Figón La Espuela

7 de enero

Tras el parón de las festividades, mercaderes de media España habían decidido congregarse en Zocodover y sus aledaños desde primeras horas de la mañana. La taberna de maese Aurelio constituía uno de los cogollos donde se llevaba a cabo el mayor número de tratos, no en vano en sus mesas se servían los mejores caldos de la región y las carcamusas más jugosas, lo que facilitaba las negociaciones a los comerciantes. El bullicio en el figón era tan insoportable que consideró un error haber elegido aquel lugar para conversar con el hermano Mendizábal.

La taberna estaba muy cerca de la posada El Carmen, en un esquinazo de la calle Santa Fe, un rincón tranquilo en cualquier fecha, menos cuando había mercadeo en la plaza y los trapicheos se expandían por los alrededores. Él era un asiduo visitante del local, solo o en compañía de su criado Sebas y de Rosario, la sobrina de su patrona.

Maese Aurelio le tenía en alta estima al considerar un honor contar con un parroquiano de su alcurnia, reconocible por sus maneras, por su habla culta y por portar vestimentas tan originales como valiosas. Debido a las atenciones que solía dispensarle, no le perdió de vista, ni a él ni a su compañero de mesa: un caballero venido de la corte, algo que se revelaba por sus trazas, ya que lucía un elegante traje oscuro, y, además, porque una de las camareras que les proporcionó el vino le sopló lo que había escuchado al acompañante sobre la delincuencia en Madrid. Aurelio decidió, por lo tanto, acercarse a ellos.

—Don Jaime, arriba tengo un reservado donde os encontraréis mejor y podrán conversar sin este escándalo que tenemos hoy en el local. Y por favor, avisadme si necesitáis cualquier otra cosa…

Maese Aurelio restregaba las manos en su mandil verde oscuro y se desplazaba lentamente por el figón arrastrando los pies, tenía una voluminosa barriga que le colgaba de la cintura como una especie de saco siendo lo que más destacaba de su figura poco agraciada. Llevaba algunos días sin afeitarse, su abundante cabellera, muy blanca, era un revoltijo y sudaba por los cuatro costados; condiciones todas ellas que no habrían favorecido el negocio de no ser por su dedicación y el excelente trato con el que dispensaba a toda la clientela. Acompañó a sus clientes de alcurnia hasta el altillo y accedieron a una pequeña sala abierta por uno de sus costados, una balconada desde la que era factible controlar, casi sin ser visto, lo que sucedía en el piso de abajo y en la barra. Dos camareras les trajeron almohadones para las butacas y sirvieron, a continuación, jarras con un vino que atesoraba el dueño para las grandes ocasiones y aperitivos variados.

Seingalt agradeció al tabernero sus atenciones. Por fin podría conversar con Mendizábal sin que les doliera la garganta por el esfuerzo. El venerable maestro de la logia Tres flores de lys decidió, nada más quedarse solos en el reservado de la taberna, ser más contundente y explícito para insistir en el motivo que le había hecho viajar esa misma madrugada hasta la ciudad primada. Ahora resultaba posible hacerlo sin que nadie a su alrededor escuchara sus razonamientos.

—Atendedme don Jaime, os lo pido con idéntico interés y vigor con el que, en su día, solicité ayuda a nuestros hermanos en la tenida colectiva de París donde me hablaron, por primera vez, de vuestras habilidades, algo que no pongo en duda, desde luego. Sin embargo, no os servirán de mucho con las amenazas que os persiguen. Debéis retiraros, salir de España cuanto antes, sin perder un minuto.

—Eso es imposible. Hemos avanzado bastante y creo que pronto obtendré resultados en la misión que me encomendaron, respondiendo a lo que pedíais. Y, bien lo sabéis, yo preciso el perdón del rey de Francia para recuperar la vida que llevaba en París. ¿Por qué no habláis con las personalidades para las que tengo cartas de presentación?

—Rogaría por vos y solicitaría clemencia para ayudaros, pero no creo que sirva de mucho ante la amenaza que os acosa. Y, de cualquier manera, es mejor abandonar y vivir con el baldón que perder la vida. Os insisto: es demasiado peligroso continuar. Tengo la certeza de que volverán a intentar asesinaros. Vuestros enemigos son muy poderosos y obstinados.

El veneciano restregó su arrugada frente. Hizo una mueca de disgusto. Le desagradaba el motivo de aquella reunión, escuchar las prevenciones y temores de Mendizábal empeñado en desistir en la búsqueda dentro del archivo arzobispal.

