera unidad de destino en lo universal. ¿Estás dispuesto a jurar y ser mi amigo?
Asentí. Y él me levantó la barbilla con dos dedos duros que olían a nicotina y me obligó a mirarlo a los ojos. Me puse colorado de la vergüenza.
—Te diré una cosa, Vicente: tú eres mi alumno favorito. Quizá te extrañe porque eres uno de los que más castigo, pero ahí tienes la demostración. ¿No has oído decir «quien bien te quiere te hará llorar»? Bien, volviendo a lo del sótano. ¿Vas a contarle a alguien lo que has visto?
Estaba tan asustado que me eché a llorar.
—¡Pero, hombre! —se alarmó don Raimundo—. ¿Qué modo es ése de comportarse un tío machote? ¿No te acabo de confesar que eres mi alumno preferido? —Extrajo un pañuelo de hierbas del bolsillo de la chaqueta y me enjugó las lágrimas. El pañuelo olía a colonia. Miraba a la puerta, de vez en cuando, un poco azarado.
—¿Qué haces, hombre? —me riñó sin acritud, paternalmente—. ¡Los hombres no lloran! A ver, ¿se lo contarás a alguien?
—No, señor —prometí sin dejar de llorar.
Me tomó por los hombros.
—¿Lo juras?
—Sí, señor.
—Vamos a ver si es verdad.
Abrió el armario de las varas, sacó un libro negro y le limpió el polvo del lomo dorado antes de colocármelo delante.
—¿Sabes qué libro es éste?
—No, señor.
Lo abrió y me señaló el título.
—A ver, ¿qué dice?
—Sa… gra… da… Bi… blia —leí.
—¡La Biblia, Vicente! ¡Arrodíllate y arrepiéntete de tus maldades porque estás ante la Biblia en pastas!
Me arrodillé con unción, aunque no estaba en la iglesia.
—Vicente: vas a jurar solemnemente sobre la Biblia. Eso quiere decir que si luego quebrantas el juramento te condenarás irremisiblemente al infierno: darás una zambullida en la caldera de fuego de Pedro Botero y tu alma se condenará eternamente entre horribles tormentos. ¿Te das cuenta?
—Sí, señor.
—No se lo podrás decir ni al cura cuando te confieses. Piensa que don Próculo me cuenta vuestras confesiones. Si me entero de que se lo has dicho se te va a caer el pelo, ¿entendido?
Asentí con vehemencia.
—Bueno. Ahora pon la mano derecha encima del libro.
La puse.
—Ahora repite conmigo: Juro por Dios Creador, Uno y Trino y por el Espíritu Santo que no revelaré a nadie, ni siquiera a don Próculo en confesión lo que he visto hoy. Amén.
Lo repetí tal como me lo indicaba y él aflojó la presión de sus manazas en mis brazos.
—Bueno, Vicente —dijo, soltándome—. Ya has jurado. Ve con Dios y recuerda que estás bajo juramento hasta la muerte.
Salí disparado, pero antes de que alcanzara la puerta, su voz me detuvo.
—Vicente, que te olvidas la cartera.
Al día siguiente el maestro me sacó a la pizarra y me preguntó la lección nueve, de Moral, que era de las más fáciles.
—A ver, Vicente: ¿cuántos dioses hay?
—Hay un solo Dios verdadero.
—¿Quién es Dios?
—Dios es un Señor infinitamente bueno, sabio, poderoso, creador del cielo y de la tierra.
—¿Es Dios una sola persona?
—No, señor; sino tres en todo iguales.
—¿Cuáles son estas personas?
—Estas personas son: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
—El Padre ¿es Dios?
—Sí, Señor.
—¿Son, por ventura, tres dioses?
—No, sino uno en esencia y trino en persona.
—¿Para qué fin fue creado el hombre?
—Para conocer, amar y servir a Dios en esta vida y después gozarle en la otra.
Don Raimundo asintió complacido.
—Así es como hay que saberse las lecciones. Vuelve a tu sitio, Vicente.
Los pelotas y Lupiáñez me miraban desconcertados y muertos de envidia.
Los buenos propósitos de don Raimundo no duraron mucho. A los pocos días volvió a darme de varazos y coscorrones, aunque yo, en mi simpleza, lo disculpaba pensando que lo hacía para disimular y para que no se notara que yo era su alumno favorito.
