PRIMERO
El colegio de las monjas
Me llamo Vicente González Moreno. Nací en Villarejo de Cotrufes, un pueblo andaluz y olivarero de calles empinadas, retorcidas y limpias, con tres iglesias, cuatro con la ermita, con casas humildes, pero pulcras y bien encaladas, con sus casas-palacio llenas de balcones y con escudos de piedra en la fachada. Entonces el pueblo tenía trece mil habitantes, el doble que ahora, antes de que muchos emigraran a Madrid, a Barcelona y a esos mundos de Dios.
Mi padre, al que Dios tenga en su gloria, se llamaba Teodoncio González Algarinejo; de profesión, comerciante. Había nacido en Tejares de Salamanca, pero su regimiento pasó por Villarejo de Cotrufes cuando la guerra, donde conoció a mi madre, Presentación García Moreno, de profesión sus labores. Los presentaron en un baile, se gustaron, él le preguntó si quería ser su madrina de guerra, ella se puso colorada y le contestó que sí, se escribieron y al acabar la guerra, cuando él se licenció, volvió y se casaron. Al principio parecía que no iban a tener hijos, pero con el tiempo llegamos mi hermana Presentación y yo, casi seguidos.
Mi padre, al terminar la guerra, vendió una tierrecilla que había heredado en su pueblo y, para ganarse la vida, puso en Villarejo una tienda de alimentación de categoría para aquel entonces, con un abanico de bacalaos en la ventana-escaparate, que obligaba a la gente a pararse para verlo. Con letras de madera pintadas de negro y pegadas a la fachada, ponía: T. González, y, debajo, en un tablón corrido: Ultramarinos finos y coloniales. Higiene y calidad superior.
Mi padre vendía de todo: delante del mostrador de madera había una fila de sacos, abiertos y con la boca remangada, con garbanzos, lentejas, alubias y judías; a un lado, tarros de cristal con avellanas y caramelos, una caja de galletas María a granel y otra redonda de sardinas arenques. Entonces en el pueblo no había pescadero y la gente comía mucho bacalao y mucha sardina arenque. La sardina se metía en un papel de estraza y se aplastaba en el marco de una puerta para que se le abriera la carne y se sacara mejor la raspa… En el estante de detrás del mostrador se veían los paquetes de achicoria, las latas de atún, las cajas de flan chino El Mandarín, las tabletas de chocolate Virgen de la Cabeza, las pastillas verdes de jabón Lagarto y las cajas de tintes Diana. Del techo colgaban sartenes, ollas y cazos y unas cintas para que se pegaran las moscas, porque antiguamente había más moscas que ahora, dónde va a parar. Ahora, con los detergentes y con los adelantos, casi no hay moscas.
De mi infancia guardo pocos recuerdos. No tendría cuatro años cuando me apuntaron a las monjas del Santo Ángel. En Villarejo de Cotrufes los hijos de los ricos iban al Colegio del Santo Ángel, que era de pago, y los pobres, a las escuelas del gobierno. Aunque entonces los pobres no iban a la escuela, que en cuanto echaban los dientes los ponían a trabajar guardando marranos, pavos o haciendo mandados.
El colegio del Santo Ángel era un caserón antiguo en la calle General Queipo de Llano esquina General Moscardó, que una vieja rica, marquesona creo, le había donado a las monjas. A la entrada había dos columnas de granito, y una ornacina con una Virgen blanca y azul, que sustituía a la que los marxistas rompieron con porros de picapedrero.
Como entonces había poco papel, los párvulos del Ángel Custodio escribíamos en unas pizarras pequeñas, cada uno la suya, con un lápiz de piedra, el pizarrín. A los pizarrines les sacábamos punta frotándolos en las columnas de la entrada.
Me hizo mucha ilusión acompañar a mi madre cuando me compró el equipo del colegio: una cartera que olía a cuero nuevo y bien curado, la primera cartilla y una pizarra a la que mi padre ató el pizarrín y el trapo de borrar, para que no los perdiera. Pasé la noche sin pegar ojo de la emoción, encendiendo la luz a cada momento para mirar la cartera, que estaba en la mesita de noche, y la bata del uniforme recién planchada y con las iniciales V. G. M. bordadas en el bolsillo de arriba. Como no terminaba de amanecer, me levanté, me lavé y me vestí sin hacer ruido y me senté en el saloncito con la cartera colgando a la espalda a esperar a que se hiciera de día y mi madre me llevara al colegio. Los zapatos me apretaban bastante porque eran de estreno, pero me sentía tan feliz que no me importaba.
Mientras esperaba abrí la cartera no sé cuantas veces para asegurarme de que no se me olvidaba nada: cartilla, pizarra, pizarrín, trapo, y el devocionario Alfalfa Espiritual para Borregos de Cristo del padre Clarete, confesor de la fundadora, editado por las monjas, que era de adquisición obligatoria, aunque nunca lo usamos.
—Por lo alegre que vas a la escuela, bien se ve que vas a ser un talento —vaticinó María, la criada, al despedirme con un beso.
Salí de casa, con mi madre de una mano y mi hermana de la otra, por la calle de las Torres adelante, cruzándonos con los hombres que iban y venían del campo, las mulas de reata cargadas con los serones, los arados y las herramientas, y con las mujeres que acudían al mercado con el cenacho de la compra. Yo iba más orondo que un marqués pensando que todos al mirarme se daban cuenta de que iba a la escuela con la bata y la cartera nuevas. Mi madre estaba muy guapa, con su mejor vestido, el reloj chapado en oro y los pendientes de coral que se ponía en las bodas, los bautizos, en Semana Santa y el día del Corpus. Yo apretaba el paso, y si mi madre se paraba a saludar a alguien, me impacientaba. Mi hermana Presentacioncita, como llevaba más tiempo en el colegio, no tenía prisa por llegar.
