Palacio Arzobispal

11 de enero

El hermano Mendizábal le acompañó a despedirse del primado. Luis Fernández de Córdova no tuvo reparos en reconocer que debido a la intervención del veneciano habían identificado y arrojado del seno de la Iglesia a uno de sus hijos más despreciables. Al mismo tiempo, habían recuperado un material que nunca debió perderse de no haber sido por la ceguera de personas con un pensamiento limitado e intolerante.

—Lo que habéis hecho por nosotros y por esta ciudad será siempre bien recordado. En todas las organizaciones crecen malas hierbas, no penséis que la nuestra es peor que otras —expresó el cardenal con su característica bonhomía.

—No es sencilla la siega desde dentro y, en ocasiones, se hace casi imposible.

El purpurado encajó el comentario con una sonrisa y un ligero balanceo de la cabeza. Seguidamente, giró su cuerpo para contemplar, de reojo, la torre de la catedral. Casi de espaldas, se dirigió al visitante.

—Tenemos una conversación pendiente.

—No recuerdo, Eminencia.

—Sí, hace algo más de un mes cuando vinisteis a solicitarme permiso para trabajar en el archivo, hablamos de Dios. Vos os referíais a un Dios susceptible de ser traducido al lenguaje matemático.

—No es algo nuevo. Pensad en Llull, él fue el primero en buscarlo, en intentar acercarse a su comprensión con un planteamiento de esas características, en intentar entenderlo haciendo uso de la razón mediante formulaciones matemáticas.

—Y más recientemente, Newton, lo sé —señaló el conde de Teba volviéndose hacia su interlocutor y mirándole fijamente—, limitando de esa manera la omnipotencia divina, derivando hacia la duda permanente y con el riesgo de llevarnos hacia el ateísmo.

—¿Acaso la duda es perniciosa, eminencia? —El veneciano parecía encontrarse bien, en una situación perfecta que él mismo habría escogido, debatiendo sobre una cuestión fundamental con alguien que estaba a su altura. Por su parte, Mendizábal, el masón madrileño, atendía complacido a la diatriba—. La duda metódica nos puede conducir a la certeza absoluta. Y creo que tal cosa es preferible a la fe ciega.

—A vuestra certeza de la causa-efecto. A ese deísmo que pretende ser una fe en Dios, concebido por muchos hombres como vos de manera inadmisible al considerar que creó la máquina del mundo y que, una vez creada, la máquina funciona sola, sin dirección. Dios ya no interviene, así se excluye lo sobrenatural, la revelación. La religión no existe, es la religión de la razón.

—Es admirable vuestra precisión y el conocimiento de la filosofía que mueve hoy el corazón de la mayoría de los hombres sabios, de hombres que se han despojado de la lacra de una verdad que parecía intocable —resaltó el caballero de Seingalt, satisfecho por la oportunidad de debatir con un príncipe de la Iglesia un asunto que le intrigaba. Decía un buen amigo mío, Voltaire, que si Dios no existiera, habría que inventarlo. Por lo tanto, ¡qué importa la vía que apliquemos para acceder hasta Él y hacerle más próximo a nosotros! Quiero expresaros, cardenal Fernández de Córdova, de todo corazón, que considero a los religiosos como esenciales para orientar a los fieles en la moral y para analizar, desde una perspectiva más profunda, estas cuestiones; y también para dar ejemplo, denunciar las injusticias, y ayudar a los débiles. Y nosotros los masones tenemos un papel que desarrollar en esa búsqueda inquieta por acercarnos a lo divino…

—Y nos sentimos muy bien creyendo en la inmortalidad del alma y en lo infinito —apuntó, sorpresivamente, el madrileño.

—Pero no nos creamos iguales a Dios, señor Mendizábal —corrigió con tono severo el conde de Teba.

—Nos hablasteis antes de Newton —prosiguió el veneciano—. Fijaos en lo importante que es el quehacer científico, los descubrimientos de los sabios para derribar barreras y prejuicios, lo que el físico inglés nos ha aportado sobre la luz, la óptica y sobre la gravitación, que ha puesto orden y unidad en la confusión en la que nos movíamos, sobre lo que representa el espacio y hasta los cometas que antes presagiaban cosas terribles. Ahora conocemos las fuerzas que rigen un universo ordenado, la ley que liga y sostiene a los astros, que sustenta todo y da razón a los planetas y satélites.

—¿Y de quién dependen esas leyes? —suscitó el cardenal—. ¿Dependen de una fuerza matemática?

