8 y 9 de enero
Valeria dijo que les avisaría, sin especificar cómo iba a hacerlo ni cuándo. Lo que jamás imaginaron es que sería tan rápido, el mismo día en que habían puesto en marcha la intriga y con la intervención de una cuarta persona.
Don Jaime escribía en su habitación y estaba a punto de irse a la cama cuando golpearon su puerta con gran estrépito. Abrió y se encontró de bruces con doña Adela y Sebas.
—Es doña Leonor —anunció atropelladamente el criado.
—La señorita espera en la calle, al parecer es urgente —añadió la posadera con una actitud similar.
Se colocó un chaquetón encima, pues estaba a medio desvestir, y salió precipitadamente del cuarto, en zapatillas.
Junto al portalón de entrada a la fonda, en un esquinazo, se protegía la joven de las miradas curiosas y del relente. En la acera opuesta permanecía, con disimulo, su protectora. Ambas se cubrían con capuchas, como era costumbre en las integrantes del colegio cuando salían a la calle avanzada la noche.
—¿Qué hacéis por aquí a estas horas? Entrad, os lo ruego —sugirió a la joven con firmeza, casi exigiéndole que aceptara la invitación.
—No, y seamos breves. Tengo poco tiempo y os digo que hay que actuar deprisa, muy rápido.
Las palabras y el tono empleado por Leonor le desconcertaron. Apenas podían distinguir, uno y otro, la expresión de sus rostros debido a la oscuridad que reinaba en el exterior. Eso sí, resaltaban como luciérnagas los ojos de ella y destacaba entre las sombras su perfil, con la nariz puntiaguda tan característica en su fisonomía.
—Tomad. —Leonor extrajo del bolsillo interior de su vestido un cuaderno pequeño—. Contáis con unos minutos para estudiarlo y debéis devolvérmelo enseguida. Valeria tiene que reponerlo esta misma noche y yo debo llevárselo de vuelta. Os aguardo aquí. Id dentro, donde tendréis luz suficiente. Debo regresar de inmediato…
Ella se expresó con aplomo y gravedad y él, sin rechistar, decidió hacer lo que dispuso la joven. Entró en la posada y se encaminó hacia su dormitorio. En el rellano se topó con Sebas y doña Adela que aguardaban expectantes su regreso, con la curiosidad marcada en sus rostros. No les permitió ninguna licencia, dejándoles plantados.
—Esperadme aquí —advirtió a ambos—, tardaré muy poco.
Mantuvo la puerta entreabierta acomodándose junto a la mesa. Acercó un quinqué para tener más luz y comenzó a revisar, con bastante ansiedad y nerviosismo, el cuaderno. En el interior de la libreta protegida con tapas de cuero negro figuraban, bajo el encabezamiento de la fecha, las entradas de material en el almacén del canónigo, con su precisa descripción y procedencia y, asimismo, el destino de cada una de las piezas mediante el mercadeo que realizaba diariamente. El listado era exhaustivo, reseñado con letra casi minúscula y de una caligrafía impecable, y venía a demostrar el alcance del comercio ilícito, mediante engaños y abusando de su cargo, que llevaba a efecto Benavides. Constituía la prueba palpable de su actividad. Era comprensible que tuviera tanto aprecio al cuadernillo. Páginas y más páginas tenían idéntico tratamiento con una letra menuda.
Comenzó a dudar de que fuera posible hallar, entre las hojas muy arrugadas, las claves que precisaba. Comprobó que casi la mitad de las páginas aún estaban en blanco y decidió mirar en la última de ellas. Hizo una mueca de satisfacción. Allí, insertas en recuadros perfectamente marcados con tinta, había dos cifras.
La primera de ellas era el 802103. La segunda, el 135051.
No sabía cuál era su significado, aunque era muy probable que fueran los códigos que tanto precisaba. Las anotó en un papel y las guardó en el bolsillo.
Volvió a encontrarse con Sebas y doña Adela, deseosos por saber lo que sucedía. De nuevo, a él correspondió la iniciativa.
