Duchcov (Checoslovaquia)

Mayo de 1945

El militar ruso permanecía distraído rebuscando entre las pavesas, y entre los papeles y vitelas a medio carbonizar, vestigios de los encabezamientos que le permitieran identificar algunos de los rescoldos esparcidos por lo que debió de ser una impresionante biblioteca, excepcional para aquella región. Una vorágine de odio había arrasado un santuario del conocimiento provocando el mayor daño posible. Lamentablemente, no hubo ninguna compasión entre los vecinos, enfurecidos contra el símbolo del poderío nazi en Bohemia.

Al capitán Nikolái Punin le dolía lo que había ocurrido allí la pasada noche, aunque sabía reconocer que el alma se oscurece y enturbia por diferentes motivos llevando a las personas a cometer tropelías de las que, más tarde, suelen arrepentirse. Sin embargo, le costaba comprender que se pudiera justificar la muerte de un semejante, bajo cualquier circunstancia, de la misma manera que no soportaba la ignorancia ciega o sectaria. La vida era lo más excelso de la creación y, por lo tanto, tenía el máximo respeto a sus semejantes y a la belleza, o a los avances para mejorar la existencia que surgían de la mente lúcida de hombres y mujeres especiales por su capacidad para ver más allá que el resto de sus congéneres. Resultaba insoportable para alguien como él participar en una guerra, pero había valores que le hacían superar las dificultades, como era el de la patria asolada por aquellos nazis, exponentes máximos de la brutalidad que debía ser detenida a pesar del alto precio en vidas humanas que habían pagado sus hermanos en las batallas contra ellos.

Tan ensimismado se hallaba Punin en sus pensamientos, rodeado de escombros por todas partes, que no se percató de la presencia de la bibliotecaria hasta que la tuvo casi a su lado. Llegaba acompañada por el sargento Vasíliev, que había alcanzado el piso superior sin recuperar por completo el resuello.

Le resultó demasiado joven y vivaracha para la responsabilidad que tuvo en el palacio. Poseía una tez lechosa y una mirada franca. Nada más presentarse y, sin que él lo pidiese, se explicó:

—Alida, la anterior bibliotecaria, era muy mayor y falleció el año pasado, por estas mismas fechas, más o menos. Entonces, ellos, los nazis, me obligaron a quedarme, ya que había trabajado con Alida como ayudante. Yo no quería seguir en Dux, estaba cansada…

—Cansada, ¿por qué? —demandó el capitán.

—De verles y soportar sus impertinencias y, sobre todo, su comportamiento cruel…

—¿Cómo te llamas?

—Cressida Sobotka.

El oficial ruso relajó sus músculos y esbozó una sonrisa de complicidad con ella. La joven lo percibió, sin entender qué es lo que había dicho para que el capitán se sintiera animado y próximo.

—Troilo y Cressida —pronunció él remarcando las palabras y ampliando su sonrisa hasta mostrar una dentadura bastante dañada.

—En efecto, señor. Eso es —asintió la joven—. Mi padre adora a Shakespeare.

El capitán acarició el brazo de Cressida. Ella lo recibió de buen grado. Parecía una niña, no había cumplido la veintena, de aspecto dulce; desprendía un aroma agradable, a rosas. Era rubia, con una melena corta, de pelo muy liso, y ojos grandes de un azul claro, tenía las facciones del rostro delicadas y mostraba en su figura una delgadez extrema.

—Toma… —Punin le hizo entrega de una pequeña lata de carne que había sacado de su mochila. Ella rechazó el obsequio.

Iba vestida con una falda negra de amplio vuelo con dibujos de girasoles, una blusa blanca y chaqueta de punto oscura. Una ropa vieja, deshilachada, pero limpia. Calzaba unos botines despellejados.

—¿Por qué…, por qué ha pasado esto? —profirió él, interrogándose casi a sí mismo.

