SEGUNDO
La escuela de don Aniceto
La escuela de don Aniceto estaba en la Bomba, un caserón del barrio alto con los tejados combados y llenos de hierba; y los muros despintados, agrietados y con desconchaduras por las que asomaba el tapial de barro. Si por fuera era una ruina, por dentro era peor. Las paredes reventadas de la humedad; las baldosas del suelo tan partidas y remendadas que no quedaba una sana; los techos y las paredes chorreados de goteras porque dentro llovía más que en la calle.
El caserón había conocido mejores tiempos, como se echaba de ver por los escudos de piedra que adornaban la fachada, a uno y otro lado del balcón principal y por la escalinata de mármol, ya sin un peldaño sano, que conducía al piso principal. En la guerra, cuando la Bomba fue cuartel, los soldados habían escrito sus iniciales a punta de machete en las paredes, en las ventanas y hasta en los techos. Algunos también pusieron su fecha de nacimiento y el nombre de su pueblo. Mi padre me decía que lo hacían para que quedara algo de ellos si los mataban, porque la familia los olvida pronto; así, cuando pasaran los años y alguien leyera el nombre, aunque hiciera tiempo que estuvieran criando malvas, sería como si vivieran todavía y, como cuarteles siempre habrá, el nombre puede durar en la pared más que un guijarro en medio del campo. En esto me parece a mí que consiste la fama. Si alguien lee tu nombre cuando estás muerto parece que te rescata del largo olvido de la muerte. ¿Qué otra ganancia puede haber si no? A lo mejor por eso estoy escribiendo estos recuerdos míos todas las noches cuando vuelvo del trabajo, en lugar de irme al bar de abajo con los amigos, a ver el fútbol, mientras la Encarna acuesta a la abuela. Al principio empecé casi por aburrimiento, porque nos fuimos dos días al campo con los niños, se puso a llover y no se podía salir de la casa, pero ahora le he tomado gusto y me paso el día ordenando los recuerdos y pensando en lo que voy a escribir cuando llegue a casa. En fin, que me hace ilusión llenar este cuaderno para que mis recuerdos no se pierdan y si algún día alguien lo lee, piense en mí cuando ya esté muerto.
Mejor será que siga. El patio trasero de la Bomba era mayor que el del Santo Ángel, donde va a parar, grande como para que los soldados hicieran instrucción. En un lado había soportales con varias puertas cerradas donde creíamos que se guardaban las bombas que le daban nombre al colegio, de modo que, cuando en el recreo les dábamos un pelotazo, nos quedábamos unos instantes sobrecogidos esperando una explosión como las que salían en las películas de guerra que ponían en el cine Calatrava.
Como no pasaba nada seguíamos jugando. En otro de los lados había un cobertizo con una pila de piedra con una mancha roja en el fondo, que nosotros pensábamos que era de sangre.
Don Aniceto daba clase en una habitación en forma de «L». Los que se sentaban a un lado no veían a los del otro, pero don Aniceto los veía a todos porque su mesa estaba en el ángulo.
La mesa de don Aniceto era enorme, con muchos adornos de talla, pero despintada, vieja y desencolada porque los soldados la habían abandonado en un cobertizo donde le había llovido y se le habían cagado las gallinas. Tenía tarima con el agujero del brasero, pero don Aniceto nunca lo tuvo. En invierno, no se quitaba la bufanda, de vez en cuando se la subía hasta la nariz para que fuese empapando la gotita que se le formaba en la punta, y sólo se bajaba el embozo cuando tenía que explicar, para que se le oyera bien al fondo de la clase.
En las paredes, en los lugares por donde no chorreaba el agua cuando llovía, había cuadros con escenas de la Historia Sagrada dibujadas y coloreradas por los propios alumnos y enmarcadas por la familia del artista, con más o menos lujo, según las posibilidades. En el que representaba la muerte de Abel y Caín huyendo, feo como un miliciano, al artista se le había ido la mano con la sangre y había puesto el suelo perdido como si hubieran degollado a un cochino. El del Arca de Noé, estaba tan despintado de darle el sol que entraba por la ventana todo el verano, que no se apreciaba si los animales representados saliendo del arca eran asnos o elefantes.
