Posada de El Carmen

9 de enero

Apenas logró conciliar el sueño unas dos horas, después de la emoción experimentada a raíz del descubrimiento de los fondos secretos en los sótanos de la residencia del cardenal primado. Estaba alterado, gratamente alterado, lo que le había impedido descansar durante la mayor parte de la noche. No importaba, había esperado aquel momento casi con la misma ansiedad que le incitaba, años atrás, la oportunidad de un juego amatorio.

Pronto podría regresar a su París. Lo único que lamentaba era la decisión de Sebas de permanecer en España. Un criado así no era fácil de reemplazar. Era fiel, testarudo con acierto para insistir en lo que él consideraba mejor para los dos, y siempre dispuesto a facilitarle las cosas. Todo un lujo, desde luego. Pero resultaba comprensible que decidiera quedarse en su tierra; mientras estuvo alejado de ella, apenas sintió la necesidad del regreso. Ahora, al volver a pisar su terruño, la atracción era irresistible, a la que había que añadir la que tenía por Rosario.

Ya amanecido el día se levantó de la cama. Estaba satisfecho con lo que habían conseguido: el archivo del arzobispado completaría la secuencia de la historia en la ciudad con los expedientes hallados, la biblioteca se enriquecería con tomos de incalculable valor y él había cumplido con lo que le pidieron sus hermanos al rescatar los hallazgos de un sabio del Renacimiento, una figura desconocida hasta ese momento en los círculos por los que él había transitado a lo largo de su vida.

Encima de la mesa había depositado Sebas la mayoría de los manuscritos que sacaron del subterráneo dentro de los sacos. Escogió el del pintor cretense. Acaso sus reflexiones explicaran la desidia y la poca estima que le tenían en la ciudad.

Doménikos escribía de su puño y letra con trazos titubeantes, como si lo hubiera hecho con mucha rapidez y en el final de sus días. De cualquier manera, las palabras estaban reflejadas sobre el papel con mucha belleza, asemejaban símbolos extraños, al igual que si fueran dibujos más que caracteres escritos:

La naturaleza es mejorable con el juicio intuitivo del artista —explicaba el pintor cretense afincado en Toledo—, sin hacer uso de ningún compás o medida que limite su expresión. No debemos retratarla a mente, de memoria, pues tal proceder no es camino abierto, sino andar a ciegas. Y me refiero a la naturaleza como el conjunto de seres animados e inanimados que nos circundan.

La naturaleza es móvil, nunca inerte, nunca estática, de simetría absoluta. De la última manera podríamos decir que donde uno muere, allí se perfecciona y que la perfección del día sería la noche. El movimiento de las figuras, sus escorzos, su fugacidad y alargamiento son la envoltura natural para conocer sus planos con varias dimensiones, con lo que la apariencia nos lleva a la realidad más completa. Todo es dynamis. Y la pintura es un verbo, fluye. La naturaleza es dinámica y es el único medio para reproducir la realidad viva, y lo irreal oculto que se transfigura en luz y color de la mano del artista.

La contemplación de la naturaleza es guía para interpretar la belleza oculta, las luces terrenas son representación de lo inmaterial. El Ser está en todas las cosas, la materia nos lleva a la contemplación de lo divino. Todo es fuente de luz y de energía espiritual que asciende desde lo sensible a lo inteligible.

La imitación del color es la mayor dificultad para el pintor, pues en el supuesto de no dominar la factura sería engañar a los sabios con cosas aparentes como obra natural. La pintura es el arte superior frente al dibujo y la escultura, ya que el arte que tenga más dificultades será el más agradable y, como consecuencia, el más intelectual. También lo es a los ojos de la razón el más perfecto, pues no solo a todo se obliga, sino que la pintura trata de lo imposible.

A través de la visión se manifiestan mil cosas necesarias y particulares del arte de pintar como son las sombras que descubren todo y las cosas lejanas que se ven más suaves, de tal manera que no se distinguen por completo. El color y la luz son los elementos esenciales para captar la belleza de lo natural, gracias a ellos se hace visible. Porque lo imposible es posible para el artista. La iluminación del intelecto lo permite.

La visión es vía de conocimiento, incluso de lo imposible.

