Roca Tarpeya

5 de enero

En lo más elevado del profundísimo despeñadero se alzaba la construcción utilizada por el arzobispo-cardenal para su retiro; la mayoría de las veces para meditar solo frente a los montículos que rodean la ciudad y, en ocasiones, según le comentaron, para reunirse con obispos y administradores de los territorios que dependían del primado con objeto de revisar su actuación y mejorarla en lo posible. El lugar era de una belleza sin igual. En las balconadas de aquella plataforma se podía admirar un buen tramo del encajonamiento del Tajo desde su margen derecha y sobre las lomas del cogollo amurallado.

Mientras aguardaba en el jardín de la residencia la llegada de doña María, acodado en una barandilla colgada casi en el vacío, evocó para sí mismo la historia de Tarpeya, la joven romana hija del comandante de la fortaleza capitolina en tiempos de Rómulo. La caprichosa Tarpeya había aceptado abrir las puertas a los sabinos si le entregaban las ajorcas de oro que llevaban en sus brazos. Nada más entrar los guerreros, la ahogaron bajo sus escudos. A partir de entonces, los romanos arrojaron a todos los traidores desde la colina rocosa donde se hallaba el Capitolio, menos encaramada que la de Toledo y que, desde entonces, se denominó Roca Tarpeya, en recuerdo de la felonía cometida por la joven.

Don Jaime se asomó al precipicio. Daba grima contemplar la caída, imaginar el pánico de los que desde allí aguardaban ser ejecutados con tan horrible castigo, despeñados contra las rocas y, finalmente, arrastrados sus restos por el profundo cauce del río.

—Estoy impresionado —le dijo a la condesa nada más aparecer en el jardín—. Hizo bien el arzobispado en construir este vergel sobre las ruinas de lo que, en su día, debió de ser una cárcel romana.

—Os puedo mostrar lo que queda de las mazmorras, donde los detenidos esperaban su muerte y ser arrojados a los riscos…

—Mientras escuchaban, supongo, los gritos de horror y espanto de los que eran empujados al Tajo.

—Así es, claro. Podemos bajar a los sótanos…

—¡Oh, no, doña María! Basta de recordar a nuestros civilizadores sin piedad. Prefiero gozar de vuestra presencia y no perder ni un minuto en otras cuitas, pues en pocas horas esta ciudad carecerá de la luz con que ilumináis su tristeza. En la nota que me llevó a la posada un asistente del arzobispo, decíais que mañana finalizará vuestra estancia en Toledo. La festividad de la Epifanía, lamentablemente, marcará vuestro regreso a los estudios.

—Sí, después del mediodía partiré hacia Madrid.

La condesa lo confirmó mientras acariciaba con sus manos las del veneciano en una actitud muy afectuosa. Él las tomó dulcemente envolviéndolas con las suyas, disfrutando con el placer que le producía el tacto de la piel sedosa de la joven. Se alarmó por la intensidad de lo que sintió simplemente con la dulce caricia que había iniciado la condesa, y fue a más al descubrir los ojos encendidos de ella y sus labios entreabiertos.

Entonces, el corazón le dio un vuelco.

Detectó tanta excitación en la joven que le llevó a inquietarse de una manera casi inédita para él. Estaba renaciendo y descubriendo en su interior sensaciones nuevas. Se dio cuenta de que ya no gobernaba los preliminares amatorios como antes, que no era completamente dueño de lo que hacía. Aquello le preocupó bastante.

Intentó rehuirla, confundido, asombrado por lo que descubría de sí mismo. Ella le retuvo y le atrajo. Se besaron cadenciosamente, el tiempo se detuvo y los tímidos rayos del sol de un atardecer invernal elevaron aún más la temperatura de sus cuerpos. Saborearon juntos el momento, la entrega. Él aspiró con deleite el aroma dulzón de la joven. Poco después quiso despertar del ensueño que nublaba su mente. La separó con suavidad de su cuerpo, ella no opuso resistencia, aunque en su rostro candoroso se reveló el estupor por la distancia que oponía el hombre.