En el Ángel Custodio la calle era un hormiguero de párvulos esperando a que abrieran las puertas, las niñas a un lado y los niños al otro, con una monja vigilando en medio. La monja mandó a Visi con sus compañeras y le indicó a mi madre la puerta de la Comunidad, que era más pequeña que la del colegio y parecía la de una casa normal, con el zaguán empedrado, la contrapuerta de cristales esmerilados y coloreados en rojo, esmerilado y en azul, el azulejo del Sagrado Corazón adornado con lamparitas, y las macetas de aspidistras, una en cada rincón. Mi madre tiró del cordón, sonó una campana y abrió una monja joven que nos llevó al despacho de la superiora por un pasillo ancho decorado con más aspidistras en maceteros de azulejo, un par de arcones antiguos y cuadros de santos y de mártires. Yo iba embobado fijándome en todo. La superiora estaba sentada en un sillón de cuero, detrás de una mesa muy historiada, y simulaba leer. Cuando se levantó, me pareció que su gorro blanco almidonado, que era como una oca con las alas extendidas, iba a echar a volar. Sobre la mesa había un crucifijo enorme con mucha sangre y una calavera amarilla al pie de la cruz. Nos enseñó los dientes menudos y blancos. Entonces se llevaba esa manera de sonreír entre las damas elegantes, como sonreía doña Carmen, la señora del Caudillo, en los nodos y en las revistas. La madre superiora, o como se llamara la monja jefa, era muy atenta y delante de los padres de los alumnos mostraba la dentadura de bicarbonato, pero cuando no había visitas apretaba la boca hasta que le salían arrugas.
—¿Este niño tan guapo es el nuevo alumno? —preguntó acariciándome la mejilla con una mano suave y fría—. ¡Qué guapo eres, hijo! ¡Y qué cara de inteligente!
—En eso le sale a mi padre, que si le hubieran dado estudios habría sido un portento —intervino mi madre, orgullosa.
—El colegio se alegra de tener un alumno tan bueno —dijo la superiora—, para hacerte un buen cristiano y un hombre de provecho. Aquí tenemos a muchos niños como tú que están deseando ser tus amigos.
La superiora tocó una campanilla de plata y al momento se presentó la novicia, que aguardaba fuera.
—Hermana Martirio, llévese a… —consultó el resguardo del pago que tenía sobre la mesa—, a Vicentito.
Le di un beso a mi madre, que estaba a punto de echarse a llorar de emoción, y seguí a la monja por el pasillo camino de las aulas, con mi cartera a la espalda, tan feliz de empezar mi nueva vida. Años después me contó mi padre que el día que entré en el Santo Ángel, la superiora le sacó a mi madre un donativo de cinco duros —que entonces era un dinero— para la reconstrucción de la capilla del colegio, incendiada por las hordas bolcheviques durante la guerra, y otras catorce pesetas para siete papeletas del sorteo, combinado con el de la Organización Nacional de Ciegos, de una Purísima de yeso —primer premio—, una almohada para hacer encaje de bolillo adornada con un torero y una flamenca bailando sevillanas y la Giralda al fondo —segundo premio—, y una maquinita de liar cigarros marca La Imperial Invicta —tercer premio—. El día del sorteo nos pasamos la mañana pendientes de la radio, pero no hubo suerte: ninguno de los tres premios nos correspondió.
A mi padre no le hacían gracia las colectas y los sorteos de las monjas.
—¡Es que nunca tienen bastante! ¡Es que si por ellas fuera nos sacaban hasta el cerumen de las orejas! ¡Con el dineral que nos cobran por los niños!
—¡No te sulfures, Teodoncio! —lo calmaba mi madre—. Si hacen tantas rifas y tantas colectas será porque están necesitadas. Fíjate lo bien que están dejando la capilla del colegio para que la disfrute el pueblo.
Lo que más sacaba de quicio a mi padre era que las monjas le escogieran el género en la tienda y le regatearan los precios.
—¡Buenos días nos dé Dios! —anunciaba la hermana Virtudes entrando por la puerta, seguida de la novicia que cargaba con las compras—. ¿Cómo se encuentra hoy, Teodoncio?
Mi padre devolvía el saludo de mala gana.
—Aquí nos tiene, una vez más, en busca del sustento de la comunidad. ¡Ya podía usted tener algún detalle con unas parroquianas tan fieles!
—¡Y les estoy agradecido! —respondía mi padre con resignación.
—¡Ni un céntimo le gano a las monjas! —le ponía luego el grito en el cielo a mi madre, y cuando ella intentaba calmarlo, añadía—: ¡Eso cuando no le pierdo dinero, que es lo que pasa la mayoría de las veces, porque lo que compro por cinco se lo tengo que rebajar a cuatro, a éstas…!
—Cuidado con lo que dices, Teodoncio —lo reprendía mi madre, dulce, pero firmemente—, que luego tienes que confesárselo al cura. Piensa que les estás faltando el respeto a las esposas de Dios.