Después de leer algunos párrafos de aquel manifiesto esclarecedor sobre el pensamiento de un artista con un estilo muy personal, don Jaime concluyó que el estudio de la naturaleza, bien sea mediante el esfuerzo de un creador de arte o de un alquimista, en definitiva por hombres de corazón puro y elevadas intenciones, era consustancial a los Hermanos. Bien pudo el pintor ser uno de ellos. Le satisfizo esa conclusión.

Doménikos rehuía la representación convencional de la pintura religiosa como la realizaban los artistas de su época influidos por un convencionalismo que venía establecido por las autoridades, por aquellos que disponían de los fondos para dar trabajo a los artistas. Los cánones de Doménikos no fueron aceptados por los poderosos, y él decidió recluirse en aquella ciudad que perdía influencia en la corte para trabajar y seguir sus propios postulados estéticos. Escogió un entorno que debía tener una atracción especial para él, que acaso le traía recuerdos de lo que más quería, de las barriadas por las que había crecido, o de los espacios que le fueron evocando sus mayores. En Toledo fue perseguido por el Santo Oficio con cualquier excusa, especialmente cuando los teólogos comenzaron a opinar sobre unas creaciones que no se ajustaban a los cánones estéticos de la Iglesia o a los postulados inconmovibles de las Santas Escrituras, como comprobó el veneciano en un documento acusatorio que halló en uno de los cofres de la cámara secreta. Uno de los teólogos oficiales descubrió, por ejemplo, que los ángeles de El Greco tenían las alas demasiado grandes. ¡Cómo un pintor se atrevía a corregir la obra de Dios! Se produjo la denuncia y el artista tuvo que vérselas con la Inquisición.

«¿Os acusáis de haber pintado alas desmesuradas a vuestros ángeles?», le plantearon los jueces siguiendo las instrucciones del inquisidor apostólico general, don Fernando de Valdés.

«El hecho es cierto, pero de haberlo realizado no me acuso», respondió el pintor.

«Vuelvo a exhortaros a que contestéis con verdad, conforme al estilo del Santo Oficio, las preguntas que os hagamos y a recordaros vuestro juramento, así como nuestra promesa de usar la piedad con vos si lo cumplís en conciencia».

«Atento a ello, confesaré haber pintado las alas de mis ángeles, como decís; pero de ello no puedo acusarme ni arrepentirme».

«He de advertiros que, consultado el caso con nuestros más sapientes teólogos, han declarado ser heréticas vuestras pinturas».

«Sin duda vosotros, mis señores jueces, visteis ángeles en alguna ocasión».

«No, sino en los cuadros y en las sagradas imágenes».

«Veríanlos, sin duda, los sapientes teólogos».

«Los mismos que nosotros vimos».

«Entonces, me permitiréis que concluya que ni mis señores los teólogos, ni vosotros, ni yo mismo, vimos ángeles. En caso contrario, llevadme donde los haya, y de ellos copiaré la forma y el tamaño de las alas para los míos, que en cuanto a los demás, si arbitrariamente los pintaron o tallaron mis antecesores, en justicia no podéis negarme el mismo derecho».

Estas y otras diatribas tuvo que soportar el artista ante el Santo Oficio, librándose de las acusaciones al no contar los acusadores con conocimientos suficientes para cercarle.

El Greco rompía esquemas, todos sus seres tenían similar pulsión espiritual, nunca de dolor, imbuidos de una belleza característica como si fueran llamas en permanente movimiento que trasgredían lo común. Su libro sobre la representación de lo inanimado y espiritual constituía el testimonio indispensable para captar el significado profundo de su obra pictórica. Mientras le fue posible revelarlo en sus pinturas, reflejó sobre los lienzos la expresión visual de sus preceptos estéticos. Sin embargo, resultaba demasiado incomprensible para los doctores de la verdad única y, por lo tanto, los enemigos de lo original impidieron que se conociese la esencia de su arte, no estaban dispuestos a conceder espacio a la diferencia.

Esos individuos tramaron y perpetraron similares maniobras contra el genio de Juanelo, concluyó don Jaime. Tampoco había sido comprendido ni aceptado el cremonés por las fuerzas oscuras que se enmascararon en la vieja urbe, menos incluso que su amigo el pintor de aliento místico. Turriano era otro avanzado para aquel tiempo, un hombre de mente libre y renovadora, y con un potencial de creación que avivaba la envidia en un mundo cerrado, donde se rechazaba la diferencia sin entrar a considerar sus potenciales ventajas.