—Sebas, acude rápido al palacio del primado. Localiza a Rodrigo Nodal, el secretario, y le dices que esta misma noche tenemos que intentar acceder a la galería secreta, que ya estamos preparados para abrir la fortaleza. —El guiño que hizo al criado mientras le mostraba la libreta fue suficiente para que este comprendiera a la perfección el mensaje que les había traído Leonor y el motivo de su visita—. Me esperas allí, yo creo que en media hora, o en tres cuartos de hora, como muy tarde, me presento en el arzobispado.
El criado salió apresuradamente, tal y como lo pidió su señor. Doña Adela intuyó que recibiría otras instrucciones.
—Preparad al cochero, lo necesito ya mismo. Y otra cosa: ¿dónde está Rosario?
—En el bar La Espuela, con ese Lorenzo, no lo ha podido evitar.
—Avisadla como podáis y decidle que le entretenga mucho tiempo, hasta bien avanzada la noche, si es que le es factible hacerlo; os lo ruego, es muy importante, ya os lo explicaré…
A pesar de la extrañeza que le supuso oír aquella petición, la posadera hizo ademán de conformidad y se fue hacia el patio.
Él halló impaciente a doña Leonor en la calle, con gesto de preocupación por la tardanza.
—¡Ya está! —exclamó sonriente don Jaime entregándole el cuaderno—. No he podido examinarlo en menos tiempo. No sabéis cómo os lo agradezco, decídselo a Valeria. Es una mujer excepcional, espero que todo mejore en su vida, estoy en deuda con ella después de lo que ha hecho. ¿Os ha explicado lo del crucifijo, verdad?
—Sí —murmuró la joven—. Para mí era importante encontrarlo, tiene un gran significado para nuestra familia. —Hizo un gesto con la mano para pedir un poco de paciencia a su tía que le exigía, a su vez con otro gesto, la mayor brevedad—. Me habéis hecho un gran favor y por eso mismo estoy aquí colaborando en lo que habíais solicitado a Valeria. —Se acercó y, poniéndose de puntillas, le besó dulcemente en la mejilla. El veneciano sonrió entusiasmado y se inclinó para reverenciar a Leonor, que le había traído varios regalos aquella noche.
En el interior del carruaje, desplegó la hoja donde había anotado los números que encontró en la libreta del archivero. Los examinó durante un buen rato intentando descifrar su significado.
Aventuró que el canónigo habría compuesto la primera clave con la fecha de su nacimiento: el treinta de diciembre del año mil y setecientos y ocho, situados a la inversa. La segunda de las cifras correspondería a algún acontecimiento importante de su vida, y el mismo habría tenido lugar el quince de mayo de mil y setecientos y trece, una cantidad establecida con el mismo procedimiento que la primera. Aquella forma de actuar era de lo más común para articular un código secreto reconocible solamente por el interesado, el error de Benavides era haberlo anotado en la libreta sin utilizar otro recurso para recordarlo, lo que les permitiría, probablemente, violar su sanctasanctórum.
Las calles de la ciudad que fueron atravesando para dirigirse al Palacio Arzobispal estaban desiertas a esa hora bien avanzada de la noche, las diez y media, se cruzaron con muy pocas personas desde la posada de El Carmen hasta la plaza de la Catedral. Pensó, por un momento, en Rosario, en el desagradable papel que le había asignado; resultaba imprescindible su intervención para entretener cuanto pudiera a Lorenzo y que este no diera aviso de lo que iban a hacer. También recordó a Valeria Zanetti y a Leonor. La primera había resultado ser una mujer valiente, le irritaba que hubiera caído en las manazas de Benavides.
Sebas aguardaba en la escalinata del palacio. Nada más detenerse el carruaje, corrió a desplegar la escalerilla y abrió la portezuela.
—Bien, esta es la noche que estaba esperando; sin duda, tenemos bien atrapados a los enemigos entre las piernas o los pechos de mujeres —comentó irónico el veneciano mientras se calaba un llamativo sombrero de plumas azules.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Sebas, intrigado y molesto por lo que intuía.