—Vos lo decís…

—Creo que debéis hacer una lectura intensa, sosegada, y de mayor profundidad, del libro divino de la naturaleza y dejaros de fuerzas ocultas, caballero de Seingalt.

—No, en este supuesto, nada ocultas, todo lo contrario: el universo no se mueve por fuerzas extrañas de ningún tipo, sino que contiene la nitidez y la claridad de una maquinaria perfectamente afinada. La religión, eminencia, no puede poner límites a los avances de la humanidad. Y en estos tiempos estamos avanzando, al fin. —El cardenal lucía una sonrisa agradable, también para él era un placer tener la oportunidad de conversar con alguien con tantos conocimientos, y desconocido en los ambientes que frecuentaba el primado—. Si lo permitís, os diré que para los masones esa concepción que mira al desarrollo de la Humanidad, de las mentes, es fundamental y consideramos que es posible conciliar fe y razón, que es necesario acabar con la tiranía de la ignorancia, con el desprecio a las ciencias que, en realidad, suponen el mejor antídoto contra el fanatismo de cualquier índole. Es necesario buscar nuevos caminos con el estudio de las ciencias abstractas como la física, la astronomía, la geometría, la anatomía o la alquimia. La metafísica tradicional sedujo a los espíritus débiles debido a su facilidad perezosa que contrasta con el trabajo científico, largo y asiduo, que nos llevará al progreso y permitirá la consecución de la felicidad en la mayoría de los seres humanos al acabar, por ejemplo, con muchos de sus problemas de salud y, en general, con la ignorancia que reduce sus capacidades y desarrollo completo como personas.

El cardenal se levantó de su silla y comenzó a caminar, pensativo, por el despacho. Abrió, de par en par, las contraventanas y entró a raudales la luz de la plaza inundando la estancia. Mendizábal y su hermano masón le miraban en silencio. Pasados unos segundos, el prelado habló con parsimonia:

—Recordad, estimado don Jaime, lo que dijo vuestro amigo Voltaire refiriéndose a la charlatanería del saber cuando nos relataba, en un extraño libro que tuve entre mis manos, lo de un viejo peripatético que cita en griego a Aristóteles, a pesar de desconocer la lengua clásica, y argumenta que lo que uno no entiende lo ha de citar en una lengua que no sabe. La vanidad y arrogancia intelectual puede desembocar en la ceguera intelectual y en el absurdo… ¡Cuidado, señores! No aventuremos hipótesis que somos incapaces de demostrar.

—Tenéis mucha razón, ¿verdad, don Jaime? —reflexionó Mendizábal.

—Desde luego, y es un regalo conversar con Su Eminencia —subrayó el veneciano.

—El deleite es mío, os lo aseguro, don Jaime, y me gustaría tener más tiempo o que permanecierais en la ciudad para seguir con estos debates que tanto me agradan —concluyó el cardenal.

—Con lo dicho demostráis vuestra capacidad para el diálogo tolerante y vuestra amplitud de miras. Es una suerte para los fieles que ocupéis esa silla. —En ella había vuelto a acomodarse Luis Fernández de Córdova. Los visitantes comprendieron por sus palabras que la audiencia había terminado y, al mismo tiempo, detectaron un rictus de cansancio en el semblante del cardenal. Don Jaime se levantó para despedirse, pero previamente quiso hacer una advertencia—. Deseo deciros fervientemente que vuestra bondad no os haga relajaros porque la trama a la que servía el canónigo Benavides tiene tentáculos y cabezas más altas y poderosas. Debéis, por lo tanto, permanecer alerta, Eminencia. Son un grupo al que desagradan las personas de vuestra sensibilidad y trato abierto —resaltó el caballero.

El conde de Teba dio la impresión de inquietarse al conocer las supuestas implicaciones que había detrás de los acontecimientos de los últimos días. Sus cejas, por lo común muy arqueadas, casi desaparecieron del rostro al resaltar su extrañeza por el comentario que acababa de pronunciar Seingalt. Luego, no permitió que se despidieran de él con un simple beso de su anillo y les dio un fuerte abrazo. Entregó varios obsequios al veneciano entre los que sobresalía, por dimensiones y belleza, un jarrón de cerámica con decoración sasánida, con la técnica de cuerda seca que resaltaba con volumen los dibujos florales y de pájaros exóticos.