La patrona de Navas del Prior era santa Lucía Virgen y Mártir. Ese día los niños y niñas de las escuelas asistíamos a misa en la iglesia del pueblo y después formábamos por cursos, en la plaza, para recibir el hochío de la Patrona. En la puerta del ayuntamiento se montaban unas mesas con caballetes y tablas del horno de Braulio, y las Marías de los Sagrarios y las Jóvenes Reparadoras las vestían con sábanas bordadas y mantelerías que traían de sus casas. A la salida de misa, con todo el pueblo congregado en la plaza, la banda de música tocaba la salve de la patrona, y a sus acordes el alcalde levantaba la vara dando comienzo al acto. Entonces aparecían el alguacil y el secretario del ayuntamiento llevando entre los dos una canasta de hochíos que vaciaban encima de las mesas, y la presidenta de las Reparadoras con la de las Marías destapaban una cesta de onzas de chocolate partidas, que hasta entonces habían custodiado en un ángulo de la mesa. Los niños nos poníamos en fila, tan felices, e íbamos pasando por delante de la presidencia formada por don Próculo, vestido de casulla como en misa, el alcalde, el sargento de la Guardia Civil, los maestros y las presidentas de las Reparadoras y de las Marías, cada uno con su cónyuge si lo hubiera, y entre todos, ordenadamente, turnándose para no cansarse, nos iban dando a cada escolar un hochío y una onza de chocolate. En estos actos don Raimundo comparecía con su camisa azul y su uniforme blanco de cuyo pecho pendían la medalla de Sufrimientos por la Patria y la de Caballeros Mutilados. Al lado del cura, en representación de la Iglesia, se sentaba también el presidente local de Acción Católica, un hombre pequeño con cara de conejo que se llamaba Froilán y tenía una mujer voluminosa y tres hijas que en el cuerpo le salían a la madre y en la cara al padre. A las niñas de don Froilán les decían las Virtudes Teologales porque se llamaban Fe, Esperanza y Caridad, las tres poco agraciadas y más bien gordas, motivo por el cual a Fe le decían Fe-a (separando las sílabas) y a las otras dos, la Esperanzona y la Cantidad. La gente de los pueblos ya se sabe como es.
Los niños pobres esperaban ilusionados el día de la patrona, más que por la misa y las comuniones, por el hochío y el chocolate. Entonces, aunque ya hacía años que habían levantado el racionamiento, en muchas familias todavía se pasaba hambre, y bastantes niños no cataban el chocolate más que de pascuas a ramos. A mí, que lo merendaba todos los días, me hacía menos ilusión. Aparte de que el chocolate que repartían en la fiesta de la patrona era del que se quedaba rancio en el almacén, que el alcalde le compraba a mi padre rebajado, aunque luego en la factura figuraba el precio normal. Algunos niños devoraban su hochío en cuatro bocados y se metían otra vez en la fila para reengancharse. Una vez don Raimundo cazó a uno que se llamaba Andresillo Cubero y lo llevó dándole bofetadas hasta el pilarillo de la cuesta mientras la madre iba detrás llorando y diciendo que soltara a su hijo que se lo iba a matar. Todo el mundo se había quedado callado, por la violencia de la situación, pero el alcalde mandó tocar otra vez la salve de la patrona, con lo cual, a los acordes de la música, se restableció la armonía y la gente volvió a hablar y a reír.
La mesa de la presidencia felicitó mucho a don Raimundo cuando regresó de las bofetadas, abrochándose los gemelos, tan ufano, a reincorporarse en su puesto.
—Si queremos que nuestros hijos sean unidades de destino en lo universal, éste es el momento en que hay que educarlos —explicó a la mesa y al público en general.
Los que se colaban en la fila de la merienda quedaron tan escarmentados que aquel día sobraron hochíos y onzas de chocolate y hubo que repartir los sobrantes entre todo el que quiso, niño o mayor, con lo cual se formó tal revuelo que por poco dan con la virgen en tierra y hasta hubo sus dimes y sus diretes porque en medio del tumulto alguien le tiró una tarascada a salva sea la parte a la presidenta de las Marías, que hasta le rompieron las bragas a la mujer, para que se vea la desvergüenza, y el cabo de la Guardia Civil tuvo que subirse en una silla y amenazar con que si la gente no guardaba la compostura se suspendía el reparto.