—No tienes de qué preocuparte —intervino consciente de que había sido lenguaraz, yendo demasiado lejos con la insinuación—, Rosario es mayorcita y sabe cuidarse, no precisa de las más poderosas artimañas femeninas para embaucar al soldado, es suficiente con que le dé algo de cuerda y bastante alcohol. —El disgusto del criado no menguó con las explicaciones; de tal manera que decidió plantearle varias cuestiones para que dejara de pensar en la virtud de la sobrina de doña Adela—: ¿Has avisado al secretario? ¿Dónde se encuentra? ¿Ha dicho si podemos intentarlo ahora?
—Venga conmigo —respondió Sebas concentrado, al fin, en lo que tenían por delante—, os espera en el recibidor, deseoso de iniciar la expedición y muy animado después de saber que tenéis el talismán.
Antes de entrar en el edificio palaciego, el caballero permaneció unos instantes contemplando la imagen imponente de la torre catedralicia cuya silueta estaba recortada por un cielo resplandeciente iluminado por la luna llena.
En efecto, Rodrigo Nodal le recibió con los brazos abiertos y el entusiasmo reflejado en su rostro, demostrando su interés por lo que pretendían acometer con nocturnidad. Iba pertrechado con cuerdas y lámparas de aceite.
—¿Estáis seguro de tener la clave para abrir la cámara? —fue lo primero que dijo.
—Creo que sí y, por cierto, ¿os permiten tales licencias? —subrayó don Jaime al encontrarle sin la sotana—. La verdad es que tenéis buen aspecto, os dije en una ocasión que mejoraríais sin el disfraz de trabajo.
—Esto es algo excepcional —replicó el sacerdote.
—Bien. ¡Adelante! Sin el canónigo por aquí, no tendremos problemas. Nadie nos molestará.
—Desde luego —aseguró el secretario—, he avisado a los dos vigilantes que custodian de noche el palacio para que no intervengan si escuchan ruidos en los sótanos y, por supuesto, que nos avisen si detectan cualquier movimiento inusual a estas horas.
Mientras cruzaban por las salas del archivo, volvió a examinar, con marcada atención, el aspecto del secretario.
—Puede que desmayéis a alguna religiosa si os descubren tan apuesto, la sotana ocultaba vuestros dones.
—Ellas no se dejan influir por nada que las perturbe de su encomienda —replicó Nodal.
—Bueno, no entremos a discutir esa cuestión, pero seguro que os gustaría impresionar a sor Sonsoles. Es una delicia…
El criado que les seguía a poca distancia comenzó a toser para cortar la conversación, convencido de la incomodidad que le estaban provocando al secretario las consideraciones de su señor. Hasta ese instante había permanecido impresionado por los legajos que se amontonaban en las estanterías dentro de aquel inmenso depósito de historias, pleitos, cuentas del territorio primado y de abundantes libros.
Al llegar a las puertas del despacho de Benavides, Rodrigo sacó unas llaves del bolsillo de su pantalón y abrió sin dificultad, como lo había hecho en la anterior ocasión que estuvieron allí sin la presencia del canónigo.
Una vez dentro, el veneciano se dirigió a su criado:
—Enciende todos los hachones.
Mientras Sebas y el secretario iluminaban la sala, don Jaime se desprendió de su capa, de su sombrero repleto de plumas y de la levita. Comenzó a retirar libros para facilitar el desplazamiento de los muebles que protegían la puerta de metal, sellada con los códigos secretos. Acarició las tapas del atlas de Mercator, que tanto le había entusiasmado, y ayudado después por Rodrigo fueron quitando todos los tomos de las baldas para descubrir el endiablado mecanismo que había instalado el archivero. Sebas apartó la mesa y el sillón del canónigo colocando encima muchos de los volúmenes que le iban pasando don Jaime y Rodrigo. Actuaban sin precipitación, con sumo cuidado; el aire viciado del subterráneo les impedía respirar bien y acelerarse. Cuando los anaqueles estuvieron completamente vacíos, movieron las estanterías y surgió ante ellos el bloque de metal con los dos rodillos en los que había que fijar las claves.
Sebas, embelesado, fue palpando la fría superficie del parapeto y comenzó a girar las ruedecillas numeradas.
—¿Me lo permitís? —solicitó a su señor.