El pupitre donde me tocó sentarme, por orden de lista, estaba tan destartalado como todo lo demás. Era más viejo y peor que el de las monjas, pero me hizo más ilusión porque tenía delante una tabla plana con un surco para la pluma y un agujero para el tintero de porcelana. Don Aniceto lo rellenaba con una botella de tinta que tenía en una balda detrás de su mesa. La tinta la fabricaba él mismo con unas pastillas que disolvía en agua.
Don Aniceto Montoya Algarinejo era delgado y poquita cosa, con una calva pecosa y unos velloncillos blancos por el cogote y las orejas y usaba gafas de concha con cristales de miope que algunas veces limpiaba cuidadosamente con un pulcro pañuelo de hierbas mientras nos explicaba la lección, con los ojos cerrados como los ciegos. Don Aniceto tenía solamente un traje, demasiado ancho, gastado y lleno de brillos, que era el que llevaba a clase todos los días y al paseo los domingos. La corbata gris con rayas azules y verdes, estrecha y pasada de moda, había pertenecido a mi padre. Un día vino a nuestra tienda la mujer de don Aniceto a comprar patatas y cuando intentó levantar la cesta, se le rompió un asa. Entonces, mi padre no encontró una cuerda a mano y, por salir del paso, le ató el asa con una corbata vieja.
Entonces los maestros no ganaban mucho (por eso se decía que pasas más hambre que un maestro de escuela) pero, por lo visto, don Aniceto ganaba menos todavía, porque había sido republicano antes de la guerra y cuando llegó el Movimiento lo metieron en la cárcel. Cuando salió se encontró con que no podía ejercer de maestro y se quedó sin trabajo y con una familia a la que mantener. Cuando yo lo conocí ya estaba algo mejor, pero eran todavía los años malos y tenía que vivir de las permanencias y de cuatro trabajillos que se apañaba porque, además, tenía una hija enferma. La niña se llamaba Libertad, pero como ese nombre estaba prohibido, le decían Nicolasa. Estaba tísica, y las medicinas y el jugo de carne de caballo que le recetaba el médico costaban un dineral.
A don Aniceto lo declararon inútil para el servicio en la guerra por miope, pero él estaba empeñado en defender la República y se consiguió un enchufe en Sanidad, donde aprendió a poner inyecciones e hizo los cursos de practicante, aunque como fue con los rojos no se los reconocieron en el Movimiento. En sus horas libres don Aniceto trabajaba de practicante en los cortijos a los que no quería ir el practicante del pueblo, que era gordo y comodón y sólo atendía en su casa. Don Aniceto no tenía horas y siempre estaba de un lado para otro con una motillo trompetera Guzzi que compartía con un verdulero del mercado. Don Aniceto tenía una cazadora de cuero muy vieja con señales deshilachadas de galones en los hombros y el pecho, y unos bolsillones hondos donde llevaba la botella de alcohol, la caja metálica donde hervía las agujas y la jeringa, y un envoltorio de algodón en rama.
A las doce del mediodía don Aniceto no rezaba el Ángelus como las monjas. Daba unas palmadas y nos mandaba al patio, donde Honorio el Cojo, un amigo suyo mutilado de guerra, venía todos los días puntualmente con su muleta de madera a vigilarle el recreo. Mientras, el maestro salía disparado a poner inyecciones o a sangrar mulos en los cortijos, lo que le diera tiempo en media hora. Regresaba a las doce y media o poco después con la lengua fuera, y daba un par de palmadas asomado a la ventana, sin ni siquiera quitarse el chaquetón de cuero.
—¡A clase, niños!
Por la tarde, después de la escuela, don Aniceto tomaba un bocado y seguía visitando cortijos con las inyecciones, las sangrías y el sajamiento de abscesos y cuando se hacía de noche y no podía seguir por esos caminos, regresaba al pueblo y se dirigía primero a la fábrica de harinas del alcalde y después a la de aceite de don Roberto Las Heras para llevar la contabilidad, sin equivocarse y por duplicado, porque eran los tiempos del estraperlo y de todo se hacían cuentas dobles.
