Paseo Virgen de Gracia

8 de enero

Al doblar una esquina apareció inesperadamente, y a poca distancia, el ábside de San Juan coronado por esbeltos pináculos. Conocía de una visita anterior el magno sepulcro y mausoleo encargado por los reyes Isabel y Fernando para constituir su última morada y acoger sus restos. Fue levantado sobre una plataforma privilegiada desde la que se apreciaba discurrir el Tajo hacia su desembocadura y último destino en tierras portuguesas. Toda una metáfora de la existencia que, sin tregua, se encamina hacia el final. Acaso, por esa razón, los Reyes Católicos escogieron aquel enclave para erigir su tumba. Más tarde, modificarían su opinión porque el edificio les pareció poca cosa, en palabras de Isabel al arquitecto Guas.

«En realidad, el exterior de San Juan de los Reyes, con su elegancia arquitectónica indiscutible, reproduce de alguna manera el modelo extendido por toda la ciudad —meditó el veneciano mientras avanzaba hacia el parque—: la auténtica belleza, el tesoro de los edificios toledanos, se protege para apreciarlo solamente desde el interior. Lo de fuera es un cascarón, paredes de un cofre que preserva las joyas de las miradas que profanan con su curiosidad».

Con el telón de fondo de los sillares blanquecinos del monumento, la mayoría de las jóvenes que residían en el Colegio de las Doncellas Nobles disfrutaba de su descanso al mediodía. El cielo amenazaba lluvia sin darse por vencido y soplaba una ligera brisa, bastante cálida para aquella época del año. Don Jaime ajustó su capa colocando uno de los extremos sobre el hombro. Relucían sus medias blancas y el calzado forrado de seda carmesí con hebillas de pedrería multicolor. Difícilmente podía pasar desapercibido a pesar de ir arropado con el paño. Había dos personas que estaban muy atentas a su caminar. Una de ellas era su cochero, el mismo que desde el primer día se encargaba de trasladarle por toda la ciudad; la otra persona que no le perdía de vista era Lorenzo Seco.

Se detuvo para observar con calma a las muchachas que realizaban diferentes juegos en el frondoso paseo. Todas ellas portaban el uniforme de rigor: vestido azul camisero de escaso vuelo con botonadura hasta el cuello, zapatos oscuros de medio tacón, sin adornos, y capa corta. Algunas cubrían las manos con guantes blancos de lana y en sus rostros no aparecía ninguna clase de afeites.

Tardó poco en localizar a Leonor de la Gándara. Estaba sentada en el pretil de granito que protegía a los paseantes de la pronunciada ladera que caía hasta el monumento de los Reyes Católicos. La joven doncella charlaba con dos compañeras y detrás de ellas aparecía imponente el templo de estilo gótico tardío.

Al darse cuenta de su presencia, Leonor se fue hacia él dejando solas a sus amigas. Le sorprendió gratamente cómo se apresuró a recibirle.

—Don Jaime, ¡qué sorpresa! ¡Cuánto me alegro de veros por aquí!

Tenía el soniquete del saludo que utiliza una adolescente dirigido a su padre o abuelo, es decir, a alguien bastante mayor. A él no le disgustó el trato, todo lo contrario.

Leonor le resultó deliciosa por su espontaneidad, por sus rasgos aniñados en un cuerpo esbelto, de formas marcadamente femeninas, a pesar de su juventud. Sus ojos de color verde resaltaban más en su piel morena y el pelo de color azabache. Eran muchas las españolas que tenían el cabello del mismo tono.

—Me hablaron de este parque y he venido a dar una vuelta para conocerlo —comentó él mientras recogía la mano de Leonor y doblegaba ostensiblemente el cuello para efectuar una reverencia—. Yo también me alegro de veros, doña Leonor. ¿Tenéis alguna nueva sobre el crucifijo?

—No —contestó ella con gesto mohíno—. Es como si se hubiera desintegrado en el aire. Y he pensado en lo que me dijisteis el otro día en Roca Tarpeya cuando fuimos presentados por nuestra amiga la condesa. Pero resulta imposible que lo hayan robado, jamás ha ocurrido algo así en el colegio.

—Bien, entonces aparecerá, doña Leonor, estad segura. Quizá se haya tratado de una broma de mal gusto.