—No lo sé… —balbuceó Cressida—. La gente estaba muy harta, furiosa, y en cuanto supieron que habían huido los alemanes, la reacción fue espontánea, sin medir las consecuencias, desde luego. Ha sido un verdadero desastre —afirmó con gesto apenado, mientras intentaba medir la dimensión del daño contemplando los montones de fragmentos de libros esparcidos por la tarima y convertidos, en su mayoría, en cenizas—. Esta era una de las mejores bibliotecas que existen en este país y estábamos a punto de culminar la catalogación de los fondos. Tanto esfuerzo, ¿para qué? —concluyó afectada.

—Unos trabajadores de las caballerizas me han hablado de aquel reservado gabinete de lectura. He entrado allí y he retirado algunos restos —comentó el capitán indicando el lugar y la mesa de mármol verde donde había depositado los trozos de algunos manuscritos recogidos del interior de la estancia—. ¿Qué era, en realidad, ese lugar?

La joven se aproximó a la mesa de piedra y acarició los libros dañados por las llamas o el intenso calor. Su mirada era curiosa y translucía capacidad para captar e interpretar con rapidez lo que había a su alrededor; por nada del mundo la hubieran dejado marchar los nazis y renunciar a sus servicios. Punin y el sargento no la perdían de vista. Ella revisó, muy concentrada en lo que hacía, los restos calcinados. Frunció el entrecejo, compungida. Al cabo de un rato, dijo, casi en un susurro:

—¡Esto es espantoso, gravísimo…! Eran los fondos de mayor valor e interés que conservábamos en el palacio. —Hablaba muy afectada, sin dejar de revisar las cenizas con la mirada. La imponente luz que llegaba del exterior, de mucha intensidad y sin tener que atravesar cristales, realzaba aún más la catástrofe. La joven apenas tocaba los restos con la yema de sus dedos por el temor a estropearlos aún más—. Habéis visto lo que queda de los cuadernos, supongo.

—Sí, los proyectos de algunas máquinas e inventos, y lo que parecen autómatas…

—Son obra de Juanelo.

—¿Quién era ese Juanelo? —preguntó Punin con el interés reflejado en su semblante.

—Un matemático, astrónomo e ingeniero prodigioso que trabajó muchos años en la ciudad española de Toledo. Teníamos unos dibujos y un opúsculo de Giacomo sobre él, pero me temo que también se habrá perdido, como tantas otras cosas… —expresó la joven con amargura, mientras observaba el desastre que les rodeaba—. Yo estudié el opúsculo en varias ocasiones y, por esa razón, conozco algo sobre Juanelo, sobre el autor de esos inventos.

—Era un avanzado para su tiempo.

—Sin duda, un hombre sabio, de los más importantes durante el Renacimiento, desde luego. Juanelo dominaba varias artes y ciencias, es conocido que elaboró varios tratados sobre matemáticas y astronomía, disciplinas en las que era muy versado. Los poderosos admiraron los astrarios que fabricaba y se decía que solemnes astrónomos llegaban de tierras lejanas para estudiarlos con gran reverencia, y también sus obras hidráulicas fueron elogiadas, pues era un genio de la hidrotecnología. Todos pretendían tenerle a su servicio, hasta el papa Pío IV suplicó y rogó a Felipe II, ya que trabajaba por entonces para la corona española, que se lo prestase por unos años. Luego, el papa Gregorio XIII, considerándole un excelente matemático, pidió que interviniese en la reforma del calendario. Y, sin embargo, pocos llegaron a disfrutar de sus trabajos más personales, de sus diseños pensados para el futuro. Los que le conocieron decían que era de poca conversación, mucho estudio y, especialmente, de gran libertad en sus cosas. Hablaba escasamente y cuando lo hacía expresaba cosas bellísimas, como cuando dijo que los príncipes estaba privados de algo apreciado y amado por cualquier hombre, a saber: de que se les dijera la verdad, de ver la aurora y de sentir alguna vez hambre…

—¿Y cómo llegaron hasta aquí sus manuscritos y los otros documentos y libros españoles? ¿A quién pertenecían? —preguntó el militar.