Don Jaime había consultado con su hermano masón, antes de acudir al palacio del primado, si debía devolver al archivo parte de los manuscritos que había recogido la noche de autos, puesto que remordía su conciencia trasladarlos del lugar donde surgieron tales avances y no quería sentirse a disgusto al actuar de una manera que alguien pudiera considerar como innoble. Para su tranquilidad, Mendizábal fue de lo más concluyente:

—¿Y que algún día sean retirados, de nuevo, de la circulación, o directamente arrojados a las llamas? No, de ninguna manera. Debéis trasladarlos a Francia, a alguna de nuestras sedes para que sean estudiados y, acaso, pasado algún tiempo, cuando se elimine por completo la amenaza que se cierne sobre esta ciudad, traerlos aquí. Tenemos la autorización del conde de Teba para actuar así, tanto Rodrigo como yo se lo hemos consultado.

Los análisis y consideraciones del cardenal estaban mediatizados por su carácter bonachón y bastante candoroso; y hasta era dudoso de que el aviso que le había hecho el caballero sobre la red en la que estaba integrado el canónigo Benavides sirviera para cercenarla mediante iniciativas que surgieran de su mano.

—Representa para él un grandísimo esfuerzo aceptar la existencia del Mal, en cualquier orden de cosas. Piensa que todos poseemos un excelente corazón —les razonó el secretario en las escalinatas de palacio antes de despedirse de ellos—. De no haber abierto la galería subterránea, tocado con sus propias manos los documentos secretos y contar con la confesión de Lorenzo Seco, continuaría pensando que el canónigo le decía la verdad. Benavides fue muy hábil contentándole con la reforma llevada a cabo en las instalaciones y acercándole a personas que comentaban al cardenal lo bien que funcionaba el archivo y lo extraordinaria que era la dedicación al mismo de su responsable.

—De cualquier manera, ha sido una suerte venir aquí y conoceros, Rodrigo —dijo el caballero veneciano—. Lo que lamento, de veras, y es algo que nunca lograré superar, ha sido la pérdida de Valeria. Nuestras alegrías se han visto mermadas con su muerte.

—Era una mujer que jamás tuvo suerte, desde luego —señaló el secretario—. Pero todo está escrito y lo que hicisteis por vuestra parte estuvo bien, no hay una causa-efecto, estad tranquilo. Os echaremos de menos en esta casa y la ciudad perderá a uno de los más ilustres visitantes que han pisado sus calles —resaltó con gesto animoso—. Volved algún día para que podamos seguir enriqueciéndonos con vuestra presencia y vuestra palabra…

Había tristeza en el sacerdote, sinceramente afectado por la marcha de don Jaime. Se habían encariñado el uno del otro, a pesar del poco trato que había habido entre los dos.

—… me gustaría haberos conocido en otro lugar y en una de vuestras logias.

—Incluso habríais participado conmigo en el entusiasmo por la obra del Gran Arquitecto —expresó Giacomo.

—Ese entusiasmo lo llevo a efecto cada segundo de mi vida en otros altares, pero os aseguro que siempre recordaré al caballero de Seingalt y rezaré por él cuando venere al Creador —dijo Rodrigo.

—En la contemplación de la naturaleza, hallaréis también la Gran Obra, allí la encontraréis todos los días. Y a mí recordadme en la defensa de sabios como Juanelo Turriano, un astrónomo que practicó la primera ciencia, el primer libro que se abrió a los hombres y que supo explorar los mundos de la inteligencia y la creación reservada a los estudiosos. Estoy seguro de que el cardenal y vos mismo sabéis la importancia que tiene respetar lo que hacen algunas personas por el progreso…

—No es nuestra misión esencial —intervino raudo el sacerdote.

—Me consta —dijo don Jaime—, pero sí lo es acoger, también, a aquellos que lo único que desean es hacer el bien, aunque lo hagan con herramientas diferentes a las vuestras, y que consideran que la sabiduría es hija de la experiencia, como dijo Juanelo Turriano. Lo que distingue a los pueblos salvajes de los civilizados radica en que los primeros descuidaron las ciencias, no lo olvidéis. De ninguna manera, podéis permitir que se apague la luz de la investigación.

—Que vayáis con Dios —añadió Rodrigo a modo de despedida mientras le daba un fuerte abrazo—. Y que siempre os acompañe.

—Bien, tal vez volvamos a vernos. —Sujetó por los brazos a Rodrigo y añadió—: Espero que no tengáis más problemas. Los amigos de Benavides son gente peligrosa que no descansa y cuentan con aliados. Por favor, estad atento a esa amenaza que jamás descansa, os lo ruego. Ellos pretenden que permanezcáis en la ignorancia, no soportan la existencia de sabios y filósofos que os iluminen. Intentaron evitarlo hace doscientos años cuando persiguieron a Juanelo Turriano y ahora mismo mantienen idéntica postura. Ellos son nuestros comunes enemigos…

—Creo que, con lo que ha ocurrido, permanecerán una larga temporada tranquilos —aseguró el sacerdote—. Lorenzo ha confesado su participación en la muerte del seminarista y esperamos que diga algo más sobre esa secta para la que trabajaba.