El caballero miró a su alrededor con disimulo. Algunas compañeras de Leonor les observaban con curiosidad, también lo hacía su tía, pendiente de la pupila.

Apartada de todas las estudiantes, y en un extremo del parque, se encontraba Valeria leyendo un libro, acomodada en un banco de madera. Lo dedujo porque vestía con una ropa diferente al resto y era la de mayor edad del grupo compuesto por unas treinta mujeres, incluyendo a las cuidadoras.

—¿Estáis contenta en el colegio? —Planteó la cuestión forzando el desplazamiento de ambos hacia el lugar donde estaba la portera. Lo logró empujando suavemente el brazo de Leonor.

—Por supuesto, recibimos una extraordinaria formación, podemos considerarnos unas privilegiadas porque tenemos más oportunidades que muchas jóvenes de nuestra edad, incluso doña María quiso entrar en el centro, aunque ella tiene… ¿cómo decirlo?, es de otro rango social. Y al casarnos recibimos, además, una importante dote. Solo añoro a las amigas como la condesa, siempre que está en la ciudad nos hace una visita.

—Claro, os gustaría verla más. Es extraordinaria, ya lo creo.

—Así es, y lamento que nos dejara anteayer.

A pocos metros del lugar donde estaba sentada Valeria, el veneciano consideró que había llegado el momento de formular la pregunta:

—¿Quién es esa mujer, pertenece también a la institución? No lleva vuestro atuendo.

—Es Valeria —dijo la joven con una dulce sonrisa—. Ella nos facilita muchas cosas, trae y lleva encargos, nos reparte el correo y no sé cuántas cosas más.

—¿Cuida también del edificio?

—Bueno, es nuestra portera. Entró en el colegio hace muchos años y es extranjera, la única a la que se le ha concedido tal privilegio, aunque luego decidiera permanecer en el centro. Vino de Francia. La queremos mucho y es muy respetada, incluso por las supervisoras. La verdad es que ella se preocupa de que estemos bien atendidas.

—Interesante, parece una gran mujer —exageró él con mucha determinación.

—¿Queréis que os la presente?

—¡Oh! No sé —expresó con ambigüedad—, estaría bien, podré hablar un poco de francés, mi segundo idioma…

Leonor se acercó al banco donde reposaba la portera y le dijo algo interrumpiendo su lectura. Valeria observó de reojo al hombre que estaba cerca de ellas y, en un primer momento, se resistió a levantarse. La doncella insistió y, al fin, hizo una seña al veneciano para que se aproximase.

—Don Jaime Girolamo, caballero de Seingalt…, Valeria Zanetti Moreau… —Leonor hizo las presentaciones de rigor y vislumbró bastante interés entre ambos de una manera súbita, como si se hubiera acelerado una corriente de simpatía nada más conocerse.

El veneciano evitó admirar el exuberante pecho de la mujer iluminado por un escote generoso al inclinar la cabeza para saludarla. Tenía ojos grandes, muy negros, labios gruesos y un rictus agradable perfilado en la comisura de su boca con unas profundas arrugas. Su cuerpo era vigoroso y con una figura bien proporcionada.

C’est une vraie chance d’avoir pu faire votre connaissance après les éloges, certainement mérités, dont m’avais prévu madame Leonor.[8]

La mujer sonrió feliz, entusiasmada al escucharle hablar en su idioma materno. Aspiró aire profundamente, realzando aún más su busto para contento de él. Llevaba un vestido de una pieza de color carmín y una toquilla blanca de lana sobre los hombros. Comenzó a chispear, casi de manera imperceptible.

Cela faisait longtemps que je n’avais pas entendu un aussi beau accent français. Parisien, j’imagine?[9]

Oui, le vôtre semble lyonnais, me trompé-je?[10]

C’est vraiment fantastique, monsieur! Il me semble incroyable que vous l’avais si bien remarqué![11]

Lyon a été la première ville de France où j’ai vécu[12]

—Perdón… —Tosió doña Leonor con la intención de ser atendida y recordarles que ella era ajena a la conversación, pues su nivel del idioma con el que conversaban era muy básico—. Si me permiten, tengo que ir a decir algo a una compañera.