—Yo ahora estoy plenamente convencido de que estabais en lo cierto —replicó tras beber un largo trago del vino—. En los sótanos del palacio ocultan, casi con seguridad, documentos y manuscritos valiosos que debemos salvar. Al fin y al cabo, cuál es el fundamento de nuestra Hermandad sino proteger y conservar el patrimonio de los hombres que fueron más allá del común de los mortales, que lograron avances para profundizar en el conocimiento y mejorar la existencia de nuestros semejantes. Nosotros estamos aquí para que su obra no sea arrasada por la ignorancia de los intolerantes, por aquellos que se santiguan con horror a cada progreso que hace la humanidad. Nos hemos juramentado para proteger con todas nuestra fuerzas a los que nos precedieron en la búsqueda…

—Sí, estáis en lo cierto —señaló Mendizábal impresionado por los argumentos que había utilizado el caballero y buscando la manera de oponerse a los mismos—. Pero existe un límite —atajó con firmeza—. Y es el de proteger la vida, vuestra vida, debemos evitar arrojarnos por una pendiente tan incierta como arriesgada.

—El riesgo es consustancial a la propia existencia, y mucho más cuando se intenta hacer algo excepcional. No hablo del sacrifico inútil y ciego, me refiero al precio que hay que pagar, en ocasiones, para lograr un fin que merezca la pena.

Se hizo el silencio en el reservado. El murmullo proveniente de la planta baja fue expandiéndose por las paredes hasta herir los tímpanos. El caballero bebió con parsimonia, degustando el vino con la mirada perdida entre las vigas de la techumbre. Adolfo Mendizábal le observaba de reojo, a hurtadillas, preocupado por lo que pudiera sucederle después de comprobar, una vez más, su tozudez y su carácter inquebrantable. Él no quería cargar con su muerte por el empeño en recuperar unos fondos de los que tenían referencias algo difusas. Mendizábal sospechaba que la mayoría de los manuscritos fueron recogidos durante el mandato del primado Gaspar de Quiroga, a finales del siglo XVI, una época de encrucijada y confusión, lo que realzaba su valor, pero solo en el supuesto de confirmarse tal procedencia.

El caballero se había reafirmado en la consecución del trabajo encomendado después de acariciar con sus manos los dibujos de Juanelo, los textos de Herrera y Valentinus que su criado salvó milagrosamente de la quema; y mucho más después de localizar las puertas del archivo secreto en el despacho del canónigo-bibliotecario.

—¿Y por qué afirmáis con tanta seguridad y contundencia que intentarán otra vez acabar conmigo?

La pregunta restalló en la salita amortiguando el rumor constante de la clientela que ascendía hasta donde estaban ellos. Los ojos de Mendizábal brillaron en la penumbra como dos teas reflejando la luz de los hachones. Era lo único que se apreciaba con claridad en su rostro con la piel de color ceniza. El maestro de la logia matritense meditó unos segundos la respuesta, consciente de que había llegado el momento de exponer, sin ambages, la auténtica amenaza que se cernía sobre el veneciano. Antes de responder refrescó el gaznate con un poco de vino. Don Jaime le apremiaba con la mirada y el madrileño la desviaba turbado, temeroso por lo que tenía que decirle.

—Hay un hermano nuestro que trabaja de traductor en la representación diplomática de Venecia. Y él nos ha facilitado información que respalda lo que os comentaba. Allí han puesto precio a vuestra cabeza y no cejarán hasta conseguirlo.

Urgió con el gesto para que Mendizábal fuera más explícito. En su interior se mezclaba una sensación de incredulidad y asombro.

—Bueno, no es agradable, pero es imprescindible que lo sepáis —añadió Mendizábal con voz tenue—. Conozco el nombre de la persona que desea veros bajo tierra cuanto antes y que ha dicho que hará todo lo posible para que sea una realidad vuestra eliminación.

—¿Quién es? Por favor, hablad… —apremió con los ojos clavados en las pupilas del maestro de la logia.

—El conde Manuzzi, consejero y amante del embajador. Él fue, según hemos podido conocer, quien ordenó el asalto que os hicieron en el callejón del Diablo.

El veneciano se levantó airado de su butaca, golpeó la baranda de madera y, a continuación, se acodó en ella. Comenzó a hablar hacia el piso de abajo, con la cabeza semioculta después de doblar el cuello. Deseaba resistirse a la evidencia. «Manuzzi, Manuzzi…», golpeaba sin cesar el nombre en su mente. Y con la pretensión vana de engañarse, dijo:

—Tal vez estéis equivocado, recordad que el secretario de la legación, Gaspar Soderini, vino a sacarme de la cárcel y me visitó cuando fui herido.

