Camino a Madrid desde El Pardo

14 de enero de 1768

Los miembros de la guardia real, apostados en la entrada principal del palacio, rindieron sus picas cuando el carruaje de Adolfo Mendizábal atravesaba el pórtico abierto en la muralla exterior, en dirección a la capital del reino, situada a unos ocho kilómetros.

—Como supuse, habéis impresionado al conde y, después de esta audiencia, tengo grandes esperanzas de que convenza al rey para que modifique su postura sobre nosotros. Habéis prestado un gran servicio a los Hermanos, don Jaime. Uno más…

El rostro curtido y ajado del maestro de la logia madrileña mostraba la satisfacción por el encuentro que habían mantenido en el palacio de El Pardo con el presidente del Consejo de Castilla, don Pedro Pablo Abarca de Bolea, conde de Aranda, inspirador de algunas de las reformas ilustradas que estaba emprendiendo el rey Carlos III.

—Tengo entendido que el monarca cada vez hace más caso a Su Excelencia y que, en alguna ocasión, le ha calificado de «hombre más testarudo que una mula aragonesa». Ya me explicaréis su significado.

—¡Ahí lo tenéis! Consigue lo que se propone, a pesar de que sus enemigos lo analizan de manera distinta, y se equivocan —aclaró Mendizábal—. A las gentes de Aragón se les considera bastante tozudos, constantes para alcanzar las metas que se proponen y firmes en la defensa de sus creencias.

—Yo tengo antepasados de esas tierras —destacó don Jaime.

—Así os luce, para bien, ¿lo veis? Bueno, pues Aranda consigue muchas cosas gracias a ese carácter que tiene, y yo creo que es un gran hombre para el gobierno, de mucha serenidad, aunque fue demasiado lejos con la expulsión de los jesuitas al pretender pacificar el país después de los motines que minaron la autoridad real. Y hasta pienso que la decisión final ni siquiera fue suya.

El veneciano bajó la ventanilla para que entrase aire fresco en el interior del vehículo procedente del bosque de encinas que atravesaban en ese momento. En algunos claros del bosque reposaban cérvidos de diferentes especies y tamaños. Era un paisaje casi idílico el que rodeaba el palacio del monarca que más había hecho por transformar la capital en la que, sin embargo, apenas residía unos cuarenta días al año, desplazándose, según la temporada, por los palacios de La Granja, en Segovia, El Escorial o el de Aranjuez, lugares que él prefería antes que el amplísimo palacio de Oriente, enclavado en el centro de Madrid, o el de El Pardo, la residencia más cercana a la capital de las que utilizaba Carlos III.

Il a été un vrai plaisir de parler à Aranda, un homme si raffiné et cultivé. J’ai mal à vous le dire: c’est une rareté dans ces contrées, cher Mendizábal.[15] Debéis estar orgullosos de que alguien como Aranda encabece el gobierno de la nación —subrayó.

—Lo estamos, don Jaime, pero necesitamos que se decida a respaldarnos de una vez porque, en caso contrario, desapareceríamos sin remedio. Al menos, nunca le he visto tan interesado como esta mañana. Vuestras cartas le han impresionado, y teneros como defensor ha sido una bendición, os lo agradeceremos siempre.

—En algo estoy de acuerdo con Su Excelencia —resolvió el veneciano mientras abría una cajita de porcelana y recogía una pizca de rapé—, y es en el hecho de que la proliferación de sociedades secretas, de extrañas obediencias y fines, nos ha restado respetabilidad y añadido mucha confusión. Deberíais ser el primero en denunciar tales desmanes y aprestaros a que no vuelva a ocurrir algo así, en caso contrario nuestros enemigos nos irán minando, restando respetabilidad. —El estornudo enrojeció los carrillos de don Jaime y dilató sus fosas nasales; Mendizábal rechazó la invitación para disfrutar de la misma sensación que su amigo—. Esa situación provocó, como yo lo he entendido, que vuestro rey os combatiera llegando a definirnos a los masones «como gravísimo negocio para España y perniciosa asociación». Y para él, el ser católico significa ser un antimasón, sin paliativos. Y mucho me temo que no resultará fácil que modifique ese criterio, salvo que se produzca un milagro.

—Pues de no hacer algo el conde de Aranda, y pronto —afirmó Mendizábal nublando su gesto—, dejaré de ser maestro de Tres flores de lys, simplemente porque habremos desaparecido y seremos borrados por inactividad. Pero, de ninguna manera debemos caer en la desesperanza y considero muy importante que a vuestro regreso en París tengáis a bien transmitir lo que nos está sucediendo para que Luis XV intervenga en nuestra ayuda. Sé que es mucho lo que os estoy pidiendo.

—De ninguna manera, lo haré con sumo gusto si llego a Francia en buen estado —concluyó el veneciano limpiando su nariz con un pañuelo de encajes.