Fueron varios los manuscritos y legajos que recogió el veneciano de la galería secreta con la ayuda de Sebas y la aprobación de Rodrigo. Un total de siete grandes cuadernos que reunían los inventos tecnológicos del cremonés: una persona capaz de realizar cosas asombrosas, incluso considerándolas casi doscientos años más tarde de haber sido imaginadas. Uno de los cuadernos que se llevó del palacio del primado constituía un compendio de Astrología y Matemática que resultaba incomprensible haciendo un rápido examen del mismo, debido a sus numerosas fórmulas y esquemas. Precisaba ser estudiado por especialistas dedicándole bastante tiempo. Al final de ese volumen, Juanelo desarrollaba complicadas fórmulas con la pretensión de conseguir liberar energía de la materia. Esa era la intención expresada por él en el apartado dedicado a este asunto.

En otro documento, el cremonés reproducía el diseño de una especie de nave para desplazarse bajo la superficie de las aguas; era un sumergible capaz de resistir temporales y en el que se podía permanecer varios días con un sistema de tubos para coger aire de la atmósfera por encima de la superficie. Asimismo, figuraban trajes para facilitar el descenso y ascenso por los líquidos, lo que haría factible la exploración de algunas zonas profundas del mar. En este cuaderno aparecía el diseño de maquinaria para la construcción de gigantescos edificios y puentes, y el de los ingenios para elevar el agua desde el Tajo hasta el Alcázar que se encuentra casi en vertical con el río y con un desnivel superior a los cien metros por lo que resultaba inconcebible para su tiempo, tal y como había conocido él unos días antes al conversar, junto a los restos de la construcción, con Fernando, el guarda del puente de Alcántara.

Juanelo empleaba en la matriz de su ingenio inmensas ruedas, robustas y potentes, con paletas que giraban gracias al empuje y la fuerza del cauce; era el sistema que le había explicado Fernando, el bisnieto de una de las personas que trabajaron en los elevadores de agua. El cremonés establecía la fabricación de portadores que se movían entre dos filas paralelas de maderos que transportaban las cubetas con agua hacia el palacio del emperador, a lo largo de un recorrido de trescientos metros, y que volvían al río para ser rellenadas con un desplazamiento permanente. De esa manera, su ingenio lograba transportar a la ciudad más de veinte mil litros diarios de líquido. Construyó dos de aquellas maravillas, llamadas «artificios» despectivamente a pesar de que funcionaron a la perfección y de su avanzada técnica. La ciudad dejó de repararlos y quedaron hechos una ruina con el paso de los años. Ahora, los aguadores y las mujeres se encargaban del trasiego manual y esforzado desde el Tajo, a pesar de haber contado con unas maquinarias que la desidia y el abandono destrozaron, como muestra de ingratitud y desamor al genial Juanelo.

En el tercer cuaderno, se mostraban diferentes tipos de presas para el almacenamiento y recogida de aguas con sistemas para su aprovechamiento posterior en el riego. Aquí figuraba un apéndice con el diseño de numerosos relojes astronómicos y planetarios, verdaderos prodigios que nunca había visto don Jaime en sus viajes por las cortes europeas y que, de haber existido, hubieran sido objeto de admiración. Figuraba entre las páginas del manuscrito de Juanelo el detalle minucioso de los instrumentos mecánicos para su construcción.

En el resto de los manuscritos encontró propuestas sorprendentes, como fue la de los autómatas. A estos artilugios dedicaba el cremonés dos álbumes para indicar, con la minuciosidad de un científico, su funcionamiento y los componentes que hacían posible el movimiento de ojos, labios o extremidades. Cada dibujo era de una perfección técnica extraordinaria y solamente por esa razón el material constituía un hallazgo que enorgullecía a Giacomo Girolamo, y que merecía todos los desvelos y sacrificios que supuso encontrarlo.

Razonaba en algunas páginas el cremonés, afincado en Toledo, en la necesidad de preparar el futuro mediante la observación de lo que nos rodea. La ciencia, señalaba Juanelo, nos permite adentrarnos en el más allá, argumento que entusiasmó al veneciano empeñado desde su juventud en descifrar, mediante formulaciones alquímicas, el entendimiento del ser y su presencia en el universo, la búsqueda de respuestas que resultan fundamentales para entender el porqué de la existencia del hombre inmerso en la naturaleza, cuyas fuerzas pretende dominar desde su aparición.