—¿Y por qué os detuvieron nada más aparecer en la ciudad? Os lo recuerdo también.

Se volvió lentamente hacia su interlocutor y le observó con extrañeza e interés. Mendizábal subrayó:

—Fue porque ese conde, ese Manuzzi, os denunció, como ya os expliqué. Y al fracasar en su intento de manteneros en prisión, puso en marcha el ataque en el callejón con la intención de eliminaros de una manera rápida y eficaz. Entre el personal de la representación diplomática hay puntos de vista divergentes sobre cómo actuar respecto a vuestra persona, pero Manuzzi es el que tiene más fuerza debido a su ascendiente sobre el embajador Mocenigo y quien está dispuesto a lo que sea para acabar con vuestra vida. Conocéis al conde, supongo.

La irritación se reflejaba en su rostro, ligeramente enrojecido y no precisamente por la ingesta del alcohol. Daba vueltas a los numerosos anillos que adornaban sus dedos como si ese movimiento fuera a despejar su mente y le ayudase a hallar una explicación. Regresó a su asiento y el maestro masón le aproximó, con sutileza, la jarra de vino, pero él estaba ausente. Comenzó a hablar, igual que si fuera un autómata.

—Debe de ser el hijo de Giovanni Battista…

—¿Quién? —preguntó Mendizábal con un susurro de voz, para evitar alterarle.

—El conde Manuzzi. El padre es un enfermo perturbado que todo lo envenena, y a su propio hijo le habrá inyectado, por lo que decís, el odio contra mi persona. —Tenía la boca seca y bebió un buen trago antes de continuar—. Giovanni es un espía de la Inquisición en Venecia, me persiguió con saña al no soportar que yo fuera alguien admirado en la República gracias a unos conocimientos que para él resultaban incomprensibles. El ocultismo, la cábala, los poderes de las ciencias antiguas… Y, para colmo, le humillé porque tengo el honor de haber sido el único preso que ha logrado escapar de la cárcel de Los Plomos, con la colaboración de la esposa del jefe de la prisión. Esto nunca lo había desvelado y dudo que nadie lo sepa. ¡Demasiado para un estúpido y malvado como Giovanni! Seguramente, enterado de mi presencia en España, ha ordenado a su propio hijo que sea la mano ejecutora de la venganza que ha ido alimentando contra mí con el paso de los años y con su impotencia para consumar el castigo que me tenía señalado.

—Ahí lo tenéis —dijo Mendizábal fascinado por la historia que acababa de conocer y deseoso por conseguir su propósito—. Es imprescindible que salgáis de aquí rápidamente. Os propongo refugiaros un tiempo en la residencia que tengo en el campo, en el pueblo de Barajas, cerca de Madrid. Allí, aguardaremos hasta que se olviden de vos y podáis salir de España.

Movió la cabeza de un lado a otro expresando su rechazo al ofrecimiento.

—Debo continuar con la búsqueda, amigo Adolfo —habló pausadamente para que su deseo fuera comprendido y bien aceptado—. En primer lugar, por lo que hemos comentado sobre la necesidad de rescatar los trabajos de hombres con pensamiento amplio, de mentes privilegiadas que son, y fueron, perseguidas por el oscurantismo y la cerrazón. Y, en segundo lugar, porque yo haría todo lo que estuviera en mis manos para recibir el perdón del rey Luis XV. Necesito regresar a Francia, respirar la atmósfera de la ciudad que más quiero, París. Creo que antes me moriría si no puedo vivir allí. Olvidemos las amenazas, y brindemos…

El caballero alzó la jarra y Mendizábal le secundó algo forzado, a sabiendas de que había fracasado en su intento. Bebieron los dos un buen trago.

—¡Cuánto me gustaría que nuestro monarca nos entendiera como lo hace Luis XV! Pues a pesar del castigo que recayó sobre vuestra persona, él respalda a la Hermandad en Francia. Entiendo que deseéis regresar allí y recuperar el honor merecido.