El caballero, avejentado por numerosas batallas, y Valeria, la huérfana amante de un canónigo, dieron al unísono su conformidad para quedarse a solas. Ambos se sentían bien con el encuentro, él mostraba la felicidad en sus ojos como aguamarinas y en su sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes ennegrecidos y con algunas piezas perdidas. Ella tenía las mejillas encendidas.

—Allí, en Lyon —continuó él en castellano—, fui muy feliz y disfruté de buenas amistades. Vivía en La Croix Rousse, cerca de los mercados de la seda.

—Yo, en la otra punta, en La Mouche —replicó ella con melancolía, azuzada por los recuerdos—. ¡Echo de menos tantas cosas de mi ciudad! El Tajo no se parece en nada a nuestros ríos —añadió mirando la vega del río—. La vida era…, no sé cómo decirlo, tan diferente y activa.

—El Ródano y el Saona son diferentes, desde luego, y aquello es mucho más divertido y enriquecedor. También conservo yo buenos recuerdos de Lyon y me encantaría regresar por allí algún día.

—Yo era casi una niña, entonces, y desearía también ver la ciudad con ojos nuevos.

Hablaban con la mirada fija el uno en el otro. A ella le encandilaba la frescura y elegancia del caballero; a él, la fortaleza que emanaba de Valeria.

—¿Desde cuando conocéis a Leonor? —preguntó ella.

—No hace mucho. Nos presentó una amiga común: doña María Francisca de Sales Portocarrero, la condesa de Montijo. Ella ha pasado unos días de las festividades navideñas con su tío el cardenal y ha regresado a Madrid para seguir con sus estudios, lo que ha apenado a doña Leonor y a cualquiera que tenga la dicha de tratar a la condesa, desde luego. Y hoy, paseando por este lugar tan hermoso, encontré casualmente a Leonor. Me habló el día que fuimos presentados de la preocupación que tenía debido a la desaparición de una escultura que perteneció a su padre…

—Cierto, inexplicablemente ha desaparecido del colegio, es un extraordinario crucifijo que donó su madre al centro. Estamos todas muy preocupadas por ese hecho.

—Y, según creo, tallado por Alonso Berruguete.

—¡Vaya! —expresó con asombro la mujer—. Estáis bien enterado de lo ocurrido.

Valeria le atendía prendada de su acento, de su porte y de presencia imponente. Pocas veces se había cruzado con alguien como él y nunca en la ciudad.

—¿Cuál es el motivo de vuestra estancia en Toledo? —preguntó ella.

—Ninguno especial. Decidí conocer algo este país, era uno de los pocos del continente en los que no había estado nunca y, al llegar aquí, aproveché para mirar algunos documentos en los archivos de la ciudad sobre su pasado, me interesa mucho la historia de este lugar tan antiguo.

—¿Y qué os parece el país?

—Me gusta más Francia, bueno, es tan distinto.

Comenzaron a caminar hacia el colegio, el tiempo de asueto iba terminando porque el grupo de doncellas se congregaba al final del parque. Al darse cuenta de esa circunstancia, él intervino con rapidez, aunque Valeria daba la impresión de estar fuera de la disciplina horaria que afectaba a las colegialas y a sus supervisoras directas.

—Debo deciros, confidencialmente, que tengo una posible pista sobre el lugar donde se hallaría ese crucifijo.

—¿Cómo? Decidme, os lo ruego, ¿de qué se trata? —replicó ella, extrañada.

—No os asombréis, aguardad un instante. A raíz de la conversación que mantuve con doña Leonor en la que me hablaba de lo ocurrido, no pude dejar de pensar en ello y lo comenté con mi criado. Él ha sido quien ha dado con esa pista, tal vez no sea fiable pero creo, a todas luces, que sería interesante hacer alguna comprobación.

—¿Y cómo se puede comprobar?

El interés que mostraba Valeria entusiasmó al veneciano. La mujer le resultó más entrañable de lo que había supuesto nada más verla y, por descontado, muy alejada de la imagen que se había hecho de ella cuando leyó las cartas que envió a su amante el canónigo. Era evidente que había mordido el anzuelo y que la operación era factible.