—Este hombre es un mártir y un talento —lo alababa mi padre.
—¡Un rojo es lo que es! —replicaba mi madre.
—¡Eso son errores del pasado que bien pagados los tiene! —lo defendía mi padre—. Don Aniceto tiene más vergüenza que muchos que yo me sé que se andan dando golpes de pecho todo el día, y no me tires de la lengua no sea que diga más —terminaba para cambiar de conversación.
De madrugada, don Aniceto regresaba reventado a su casa, en la calle del General Varela, dos. Su mujer lo esperaba a oscuras, por ahorrar luz, con las faldas de la mesa camilla subidas hasta los hombros y el brasero de picón tibio, casi apagado. Entraba a darle un beso en la frente a la niña Libertad, que dormía en su lecho de enferma, mientras su mujer le calentaba la cena antes de irse a la cama helada. El hombre se sacaba sus dinerillos para tirar hasta fin de mes y costear las medicinas y la carne de caballo. Don Aniceto era, además de lo dicho, agente local de la compañía de seguros La Seguridad Inmortal, S. A., y representante de la marca de abonos nitrogenados El Agro Imperial, S. L. Los sábados por la tarde los dedicaba al papeleo de las representaciones, mientras su mujer escuchaba la radio en la cama. Hacían poca vida de sociedad, la mujer prefería quedarse con la niña Libertad, pero él se concedía un rato de asueto los domingos por la tarde para jugar una partida de dominó en el casino, con mi padre y otro par de amigos.
Don Aniceto, con tanto trabajar y tan poco dormir, arrastraba sueño atrasado, por lo que a veces daba cabezadas en la escuela o se quedaba profundamente dormido en su sillón, con la cabeza echada para atrás, apoyada en la pared, donde, con el tiempo, había dejado una mancha de grasa; con la boca abierta, en la que se le paraban las moscas y las soplaba para espantarlas, con gran recocijo de la clase. Algunas veces soltaba un ronquido que provocaba una carcajada de los niños que lo despertaba de pronto.
—¡Eh! ¡Vaya!, parece que me he quedado algo traspuesto. ¡A ver, todo el mundo a su sitio, que ha llegado el momento artístico!
Don Aniceto nos hacía un dibujo en la pizarra para que lo copiáramos y lo coloreáramos con lápices de colores. Mientras, con las tijeras y la grapadora, confeccionaba cuadernos para los niños más necesitados, los que tenían a los padres en la cárcel, con los reversos de los sobres usados o de las facturas caducadas de la fábrica de harinas. También nos afilaba los lápices con una cuchilla de afeitar vieja, porque nosotros nos dejábamos media mina dentro del sacapuntas.
En la escuela de don Aniceto me eché dos amigos: Pepín, que era hijo de un soguero, de los que hacían sogas y cuerdas, y Eusebio. Entonces los pobres, como la vida estaba tan mala, criaban conejos en sus casas, en el corralillo y, si no tenían corralillo, en jaulones de malla de alambre. Después de la escuela, antes de que anocheciera, los niños pobres salían al campo a recoger hierba para los conejos. Yo, aunque en mi casa no teníamos conejos, porque se comía de la tienda, gracias a Dios, muchas veces acompañaba a Eusebio y a Pepín y les ayudaba a recoger hierba, sin que lo supiera mi madre, que se enfurecía cuando le decían que me habían visto con un saco de hierba a cuestas como los pobres.
En las clases de Aritmética, don Aniceto nos enseñaba los números y algo de cuentas. Hacíamos como si compráramos y vendiéramos con monedas y billetes de papel, que pintábamos bajo su supervisión.
—Las monedas de curso legal en el Estado español son las siguientes —decía—: De cinco céntimos o perrilla; de diez céntimos o perra gorda; de dos reales, la del agujero en medio; de peseta o rubia; de diez reales y de cinco pesetas, o duro. En cuanto a los billetes, tenemos de peseta, de cinco pesetas, de cinco duros, de diez duros, de cien pesetas, hay algunos de quinientas pesetas y dicen que también los hay de mil.