Él dio su conformidad y comenzó a recitar en voz alta los números que halló en la libreta que Valeria, con sus hábiles artes, había quitado a Benavides. Le vino su imagen a la mente, estaba profundamente agradecido a una mujer que, de prosperar la operación esa noche, le iba a proporcionar la libertad para él y la salvación de un legado incalculable para las generaciones futuras.
—Ocho, cero, dos, uno, cero y tres. —A medida que los pronunciaba, Sebas los buscaba moviendo las ruedecillas y los colocaba en el centro del cajetín, de poco más de tres centímetros de anchura.
Se acercaba el momento crucial. Los tres cruzaron sus miradas. Sin esperar a recibir nuevas indicaciones, Sebas dio un fuerte empujón a la puerta que no cedió ni un ápice.
—Despacio, hay que situar el segundo código para completar el procedimiento —alertó el caballero, e inició la cuenta enunciada con suma lentitud—: uno… tres… cinco… cero… cinco… y uno.
No transcurrió ni una porción de tiempo reseñable, después de ultimar la segunda clave, cuando surgió desde el otro lado de la puerta un extraño ruido. Era el sonido renqueante de pesas que golpeaban topes metálicos, o algo parecido. Volvieron a cruzar sus miradas expectantes, inquietos al no saber interpretar a ciencia cierta lo que estaba ocurriendo…
El criado hizo intención de repetir el mamporro contra el metal. Don Jaime le detuvo.
—¡Quieto! ¡Se abre sola! Es fantástico…
Así fue, como si de una mano fantasma se tratase, la hoja de hierro iba separándose empujada con lentitud pasmosa, dejando expedito el espacio que protegía.
Se abalanzaron hacia el interior, pero antes de avanzar un paso más se detuvieron un instante para observar el mecanismo existente en la zona trasera de la puerta. Había un sistema de pesos y contrapesos que se articulaban por sí mismos desde el mismo momento en el que se completaban los códigos. Era un ingenio técnico avanzado y llamativo. No se detuvieron mucho a estudiarlo, pues tenían prisa por alcanzar la ansiada cámara secreta.
Frente a ellos apareció una bocana oscura, siniestra. Y al final de la estrecha galería se perfilaba lo que vislumbraron como el arranque de una escalinata. A pesar de que la corriente que emanaba del interior no era muy fría, se abrigaron antes de adentrarse por la cavidad. Rodrigo encabezaba la expedición, Sebas iba el último con las cuerdas y el resto de las lámparas. Tenían que caminar con la cabeza encogida, el veneciano casi en cuclillas debido a la poca altura del túnel excavado en la roca.
Muy pronto encontraron la escalinata, tal y como apreciaron desde la entrada. El espacio se hizo más amplio y, por lo tanto, más llevadero el recorrido por la galería.
Descendieron unos veinte escalones, tallados en la misma piedra, hasta alcanzar un corredor cubierto con una bóveda de cañón y grandes sillares de granito. Se desplazaron medio centenar de metros más por una superficie enlosada y, al final de ese recorrido, dieron con una sala amplia. Por doquier, había restos destrozados de columnas, estucos, arcadas o filigranas escultóricas hechas añicos que estimularon sus sentimientos arqueológicos.
—Podríamos hallarnos ahora casi debajo de la catedral, en la zona del atrio, calculo. Esto es algo digno de contemplarse a pesar de la destrucción —comentó Rodrigo mientras observaba impresionado las huellas de una época pretérita.
—Y lo que nos rodea serían las reliquias de la gran mezquita, lástima que no se hubiera respetado, hoy disfrutaríais de un conjunto hermosísimo que os enriquecería —razonó el veneciano—. En el mismo corazón del montículo sobre el que se asienta la ciudad.
—Así es —afirmó el secretario—, pero lamentablemente la historia está hecha de esta forma tan cruel. Pensad que ellos al llegar destruyeron a su vez la iglesia visigoda que había aquí mismo. Algún resto lo tendremos cerca. ¿Veis allí, al fondo, aquellas puertas?
—¿Pensáis lo mismo? —sugirió don Jaime.