Como iba diciendo, la hermana Martirio me sacó del despacho y me llevó por el pasillo de los arcones y de los cuadros y luego por un largo corredor acristalado que daba a un patio donde había una fuente de azulejos con surtidor, rodeada de parterres de flores y macetas. Pasamos otra puerta y atravesamos otro pasillo más estrecho, que no tenía cuadros ni nada, y después de bajar unas escaleras empinadas, con baldosas hidráulicas y huellas de madera, salimos a un patinillo de cemento, con las paredes manchadas de verdín, donde estaban los lavaderos. Dos criadas viejas que lavaban ropa en las pilas de piedra me miraron con lástima al verme pasar. La hermana Martirio descorrió el cerrojo de una puerta que daba al patio del colegio, entramos y me dijo:
—Ahora a esperar a que lleguen los niños, que ya te dirá la hermana Valle dónde tienes que sentarte.
Cerró la puerta, echó el cerrojo y me dejó solo en el patio. De la calle llegaba el grillerío de los pizarrines afilándose contra las columnas de la puerta. El jardín del Santo Ángel era tan bonito que más bien parecía un florido pensil. La yedra tapizaba los muros de piedra, al pie de los cuales, demarcados por ladrillos puestos de pico, se extendían arriates en los que crecían rosales de distintos colores, dompedros, campanillas, siemprevivas, dalias, alhelíes, y pensamientos, los únicos buenos que había en aquella casa.
También había muchas macetas con aspidistras y azucenas. Creo recordar que no había árboles; si acaso, algún ciprés en la puerta de la capilla o un limonero. El jardín era tan hermoso que las monjas lo prestaban para los reportajes fotográficos de bodas, comuniones y bautizos, aprovechando que la iglesia de San Martín cogía cerca, en la plaza del General Sanjurjo, a cambio de un donativo para las obras de la capilla. Las monjas solamente dejaban pasar a los celebrantes y al fotógrafo, pero si el padrino se alargaba en la propina consentían que entraran los padres de los sacramentados. Bueno, pasen ustedes también, pero procuren no tocar las flores, que son para el altar de la Virgen. Y tengan cuidado con aquel niño, que está mirando mucho la petunia que nos envió la hermana Clepsidra de las misiones. La monja mayor, la que enseñaba los dientes, había decidido que el estropicio de la guerra lo sufragara solamente el pueblo, por eso las obras de la capilla iban tan despacio.
—¡Que la paguen los que la quemaron! —sentenciaba—: Y cuando acaben con el edificio tendrán que reponer los ornamentos que profanaron y los cálices que fundieron.
La jornada escolar del Santo Ángel comenzaba con una Santa Misa oficiada en la capilla del colegio. Los niños nos sentábamos en los bancos de la derecha y las niñas en los de la izquierda, con las monjas velando desde el pasillo y los bancos traseros para que guardáramos compostura y recogimiento. Si alguno se distraía o miraba a las niñas, las monjas lo castigaban a meditar en la capilla durante el recreo.
El pecado de mirar a las niñas se agravaba especialmente si se cometía dentro de la capilla, en presencia del Santísimo. Para evitar la tentación, los niños nos sentábamos de medio lado, con la cabeza vuelta hacia la pared, y seguíamos el Santo Sacrificio por el rabillo del ojo. El capellán del colegio, don Próculo, estaba ya viejo y algunas veces se saltaba una parte de la ceremonia, y cuando iba de retirada para la sacristía, inclinado como mandaba el decoro, con las vinajeras y los trapos en la mano, salía de pronto de su recogimiento sacramental, se daba una palmada en la frente y gruñía: «¡Coño, ya se me ha olvidado la Consagración!», y los monaguillos se daban con el codo muertos de risa.
Después de la misa nos congregábamos en el patio ordenados por cursos, en fila de a dos, y la hermana Valle se ponía al frente de los párvulos y decía: «Buenos días, niños».
—Buenos días, hermana Valle —respondíamos a coro.
Fuera de la Santa Misa, nunca veíamos a las niñas, que bajaban al recreo y salían del colegio a horas distintas para que no coincidieran con nosotros. No obstante, como muchas tenían hermanos en el Santo Ángel, las criadas tenían que esperar la salida de los niños para recogerlos también a ellos, y en esa media hora hacían corrillos e intercambiaban miradas y risitas con los mozos desocupados que acudían al ojeo desde la acera de enfrente.
—No miréis a las niñas, que es pecado —nos advertía la hermana Valle— el niño Jesús jamás miró a una niña.
En las clases de la hermana Valle, la mañana se nos hacía eterna. La hermana apenas hablaba porque tenía la garganta muy delicada. A la vuelta de la Santa Misa, después de los rezos matutinos, nos mandaba sentarnos, escribía una muestra en el encerado, (Dios es omnipotente. Los niños buenos son puros. La Virgen fue concebida sin pecado. Los pecadores se abrasan en el infierno eternamente…), y nos ponía a copiarla en las pizarras por delante y por detrás. Cuando alguno le enseñaba la pizarra llena, la cruzaba con un dedo y le decía: Borra y cópialo de nuevo, que te han salido los renglones torcidos; o bien: Cópialo otra vez, que los palos de las tes son demasiado largos. El caso era tenernos entretenidos hasta el recreo. Algunos días llamaba a Federiquito, un niño del curso de la hermana Obdulia que tenía la mejor caligrafía del colegio, para que copiara en la pizarra una muestra de la Cartilla Escolar, Método rápido, de Ediciones Justicia y Caridad, por ejemplo:
La falleba de hierro no corre.
El abuelo va a pie ayudado de su cayada nueva.
Esa moza cecea mucho.
Aurora luce a cepillo su zapatito.
Aniceto se cayó a la acequia.