La literatura era lo que más me gustaba de la enciclopedia. Ya se ve que era mi vocación y que por eso, a mi edad, me he metido en este trajín de escribir mi vida colegial. Algunas veces, cuando repaso lo escrito para corregir algunas palabras o meter otras del diccionario, me dan ganas de romperlo. Me parece que todo es una marranada, pero otras veces al recordar las escenas me río solo, como los tontos, y pienso que si también hiciera reír a otros, sería suficiente. Después de todo, como decía Cervantes, no hay libro por malo que sea que no contenga algo bueno.
Don Aniceto leía mucho en los cuatro ratos perdidos que le dejaban sus múltiples ocupaciones, los libros que le prestaban sus amigos o los que sacaba del casino, de un armario de libros que sólo leía él. En la escuela también había un armario con algunos libros que iba comprando a los traperos al peso, deshechos y descuadernados, para enseñarnos a restaurarlos con cartón y cola de encuadernador. «Éstos son los mejores trabajos manuales, amigo Teodoncio —le decía a mi padre—. Al niño que restaura un libro se le inculca el amor al libro». Al lado de mi pupitre había una especie de alacena con tres o cuatro estantes llenos de los libros que íbamos restaurando. Me acuerdo de algunos de Pérez Galdós, de Baroja, de Unamuno y de Blasco Ibáñez. Lo que no leía mucho don Aniceto eran periódicos (para lo que traen, decía). Algunas veces, cuando alguien se extrañaba de que le gustara tanto leer, que entonces mucha gente creía que era cosa de mujeres, él se encogía de hombros y suspiraba. A mi padre le contó que, de joven, había llegado a reunir una biblioteca de trescientos libros, que luego perdió. A don Aniceto le gustaba hacer el dictado de lo que estuviera leyendo.
—¿Sabéis quién fue Guy de Maupassant? Un escritor francés del siglo pasado. Hoy voy a dictar un par de párrafos de su cuento Bola de Sebo: «La guerra es una salvajada cuando se hace contra un pueblo tranquilo; es una obligación cuando sirve para defender a la patria. Los militares hacen ejercicio durante horas todos los días: de frente; marchen; vuelta a la izquierda; vuelta a la derecha; media vuelta. ¡Si labrasen los campos o arreglasen las carreteras del país! Pero no; los militares no sirven para nada. Los pobres tienen que darles de comer mientras aprenden a destruir. ¿No es abominable que se maten los hombres ya sean prusianos o ingleses, polacos o franceses?».
Don Aniceto disfrutaba explicándonos la literatura.
—La primera novela picaresca, género típicamente español, es El Lazarillo de Tormes, que es anónima, es decir, de autor desconocido. Cuando no se conoce al autor de una obra de arte, sea escrita o pintada, se dice que es anónimo. También se aplica esta palabra, anónimo, para las cartas, por lo general amenazantes o insultantes, que no llevan firma. Enviar anónimos es vil y cobarde y solamente merece desprecio. Una persona honrada debe firmar.
Las lecciones de historia de don Aniceto eran tan interesantes como las de literatura.
—España es nuestra madre, la debemos amar doblemente porque es una madre triste que ha tenido la desgracia de estar regida por muy malos gobernantes.
Don Aniceto no hablaba mucho de la historia reciente y cuando alguien le preguntaba por la guerra decía «ésas son cosas tristes y más vale no acordarse».
Algunas veces, mientras dibujábamos o resolvíamos un problema, don Aniceto miraba por la ventana el campo, los olivos y las mieses bajo la lluvia o al sol de la primavera. Yo lo observaba con ternura cuando no se daba cuenta porque era justo, bueno y pobre, y con ese sentimiento infantil que intuye más de lo que comprende; me parecía que aquel hombre arrastraba una congoja muy grande. Cuando miraba el campo con los ojillos miopes entrecerrados, parecía ausente y remoto como si estuviera en otra galaxia.