8 de enero
Pocas horas después de lo acordado entre la guardesa y el caballero, Sebas se protegía de un intenso aguacero en el cobertizo próximo a la residencia de las doncellas. La quietud de la zona transformaba en estrépito la lluvia al abrirse paso entre los murallones de la angosta calle, similar a la mayoría de las que conformaban el laberinto de la ciudad amurallada protegida por el profundo Tajo. También el viento silbaba con fuerza. El criado, que solía esmerarse poco en su vestimenta, lamentaba no haber cogido ropa de abrigo para soportar aquel rato pasado por agua.
Faltaban pocos segundos para las tres de la tarde. Lo confirmó, instantes después, el tañido de las campanas de la catedral que mitigaron el ruido de la tormenta. Casi de inmediato, y como si fuera un milagro, comenzó a escampar. Salió del parapeto y corrió raudo hacia la entrada del colegio encharcándose las calzas con el agua acumulada en el suelo mal empedrado y con abundantes hoyos. Antes de alcanzar el lugar en el que estaba citado con Valeria, la vio salir cubriéndose con una capa negra y una capucha. Se reconocieron al primer contacto visual, eran las únicas personas que había en la calle. A Sebas le llamó poderosamente la atención el caminar decidido de la mujer, ocupaba mucho espacio por tamaño y estatura, y conjeturó que a él le superaba en un buen palmo. Para evitar equívocos y confirmar la identidad de cada uno de ellos, se saludaron al unísono.
—¿Valeria?
—¿Sebas?
Asintieron ambos y cruzaron una sonrisa de entendimiento. Valeria mostró unos dientes blancos y perfectamente alineados, todo lo contrario de Sebas que los tenía mellados y negruzcos.
La había imaginado con escaso atractivo físico y supuso que tendría un gesto adusto, tras leer sus cartas dirigidas al canónigo. A Valeria le extrañó el aspecto del enviado por el caballero que había conocido esa misma mañana y que le habló con primoroso acento francés e iba ataviado como un príncipe. En cambio, su criado poseía la apariencia de un pordiosero, desaliñado y sin esmerarse en el cuidado personal. Tenía el rostro sin rasurar y una adiposa barriga que estaba a punto de hacer estallar la botonadura de su camisola. Para colmo, la zamarra de paño con la que se abrigaba exhalaba un aroma desagradable. Sin embargo, daba la impresión de ser buena gente, leal, como le comentó su señor en el parque.
Caminaron una media hora, sorteando numerosos charcos, hasta alcanzar la calle de Santo Tomé. Durante el trayecto, hablaron de cómo actuar en el almacén y del papel que representarían cada uno de ellos.
—Ya os habrá dicho mi señor que no estoy seguro de haber hallado el mismo crucifijo que desapareció del colegio —expuso Sebas—. Solo vos podéis identificarlo, pero no debemos llamar la atención delante de los que cuidan del almacén, allí hay cientos de piezas y es fácil confundirse. Tampoco conviene que recelen de lo que vamos a hacer allí, para evitar el escándalo y que sospechen de nosotros. Es la mejor manera de atraparles con las manos en la masa. Dejadme a mí que lleve la voz cantante. Como es evidente, diré que sois mi señora y que deseamos revisar unas tallas en las que saben que estoy interesado. Luego, iremos pidiéndoles otras cosas, como un crucifijo de las mismas características, en el supuesto de que el que yo vi el otro día no estuviera a nuestro alcance.
—Me parece perfecto, seguiré vuestras instrucciones. Don Jaime, vuestro señor, me pidió que así lo hiciera. Espero que tengamos suerte. Y entendido, sois mi criado.
—Así es. Y lo sería encantado en verdad —afirmó rotundo Sebas ya que Valeria le resultaba una persona encantadora, con una voz dulce, y que mostraba una postura envidiable para el juego que le habían preparado. Ella pareció ajena a la sutileza empleada por él.
Había cesado por completo la tormenta, pero el frío y la humedad se colaban en los huesos.
—Esto es lo que menos me gusta de esta ciudad, circula por sus calles un sereno que no hay manera de arrojar fuera, de los cuerpos y de las viviendas —comentó él.
—¿El qué? —preguntó Valeria, inmersa en ese instante en sus pensamientos.
—El relente húmedo de este lugar, que es algo horrible.