Identificó con asombro más avances imaginados por Juanelo Turriano, que aún no eran conocidos, tales como un tipo de suspensión por aire para vehículos que facilitaría el transporte de personas y mercancías por superficies difíciles, dispositivos para elevar o bajar pesadas cargas o artillería de diferente tipo entre la que destacaba un armamento repetidor que haría las delicias de los ejércitos por su eficacia mortífera con el empleo de pocos hombres. También había imaginado el cremonés una curiosa máquina voladora con forma de platillo para reducir al mínimo el roce con el viento. Destacaban entre sus trabajos, especialmente, las alas para volar y sustentarse en el espacio. Las había de muchas clases y armazones; también hélices para facilitar el avance y la suspensión con menor riesgo.

En el último de los cuadernos que hojeó por encima, pero con idéntico entusiasmo con el que analizó los anteriores, encontró un detallado estudio sobre la luz y sobre la necesidad de aplicarse en la percepción para desarrollar el conocimiento. «La sabiduría es hija de la experiencia», finalizaba Juanelo.

Imbuido de entusiasmo y felicidad, a pesar del cansancio, llevó a cabo un somero repaso a todo el material que le confirmó la importancia que tenía haberlo rescatado de las fauces de tipos siniestros como el archivero. ¿Qué daño suponían, ayer y hoy, los inventos de Juanelo, sus búsquedas para mejorar la vida de las gentes? ¿Era la incertidumbre ante lo desconocido y novedoso lo que atemorizaba a los ignorantes? Por suerte, había llegado a tiempo de salvar la mayoría de los trabajos del genio cremonés y los escritos de sus amigos. Resultaba evidente que todos participaban de un mismo espíritu innovador y de creación que no era aceptado, ni comprendido por aquellos que se creían depositarios de la verdad absoluta.

* * *

El golpeteo insistente y ruidoso en la puerta interior, la que comunicaba con el cuarto de Sebas, le sobresaltó. Era infrecuente que su criado se levantara tan temprano y decidiera molestarle si no era por un motivo importante. Temió algo grave. Antes de abrir se puso una bata.

Al descorrer el cerrojo, aparecieron Sebas y Rosario. Sus rostros anunciaban lo peor.

—Cuéntaselo, Rosario —urgió el sirviente sin mediar otras palabras, ni siquiera de saludo.

A la joven le temblaban los labios, le resultaba casi imposible hablar, que brotara de ella otro sonido que no fuera un sollozo a medio contener.

—Vamos, ¿qué temes? —indagó don Jaime.

—Estoy asustada —balbuceó.

—¡Venga! —insistió Sebas.

—Hace una hora fui al mercado —arrancó al fin la joven—, mi tía quiere que sea de las primeras en llegar para traer a la posada los mejores productos. Y fue entonces, nada más llegar, cuando las pescateras y las verduleras me lo dijeron…, no hablaban de otra cosa… —Volvió a temblar y daba la impresión de que en cualquier momento podía derrumbarse. Tenía muchas dificultades para continuar, el temblor de los labios se acentuó y no cesaba de restregar sus manos con evidente nerviosismo.

El caballero apreció, asimismo, desconcierto en el rostro de Sebas; a continuación, lo ocultó con ambas manos y enmudeció al igual que Rosario.

Sebas ni siquiera estaba vestido, llevaba puestos solamente los calzoncillos, lo que demostraba la precipitación con la que había decidido ir a visitarle con intención de transmitirle algo importante. Acarició el brazo de la muchacha, lo que pareció darle ánimos para proseguir:

—… la señorita Valeria, la guardesa del Colegio de las Doncellas Nobles, apareció esta mañana estrangulada en medio de la calle, bajo el cobertizo…

—¡Cómo es posible! —interrumpió él, conmocionado y conteniendo, a duras penas, la rabia. Durante unos segundos, muchas cosas se agolpaban en su mente. El corazón le golpeaba en el pecho y se le hizo un nudo en la garganta—. Tal vez estéis equivocados. —Señaló mirando a Sebas, este daba muestras de entumecimiento y tampoco parecía estar dispuesto a añadir algo más para aclarar lo ocurrido—. ¿Cómo estáis tan seguros de que se trata de la misma persona? —insistió exigiendo con el gesto al criado que aportase alguna explicación.