Domiciano tañe la guitarra tuya.
“Don Francisco Franco Bahamonde fue un niño muy aplicado, estudió para militar y ocupó muchos puestos, sobresaliendo en todos. Tras esfuerzos inauditos consiguió librarnos de la esclavitud y de la barbarie evitando la ruina de la Patria. ¡Oh, Dios misericordioso, protege al Caudillo!”
Mientras los niños copiábamos, la hermana Valle sacaba su labor y se ponía a tejer. La hermana Valle tejía bufandas y mitones para sus sobrinos de Ávila, con el frío que hace allí. Mientras ella hacía primores de un punto al derecho y dos al revés, yo, a fuerza de dibujar muchos palotes, conseguí escribir mis primeras letras, pero a leer aprendí porque mi padre repasaba conmigo la Cartilla Escolar y el Catón los sábados por la tarde. Él tampoco andaba muy suelto en la lectura, así que de camino aprendió él.
Cuando me quitaron de las monjas, yo era uno de los pocos alumnos que sabía copiar y leer las muestras de la hermana Valle. Fallaba en lo de las cincuenta veces, porque como no sabía contar, en unas ocasiones me pasaba y en otras no llegaba, lo que me costó bastantes coscorrones, repizcos, repelones y pellizquitos de monja, que son la variedad más dolorosa y, en su calidad clerical, siempre dejan cardenal.
A las doce, acabado el rezo del Ángelus, permanecíamos en silencio, atentos a la monja portera, que se encaminaba a la galería superior a tañir la campana del recreo. La monja portera era muy gorda y al subir las escaleras exhalaba suspiros cetáceos y letanías indescifrables. Luego percibíamos sus poderosas pisadas por el corredor, que hacían temblar el techo sobre nuestras cabezas. La campana desataba una algarabía, la hermana Valle se desentendía del curso, recogía su labor y hacía tiempo hasta que evacuábamos el aula para salir la última, después de cerrar la puerta con llave.
Después del recreo venía una monja vieja y pequeñita, muy cascarrabias, a darnos la clase de doctrina con el catecismo Nuevo Ripalda de la Nueva España. En esta clase nos poníamos de pie, la mitad a un lado y la otra mitad a otro, e íbamos diciendo a coro el catecismo bajo la supervisión de la monja, que nos dirigía con una vara de avellano, con la cual también castigaba las pantorrillas del que se equivocaba.
—A ver, ¡los errores modernos! —decía.
Y la mitad de la derecha coreaba:
—Los errores modernos condenados por la Iglesia son catorce. El primero…
Y los de la izquierda coreaban:
—¡Materialismo!
—¿El segundo?
—¡Darvinismo!
—¿El tercero?
—¡Ateísmo!
—¿El cuarto?
—¡Panteísmo!
—¿El quinto?
—¡Deísmo!
—¿El sexto?
—¡Racionalismo!
—¿El séptimo?
—¡Protestantismo!
—¿El octavo?
—¡Socialismo!
—¿El noveno?
—¡Comunismo!
—¡El décimo!
—¡Sindicalismo!
—¿El undécimo?
—¡Liberalismo!
—¿El duodécimo?
—¡Modernismo!
—¿El decimotercio?
—¡Laicismo!
—¿El decimocuarto?
—¡La masonería!
La hermana Valle era una cincuentona con muy malas pulgas que hablaba muy redicha, pronunciando mucho las eses, porque, como frecuentemente nos recordaba, era de Ávila, igual que santa Teresa. Casi siempre estaba enfadada a causa del flato (como Su Santidad Pío XII, decía ella), por lo que la comida le sentaba fatal. Tenía el cutis blanco como la leche, con una pelusilla rubia de melocotón. Cuando salía al patio se echaba el gorro hacia delante para protegerse del sol. A Onofrito, el hijo del alcalde, y a Felipín, el hijo del médico, que eran blanquitos como ella, les hacía carantoñas y les decía: «Bizcotelas. Tenéis las manos como bizcotelas». A los morenos nos pellizcaba o nos daba con el canto de la regla en el occipucio, al tiempo que nos decía: «Hijo, a ver si te lavas un poco, que además de negro llevas tanta roña encima que da asco verte esas manos negras como el pecado». Algunas veces he pensado que si no hubiera sido tan moreno me habría ido mejor, no sólo con las monjas, sino en la vida, pero lo de ser claro o retinto es una de esas cosas que uno no puede escoger, como el Maicol Yason. La hermana Valle se había propuesto ser mi valle de lágrimas y me tenía la cabeza llena de chichones, de arrearme reglazos. A otros niños les daba de plano, que duele menos, y a Onofrito y a Felipín, como eran su ojito derecho, nunca les pegaba, por muchas diabluras que hicieran. Incluso les reía la gracia, con la poca que tenían.
Yo, como soy de buen conformar, soportaba los coscorrones y los pellizcos, pero perdí la ilusión por ir al colegio.
Además de los pellizquitos y los reglazos, las monjas tenían otros castigos. La hermana Valle encerraba a los niños traviesos o desaplicados en el cuarto de las ratas, una habitación oscura y estrecha, sin ventanas, que olía a paño mojado y a cañería.
—¡Fulano, al cuarto de las ratas, a ver si te devoran la cara y te dejan como un leproso!
Instintivamente mirábamos hacia el cuadro del padre Damián, en el que se veía primero guapo como un artista de cine, y luego, después de contraer la enfermedad, feo y contrahecho.