Cressida levantó la cabeza e indicó levantando el brazo la salita donde se conservaban los manuscritos.

—Ahí estaba la Sala Casanova, así es como la llamábamos, y reunía una buena cantidad de libros y textos sobre ocultismo, misticismo y ciencia, de los mejores que haya tenido entre sus manos cualquier especialista en la materia. El lugar para conservar esos fondos fue escogido por el propio Giacomo Girolamo Casanova. Y constituía su legado personal, porque él fue quien trajo hasta aquí la mayor parte de las obras.

—Giacomo Casanova. ¿El que mencionaste como la persona que hizo un estudio sobre Juanelo? —La bibliotecaria aseveró con un gesto y bajando los párpados—. Yo tengo algunas referencias de un personaje con el mismo nombre, un veneciano, leí algo sobre él y recuerdo que se decía que había sido un gran seductor y aventurero… ¿Puede ser el mismo? No me lo imaginaba encerrado entre libros y en este lugar alejado del mundo.

—No hay dos que se llamen igual, creo, y, por lo que sabemos gracias a lo que él mismo nos dejó escrito, hasta su madurez tuvo un comportamiento como el que estáis describiendo. Sin embargo, las audacias de la carne no le redujeron, en absoluto, las de su dilatada inteligencia. También es cierto que se divulgaron sobre él historias de todo tipo tras su muerte, según los gustos de quien las inventaba. Aquí, en el palacio de Dux, fue muy querido y admirado y encontró algo de tranquilidad tras una vida vivida con cierta desmesura.

—Imagino, por lo que dices, que fue una persona muy inquieta…

Cressida refirió, a grandes trazos, lo fundamental sobre la compleja historia de Casanova, resaltando su forzada misión en la ciudad de Toledo debido al castigo que le impuso el rey de Francia.

—… dejó España después de culminar una de esas aventuras a las que era tan dado. De hecho, disfrutó allí de una bonita historia de amor con una joven condesa que le retuvo algún tiempo en Madrid, algo que él conservó como un tesoro porque ella le había demostrado, cuando creía estar vacío y sin capacidad para amar, que siempre hay oportunidades si se buscan con ahínco y sinceridad. Más tarde, viajó a Barcelona y permaneció un tiempo por el sur de Francia hasta llegar a su adorado París. Tuvo que esperar aún seis años más para poder pisar Venecia, una vez que desapareció su principal enemigo en la ciudad, Giovanni Battista Manuzzi, que fue quien le había encarcelado en Los Plomos, años atrás, bajo la acusación de brujería. En Venecia tuvo muchas dificultades económicas, e ironías de la vida, acabó colaborando con la Inquisición para poder vivir. Amargado, sin el empaque que tuvo en otro tiempo, quiso hacerse fraile sin conseguirlo. Y llegó, finalmente, a Dux bajo la protección del conde Karl Emmanuel Valdstejn, masón y aficionado a la cábala y al ocultismo como él, para terminar siendo mi predecesor en esta biblioteca.

—¡Qué dices! ¿Trabajó en este palacio dejando atrás sus devaneos y su vida de escándalos?

—Sí —confirmó Cressida con una leve sonrisa y observando fijamente al militar ruso—. Vivió en este palacio casi como un monje, retirado y rumiando el paso de los años mientras se dolía de sus muchas faltas y enfermedades. Fue una decisión suya el ser bibliotecario del conde Valdstejn y en los libros halló sosiego y compañía, aunque más de una mujer le escribió apasionadas cartas de amor para intentar que volviera a las andadas. Pero se dedicó al estudio y la meditación, olvidado de casi todo el mundo, y pasó la mayor parte de lo que restaba de vida recluido en esta sala al cuidado de los fondos bibliográficos del palacio de su amigo el conde.