—O se declara el toque de queda en el pueblo y se suspenden las libertades civiles —advirtió el alcalde.
—¿Qué libertades, qué pueblo, ni qué coña? —decía indignada la de las bragas rotas—. ¡Éstos son una horda de rojos y no tienen vergüenza!
—¡Paciencia y caridad! —la exhortaba su colega, la presidenta de las Reparadoras—. Aquí lo que hace falta es una Santa Misión todos los años, a ver si metemos en vereda a tanto pecador.
Cuando vino el señor obispo a confirmar, también fue día de fiesta con colchas en los balcones, guirnaldas de verde cruzando las calles y reparto de hochíos con chocolate. Se declaró día festivo en el pueblo y la gente no salió al campo a trabajar. Por orden del señor alcalde, el pregonero informó unos días antes para que las mujeres que vivían en las calles por donde iba a pasar el señor obispo blanquearan las fachadas, engalanaran los balcones y las ventanas con colchas y banderas y retiraran de la vía pública los cagajones de las bestias y otras inmundicias. El día de la visita no hubo clase y los niños de las escuelas comparecimos recién lavados, peinados y con nuestras mejores ropas para que los maestros pasaran revista.
Yo me puse un trajecito que me habían comprado para el luto del abuelo Sebastián, el invierno anterior. El traje era de paño, muy abrigado, y el obispo vino en el mes de junio, con todo el calor, así que pasé el día sudando como un pollo y a punto de que me diera un sarpullido. Mi madre me puso en la solapa un lazo azul celeste con una medalla del padre Tarín y cuando me quejé de que los zapatos me apretaban me dijo:
—¡Porque son de estreno! Si fueras con unas sandalias de goma como esos pobretones, no te apretarían. Lo que tienes que hacer es ofrecer tus sufrimientos por las intenciones del señor obispo y el Niño Jesús te sonreirá desde el cielo.
Mi madre llevaba razón. Mis compañeros pobres no estrenaban nada. Aparecieron con sus camisillas mal cosidas, con las mangas por debajo de los codos, aunque menos sucios que de costumbre, sin mocos verdes brillando sobre el labio superior y recién pelados al cero, por cuenta de la escuela, con el cuero cabelludo marcado de las cicatrices de las pedradas y los garrotazos de los juegos infantiles.
—¡A ver, las uñas!
Mostramos las manos y don Raimundo las revisó cuidadosamente dando un par de bofetadas a los que habían olvidado sacarse el luto de las uñas.
—Iros volando, ¡cacho de marranos!, a que vuestras madres os laven bien y si no estáis en la plaza de la iglesia dentro de cinco minutos, os deslomo.
La llegada del prelado estaba prevista para las doce de la mañana, pero a los niños nos formaron a las nueve frente a la iglesia de San Juan. Nos repartieron banderitas blancas y amarillas y nos pusieron a ensayar la bienvenida, cada curso con su maestro. Don Raimundo calmó a los más inquietos con un par de repelones y cuando nos tuvo atentos dijo:
—¡Oídme bien! Cuando el Excelentísimo y Reverendísimo Señor Obispo aparezca os haré una señal y entonces comenzaréis a agitar las banderitas con entusiasmo y fervor hasta que, ya pasado el prelado, yo cruce los brazos y diga basta. ¿Está claro?
—Sí, señor —coreamos.
Estábamos debajo de los soportales de Tejidos La Elegante Española que, en atención a la visita del señor obispo, había sustituido las fajas y sostenes del escaparate por una gran fotografía de Pío XII bendiciendo y un cuadro de santa Librada, abogada de las parturientas, que la mercería prestaba a las clientas del establecimiento en trance de parto. Don Raimundo nos dispuso en fila de diez en fondo, los más altos delante; los medianos, detrás, subidos sobre el segundo peldaño, y los más pequeños, los últimos, encima de dos bancos que trajimos de la escuela, para que se nos viese bien a todos. Yo, como estaba detrás, con los más pequeños, me entretuve en leer lo que ponía en el cuadro de santa Librada:
Santa Librada,
santa Librada,
que la salida sea tan dulce
como la entrada
Llevábamos dos horas largas aguardando, medio roncos de cantar el repertorio eucarístico, nos dolían los brazos de tremolar las banderitas, y se habían producido tres o cuatro meados y un par de lipotimias, cuando de pronto llegó el alguacil en su moto y anunció:
—¡Ya está aquí el pájaro!