—Yo estoy acostumbrada, viví en Francia, en Lyon, con dos ríos por cabecera.
—Pues yo no soportaría vivir ahí, de donde procedéis, no me gustaría nada, ni aquí en esta ciudad —fingió Sebas que conocía el origen de la mujer después de revisar sus cartas dirigidas al canónigo Benavides.
—Creo que hubiera sido más rápido haber elegido otro camino hacia el Pozo Amargo, ¿no creéis?
—No lo sé, estoy acostumbrado a ir por aquí, pensaba que era preferible —mintió Sebas, que intencionadamente deseaba eludir el paso por la plaza de la Catedral, pues por ella solía cruzar el archivero cuando iba o regresaba de sus correrías comerciales. No obstante, antes de acudir al encuentro con la guardesa, había verificado que el canónigo no estaría en su casa.
Al descender por la empinada cuesta del Pozo Amargo con los guijarros del suelo escurridizos debido a la lluvia, Valeria tuvo que arrimarse a las paredes y, de vez en cuando, sujetarse en los salientes. Finalmente, aceptó apoyarse en Sebas y este la ayudó sujetándola por la mano. El criado se estremeció con el contacto de su piel que se asemejaba a la suavidad del melocotón, y con el de su cuerpo que desprendía un aroma agradable que le fue aturdiendo. También le impresionó, y mucho, la piel blanquecina de su rostro, casi traslúcida, y sus ojos grandes, oscuros, que contrastaban tanto con la blancura de su cutis. Por desgracia para él, el placer fue efímero, estaban a unos pasos de la vivienda del clérigo.
A medida que se acercaban, Sebas observó con suma atención y de reojo todos los gestos de Valeria. Precisaba asegurarse de que ella nunca había estado allí. En caso contrario, tendría que alterar el plan de inmediato. Decidió ser muy directo para aclarar la duda.
—¿Conocía esta parte de la ciudad?
—No, y no me agrada mucho, ya veis lo difícil que es moverse con este piso tan resbaladizo y la humedad se acrecienta porque nos acercamos hacia el río —respondió Valeria.
Al llegar a la vivienda de Benavides, el criado tuvo que golpear la puerta repetidas veces. Sabía que la vieja no estaba bien del oído y que era preciso aporrear bien la madera para que les abriera. Al fin, escudriñando por una rendija, apareció Pascuala. Al descubrir a Sebas, abrió de par en par. Iba embutida en una tela grisácea, que debió de tener en un pasado lejano un intenso color negro. La anciana parecía una pasa, de lo delgada y arrugada que estaba, pizpireta aún, con la mente algo enturbiada por la avanzada edad y con los oídos como una tapia. Les recibió con desgana. Del interior emanaba un olor a verdura podrida.
—Vengo con mi señora —Valeria descubrió un poco el rostro, no más arriba de los labios, levantando la capucha a modo de cortesía, pero sin posibilidad de ser reconocida—, porque desea ver ella misma las esculturas de ese griego. No soy muy hábil a la hora de hacer la descripción de los objetos artísticos y prefiere verlos ella misma, si no tenéis inconveniente.
Tal y como lo habían hablado previamente, durante el camino hasta el Pozo Amargo, Sebas llevaba la iniciativa en la delicada operación que habían emprendido juntos.
—De acuerdo, pues entren, si tal es el deseo de la dama. —Pascuala franqueó el paso tras analizar detenidamente, con desparpajo y sin amilanarse, a la recién llegada. Tan solo pudo apreciar su pose desenvuelta y sus maneras de mujer joven.
Hacía mucho calor en el interior y por suerte el ama abrió las ventanas para airear el lugar, cargado de una atmósfera espesa debido a la mezcolanza de materiales que allí se conservaban. De esta manera, Valeria pudo permanecer con la capucha puesta sin comenzar a sudar.
Pascuala colocó encima de una mesita las tallas de Adán y Eva trabajadas por El Greco. A continuación, se plantó frente a las esculturas con los brazos cruzados, aguardando los comentarios de los visitantes. Valeria se vio forzada a analizar las tallas, algo confundida y nerviosa por la situación. Sebas miraba en derredor suyo con ansiedad y preocupación porque no localizaba el crucifijo en aquel magma de objetos amontonados de cualquier manera. El momento resultaba tenso, sin duda. Valeria se frotaba las manos inquieta, sin saber qué decir. Sebas intervino con rapidez.