—Me habéis traído una desagradable nueva, debo reconocerlo, pero no pienso acobardarme —aseguró ignorando el comentario precedente de Mendizábal—. Al menos, ya tengo controlados a mis enemigos de aquí, los de la ciudad, que tampoco son mancos, no creáis. Mirad a aquel tipo que se encuentra junto a la puerta, el que tiene un sombrero negro sujeto entre las piernas. —El veneciano se levantó un poco del asiento para señalar a Lorenzo Seco que, aunque pretendía pasar desapercibido entre la clientela del figón, no lo conseguía por su considerable estatura—. Ahí lo tenéis. Aguarda el maldito sin descanso, y ojo avizor. Es el esbirro del canónigo Benavides, y no me deja en paz ni de día ni de noche.

—Por eso os digo que deberíais abandonar. Son demasiados frentes los que os acechan. Y es muy probable que el canónigo y sus gentes sean los responsables de la muerte del seminarista que descubrió lo que se esconde en la cámara secreta. No creo que merezca la pena arriesgaros más, don Jaime.

Admiró la frente despejada de su hermano y su pelo negro ensortijado y brillante. Le resultaba una persona franca, con maneras delicadas, refinado, y, si no fuera por su apariencia tan española y racial, sería considerado gracias a su excelente educación como un parisino en los exquisitos salones centroeuropeos.

—Tengo que confesaros algo más —volvió el veneciano a expresarse con voz aquietada—. Durante gran parte de mi vida me he dejado atrapar por los deseos, he sido víctima en numerosas ocasiones de mis impulsos hacia la carnalidad y las riquezas, he abusado por diversión de la credulidad de la gente, y estoy fatigado de tanta necedad. Siento la imperiosa obligación de fortificarme en las verdaderas creencias por mucho que supongan un gran esfuerzo. He seguido la senda opuesta para alcanzar la felicidad y me avergüenzo de tantas locuras y del daño que haya podido ocasionar con mis gustos depravados. —Se detuvo un buen rato frotando su entrecejo y cerrando los párpados—. Y…, sí, detesto la muerte, no hay nada más cruel y monstruoso… Pero debemos afrontarla, nos llegará cuando Dios disponga… —Volvió a enmudecer unos segundos acariciando sus sienes calvas. Mendizábal se asombró por las arrugas que circundaban las cuencas de sus ojos, muy marcadas con el claroscuro del reservado. El caballero de Seingalt carraspeó, parecía agotado por el esfuerzo que suponía el abrirse con aquella confesión—. Esta vez me he propuesto hacer algo que merezca la pena y voy a cumplirlo cueste lo que cueste. Ha llegado la hora de intervenir en algo que me haga mejor, de lo que me sienta completamente satisfecho, algo que demandan otros de mí al tenerme en alta estima y consideración, como lo hacéis vos mismo, querido Mendizábal. Y arriesgarme, sí, para salvar del fuego lo que hicieron los mejores. Es un excelente camino para llenarme de felicidad. Como expresó Cicerón: «Nequidquam sapit qui sibi non sapit».

—Quien no conoce su propio saber no puede saborear el de las cosas —tradujo Mendizábal.

Et il est incapable d’atteindre le vrai savoir[7] —concluyó él.

En ese mismo instante llamaron a la puerta del reservado.

Mendizábal abrió y entraron dos camareras con más vino y dos platos de carcamusas, la especialidad del local que consistía en pequeños trozos de carne jugosa de cerdo con tomate y guisantes con el añadido de sazonadores, un guiso de cristianos viejos. Las jóvenes retiraron el servicio anterior con los aperitivos intactos de jamón, morros en gelatina y queso.

Don Jaime y el maestro masón volvieron a brindar por el éxito de la misión recostados en la barandilla de la balconada. Mendizábal se había rendido, finalmente, con los firmes argumentos de su amigo y se dispuso a degustar las famosas carcamusas de Aurelio.

Antes de abandonar la taberna, el veneciano expresó su convicción sobre la inmediata resolución de lo que le había llevado hasta la ciudad primada:

—Tengo un plan meditado y que no puede fallar. Muy pronto, alcanzaremos el corazón del lugar más sagrado de la ciudad, allí donde enterraron la huella de lo mejor que hubo aquí, después de la gloriosa época medieval.

—¿Qué os hace estar tan seguro del éxito?

—Creo conocer un poco el alma femenina y en ella me apoyaré para resolver este misterio —afirmó rotundo don Jaime.

Lorenzo Seco se refugió detrás de un grupo de mercaderes para evitar ser avistado por el veneciano desde el piso superior. Tuvo que aguardar hasta primera hora de la tarde para dejar el figón La Espuela y seguir el rastro de su víctima acompañada por Mendizábal. Ambos continuaron charlando un buen rato, antes de despedirse, en mitad de la plaza de Zocodover.