El coche circulaba ya por los pinares aledaños a los jardines del conde de la Monclova. Desde aquel lugar elevado se apreciaba el discurrir del río Manzanares abriéndose paso entre un bosque de encinas.

Era un mediodía soleado en Madrid y los parterres y arboledas que flanqueaban el camino lucían esplendorosos, a pesar del invierno.

El caballero de Seingalt examinó de reojo al hermano Mendizábal, este había recuperado la ensoñación plantándose en la esperanza y los buenos deseos que habían recibido en El Pardo por parte de Aranda; de nuevo, asomaba en su cara el buen estado de ánimo.

Quedaban pocos kilómetros para llegar hasta el centro de la capital y cada vez se cruzaban con más carruajes.

—Me acompañaréis a la embajada, ¿verdad?

—Claro, si os parece bien —respondió el madrileño—. Aún me pregunto cómo llegaron a enterarse vuestros compatriotas que teníamos una audiencia con el conde de Aranda.

—Yo mismo fui el primer sorprendido al recibir ayer, por la tarde, el billete del secretario Soderini, anunciándome que el embajador quería hablar conmigo cuando «regreséis a Madrid desde El Pardo». Así, sin más, con esa claridad.

—La diplomacia veneciana, don Jaime, es hábil y ha creado escuela, no lo olvidéis, tenemos muchísimo que aprender —razonó Mendizábal.

—Y también hábitos innobles en muchos de sus manejos. Je m’y connaîs, je fus à son école![16]

Alvise-Sebastian Mocenigo, embajador de Venecia, les recibió en un salón ricamente decorado con tapices flamencos en las paredes, mullidas alfombras persas de seda por el suelo entarimado y muebles con maderas revestidas en oro. La suntuosidad del lugar resaltaba aún más al estar bañado por la luz que entraba a raudales atravesando unos amplios ventanales. Mocenigo, con su atavío colorista y lujoso, encajaba a la perfección en aquel entorno.

El canciller le saludó efusivamente.

—¡Queridísimo Giacomo Girolamo Casanova! Debo manifestaros, sin ambages y con mi mayor respeto y entusiasmo, que representa un gran honor para todos nosotros que un súbdito veneciano haya tenido un largo encuentro con el mismísimo conde de Aranda —ponderó el canciller—. ¿Cómo os ha ido?

—Entiendo, por la amabilidad con la que me recibís, señor embajador, que haréis algo para que se me permita regresar a Venecia…

El comentario no fue del agrado de Mocenigo que tuvo que esforzarse para que no percibiera su malestar. Estaba fuera de los usos un comportamiento como el que tenía Giacomo, revelando sus deseos sin aguardar ni siquiera un minuto previo de cortesía.

—Si dependiera de mí…, no obstante, es algo que podemos estudiar y estoy dispuesto a realizar algunas gestiones en ese sentido.

—Compruebo que esta mañana me consideráis un ciudadano de Venecia, me reconforta que sea así —expuso el caballero con voz adusta—, y, por el contrario, poco habéis hecho para protegerme durante mi estancia en Toledo, a pesar de que el secretario Soderini intervino en un primer momento, de lo que estoy muy agradecido.

—¡Oh, por favor! No digáis eso. En cuanto supimos de vuestros problemas, envié a Gaspar para que interviniese ante el Santo Oficio y libraros de la cárcel. Y tal es mi obligación con todos los venecianos que llegan a este país, por supuesto. No sé qué más pudimos hacer. Ahora, os pido que me ofrezcáis algún detalle de vuestro encuentro con el conde de Aranda.

—¿Por patriotismo?

La cuestión desconcertó al diplomático, tanto fue así que al frotarse nervioso las sienes desplazó la peluca hacia atrás sin retocar su ajuste. De esa manera, terminó por ofrecer una imagen descompuesta y risible.

—No deseo forzaros, desde luego, si amablemente lo consideráis… —rogó Mocenigo.

Permanecían de pie en medio de la estancia. Mendizábal se encontraba en la antecámara, acompañado por el secretario Soderini que les había recibido con gran afecto al llegar desde El Pardo.

El caballero miraba con frialdad al embajador sumido en el desconcierto ante el descaro del visitante. Era mucho más osado de lo que le habían advertido, pensó Mocenigo, que, sin embargo, quedó prendado de sus maneras y proceder, también de la intensidad con la que se expresaba ante él sin ninguna clase de reverencia o prevención.

—Tenéis mala cara, señor embajador, acaso los afeites no os fueron bien dados —observó Giacomo con los ojos clavados en el rostro de su interlocutor, ignorando el ruego que le había hecho con anterioridad—. No quisiera ser incorrecto ni ofensivo con vos, lo que os voy a decir es por vuestro bien, espero que así lo tengáis en cuenta y que no os moleste mi actitud: dejad de comer tanta caza y haced uso de ensaladas y frutas, esta es buena tierra para ello.