—Decidió, entonces, en el ocaso de su vida que debía apartarse de toda clase de desafíos que no fueran intelectuales.

—Algo así, era ya mayor cuando llegó al palacio, aunque aquí vivió casi catorce años más. Los que llegaron a conocerle le consideraban un pozo de ciencia y decían que, en ocasiones, en medio de la tristeza que transmitía, su cerebro parecía incendiarse por breves instantes, como si le deslumbrara una luz cegadora y que, súbitamente, daba la impresión de que su cuerpo se elevaba del suelo.

—¿Levitar? —preguntó el ruso con asombro.

—Pues, sí. Debían referirse a esa clase de poder. El conde Waldstejn lo contó a sus íntimos y dejó testimonio de ello. Casanova decía que, en sueños, recordaba esa clase de vivencias espirituales, solamente en esa situación.

—¿No intentó nunca, de ninguna manera, recuperar lo que fue su vida anterior?

—Fue reclamado, como os dije, por anteriores amantes, pero él había decidido dedicarse por entero al estudio y a escribir todo tipo de obras. Las que más insistieron para que regresara a los ambientes que tanta fama le dieron fueron Henrriette de Schukman y Elise von der Recke. Y menciono especialmente a estas dos damas porque conservábamos algunas cartas de ellas que estarán reducidas a cenizas. También le escribió, varias veces, la hija de un amigo suyo con la pretensión de que la aceptase como esposa. Ella tenía veintidós años y se llamaba Cecile de Roggendorf. Esa correspondencia, y la de sus amigos por toda Europa, cientos de cartas, han desaparecido esta noche… —lamentó Cressida.

—¿Y murió en este palacio de Dux? —preguntó Punin impresionado por la historia que le estaba relatando la bibliotecaria.

—En efecto, aquí permaneció hasta el fin de sus días y está enterrado en los jardines de la entrada, cerca del lago. Y aquí escribió sus obras más sorprendentes como el Icosameron o la Destrucción del cubo, e incluso algún tratado matemático y de geometría, inspirados en los trabajos de Juan de Herrera y Juanelo Turriano, cuyos manuscritos él salvó en España.

—¿Salvó? ¿Qué quieres decir?

—Al parecer, la Inquisición española había decidido quemar esas obras que pertenecían a hombres heterodoxos para el pensamiento oficial, encabezados por el propio Turriano. En realidad, eran personas de mente avanzada que habían realizado importantes descubrimientos, pero sus trabajos resultaban inaceptables para la mentalidad de la época. El lombardo tuvo la mala fortuna de recaer en Toledo para solucionar el problema del suministro del agua realizando una obra colosal que, inexplicablemente, provocó envidias y mucho malestar. Él había firmado un contrato con representantes del rey y de la ciudad; a los regidores se les impuso la voluntad real y se vengaron más tarde incumpliendo sus obligaciones y compromisos con el ingeniero, entre ellas la de mantener en buen funcionamiento los acueductos. Para colmo, Juanelo vivió en un lugar donde se impuso con toda su crudeza la mentalidad del concilio de Trento, de tal manera que sobre él recayó la intolerancia más cruel. Y ahora, como si una maldición le persiguiera, el fuego ha acabado con su recuerdo. Teníamos un material excelente de Juanelo: diseños de autómatas, maquinaria para diversos usos, sistemas para elevar pecios del fondo del mar y para el dragado de canales que, al parecer, fueron utilizados en su Venecia natal, mecanismos para suspensión de pesados vehículos, tratados de geometría y matemáticas.