—¿No hay más tallas de El Greco? Ya que mi señora ha venido, sería una buena oportunidad ver otras piezas del mismo escultor.
El criado planteó la pregunta intentando que Pascuala se despistase por la sala, pero no se inmutó. Es más, dirigió directamente una cuestión a Valeria, lo que alteró los nervios de la francesa.
—¿Qué le parecen, señora?
—Están bien, sí… —respondió dubitativa.
El ama les observaba sin perderles de vista, encogida sobre sí misma y con expresión tensa en su rostro inundado de marcas.
—Aquí no, no hay más esculturas de El Greco, aunque se lo preguntaré a él…
Sebas se alertó temiendo que se complicase todo si Pascuala mentaba al eclesiástico, se adelantó raudo:
—A mi señora le gustaría especialmente, además de estas tallas, encontrar un crucifijo para su capilla, a ser posible de marfil. Entre todas las piezas que hay aquí no hay nada que se le parezca.
Pascuala meditó la petición que le hacían sin mover los labios; el tiempo que estuvo en silencio resultó una eternidad para Valeria y Sebas, este decidió intervenir de nuevo, sin esperar la respuesta:
—Algo de la época de Berruguete si puede ser, de ese estilo…
Dedujo que lo había estropeado al citar al artista. La mujer hizo un gesto con la mano, indicando que la dejaran pensar y, seguidamente, se tocó la frente con los dedos como si recordase algo.
—¡Ah! Ya sé… En el dormitorio hay un crucifijo que os podría servir, lo pusimos allí el otro día, pero tendré que preguntar si está a la venta.
—Y, mientras tanto, ¿podríamos verlo? ¿Qué os parece, señora?
—Muy bien —respondió Valeria corroborando la celada.
Un poco más y Sebas termina por empujar a la vieja, pues era tanta su avidez por ver el crucifijo que casi se delata. Respiraron con alivio y esperanzados cuando Pascuala se adentró por las dependencias interiores de la casa. Valeria estaba sudorosa por los nervios que tenía a flor de piel, retiró su capucha y se acercó al ventanuco para refrescarse.
—Todo va bien —dijo él con ánimo tranquilizador—, actuaremos como lo hemos estudiado. Dejadme a mí. —Enmudeció unos segundos aguardando que ella confirmase esa voluntad. Valeria mostró una sonrisa en su bien formada boca que a Sebas le supo a gloria bendita. Aquella mujer era extraordinaria y hasta sentía cierto remordimiento por la trama que habían montado sirviéndose de ella como un recurso para los fines de don Jaime—. Por favor, no nos descubráis para atrapar, creemos, a un miembro del cabildo que está cometiendo estos sacrilegios y robos de obras de arte haciendo uso de sus prerrogativas, abusando de las mismas para hacer un enorme daño a los bienes y al patrimonio eclesiástico en beneficio de su propia manduca y bolsa.
—¿Sospecháis de un canónigo? —planteó Valeria sorprendida y levantando la voz mientras se acercaba a Sebas; este le rogó con un gesto que se colocase la capucha.
—Silencio, que ya viene…
La llegada de Pascuala con el crucifijo sujeto con las dos manos y medio envuelto entre sus faldones provocó, de inmediato, un ligero desvanecimiento a la francesa. Valeria lo había reconocido sin tener al alcance de la vista la pieza al completo.
En efecto, lo que traía la anciana con gran esfuerzo, debido al tamaño y el peso de la talla, era la escultura que habían sustraído del Colegio de las Doncellas Nobles. Valeria intentó decir algo sin medir su reacción, balbuceó un sonido, una palabra quizá; Sebas le impidió decir algo adelantándose y colocando sus dedos sutilmente sobre los labios de la mujer.
—¡Es bellísimo! ¡Extraordinario! —exclamó él, arrancando de las manos de Pascuala el crucifijo, algo que ella agradeció. A continuación, lo puso sobre la mesa donde estaban las figuras de El Greco—. Fijaos… —exhortó a Valeria para que lo contemplase sin decir nada que pudiera estropear el ardid—, la perfección del trabajo, cómo se aprecian los músculos, incluso las venas, el rictus de dolor en el rostro tan logrado. Y el pulido del marfil: ¡impecable! Nos gusta —dijo a la asistente de Ramón Benavides—, preguntadle a vuestro señor cuánto pide por las tres piezas y mañana, o como mucho tardar en dos días, vengo a cerrar el trato. —Culminó Sebas con tanta disposición que impidió a Valeria expresar lo que sentía en aquel instante de sorpresa y confusión.