—Ya me advirtieron de vuestras habilidades… —replicó pasmado el embajador—, nunca supuse que llegaran hasta ciertos extremos. Me dijeron que abarcáis algunas ciencias.

—No son curativas, precisamente, de las que vos precisáis por lo que veo —interrumpió el caballero—. Y a lo que íbamos: tengo la certeza de que desde aquí se ordenó mi muerte.

—¡Qué locura os ha dado! ¿Quién o qué os ha trastornado hasta ese extremo de demencia? —exclamó Mocenigo, sin controlar el disgusto por la acusación referida y con voz de flauta desafinada. Sus manos comenzaron a moverse inquietas y de su frente comenzaron a desprenderse algunas gotas de sudor—. No podéis decir algo así, señor Giacomo. Es cierto que la República os persigue por huir de prisión burlando el castigo que se os había impuesto por actividades consideradas delictivas, pero yo, en primer lugar, soy respetuoso con las leyes de cada país y, desde luego, nunca permitiría que se os hiciese ninguna clase de daño.

—¿Lo podéis asegurar de todos los que pertenecen a esta legación?

—No os entiendo.

—Llamad a vuestro hom-bre —silabeó a conciencia la última palabra.

—¿Quién? —Mocenigo, en medio de la confusión, quiso ignorar lo evidente, lo que envalentonó al caballero.

—A vuestro condesito, a Manuzzi. Él aclarará todo lo ocurrido, supongo.

El embajador desplazaba las órbitas de los ojos en varias direcciones, retiró el sudor de su frente con un pañuelo de encaje que llevaba sujeto en un anillo y comenzó a dar pequeños pasitos hacia su mesa. Allí, cogió una campanilla, y se detuvo. Lo pensó un rato. Giacomo apreció un ligero temblor en los labios de Mocenigo; este, finalmente, hizo sonar la campanilla.

El secretario Soderini apareció raudo, era evidente en su expresión el interés que tenía por conocer lo que estaba ocurriendo en el despacho de su superior.

—Avisad al consejero Manuzzi, debe encontrarse en su estudio —ordenó el embajador aún titubeante, dudando de si obraba correctamente.

Mocenigo se acomodó en su sillón, respiraba agitadamente. Estaba confuso por cómo se estaba desarrollando el encuentro con Giacomo Girolamo al que observaba de reojo, con alguna desconfianza a pesar de su imponente presencia, o tal vez por esa misma razón. Le tenía respeto por lo que le habían contado con anterioridad a su llegada, ahora había ido en aumento y comenzaba a recelar de él. Pensó que tendría otras maneras y un trato más amable y educado. Apenas entendía que fuera tan respetado en los círculos aristocráticos de Francia, y en otras cortes europeas.

El caballero se aproximó a uno de los ventanales con las manos en la espalda y se detuvo a contemplar las obras de la Casa de Correos. En cuanto oyó movimiento en la antesala se fue hacia la puerta.

Manuzzi entró como una exhalación, dirigiéndose raudo a la mesa del embajador ajeno a la presencia de Casanova. Este tuvo la precaución de mantener entreabierta la puerta, lo suficiente para que Soderini y Mendizábal pudieran estar al tanto de la conversación que él iba a provocar. Ansiaba hacerlo desde hacía varias semanas, por fin llegaba el momento que había esperado desde que tuvo conocimiento de la persona que dispuso su muerte en un callejón siniestro de Toledo.

—¡Te dije que era una insensatez que le llamases! —vociferó el conde, de malos modos, casi en la misma cara de su amante.

—Manuzzi… —reclamó Casanova. El consejero siguió a las suyas sin hacerle caso, dándole la espalda—… yo os acuso, delante de testigos, de intentar asesinarme —declaró templado en el tono y en voz alta.

—Os merecéis morir, desde luego, y como un bellaco facineroso huido de la justicia emanada de nuestro Consejo —replicó Manuzzi enfrentándose con violencia a su acusador.

Mocenigo tenía la mirada perdida, la boca entreabierta con los labios amoratados por el espanto, sudaba como un forzado a galeras.

Casanova comprobó que desde la otra habitación atendían a la partida y tranquilo, sin alterarse, como nunca se había dirigido a Mocenigo, le dijo, despacio, remarcando bien las palabras:

—Hay confesión más diáfana que la que acaba de hacer este indeseable, señor embajador. Sois testigo de su pretensión y de su odio hacia mi persona. Espero que no tengáis duda, ahora, de la maldad que anida en su corazón.

Manuzzi, altanero, intentaba mostrarse despreciativo retocando las puntillas del pañuelo que llevaba al cuello. Casanova se situó ante él y le dijo:

—Os reto en duelo, conde, si os queda algo de hombría.

—Sea… —lanzó orgulloso el consejero.

—Elegid armas y lugar.

—El Buen Retiro, y a pistola.