—Allí la descubrieron, arrojada en la calle, y sin respiración, muerta… —comenzó a hablar Sebas, casi susurrando, con la voz ahogada—, al parecer la encontraron unos panaderos que trabajan en el horno que hay al principio de la cuesta, yo les conozco. Ella estaba en el suelo, tirada contra los guijarros. No hay ninguna duda, señor, por toda la ciudad se habla de lo que ha sucedido y las autoridades lo han confirmado —finalizó el criado con tono concluyente y firme.

A medida que Rosario y Sebas, con voz dubitativa, habían ido relatando el suceso, don Jaime tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarse y no lanzar algún exabrupto. Golpeó, eso sí, la pared con el puño para descargar algo de su dolor e impotencia. El entusiasmo que había experimentado momentos antes al revisar los cuadernos de Juanelo se había transformado, en segundos, en un profundo amargor. Comenzó a dar vueltas como un poseso por el dormitorio hasta detenerse en el balcón fijando su mirada en las torres del Alcázar. Fue creciendo el dolor en su interior, a medida que se desvelaba un incuestionable sentido de culpa que, de ninguna manera, podía negar.

Resultaba evidente que, sin la colaboración de Valeria, nunca habría conseguido llegar a la cámara secreta; sin la ayuda de esa mujer, azuzada mediante un ardid organizado por él, jamás habría culminado su misión. En efecto, ella fue utilizada para sus fines y lo había pagado con su vida. Y él, en cambio, seguía ileso. Debió haber hecho caso a Mendizábal, abandonar la ciudad y la pretensión de salvar unos cuantos manuscritos. Entonces, Valeria Zanetti estaría viva. Él era responsable de lo sucedido, ya que había forzado la intervención de la portera para arrebatar al canónigo la libreta con las claves de la galería secreta del archivo arzobispal.

Volvió a hundirse, a sentir similar ahogo como el que le dejó falto de aire cuando supo de la muerte de Charlotte, en París, después de alumbrar a su bebé fruto de la violación de un canalla, al conocer la pérdida de la única mujer por la que sintió una poderosa atracción sin necesidad de poseerla en la cama.

Intentó reanimarse, reaccionar con la máxima frialdad y cautela; había que actuar para intentar descubrir a los asesinos de Valeria. Hizo un gran esfuerzo para reponerse.

Sebas y Rosario aguardaban petrificados, sin saber qué hacer; necesitaban alguna indicación, de cualquier tipo, precisaban que les dijese algo para salir ellos mismos del marasmo en el que estaban sumidos. Él se volvió, tenía el rostro desencajado, pero urdía un plan, su mente estudiaba todas las posibilidades que tenía a su alcance.

—Rosario, ¿está ese hombre en la calle, esperando para vigilarme como hace a diario?

—¿Lorenzo? —Ella pareció alegrarse al ver que don Jaime salía de su extraño mutismo. Asintió con la cabeza—. Sí, como todos los días aguarda a que salgáis de la posada.

—Vas a ir a buscarle con cualquier excusa y lo traerás a la habitación, a la de Sebas, allí aguardarás mi entrada. —El criado manifestó su extrañeza y contrariedad con una patada en el entarimado—. Bien, escuchad los dos, debemos actuar rápido y sin fallos, hay que castigar a los que han asesinado a Valeria y nos vamos a esforzar para lograrlo. Tú, Rosario, antes de avisar a ese tipo, pide a doña Adela un arma de fuego y me la traes, explícale lo que ha pasado y que esté enterada sin aparecer por aquí, ¿eh? Y tú, Sebas, vístete y sube a Zocodover. Trae lo más rápido que puedas a los alguaciles que hay allí en la plaza a todas horas. Les dices que hemos atrapado al asesino de Valeria. ¡Deprisa, por favor! ¡Moveos! Es importante no dar un segundo de tregua…

A los pocos minutos, Rosario regresó con una oxidada pistola. La joven recibió de buen grado la caricia que le hizo el caballero animándola a cumplir lo que le había pedido, como hiciera la noche anterior entreteniendo al esbirro de Benavides. Sebas partió, entonces, después de vestirse a toda prisa, hacia la plaza con instrucciones concretas. El veneciano entornó la puerta del cuarto de su asistente, manteniendo una rendija casi imperceptible.