Algunos se resistían, porque le temían más a las ratas que a la monja, pero ella los agarraba de la oreja con una mano mientras les atizaba reglazos con la otra para convencerlos. Felipín y Onofrito Huevo Frito se tronchaban de risa con el espectáculo que dábamos los condenados.
Yo, para qué lo voy a negar, visitaba tanto el cuarto de las ratas, que casi le perdí el miedo y, en lugar de resistirme, me dejaba llevar, por ahorrarme el tirón de orejas y los reglazos del camino, y en cuanto entraba cerraba los ojos y los apretaba, me tapaba las orejas con las manos (que son las partes más tiernas y lo primero que se comen las ratas), me acurrucaba junto a la puerta y permanecía inmóvil para que las ratas no advirtieran mi presencia.
En el cuarto de las ratas, las horas tardaban siglos en pasar. Cuando me aburría espiaba los ruidos de la clase: la tos cascada de El Percha, que de chico había estado tuberculoso y por eso tenía que desayunar un ponche de dos huevos y se tomaba dos cucharadas de aceite de hígado de bacalao después de la merienda; los asientos de los pupitres al golpear el respaldo, cuando algún alumno se levantaba; el pizarrín rebotando en las baldosas; el carraspeo de la hermana Valle o cuando levantaba la vista del ganchillo y le advertía a Morales: «Braulio, a ver si dejas de moverte, que parece que tienes el baile de san Vito, o te meto en el cuarto con Vicentito». Pero la muy ladina nunca juntaba a dos en el calabozo para evitar que se hicieran compañía.
El día del patrón del colegio, las monjas invitaban a los padres y a las autoridades locales a una fiesta. Las monjitas preparaban los concursos y los actos del Santo Ángel con dos meses de anticipación.
Yo, en otra cosa no destacaba, pero correr, corría más que nadie, y hasta la hermana Valle, a pesar de que no era santo de su devoción, me lo reconocía algunas veces.
—¡Vaya carrerón que vas a hacer tú, vendiendo patatas! —decía mientras me arreaba un pellizco—. Vas a hacer la carrera del galgo.
Unos días antes de la fiesta del Santo Ángel, la monja de gimnasia, apodada El Cepillo por el bigote, nos llevó al patio de la capilla a los que corríamos más en cada curso. El patio era tan pequeño que había que dar siete vueltas para los cien metros, con una parada para hacer la genuflexión al pasar por delante de la capilla. El Cepillo trazó una raya en el suelo con la punta del zapato.
—Venga, niños: alinearse para la salida. ¿Preparados?, ¿listos?, —y tomando aliento como un saxofonista— dio un pitido de locomotora con su silbato de plata. Comenzamos a darle vueltas al patio y perdí la cuenta hasta que mis amigos comenzaron a aplaudir porque había llegado el primero a la meta. Me detuve jadeante y con la carne de gallina por la emoción, mientras mis amigos me abrazaban y me levantaban en hombros, pero la hermana Cepillo dio tres o cuatro pitidos y, cuando cesó la algarabía, anunció:
—Vicentito ha quedado descalificado y Onofrito ha ganado. Sí, no mires con esa cara de pasmarote. Estás descalificado por tu falta de recogimiento al hacer la genuflexión cuando pasaste frente a la puerta de la capilla en la última vuelta de la carrera.
Me quedé anonadado porque yo siempre hacía mis genuflexiones con muchísima devoción, e intenté protestar, pero el Cepillo ya estaba abrazando y besuqueando a Onofrito, el hijo del alcalde y jefe local del Movimiento. Onofrito era un niño mierda y dengue. Para hacerlo rabiar le decíamos Onofrito Huevo Frito y él se agarraba unos berrinches de cuidado. Si había monjas cerca, no, porque les iba con el cuento y las monjas te arreaban un pellizquito de monja, cogiendo poca carne, que duelen cosa mala.
—¡No insistas, Vicente! —me rechazó la hermana Valle, enfadada—. En la poca devoción que has demostrado al hincarte de rodillas ante el Santísimo se echan de ver tus malas inclinaciones.
Iba a defenderme pero me puso una mano helada en la boca y me dijo:
—¡No me repliques, maleducado! Ponte de rodillas y me escribes cien veces: «Soy un niño malo. El niño bueno tiene que ser más humilde y menos orgulloso».
Onofrito se proclamó campeón. En la fiesta del colegio le dieron las cuatro medallas: la Deportiva, por la carrera que había ganado yo; la de Doctrina; la de Probidad y la de Urbanidad, cada una con su banda azul correspondiente.
La alcaldesa, viendo a su Onofrito Huevo Frito tan galardonado, no pudo contener las lágrimas, se le corrió el rímel y se puso la cara churretosa, pero el secretario del ayuntamiento, que era un hombre atentísimo, se sacó el pañuelo del bolsillo superior de la chaqueta, lo mojó en la fuente del patio y se lo tendió solícito, después de consultar con la mirada al alcalde, que cerró los párpados aprobadoramente.