Cuando don Jaime y Mendizábal comenzaron a bajar por las escalinatas del exterior del palacio, les detuvo la voz del secretario. La plaza de la Catedral estaba completamente desierta a esa hora temprana de la mañana, además hacía un frío casi insoportable para permanecer a la intemperie.

—Don Jaime, os insisto: debéis tener en cuenta que la muerte de Valeria fue consecuencia del destino. Y no podemos pensar que somos tan importantes como para modificarlo nosotros, salvo que actuemos en contra de lo mejor que nos ha entregado la naturaleza. Eso fue lo que hacía el canónigo Benavides. Pero con vuestros actos nunca participasteis de algo tan perverso. Liberaos de esa carga, por vuestro bien, lo deseo de todo corazón…

De camino a la posada para recoger el equipaje y despedirse de doña Adela y de su sobrina, el caballero propuso a Mendizábal hacer antes una parada.

—Me han dicho que en la ciudad existe una fábrica de armas que es la mejor de España, que fue fundada para recuperar la secular tradición de los espaderos toledanos, admirados en toda Europa, y que funciona desde hace unos seis años, por lo tanto deben haber logrado ya excelentes trabajos con el acero. Tengo entendido que se encuentra por aquí, cerca de Zocodover.

—¿Pretendéis haceros con algún arma? —preguntó el maestro masón.

—Sí, me gustaría mucho comprar algo, no en vano la Inquisición me despojó de mi arsenal y bien que lo eché en falta cuando tuve que presionar a Lorenzo Seco, como ya sabéis, con una inservible pistola que llevaba escondida demasiado tiempo en la cocina de la posadera. A punto estuvo de fastidiarse el ardid.

Mendizábal dio instrucciones precisas al cochero. En la calle de la Plata, esquina a la plaza de San Vicente, estaba enclavada la factoría. Era un inmenso edificio de ladrillos rojos con grandes ventanales.

El señor de Urbina, a la sazón director de la instalación, les recibió en persona, una vez que fue avisado de la llegada de unos ilustres señores a las dependencias. Al ver a don Jaime creyó encontrarse frente a un dignatario extranjero, confusión que evitaron despejar los visitantes.

—Estamos pensando en desplazarnos pronto a unos terrenos situados junto a la vega del río porque necesitamos más espacio, tal ha sido el éxito de esta empresa que, por suerte, tuvo a bien impulsar su majestad, Carlos III —describió el director mientras les mostraba, con gran contento y satisfacción, los impecables talleres donde medio centenar de operarios realizaban diversas tareas para la fabricación de espadería y de armas ligeras de fuego—. La demanda que tenemos es extraordinaria. Bien es cierto que la tradición nos ayuda y también nos obliga a todos a forjar espadas de la mejor calidad.

A pesar del frío exterior, la temperatura en la fundición era elevada. El vapor que salía de los hornos impedía respirar con el suficiente desahogo y, sin embargo, la actividad que realizaban en las naves no se veía mermada por ello. El personal trabajaba sumido en un silencio casi sepulcral, solo destacaba el sonido metálico de las forjas con acordes casi musicales. El señor de Urbina era un hombre joven, de no más de treinta años, vestía con ropas oscuras y daba la impresión de tener devoción por el oficio. Les detalló, sin olvidar ningún elemento esencial, todo el proceso para conseguir el mejor acero. Recogió de un armario una espada ofreciéndosela a don Jaime. El metal refulgió en las sombras del taller como un fogonazo.

—Sujetad su guarnición, y comprobaréis el poder que nos transmite el metal.

El director cimbreó firmemente la hoja hasta que emitió un silbido que restalló en el aire con suma viveza. El veneciano sujetó el mandoble y notó que padecía una sugestión desconocida al desplazarlo en el aire.

—Entiendo, ahora, el peligro que representa poseer algo así, este rayo de luz…

—Es una de mis espadas predilectas, una auténtica joya sin comparación posible. La forjó Leyzalde, un vasco que tenía su taller, como muchos otros, cerca del río, en tiempos del emperador Carlos V. «Espada, mujer y membrillo, de Toledo han de ser», se decía entonces para destacar las virtudes que poseía la ciudad. Queremos reproducir con la máxima perfección la técnica de estos grandes espaderos que cimentaron la mejor escuela que hubo en Europa.