—Sí, yo creo que aquella es la cámara que buscamos, bueno, lo que hay detrás. Creo que no hay pérdida, ese es el final de nuestro camino —respondió el sacerdote.
—Por fin, ¡el tesoro que tanto hemos buscado! —exclamó Sebas.
—Eso espero, que quede algo dentro —expresó el caballero.
—Sí, no hay duda, ahí debe encontrarse el archivo más secreto de este palacio que Benavides intentaba quedarse para él —afirmó el sacerdote.
—O destruirlo —concluyó Sebas.
—Y ¿cómo se llegó a crear el archivo? —preguntó el veneciano.
—Pues yo pienso que fue a partir de Trento; desde 1565, más o menos, se aplicaron con denuedo a la persecución de cualquier idea contraria a ese espíritu y surgió así la intolerancia más ruin. El acoso debió de ser tan drástico que precisaron ocultar a las generaciones futuras los textos que eran contrarios a aquella forma de explicar la vida y nuestro mundo.
Los tres se encaminaron hacia el lugar señalado por una vereda de tierra que alguien había despejado de restos arqueológicos para llegar hasta la cámara con cierta comodidad. No tuvieron ninguna dificultad para acceder al interior de un pequeño recinto cubierto con una única bóveda de arista.
Dentro el aire era casi irrespirable y se percibía el zumbido de extraños insectos. Iluminaron la sala y fueron retirando numerosas telas de araña que les impedían moverse. En un lateral vieron ocho sólidos arcones de madera y varios fardos de legajos amarillentos desperdigados por el suelo, alrededor de los baúles.
—¡Esto es fantástico! —exclamó el de Seingalt.
—Por fin se hará justicia, don Jaime, y gracias a vuestra constancia y habilidad —declaró el sacerdote.
—Me gustaría quedarme aquí un rato para estudiar despacio lo que hay en el interior, si me está permitido… —propuso el caballero mirando por todos los rincones de la sala—. Y me gustaría conservar algún recuerdo de esta operación.
Sebas había abierto ya algún baúl y, por suerte, vieron que el contenido permanecía intacto. Lo más probable es que hubieran quemado los manuscritos y libros que estaban fuera de los arcones.
—Por supuesto, don Jaime —aprobó el sacerdote—, gracias a vuestros desvelos ha sido posible llegar hasta aquí. Si algo os interesa, decídmelo para ver si os lo podéis quedar, excepto los documentos que sean fundamentales para la historia de esta prelatura. Yo se lo explicaré al conde de Teba y seguramente lo autorizará. Con esta prueba, con la evidencia de lo que hay en esta cámara que ocultaba a los demás el archivero, Ramón Benavides recibirá su castigo y lograré que se investigue, por fin, la muerte del seminarista. Sebas y yo vamos a por unos sacos, y regresamos enseguida…
Fue consciente de que debía darse mucha prisa y actuar con la máxima dedicación, sin perder un minuto. A pesar de los buenos deseos del secretario, desconfiaba de que pasadas algunas horas fuera a ser tratado con tamaña generosidad. El entusiasmo por el resultado de la expedición seguramente había obrado el milagro del ofrecimiento que le hiciera Rodrigo. El arzobispo podía resultar más celoso con el patrimonio escondido en aquella cámara.
La iluminación no era excelente, lo que le obligaba a esforzarse con todos sus sentidos para revisar los documentos y no perder la concentración en lo que pretendía conseguir. Se arrodilló frente a uno de los baúles y cogió un legajo atado con bramante carmín, lo desató y fue analizando los papeles. Contenía diversos procesos contra «gentes turbulentas», así se las denominaba en el encabezamiento, de procedencia árabe y hebrea. El resto de los fardos que halló en el mismo contenedor eran semejantes.
Casi todos los documentos comprendían actuaciones contra luteranos, moros, judaizantes y «hombres depravados opuestos al sexto mandamiento», como rezaba una de las diligencias acusatorias. Resultaba curiosa una lista con la nómina de los colaboradores en la persecución que incluía las pagas recibidas por sus viles denuncias.