El día de la fiesta, las monjas adornaban el jardín con guirnaldas de trapo y sacaban la imagen de la Purísima de la capilla para que presidiera el acto. Primero recitaban poesías los alumnos más distinguidos de cada curso y, entre recitado y recitado, las monjas les vendían a los padres papeletas para la rifa de un tarro de mermelada y estampas con reliquias cosidas de la fundadora. Cuando empezaba a flojear la recaudación tocaban la campana y cambiaban el tercio al reparto de premios, que ese año se los llevó todos Onofrito. El alcalde se levantó del tablado, se abrochó la chaqueta dejándose un botón cojo por la falta de costumbre, y dijo:
—No un párrafo de gracias, escuetamente gracias como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo. En mi calidad de máxima autoridad de este pueblo, cuyos destinos rijo, como falangista de la primera hora, camisa vieja de nuestra España, y en mi calidad también de padre del mejor y más galardonado alumno de este colegio, es mi deber señalar que la emoción me embarga, pero más aún porque me cabe la dicha de anunciar que el Excelentísimo Ayuntamiento, haciéndose eco del sentir popular, acordará en la próxima sesión extraordinaria, que se celebrará mañana Dios mediante, el acuerdo unánime de aportar mil pesetas de las arcas municipales a fin de sufragar, aunque sea modestamente, una parte de las obras de la capilla del colegio.
Además de la banda con la medalla de aluminio, a cada premio le correspondía un ejemplar del libro de lectura Luisito o el niño aplicado. Como Onofrito Huevo Frito acumulaba cuatro libros, la alcaldesa les cambió a las monjas los repetidos por una caja de huesos de santo.
En fin, que si algo aprendí con las monjas es que en este mundo hay una vara para medir a los pobres y otra muy distinta para medir a los ricos y que en mis tiempos el que nacía lechón moría cochino por mucho que él o su parentela se esforzara en otra cosa. Ahora no digo yo que las cosas no sean de otra manera, porque el mundo ha cambiado mucho desde entonces.
Para terminar la fiesta el presidente de los Amigos de Jesús y la presidenta de las Esclavitas del Sagrario, o sea Onofrito y su hermana, recitaron una poesía por las penas del purgatorio, que decía:
Del purgativo fuego
¿quién puede sin quebranto,
quien puede sin espanto,
las penas contemplar?
¡Ay de mí, desdichado!
¿Cómo no me confundo,
que al tártaro profundo
Dios me puede arrojar?
Oh, Dios de las alturas,
Dios bueno, Dios clemente,
Perdona a un delincuente
Y Óyele a ti clamar.
Bien es verdad, Dios mío:
Mis crímenes atroces
Están pidiendo a voces
Venganza y no perdón,
Pero llorando a mares
Mi vil alevosía
Te invoca el alma mía
Y gime el corazón.
Sea, señor, mi hora
Felice la postrera
Como los justos muera,
Que habitan en Sión.
Sudores le había costado a Onofrito aprenderse la poesía, después del colegio, con la hermana Valle, siguiéndola por la rosaleda y recitándosela mientras ella arreglaba las plantas con las tijeras de podar. Onofrito sabía hacer las posturas, que las tenía muy ensayadas delante del espejo, y sabía poner la mirada perdida y húmeda, como si se le saltaran ias lágrimas, y sabía accionar las manos vueltas con los dedos juntos como un nadador, pero al llegar a felice la postrera se equivocaba siempre y decía Felisa la portera.
—No, Onofrito —corregía la monja— es felice, o sea, feliz, y la postrera es como si dijéramos la última. ¿Comprendes?
Onofrito asentía y empezaba de nuevo, más acompasadamente, pero mediado el poema tomaba carrerilla y al llegar a Felice le salía Felisa. La monja, que comenzaba suave y pedagoga, acababa perdiendo la paciencia y dándose de cabezadas contra una columna, viendo que no había manera de sacar a Onofrito de la portería de Felisa. Todo lo más se echaba a llorar que se quería ir a su casa y la monja lo apaciguaba con un caramelo antes de mandarlo para la alcaldía.
El día de la fiesta, con la emoción nadie notó que Onofrito decía Felisa la portera y cuando acabó lo aplaudieron y felicitaron mucho, sobre todo las autoridades, el párroco, el cabo de la Guardia Civil y las monjas.
La madre de Onofrito no se pudo contener, subió al estrado llorando de alegría y abrazó al portento de criatura que Dios le había dado. Lo abrazó con tanta fuerza que por pocas lo ahoga. Con la efusión, los cuatro Luisitos o el niño aplicado se le cayeron del brazo y rodaron por los suelos.
Llevaba dos años en el Santo Ángel cuando ocurrió la desgracia que precipitó mi salida del colegio. La hermana Valle nos tenía prohibido hablarle mientras tejía porque perdía la cuenta de los puntos del derecho y los del revés, así que cuando un niño quería hacer pis, o sea, mear, como se decía entonces, se ponía de pie y permanecía callado hasta que la monja reparaba en él.
—Y tú, ¿qué quieres?
—Ir al cuartito.
—Anda —concedía—. Y no tardes, que es pecado.
Ese día llevaba un buen rato de pie, orinándome, y la monja no me veía o fingía no verme, para hacerme sufrir, así que cuando ya no aguantaba más se me escapó un sollozo:
—¡Hermana Valle, que me meo!
La monja soltó el punto y se puso como una tarasca:
—¡Basto, malhablado, que eres un malhablado! ¿Cómo te atreves a pronunciar en esta casa de religión esas palabras de carretero? ¡Del cuartito, ni hablar, te aguantas hasta que sea la hora del recreo! ¡Y deja ya de lloriquear que no me vas a conmover!
Por primera vez deseé ir al cuarto de las ratas, donde, por lo menos, me hubiera meado en un rincón, como otras veces, pero aquel día ya había un niño dentro. Aguanté otro rato, cruzando las piernas y apretándome la pilila para que el dolor me hiciera olvidar la otra necesidad, pero terminé meándome patas abajo, con gran alegría de mis condiscípulos, que lo estaban esperando desde que comenzó la cuita, especialmente de Felipito y Onofrito Huevo Frito, que incluso aplaudieron. La clase entera acudió a ver el charco que se formó a mis pies mientras yo, muerto de vergüenza, no paraba de berrear llamando a mi madre.