Pascuala expresó su conformidad. Sebas no perdió ni un segundo en contemplaciones. Abarcó con su brazo la cintura de Valeria y tiró de ella hasta sacarla cuanto antes de aquel lugar. Percibió con el contacto, a través de su piel, el nerviosismo de la mujer.
Ya en la calle, la portera de las Doncellas Nobles pudo desahogarse, al fin, de la fuerte impresión que había supuesto encontrarse con la obra de arte sustraída del colegio y tener prohibido expresarse y manifestar su irritación por exigencia de Sebas.
—Vayamos deprisa, y sin detenernos ni un solo instante, a presentar la denuncia ante los alguaciles para que castiguen a ese sinvergüenza y trasladen, de inmediato, el crucifijo al Colegio. Y por favor: decidme quién es el ladrón. ¡Qué se pudra en una celda y que su nombre se conozca por toda la ciudad! —Valeria necesitaba desahogarse, superar el aturdimiento hablando sin parar—. Es necesario hacerlo para que confiese cómo robó el crucifijo, si hubo algún acólito que le ayudó o intervino para sacarlo del colegio. Eso es muy importante saberlo, si lo hizo solo o con alguien más —manifestó congestionada y con evidentes muestras de nerviosismo. En sus ojos traslucía la irritación.
—Tranquila. Mi señor en persona quiere decíroslo en el momento en que le confirméis que hemos localizado el crucifijo de doña Leonor. Al parecer, don Jaime venía siguiendo el rastro de ese canónigo y tiene más información sobre sus actividades ilícitas. Nos espera en una tranquila taberna en las cercanías de Santo Tomé. Enseguida resolveremos este asunto, Valeria.
El veneciano aguardaba las nuevas en una tascucha sin clientela a esas horas de la tarde. Antes de llegar al lugar de la cita que tenía establecida con Sebas, intentó despistar a su perseguidor con la complicidad de Paco el cochero, y creía haberlo conseguido, puesto que no le veía por la calle desde las ventanas del local. Le resultaba más fácil evitar a Lorenzo Seco cuando se desplazaba con el carruaje, ya que entonces el cabo tenía dificultades para controlarle a corta distancia. A veces, le había sorprendido su sagacidad o intuición porque aparecía cuando casi resultaba imposible que hubiera podido seguirle el rastro debido a la velocidad del transporte, a pesar de que nunca era excesiva por la configuración de las calles. Para asegurarse de que en esta ocasión funcionaría la maniobra de distracción, dieron algunas vueltas por el barrio de Santo Tomé y, cuando le distanciaron suficientemente, el caballero descendió del vehículo escondiéndose en un patio mientras Paco continuaba la marcha en dirección a la posada de El Carmen.
Meditaba durante la espera sobre la maniobra que había organizado para abrir el portón que el canónigo tenía en la entrada del archivo secreto. Le dolía actuar utilizando los sentimientos de Valeria, que resultarían heridos, pues algo así ocurriría; aunque también consideraba que le hacía un gran favor a ella, ya que se merecía un compañero de condición distinta a la del archivero, alguien que la correspondiera de veras sin aprovecharse de su debilidad. Y, de cualquier manera, estaba obligado a hacerlo para desenmascararle.
Aguardaba inquieto deseando conocer lo ocurrido en el almacén, y se frotaba las manos, ansioso por ver aparecer cuanto antes por la tasca a Sebas y a Valeria. Se hallaba protegido por la penumbra del local, en un rincón apartado. Cuando llegó allí, el viejo mesonero que dormitaba sobre la barra se frotó los ojos con asombro no disimulado, y después de servirle el vino volvió a las suyas para cabecear sentado en un taburete.
Pasados unos minutos, el tabernero se alarmó, de nuevo, al ver aparecer a una pareja que se dirigió sin pensárselo a la mesa del caballero que había entrado primero.
Sebas sopló, de inmediato, al oído de su señor el resultado de la operación:
—Sin problemas. Estaba allí y lo hemos visto.