Inspeccionó el arma dándose cuenta de que era prácticamente inservible, ni siquiera estaba cargada y él carecía del tiempo necesario para buscar la munición. Apenas le preocupó. No cesaba de preguntarse sobre lo que pudo suceder para que decidieran acabar con Valeria. Tal vez el canónigo la descubrió al reponer el cuaderno en el bolsillo de su sotana, y hasta era probable que estuviera sobre aviso porque Lorenzo pudo localizarla en la tasca de Santo Tomé, después de la visita al almacén.

Apartó esos pensamientos al escuchar murmullos en la habitación de al lado. Afinó sus sentidos y se concentró para evitar un mal paso. Tuvo mucho cuidado de no hacer ruido mientras se acercaba a la puerta. Por la rendija vislumbró a Rosario dejándose hacer algunos arrumacos por el cabo. Había llegado el momento de sorprender a la pareja.

Dio una patada seca a la puerta, contundente, con todas sus energías, y extendió el brazo que sujetaba el arma.

—¡Quieto! ¡A la pared! ¡Las manos en alto, o te costará muy caro!

La brusca entrada del veneciano que mostraba un gesto fiero impresionó a Lorenzo tanto como a Rosario.

Debía actuar con rapidez, antes de que el individuo se percatase de que sujetaba una deteriorada pistola.

—Rosario, con los cinturones de Sebas que hay encima de la silla, átale las manos a la espalda y los pies.

Mientras Lorenzo permanecía temeroso pegado a la pared, ella recogió los cintos y comenzó a inmovilizarle.

—¡Al suelo! —ordenó Seingalt al cabo—. Habéis asesinado a la portera de las Doncellas Nobles, como hicisteis con el seminarista. ¡Lo vais a pagar caro! —amenazó ocultando el arma en la espalda y sujetando con su pie a Lorenzo que permanecía, ahora, medio tumbado y de espaldas mientras Rosario le ataba las muñecas.

—Eso es completamente falso. ¡Qué estupidez os habéis inventado! No le hagas caso, nos está mintiendo —rechazó Lorenzo Seco con las facciones tensas y la piel al rojo vivo, dirigiéndose a Rosario a la que veía de reojo. Ella ni se inmutó y continuó tensando un cinto sobre los brazos del soldado.

—Atiende, estoy furioso y no sé si podré controlarme —advirtió iracundo don Jaime. Puso el cañón del arma en la nuca del hombre que permanecía doblado por la cintura y perfectamente maniatado.

—Yo lo único que he hecho es vigilaros. Os salvé la vida, ¿lo recordáis? —expresó suplicante.

—Da igual lo que hicierais, sois un villano, un asesino, y os darán garrote por ello. Los alguaciles están en camino. Pero no sé si esperaré a que lleguen, necesito apretar el gatillo si antes no habláis para contarnos la verdad.

—Yo…, solo le dije al canónigo —masculló entre dientes— que la estabais utilizando, y él se encolerizó…

—¿Qué queréis decir? —bramó el caballero—. Voy a acabar con vos, diré que fue en defensa propia y para salvar a Rosario de un intento de violación. Ella lo confirmará. —La joven no abrió la boca, estaba muy asustada.

Durante unos segundos, hubo un silencio tenso, insoportable para todos; el veneciano supo que era un momento decisivo.

—No, ha sido él, lo confesaré —expresó al fin Lorenzo, hablando hacia la pared, ya que permanecía de espaldas a la entrada del cuarto—. Le oí decir que ella pagaría su traición, siempre cumple sus amenazas.

En ese instante llegaba Sebas con dos guardias.

—Decid su nombre: ¿quién ha asesinado a Valeria? —preguntó como una exhalación don Jaime, levantando la voz para que todos le escuchasen.

—Don Ramón, don Ramón Benavides, él la ha estrangulado…

Hasta doña Adela, que vigilaba desde el pasillo atenta por si su presencia fuera necesaria, escuchó el nombre del autor del crimen, el del archivero. También los miembros del retén que vigilaban Zocodover y habían sido arrastrados por Sebas a la posada.