Los maestros hicieron la señal y los niños empezamos a agitar las banderitas y a cantar el Himno Eucarístico. Íbamos por aquello de
¡Misericordia, Señor, misericordia
Porque estamos ahitos de pecado…!
Cuando por la calle General Moscardó apareció el coche negro del alcalde, que había salido a esperar al señor obispo a la cuesta del Higuerón, límite del término municipal. El coche del alcalde estaba reluciente de limpio y lo habían engalanado con lazos morados y colgajos para tapar dos o tres bollos y un faro que le faltaba. Dentro iban el cabo de la Guardia Civil, con guantes blancos de gala, y varios concejales, todos los que cupieron, muy trajeados y vueltos para evitar darle la espalda al señor obispo, que venía en el coche siguiente, en difícil escorzo y expuestos a desnucarse si el coche pillaba un bache. Detrás venía el Mercedes del obispo, con el prelado repantingado en el asiento de atrás, charlando con otro cura casi tan gordo como él. La centuria del Frente de Juventudes se puso firme, sacó pecho y rindió banderas; el grupo de Acción Católica y las Marías de los Sagrarios arrancaron a entonar un himno catequético y los niños de las escuelas agitamos las banderitas y aunque todavía no llevábamos el Himno Eucarístico ni por la mitad, don Raimundo nos ordenó que cambiáramos a la Salve. Don Raimundo nos vigilaba por el rabillo del ojo mientras le sonreía al coche del obispo, con el cuerpo vuelto para que el prelado le viera las dos medallas.
Los coches dieron la vuelta a la plaza, levantando una polvareda que nos puso a todos perdidos, y se detuvieron en la puerta de la iglesia. Las Marías de los Sagrarios y las Reparadoras habían engalanado la entrada del templo con un arco de flores del que pendían colchas y cacharros de cobre abrillantados, y habían marcado el camino con dos filas de macetas de aspidistras y un par de guirnaldas recién cortadas.
El chófer episcopal, uniformado y con gorra de plato, se apresuró a abrir la portezuela del prelado. Mientras tanto, el cura que acompañaba al obispo se apeó por la otra puerta y corrió a ponerle la mitra. Sin mitra, el obispo era un hombrecillo muy gordo con la cara redonda y carrilluda y los ojillos casi ocultos detrás de unas gafas con cristales de culo de vaso. Los niños estirábamos el cuello a ver si le podíamos ver el anillo de huevo de codorniz en el que residía todo su misterio.
El obispo se volvió a la nube de polvo y la bendijo un par de veces y antes de que se disipara entró en la iglesia escoltado por las autoridades y precedido por el sacristán, que iba voleando el incensario, mientras Gabucio, el pregonero, lo sustituía en el repique de campanas. Detrás de la comitiva entramos los demás, primero la centuria del Frente de Juventudes, que, como el pueblo era pequeño, no llegaría a treinta cadetes, seguida de los niños de las escuelas y de las Marías de los Sagrarios, las Reparadoras y el resto del pueblo, todos con ropa de domingo.
La confirmación se me hizo corta. El maestro nos había advertido que el cachete que daba el obispo para confirmarte no hacía daño, pero los niños lo esperábamos con ilusión, por la curiosidad. Yo me tranquilicé cuando le vi las manos al obispo, blancas y almohadilladas de gordezuelas, como la masa de harina. Además de que aquel día debía de tener mucha prisa porque, según íbamos avanzando para arrodillarnos delante de él, se asomaba a ver donde terminaba la cola. Debía de estar harto de dar cachetitos. Mientras confirmaba iba bisbiseando algo en latín, supongo, porque lo único que le entendí fue «¡Venga, venga!». Se impacientó porque tardé un poco más de la cuenta en levantarme. Luego me quedó la duda de si estaría bien confirmado, porque el obispo casi no me había tocado y por si acaso al otro año, viviendo ya en Jaén, volví a confirmarme en el Colegio de los Hermanos. Le consulté a mi madre la duda y me contestó:
—Tu confírmate otra vez, por si acaso, que más vale que sobre que no que falte.