Otros arcones contenían legajos de similar cariz. Pero en los dos últimos, los de mayor tamaño, en los que lamentablemente existían algunos huecos, halló una pila de polvorientos manuscritos atados con orillos encarnados pertenecientes a un cremonés que respondía al nombre de Gianello Turriano, sin duda se trataba del Juanelo Turriano que había elaborado los dibujos sobre el sistema solar que encontró dentro del libro del arquitecto Herrera que Sebas salvó de las llamas. También los había de otras personas a las que calificaba un escrito de denuncia, instigado a instancias del arzobispo Gaspar de Quiroga, y que se guardaba en uno de los cofres, de «iluminados al servicio de fuerzas malignas que se aplican a la práctica de extrañas mancias». Juanelo y su grupo, en el que se destacaba a Juan de Herrera, habían sido atacados, al parecer, con saña por tener «comportamientos inmorales», señalaba el escrito acusatorio contra ellos.
Carecía del tiempo necesario para analizar con precisión los manuscritos, pero resultaba evidente que allí habían almacenado la requisa de los trabajos del cremonés, de sus discípulos o amigos, y las obras que tuviera en su propia biblioteca, «conjunto de libros malignos, contrarios a la fe», se indicaban en la providencia contra Juanelo. Algunos ejemplares de este legado habrían sido destruidos en el horno del Tajo, como pudo constatar Sebas.
Por suerte, en los baúles permanecían aún dos obras de Pico della Mirandola, un cabalista que él había admirado desde siempre, se trataba del Heptaplus y De ente et uno. El veneciano acarició las hojas con devoción, como si fueran un tesoro y, en realidad, eso es lo que tenía entre sus manos. Con sumo cuidado, fue sacando a la luz aquellos libros. Había varios que harían las delicias de cualquier estudioso.
El De Materia Medica de Dioscórides. Una obra de Paracelsus: Das Buch Meteororum. El libro de los autómatas, de Al-Jazari, que mostraba el funcionamiento de diversos artefactos mecánicos y relojes de agua. Varios ejemplares del visionario y médico Arnau de Vilanova, entre los que destacaban Rosario de los filósofos y De Cymbalis Ecclesiae. Trabajos diversos de Ramón Llull. El Introitos, de Thomas Vaughan. Los Libros de Astrología, del rey de Castilla Alfonso X. Un estudio sobre el gnóstico egipcio Valentín y, entre otros volúmenes, en su mayoría manuscritos, el Libro para representar lo inanimado y espiritual, del cretense Doménikos Theotokópoulos, conocido como El Greco por las gentes de la ciudad.
Estaba entusiasmado, incapaz de estimar, en aquel instante, las consecuencias que tendría para él mismo el descubrimiento, pero consciente de que estaba a punto de cumplir con la misión que le habían encomendado sus hermanos y de que pronto obtendría el perdón del rey de Francia que le permitiría regresar a París.
Como había sospechado el maestro de la logia madrileña, Adolfo Mendizábal, allí se agrupaban los textos de mentes avanzadas, un compendio de la inteligencia más heterodoxa y visionaria de la época en que fue sustraído para evitar su difusión, pero también había obras que ya habían llegado a muchos rincones del planeta. Lo realmente asombroso es que para entonces alguien quisiera destruirlas, por las que él denominaría fuerzas de la oscuridad, individuos como aquel canónigo Benavides. ¡Menudo servidor de la historia! Desde luego, debía ser castigado de inmediato y retirarle de sus funciones.
Removiendo entre los tomos, descubrió con gran alegría la portada de un libro donde figuraba el nombre de su escritor más querido. Era extraordinario que el cremonés leyera los versos de Ludovico Ariosto, en una cuidada edición de 1516 llevada a cabo en Ferrara. Besó con devoción el lomo encuadernado en piel roja, como si intensase atrapar en un instante el fluir de los versos y su aroma bendito.