—Para ello necesito vuestra colaboración, es imprescindible para salir de dudas y saber si estamos en lo cierto. Por supuesto, no quise decir nada a doña Leonor hasta estar completamente seguro de que es la pieza desaparecida del centro.

—Haría lo que esté en mis manos por encontrar el crucifijo —manifestó la mujer.

Él tuvo que controlar la emoción que le produjeron sus palabras.

—Os ruego la máxima discreción porque debemos actuar con mucho sigilo. Nos conocemos de hace tan solo unos minutos y es un atrevimiento pediros que confiéis en mí, pero es necesario, Valeria…

Ella pareció asentir con un leve movimiento de la cabeza y bajando los párpados. Estaba confundida, incapaz de articular una palabra, pero dispuesta a lo que hiciese falta con tal de resolver el problema creado en el colegio con la desaparición de la talla. De cualquier manera, dedujo que aquel caballero, de facciones extrañas y vestimenta colorista, resultaba una persona noble, en la que se podía confiar y, no obstante, no se perdía nada por seguir sus indicaciones.

—… le expliqué lo sucedido a mi criado Sebas —expuso con tono de confidencia, doblando la espalda para hablar a la mujer con mayor cercanía e intimidad—, y él, que suele visitar las almonedas por afición y para buscar piezas con las que embellecer algún día su casa para cuando deje de trabajar para mí, me comentó que descubrió, ayer mismo, un crucifijo de las mismas características en un almacén de obras de arte que se encuentra en la barriada del Pozo Amargo.

—Por lo que contáis, ¡habría sido un robo! Es algo terrible.

—Sí, puede que alguien haya robado el crucifijo, claro está. Bueno, lo que os decía es que mi criado pretende que me presente yo mismo en ese depósito, pero no serviría de nada porque desconozco cómo es exactamente la imagen. Se me ocurre que podríais acompañarle. No sé si es una buena idea. ¿Qué os parece?

Valeria no respondía, no había duda de que permanecía bajo los efectos de una profunda turbación, pensativa. El timbre de la voz del veneciano era subyugador, desde luego, le recordó al de los buenos tiempos de su amado Benavides cuando desde el púlpito intentaba que las colegialas no se apartaran de la senda de la virtud con sentidas frases sobre las ventajas que tenía el sacrificio para alcanzar la dicha eterna. Era parecida la voz, no así el tono, el del veneciano resultaba de una suavidad envolvente, como si fuera un elixir.

Él se preocupó al detectar el azoramiento de Valeria, llegando a considerar que había ido demasiado lejos y acaso debería cambiar de estrategia para intentar convencerla. Ella miró en derredor suyo como si buscase ayuda, o el consejo de alguien afín para definir su postura y salir de la confusión en la que la había sumido la aparición de aquel personaje tan inusual como alentador. Le observaba de soslayo, asombrada: tenía la cara cubierta de una fina capa blanquecina de afeites y los párpados pintados con sombra anaranjada. Valeria tenía alguna referencia sobre las modas que hacían furor en su país natal y que habían llevado a los hombres a cuidar su aspecto tanto más que las damas, pero jamás había visto a alguien así tan cerca como a don Jaime, moviéndose como un figurín y con aquellas trazas. Sin embargo, la expresión amable, aparentemente sincera del caballero, sus ojos de mirada tan directa y limpia, le hicieron aceptar su proposición.

—Sí, me parece bien acompañar a vuestro criado a ese lugar, no perdemos nada por intentarlo. Estamos muy afligidas por lo ocurrido y sería estupendo localizar el crucifijo. ¿Cuándo puede ser?

Don Jaime respiró tranquilo y apenas dibujó en su rostro la satisfacción que le había producido la disposición de la portera.

—Él, Sebas, vendrá a recogeros a las tres de la tarde. A las tres en punto, si no tenéis inconveniente. Estad preparada. Creo que es la mejor hora para ir a ese almacén. ¿Os viene bien?

—Le estaré esperando en la misma puerta del colegio. ¡Cuánto deseo que estéis en lo cierto! Me gustaría darle esa satisfacción a doña Leonor y contribuir a que el culpable reciba el castigo merecido —concluyó la mujer con arrebato apenas contenido, una vez adoptada la decisión de colaborar en la búsqueda que le había planteado don Jaime.