Él se levantó para saludar a la francesa prodigándole su exquisita cortesía y besando dulcemente sus manos.
—Heureux les yeux qui peuvent jouir de votre presence.[13] Sebas me anticipa que habéis encontrado el crucifijo de doña Leonor. Ya era hora de que atrapáramos a ese rufián depredador.
—Pero ¿quién es él? No debemos permitir que quede sin castigo. Y hay que hacer algo, ¡rápido! Bueno, estoy satisfecha por la ayuda que me habéis prestado para descubrir el lugar donde ocultaban el crucifico, teníais razón… —afirmó ella aún impresionada por la experiencia vivida aquella tarde, pero agradecida después de localizar la pieza robada. Daba la impresión de no querer perder un minuto para denunciar el robo y trasladar, cuanto antes, la obra de Berruguete hasta el Colegio de las Doncellas Nobles. Ni siquiera tomó asiento hasta que se lo sugirió don Jaime.
El veneciano comprendió que tendría que intervenir con sagacidad en los siguientes pasos que había calculado y, quizá, modificar sus previsiones. Ella exigía una respuesta y había que dársela sin mucha dilación.
—Os digo que no podemos permitir a ese individuo que siga apropiándose de objetos de valor, de mucho más valor si cabe de los que habéis visto hoy, beneficiándose además con sus sucios manejos. Hemos descubierto en los sótanos del arzobispado, donde se encuentra el archivo y la biblioteca del palacio, la entrada a una galería en la que, sospechamos, que podría ocultar importes obras de arte y documentos de gran relevancia. Él es el responsable y quien está al cuidado de las instalaciones…
—¿Cómo? Su nombre, os lo pido, por favor —exigió Valeria irritada, frotando sus manos, nerviosa, y con las mejillas enrojecidas. Hacía calor en la tasca y no se había desprendido de la capa.
—Ramón Benavides, el lugar de donde venís era su casa y habéis visto con vuestros ojos su propia almoneda —pronunció don Jaime casi en un susurro.
Sebas servía en ese momento la zarzaparrilla que ella le pidió al llegar. Valeria parecía ausente, como si lo que la rodeaba no fuera con ella, como si el nombre que acababa de escuchar fuera una ensoñación de tal forma que nadie lo hubiera verbalizado. Desvió su mirada y se perdió entre las sombras de la sucia tabernucha. Tenía que asimilar lo ocurrido, su mente iba hilando cabos, había cosas que encajaban, tal vez fuera cierto lo que había visto y oído. Estuvo paralizada un buen rato, sin mover un músculo, sin decir nada, en tensión… Ellos temieron lo peor: que se hundiera y saliera corriendo asustada, que huyera de todo y nunca más la volviera a ver, negándose a seguir actuando para desenmascarar al sinvergüenza. De súbito, se volvió hacia ellos y mojó los labios en la infusión. Su expresión era rígida, la mirada de sus ojos negros atravesaba por su fiereza.
—¿Habéis dicho Ramón Benavides? ¿Y estáis completamente seguro de no equivocaros?
Don Jaime asintió con un ligero movimiento de la cabeza, preocupado ante la incertidumbre por la reacción que mostraría Valeria.
—Pues debo deciros que le conozco, conozco bastante bien a esa persona, mejor debería decir que creía conocerle —expresó pausadamente, con voz ahogada.
—¿Tenéis certeza de lo que manifestáis, de que se trata de la misma persona? —preguntó don Jaime.
—Dudo que haya dos con ese nombre y siendo responsables del archivo arzobispal, ¿verdad? Sabía que le interesaban mucho las obras de arte y que las coleccionaba, pero nunca me habló del comercio que hacía con ellas. Y ha tenido el descaro de aprovecharse para hacerse con el crucifijo, y hasta me temo que también con dos pequeños lienzos de María Magdalena y san Juan que desaparecieron del colegio y que pudo habérselos llevado; fue hace un año, más o menos. Sí… sí…, es él, aunque me cueste reconocerlo: es él —insistió ella con ojos enrojecidos, mordiéndose el labio inferior, aunque controlando la zozobra y la angustia—. Tengo que dejaros para hablar con las autoridades. Hay que denunciarle y no pienso advertirle.
La aseveración fue del agrado de don Jaime. La situación se movía como él deseaba.