—Esas obras se conservaban en la sala reservada y todo se ha perdido…

—Así es. Nadie más tendrá la oportunidad de conocer y estudiar un material tan asombroso y especial… El escaso material que nos quedaba del sabio Turriano, porque, seguramente, muchos de sus trabajos fueron eliminados en su tiempo por sus enemigos, ya que le insultaban achacándole ser un mago para rebajar la importancia de sus prodigios, una fama que fue aceptada por los que nunca le entendieron. Pero gracias a Casanova tuvimos la fortuna de estudiar en parte su obra, y hoy asistimos a su final… —La joven bibliotecaria fue apagando su voz, posó sus manos encima del pecho intentando dominar el ahogo y reanimarse.

—¿No había una copia de esos estudios?

—No, lamentablemente. De cualquier manera, la destrucción casi ha sido completa —señaló ella torciendo los labios—. Juanelo fue víctima de la ceguera y sinrazón de sus contemporáneos, de la desidia de sus vecinos y, ahora, del fuego producido por la ira y el odio.

—Deberíamos hacer algo —propuso el capitán buscando al sargento para que le aportase alguna idea. Vasíliev, poco interesado en aquellos asuntos, se había marchado hacía ya un buen rato saliendo del edificio.

—Creo que no es posible, señor. Esta es una desgracia que no tiene solución y nada, ni nadie, creo que pueda resolverlo.

Cruzaron sus miradas y, seguidamente, fueron atrapados por el paisaje exterior de una naturaleza vigorosa, exuberante. Sin dejar de admirar el entorno a través de los huecos de las ventanas sin cristales, continuaron charlando.

—¿Casanova fue feliz en este lugar? —preguntó Punin.

—No mucho —comentó la joven—. Para un hombre tan ególatra y amoral, que tuvo a su alcance de todo y gozó de una libertad casi sin límites, este palacio representó algo así como un encierro, un exilio. Había vivido en el bullicio, en permanente acción y engrandecido con diferentes experiencias, amado por las mujeres, y aquí solo halló soledad. En una ocasión, escribió, según creo recordar: «Dicen que Dux es delicioso, pero no lo es para mí, lo que realmente me gusta ahora es soñar y, cuando estoy cansado de soñar, emborrono papeles». —Cressida aspiró con fuerza el aire fresco que llegaba de los jardines—. Él se aburría, y se convirtió en un escritor compulsivo que destruía la mayor parte de lo que hacía, salvo los relatos sobre su pasado, en los que fantaseaba sin pudor, y los libros relacionados con los manuscritos que rescató de Toledo. Le entretenía el cuidado de los cuarenta mil volúmenes que había logrado reunir su protector el conde y estudiaba, casi a diario, los libros que tenía en su sala reservada: los estudios sobre las ciencias secretas y sobre el misticismo, que tanto le atraían y de los que era un consumado especialista.

—¿Tuvo amigos en Dux?

—Pocos, al margen del conde Valdstejn. Este lugar no lo posibilitaba y, además, a él apenas le quedaban huellas de su ingenio y la brillantez de otros tiempos para encantar tanto a los hombres como a las mujeres; o para vaciar el bolsillo de tantos incautos con sus habilidades como mago y curador. No en vano él decía que retiraba el dinero que tenían otros destinado para locuras, cambiándolo de manos para que sirviera a las suyas. Pero las enfermedades le habían restado facultades; seguía siendo hábil, yo creo que no había olvidado cómo encandilar a las mujeres, aunque la única relación que consiguió de ellas en Dux fue epistolar.

—¿Eran, realmente, valiosos los manuscritos que guardaba la sala que llevaba su nombre? —preguntó Punin observando de reojo a la joven bibliotecaria. Su mirada no dejaba de vagar por el parque. La brisa que llegaba del exterior era vivificante.