—¿Y cuál es el secreto de la mejor espada? —preguntó Mendizábal, hasta ese momento sin interesarse en demasía por las explicaciones del responsable de la fábrica.

—Lo más importante, como os dije, es el temple que obtenemos con un enfriamiento rápido y uniforme del acero —aclaró el señor de Urbina, atusando su barba y levantando sus anteojos que le protegían de la curiosidad ajena. Era agradable, cordial y, también, algo tímido—. Otro de los misterios, de los secretos de la forja toledana, consiste en la soldadura al rojo blanco de dos láminas del mismo metal que alojan un alma de hierro. Así conseguimos un arma flexible y nada frágil, poderosa, como la percibía el señor don Jaime cuando tuvo en sus manos el rayo de luz de Leyzalde —detalló el jefe de la fábrica.

Mientras el señor de Urbina conversaba con Mendizábal, el veneciano se había alejado unos metros para inspeccionar una sala completamente acristalada y con una buena iluminación del exterior, separada del resto de las instalaciones.

—Ahí se encuentra el taller de pistolas —señaló el director acercándose con Mendizábal—. Hemos comenzado a fabricar ese tipo de armas pensando en las necesidades de hoy. Podéis pasar…

Nada más acceder al taller de armas de fuego, el señor de Urbina fue reclamado por uno de los encargados. Entre tanto, Mendizábal y don Jaime curiosearon a solas por las distintas dependencias donde se respiraba un aire más limpio, aunque carecía el lugar de los acompasados sonidos de la forja.

—¿Qué hacéis? —preguntó don Jaime a dos jóvenes que manipulaban una especie de cargadores.

—Estudiamos la manera de perfeccionar la pistola de rueda.

El caballero sonrió y se mantuvo en silencio y pensativo durante unos segundos, observando fijamente a los operarios. De repente, solicitó:

—Dadme un papel, si lo tenéis a mano.

Mendizábal no salía del asombro extrañado por el inusitado interés que tenía aquel lugar para su hermano masón y la dedicación que estaba prestando a la visita.

Don Jaime se acomodó en un taburete, en la misma mesa donde estaban los trabajadores, se despojó de la capa carmesí que dejó encima de sus piernas, se desabrochó un poco el chaleco, y comenzó a trazar con mucha soltura y destreza sobre el papel el croquis de un cargador cilíndrico giratorio y, seguidamente, el mecanismo para su funcionamiento. Los oficiales miraban atónitos. Luego, en un lateral de la hoja, esbozó la forma del arma que llevaría alojado el cargador, con una culata curva y oblicua. El dibujo era perfecto para el escaso tiempo que había dedicado a hacerlo. Al finalizar, les pasó a los jóvenes el papel con el diseño que acababa de realizar. Nadie de los allí presentes se atrevía a comentar nada. Hasta que uno de los operarios, con una expresión rayana en la alucinación, dijo:

—¿Y funcionará?

—Será todo un éxito, haced el arma tal y como yo os la he esbozado, os auguro un gran futuro con esta nueva pistola de repetición.

Los operarios se despidieron muy agradecidos y se volcaron, al instante, en analizar lo que les había sugerido aquel extranjero que vestía como un príncipe y les había hecho un regalo tan especial. Don Jaime aspiró satisfecho una pizca de rapé que extrajo de una cajita de porcelana.

—Desconocía vuestra habilidad para esos menesteres —dijo Mendizábal.

—Es lo que he aprendido estudiando a Juanelo. Como ya os he comentado, él fue un avanzado en muchas cosas y abarcó diversas materias.

—¿No pensáis que es una temeridad haberles entregado un mecanismo que nunca ha sido ensayado?

—Es un gran presente, confío en la capacidad del genio cremonés y, de cualquier manera, les vendrá bien para experimentar y hallar otra solución, en el supuesto de que lo que pensó Juanelo no sea perfecto —puntualizó el caballero.

El director de la fábrica dio por terminada la charla que mantenía con uno de los encargados y se acercó a ellos.

—¿Quieren ver algo más, alguna cosa en especial?

—Sí, me gustaría adquirir dos pistolas de percusión, tengo entendido que las que hacen aquí son de una precisión incomparable —pidió el veneciano.

—Así es —corroboró el señor de Urbina—. No fallan el tiro, siempre que se manejen y preparen convenientemente, como yo os voy a explicar…