Hubiera seguido llorando, con tal de no ver la crueldad de mis compañeros mofándose de mi desgracia, pero la hermana Valle se abrió paso entre ellos repartiendo cogotazos y a mí me consoló con dos varazos en las pantorrillas desnudas y meadas que me escocieron tanto como para dejar de llorar de pena para llorar de dolor.
—¡Cochino!, ¡guarro! —me gritaba rechinando los dientes—. ¡Marrano!, ¡tenías que estar en una cochiquera entre los cerdos!
Yo arreciaba en mis pucheros a ver si se compadecía de mí, pero cuanto más hipaba más se enfadaba. A la hermana Valle la ponía de los nervios que se le mearan en clase.
—¡Ya lo veis, niños! —decía, señalándome—. ¡Tomadlo como ejemplo de niño maleducado y cochino! Este guarro no puede estar conviviendo con las personas, así que tendremos que ponerlo aparte en una cochinera.
Por un momento creí que me iba a llevar al campo, a un cortijo, y que me iba a encerrar con los marranos. Pero la monja me cogió por una oreja y me arrastró al fondo del aula hasta una puerta que siempre permanecía cerrada. Se sacó un manojo de llaves del bolsillo, la abrió, me dio un empellón y cerró la puerta a mi espalda. No estaba mal. Era un cuarto trastero aprovechando el hueco de una escalera, con una ventanita alta por la que se filtraba la luz del vestíbulo. Almacenaba un amasijo de pupitres y sillas rotos y apilados; así como maletas, canastas, alfombras enrolladas, lámparas, somieres, mapas, una gramola vieja de las de trompetilla, un crucificado, al que, además de las demás perrerías, le habían cortado una pierna, y algún otro material didáctico sin usar como un cartapacio mural en el que las cinco vocales se ilustraban con sendos dibujos: debajo de la a, un ángel con las alitas doradas; debajo de la e, una espada; debajo de la i, una iglesia con su campanario y su cura en la puerta; debajo de la o, un ojo dentro de un triángulo rodeado de rayos dorados, el ojo de Dios Padre que todo lo ve y toma nota de nuestros pecados con vistas al Juicio Final.
Resignado a mi suerte, me enjugué los orines de las piernas y de los zapatos con una cortina vieja que saqué de una canasta y, más calmado, me dediqué a curiosear. Me consolé pensando que el cuarto de las ratas era peor, porque en el trastero estaba distraído abriendo cajones, destapando canastas y curioseando cachivaches.
A la hora de salir, repicó la campana del patio y se reprodujo la estampida diaria de párvulos y escolares levantando asientos, cerrando libros y plumieres y requiriendo carteras. De un momento a otro la malvada monja vendría a rescatarme. Me senté en una de las sillas desvencijadas, compuse un gesto convenientemente contrito, encogido y con las manos recogidas en el regazo, después de restregarme los ojos con los nudillos y mojármelos con saliva, como si hubiera llorado, para que la monja comprobara que el encierro había surtido su efecto y el reo quedaba suficientemente escarmentado, sin necesidad de castigo suplementario. Me había renovado dos o tres veces la humedad de los ojos y otras tantas se me había secado sin que la monja apareciera, cuando me alarmó la sospecha de que la monja se hubiera olvidado de mí. La llamé moderadamente primero; a gritos después y finalmente, desesperado, la emprendí a patadas contra la puerta, que era sólida y de cuarterones. Pero cuanto más alto gritaba yo, más ruido hacían mis compañeros con los asientos de los pupitres y más elevaban sus voces para ahogar la mía. El caso es que la monja no me oyó o no quiso oírme y que, tras la estampida de mis condiscípulos, reinó el silencio más absoluto y, aunque continué gritando y coceando durante un buen rato, nadie acudió. El abatimiento dio paso primero a la tristeza y después a la desesperación, cuando el estómago me empezó a gruñir y me asaltó el mortificante pensamiento de que mientras yo estaba allí, olvidado del mundo, los demás niños iban camino de sus casas, donde los esperaba el humeante puchero, con su morcilla, su tocino, su hueso añejo y los demás avíos. Me figuré que el Huevo Frito y Felipito, que hacían el camino juntos, porque vivían cerca, irían comentando el lance y alegrándose de mi desgracia.
Pasó media hora, pasaron tres cuartos, mis padres comenzaron a preocuparse por mi tardanza a la hora de comer, porque a esa hora nunca me retrasaba. Presentacioncita recorrió la vecindad por si me había entretenido con algún amigo. Preguntaron también en el Santo Ángel, pero la monja portera no se molestó en consultar y respondió que los alumnos habían salido como de costumbre. Mientras tanto, la comida fría en la mesa y mi padre, entre el enfado y el hambre, a punto del soponcio:
—¡Hasta aquí hemos llegado! —decía—. ¡Lo mato! ¡A éste lo mato en cuando le eche el ojo encima! ¡Éste no me da más disgustos!