—Los documentos que trasladó desde Toledo eran extraordinarios, demostraban la existencia de un grupo de gente, liderado por Juanelo Turriano, que propugnaba el progreso, la ciencia, y la capacidad del hombre para modificar la realidad; eso sí, para su desgracia, inmersos en el seno de una ciudad agonizante y sin ninguna clase de tolerancia para todo aquello que fuera diferente. Casanova adoraba ese material que nos trajo hasta Dux porque pertenecía a personas verdaderamente notables. Casanova era un ilustrado, y alguien así considera que la felicidad del hombre se alcanzaba si se llega a ser un verdadero hombre, es decir, alguien sabio. La misión esencial de una persona, en el pensamiento ilustrado del que Casanova era un defensor, consistía en dominar diversos conocimientos para llegar hasta un nivel de sabiduría que permitiría, por sí mismo, encontrar las respuestas fundamentales y alcanzar como fin último algo ético y la unión con Dios en el amor espiritual. Es una lástima que no hayáis conocido antes lo que él había acumulado en ese recinto sobre el misticismo, la alquimia o la ciencia —respondió Cressida con un brillo en los ojos que evocaba la importancia de los manuscritos que tuvo a su alcance y la dicha de conocer—. Muchos de los adelantos que proponía Juanelo ya han sido superados, claro está, aunque lo asombroso es que fueran imaginados en el siglo XVI y en el seno de una ciudad a la que había dado la espalda la corte española. A los nazis les entusiasmaba fisgonear en la Sala Casanova y puede que se llevaran algunas cosas.

A Punin le contrarió la información.

—¿Qué vas a hacer tú ahora?

—Es difícil seguir aquí, en el palacio poco puedo ayudar y dudo que las autoridades me lo permitan o lo entiendan contemplando esta ruina —respondió ella—. Y es una lástima porque me gustaría salvar algo, lo que sea, aunque solo consiga restaurar una pizca de esta biblioteca. Ahora será más complicado asegurar lo poco que nos queda porque puede entrar cualquiera y…

—Me gustaría trasladar a un lugar seguro los restos que estén en mejor estado, y, si logro recuperarlos, y más adelante tengo noticias de que el palacio es el lugar adecuado para su conservación, los volvería a traer. Puedo aseguraros que así se hará, ¿qué os parece Cressida?

Una sombra de duda oscureció la mirada de la joven bibliotecaria. Escudriñó al militar soviético un instante e hizo una mueca con los labios como si no encontrase la respuesta adecuada. Finalmente, dio su conformidad:

—No me parece una mala idea, capitán, a nadie puede molestarle que retire unas cenizas porque poco más es lo que tenemos aquí, para desgracia de las personas que tienen alguna inquietud por el conocimiento.

Punin se asomó a una ventana y llamó a voces al sargento para que subiera con las cajas que le había pedido antes de que llegase la bibliotecaria.

Fue Cressida quien le ayudó a guardar, con delicadeza, las minúsculas porciones que quedaban de los manuscritos toledanos. Lo hicieron con el máximo primor y dándose cuenta al realizar la operación de traslado de que apenas quedaban fragmentos útiles. Sin embargo, no se desanimaron y fueron recogiendo todas las partículas que no habían sido abrasadas completamente por el fuego.

Al cabo de más de una hora, salieron del edificio cargando las cajas. En la escalinata que llevaba a los jardines, se encontraron con el cabo Zanudin que subía acalorado para transmitir urgentemente el aviso que habían recibido por radio.

—La orden de la superioridad es firme, capitán: se nos pide cruzar, cuanto antes, la frontera alemana.

Al bordear el lago que había delante de la fachada del palacio barroco, Punin intentó localizar el lugar donde estaría enterrado Casanova, ninguna señal lo indicaba y lamentó no tener tiempo para buscarlo. Luego, se volvió para retener en su mente la imagen del edificio, completamente ennegrecido. Lo más hermoso que vislumbró, en ese momento, fue el rostro de Cressida. Allí permanecía, en el pórtico, la joven que había tenido la oportunidad de disfrutar con los bienes más queridos del caballero de Seingalt, un personaje casi de leyenda que se había hecho corpóreo y querido para el militar ruso.