—Un momento, os lo ruego —solicitó amablemente—. Por lo que deduzco de vuestras palabras, él os tiene alguna confianza, ¿me equivoco, señora? —Valeria no reaccionó con el comentario que hizo el veneciano, había transformado su rabia interior en una frialdad que impresionaba, ni un gesto, ninguna señal de lo que sentía, sin mover un músculo, el rostro hierático, la faz blanquecina, la mirada firme—. Os lo digo porque precisamos unas claves para abrir la puerta del lugar donde pensamos que oculta documentos y manuscritos importantes. Sin ellas es imposible acceder a la cámara secreta que él controla. Descubrir lo que esconde en el archivo sería lo más conveniente para lograr juzgarle por diversos cargos, la mejor forma de que no escape al castigo de la justicia. El asunto del crucifijo es algo menor, pensadlo, y siempre puede argumentar una excusa, como que lo iba a restaurar o a encargar una réplica, o que se lo había dicho a alguna supervisora del colegio y recibió su autorización, cualquier cosa es posible si solo contamos con ese delito. Puede que se nos escape con una excusa creíble y sea muy complicado hacerle pagar por lo que ha hecho en esta ocasión. No olvidéis que es una persona de relevancia y bastante peso en la Iglesia, es un canónigo de la catedral además de director de la biblioteca y del archivo arzobispal, y tendrá amigos que le respaldarán, sin duda. Sin embargo, si pudiéramos acceder a la cámara secreta que tiene dentro de su despacho en el palacio del cardenal, tal vez encontremos los objetos, los manuscritos valiosos que allí protege con esas puertas imposibles de abrir si no poseemos las claves, que servirán como pruebas incuestionables para que sea repudiado por la institución eclesial y recibir todo el peso de la ley, como seguramente se merece.
Valeria reflexionó unos segundos sobre lo que acababa de explicarle don Jaime. Cabeceó pensativa, con las manos entrecruzadas.
—¿Y vos, don Jaime, cómo tenéis tanta información? —preguntó ella.
—Es algo completamente casual. Estoy trabajando en el archivo, por interés particular, como ya os comenté esta misma mañana, y el propio secretario del cardenal me puso en antecedentes del asunto, de las sospechas sobre el canónigo Benavides, y fue algo que me llamó mucho la atención. Juntos comprobamos lo que os digo, la existencia de esa cámara y, luego, tuvimos la información de mi criado sobre el almacén donde había visto la talla. —Sebas confirmó con un gesto todo lo que afirmaba su señor—. Así, las sospechas se fueron acrecentando. Pero sería concluyente para aclararlo todo acceder al recinto secreto que él tiene en palacio.
Ella volvía a tener, otra vez, el rostro congestionado, los ojos irritados, y mordía sin cesar sus labios. No reaccionó durante un buen rato. Permanecía pensativa. Por fin, habló con tranquilidad y aplomo:
—Él anota todo en un pequeño cuaderno negro, con tapas de piel, que lleva siempre encima, en su faltriquera, jamás deja que lo vea nadie… —La mujer observó fijamente al caballero, se sintió arropada por su dulzura y por la seguridad que transmitía—. Tal vez sí, tal vez encontréis ahí lo que estáis buscando.
—Esa es la solución, creo —dijo Sebas.
—¿Tenéis alguna posibilidad de curiosear vos misma ese cuaderno? —preguntó el veneciano.
El silencio que sucedió incrementó la duda sobre la respuesta de Valeria. La pregunta daba a entender demasiadas cosas, una relación no confesada por parte de ella, y dedujeron que algo así podía molestarle y llevar al traste toda la operación. Sin embargo, Valeria parecía haber recuperado el resuello y el control sobre sí misma.
—Dudo que sepáis hasta dónde puede llegar una mujer herida —manifestó ceremoniosa.
Don Jaime reconoció su admiración por Valeria, se rindió ante ella; nunca sospechó que tuviera tanta fortaleza y se prestara a colaborar con tan buena disposición, sin sospechar nada extraño en lo que había sucedido aquel día. Acarició una de sus manos con delicadeza; ella sonrió sutilmente, sin forzar la sonrisa. Él agradeció lo que hacía por ellos en su propio idioma.
—Je vous remercie du fond du coeur, Valeria, je vous souhaite tout le meilleur, et comptez toujours sur nous si vous en avez besoin.[14]