Como en el pueblo no aparecía, continuaron la búsqueda por las afueras, en las canteras, en las huertas, en los olivos y en los sitios a los que solía ir, y no faltó el vecino ocurrente que sugirió la conveniencia de mirar en los pozos y las albercas, por si había ocurrido alguna desgracia. Mi madre, al oírlo, se llevó la mano al pecho, le dio un vahído y tuvieron que reanimarla entre las vecinas con sales de olor. Una tragedia. Mi padre cerró la tienda y recorrió el pueblo con la moto, preguntando otra vez en las casas de mis amigos, por si sabían algo. Nadie sabía nada. Fueron finalmente a la Guardia Civil, pero la pareja andaba de ronda por el campo y un mulero que estaba en la herrería de Dimas el Sordo con el arado roto dijo que los había visto sentados a la sombra de un pajar en los cortijos de Cotrufes con el botijo de los caseros al lado.
—¡Entonces aviados estamos! —exclamó mi padre (cómo estaría el hombre con lo respetuoso que era siempre con la autoridad).
Menos mal que uno de mis condiscípulos le contó a su criada que la monja Valle me había encerrado en el cuarto de los trastos. Mi padre se personó en el Santo Ángel enfadado como Dios en el Sinaí y, por lo que luego supe, incluso pregonando sus graves dudas acerca de la honestidad de las esposas de Cristo en general y de aquéllas en particular. La hermana Valle, sin contradecirlo, se excusó por mi encierro y por su olvido exagerando las maldades que yo perpetraba, pero mi padre la dejó con la palabra en la boca y, poniéndome una mano cálida y a lo que parecía amorosa en el cogote, me sacó del colegio cerrando de un portazo la puerta del zaguán y dejando atrás un tintineo de vidrios coloreados y un estropicio entre las aspidistras que le estorbaban el camino.
Aquella tarde, en un hueco entre dos vecinas, que venían al menudeo para interesarse por el niño perdido, mi padre se puso serio y —le habló a mi madre de mi porvenir.
—Tenerlo con las monjas —decía— es mucho gasto para lo poco que aprende, aparte de que esas putas —así lo dijo y mi madre viéndolo tan enfadado se limitó a persignarse— vienen a la tienda con el cuento de la fidelidad y entre escoger el género y exigir descuentos me sale lo comido por lo servido, cuando no le pierdo dinero. Total, que el niño está saliendo más caro que si lo tuviéramos en un internado suizo, cuando estaría mejor con don Aniceto.
Don Aniceto era un maestro de escuela con el que mi padre a veces jugaba al dominó en la Peña Cultural Agrícola San Isidro Labrador. Mi madre sólo con oírlo mentar perdió toda la mansedumbre y saltó como si le hubieran pinchado:
—¡Vicentito en manos de ese rojo! ¡Antes muerta que consentirlo! ¡Mira que es el único varón que tenemos! ¡Si lo pones con ese rojo acabará de tendero como tú!
—¡Mujer! —insistía mi padre, conciliador—. ¿Quién te dice a ti que con don Aniceto no va a hacer carrera?
—Porque es un rojo y un republicano que no lleva escapulario, ni siquiera va a misa los domingos y fiestas de guardar, a pesar de que lo vigila la Guardia Civil, y va a conseguir que nuestro pobre hijo olvide hasta el Padrenuestro —argumentaba a punto del sollozo.
Entonces mi padre tuvo una idea verdaderamente inspirada.
—¿Tú te crees que el niño ha aprendido el Padrenuestro con las monjas?
—¡Pues no lo ha de aprender! —replicó mi madre—. ¡Y el Gloria, y el Credo y la Salve y las letanías y todo lo que un niño de provecho tiene que saber!
—¿Te apuestas algo a que no le han enseñado nada de nada, ni siquiera el Padrenuestro? —insistió mi padre—. Si se lo sabe seguirá con las monjas, pero si no se lo sabe lo ponemos con don Aniceto.
Mi madre aceptó el envite. ¿Cómo no iba a saberse su hijo el Padrenuestro con la de misas que oía y la de rosarios que rezaba en el Santo Ángel?
Fueron a buscarme al corral, donde estaba jugando a la pita con dos amigos para que se me pasara el soponcio del encierro.
—Vicentito —me dijo mi madre después de darme un abrazo maternal—. ¡Vamos a ver! Me vas a rezar el Padrenuestro, que tu padre se cree que no te lo sabes. Procura rezarlo bien porque tu padre te va a dar diez reales de premio.
Mi padre intentó protestar, pero lo cortó con un gesto.
—Y tú calla que me distraes al niño. A ver, Vicentito, el Padrenuestro.
Hubiera dado cualquier cosa para merecerme el abrazo de mi madre y los diez reales de mi padre, pero por más que intenté recordarlo no me salió el dichoso Padrenuestro. Pronuncié algunas frases incoherentes, en las que mezclé retazos del Credo y del Yo Pecador, con otros de la Salve y del Gloria y con nada del Padrenuestro. Mi madre boqueaba como un pez fuera del agua, más sorprendida que avergonzada o quizá más avergonzada que sorprendida, no me paré a averiguarlo.
Mi madre intentó retractarse alegando que Dios, en su infinita sabiduría, había permitido que me ofuscara para castigarla por haber cruzado una apuesta temeraria sobre sus sagradas oraciones, tomando su Santo Nombre casi en vano, pero mi padre no se dejó liar y por una vez se mantuvo firme y no cedió, así que me quitaron de las monjas.
—Por lo menos no le des la peseta de los domingos a este descastado —advirtió mi madre lanzándome una mirada homicida—. No vayamos encima a recompensar su ignorancia y su impiedad.
—No tengas cuidado —la tranquilizaba mi padre—, que lo voy a dejar sin paga cuatro domingos.
Y me guiñaba un ojo cómplice para que no dijera que ya me había adelantado un duro.