Se sentía muy satisfecho. Lo percibía en la aceleración de su palpitar. Y lo celebró aspirando algo de rapé. Se sentó en el suelo y apoyó la espalda en la pared de piedra. Entornó los párpados e inundó sus pulmones de un aire enrarecido que no le disgustó. Atrapaba casi sin esfuerzo sensaciones que le daban vitalidad, mucha energía que se introducía por todos sus poros…
Oyó un murmullo cercano. Seguramente, eran Rodrigo y Sebas. Entraron como una exhalación alterando la quietud de la que estaba disfrutando. Regresaban con un farol y varios sacos de esparto que llevaba el criado. Hubiera preferido que se retrasaran y que le hubieran dejado solo allí toda la noche.
—Todo está listo, don Jaime —pronunció el sacerdote con expresión de felicidad—, cerraremos con candados el despacho de Benavides para que él no vuelva a entrar jamás y, a primera hora, en cuanto se levante el cardenal, le pediré que me acompañe hasta aquí para que compruebe lo que estaba haciendo el archivero. Ahora lo verá con sus propios ojos y aceptará que se investiguen las acciones de Benavides. Luego, recogeremos el material para ser estudiado y conservado convenientemente.
—¿Puedo llevarme algunos libros, como dijisteis? No los documentos con actuaciones judiciales del ámbito del arzobispado que ocupan la mayoría de los baúles. Me gustaría revisar despacio estos tomos —instó el caballero señalando uno de los montones que había preparado.
—¿Habéis tenido tiempo para dar un vistazo a lo que contienen los cofres? —expuso Rodrigo.
—Sí, y he comprobado que hay muchísimo material, y muy interesante, para completar la historia de lo sucedido en la ciudad primada durante los siglos XVI y XVII. Sin embargo, hay libros que pertenecían a la biblioteca de algún perseguido que me servirían para perfeccionar mis estudios sobre la cábala y el misticismo.
—Decidme cuáles os interesan, por curiosidad.
—Especialmente, los manuscritos de un inventor cremonés, de nombre Gianello Turriano, un libro de Ariosto cuyos versos me conmueven como los de ningún otro poeta, un libro de El Greco, del pintor, y una edición del Sefer ha-Zohar. Los demás, son más conocidos.
—¡El libro del esplendor! —subrayó Rodrigo.
—Eso es. El Zohar. La expresión más profunda de los recovecos íntimos del alma judía, de su misticismo escrito en España.
—¿Puedo verlo?
El caballero recogió del cofre que tenía mayor capacidad un montón de hojas retorcidas, repletas de manchones negruzcos producidos por la humedad. Evitaba aplastar el mazo de papel, temeroso de que pudiera disolverse entre sus dedos. El sacerdote lo recibió con cuidado para no dañarlo, lo acarició y dijo:
—Conozco una edición bastante posterior que se conserva en la biblioteca reservada del Seminario Mayor. Esta es fantástica y tiene la firma de Moisés de León, su autor; es algo extraordinario —enfatizó mientras devolvía el códice al veneciano—. Creo que no hay problema para que analicéis estos libros. Os lo debemos. Y si surgiera alguna dificultad, ya os avisaré. Yo le explicaré al cardenal todo lo ocurrido.
El caballero hizo una seña a su criado para que preparase los sacos y, mientras el secretario revisaba algunos papeles, ellos fueron introduciendo los manuscritos. Tenía casi la certeza de que nunca le reclamarían los libros que hubiesen salido de palacio esa misma noche.
El trayecto de vuelta lo hicieron con precaución para evitar golpear los sacos contra las paredes o el suelo. El sacerdote llevaba varios documentos para mostrárselos al arzobispo como demostración de lo actuado gracias al veneciano y para que sirvieran de prueba sobre la deslealtad y el comportamiento delictivo de Benavides.
Al llegar al despacho del canónigo se tomaron un respiro.
—Vamos a dejarlo todo sin ordenar —advirtió Rodrigo—, para que Su Eminencia compruebe lo que tenía montado aquí el canónigo.
Don Jaime se acercó a las puertas de hierro para examinar su complejo mecanismo. En el hueco interno, donde se alojaban las bisagras, descubrió un texto grabado. Acercó la luz y leyó:
IANELLVS. TVRRIAN. FACIT. MDLXXXI
Un artilugio creado por el propio Juanelo había sido utilizado, con posterioridad, para arrojar sus trabajos a las tinieblas y aplastar sus descubrimientos en el ostracismo.