—Doña María —susurró con ternura y avergonzado por el desconcierto en el que se hallaba—, no soy digno de vos, no puedo complacerme de vuestra gentileza e inocencia; he cometido muchos errores en mi vida, de los que me voy arrepintiendo, y no quiero haceros daño, jamás me lo perdonaría. Aunque esto suponga renunciar a un sueño, porque yo os deseo, claro que sí, pero en esta lid saldríais perdiendo siempre. —Hablaba con parsimonia y afabilidad; en los ojos de ella afloraron la decepción y el enrojecimiento. Él decidió orientar su discurso por otros vericuetos—. Además, no podemos osar comportarnos como unos enamorados en este lugar. Por ejemplo, ¿dónde está vuestra dueña? Y por cierto, antes paseaban por aquí mismo unos guardeses. Imaginaos lo que dirá vuestro tío si se entera de que vivís un romance con un vetusto extranjero como yo que no os merece…

—Sor Sonsoles —dijo ella casi gimoteando— ha ido a visitar un orfanato que hay aquí cerca, y no sé lo que tardará en venir a buscarme, y por los guardeses no os preocupéis, que tendrán la boca cerrada, no se atreverían a decirle nada a mi tío, el conde de Teba.

Se puso de puntillas y se abalanzó sobre él, pero sin su ayuda solo alcanzaba a acomodarse en su amplísimo pecho.

—Os creí más sanguíneo y atrevido —susurró la condesa, en tono pícaro, medio divertida y completamente recuperada de su aflicción que, ahora, se comprendía que había sido forzada por ella misma para conseguir atraer al veneciano.

—Ya, lo fui, pero he aprendido a someterme. Os aseguro que he visto sufrir a muchas damas y penar por momentos de placer alocado, como el que nos llama ahora a los dos. No quiero ser culpable de algo que os podría hacer daño.

—¿Acaso no os complace estar conmigo? —replicó ella.

La mujer cedió algo la presión, don Jaime lo aprovechó para separarse unos pasos hasta alcanzar la baranda que protegía del precipicio contemplando los montículos cercanos cubiertos de un manto verde.

—Tenéis una belleza perfecta que seduce, sois lo mejor que podía ocurrirme en estos tiempos de incertidumbre en los que me hallo, pero sería capaz de cualquier esfuerzo con tal de evitaros una desventura. Incluso me arrojaría por estas profundidades si con ello lo prevengo… —Súbitamente, se detuvo, había avistado algo en la casa—. ¡Mirad! —advirtió señalando el porche en el que se encontraba sor Sonsoles—. ¿Os dais cuenta? No estamos en las mejores condiciones para hacernos el amor. La entrega debe aguardar a otra ocasión, cuando sea posible, ¿no os parece? —La monja les envió un saludo al que respondieron los dos.

—Bien, entonces, debéis prometerme algo. —Doña María había recuperado por completo el ánimo y estaba decidida a aprovechar la posibilidad que le planteaba su amigo—. Iréis a visitarme a Madrid, allí tengo a mi disposición lugares donde no seremos importunados. Decidme: ¿estáis dispuesto en esas condiciones?

—A pesar de mis dudas, me sería imposible rechazar vuestra invitación, desde este mismo instante sueño con ese próximo encuentro para el que os dignáis convocarme, y contaré los minutos que restan hasta que sea posible vernos con completa libertad, mi señora… —concluyó con una ligera reverencia y pensando que no sería él quien pusiera límites a tan sugerente demanda de una mujer; hasta ese punto no había llegado aún.

Cruzaron sus miradas con entusiasmo y él se acercó a doña María, que en esta ocasión se había emocionado sin trucos, con intención de abrazarla. El veneciano se detuvo al divisar a la monja en el mismo jardín donde estaban ellos. La condesa se irritó e intentó dibujar una sonrisa en sus labios trémulos.

Fue incapaz de sustraerse a la esbelta figura de la monja y admiró sus movimientos mientras se acercaba al pretil. Tenía andares de mujer briosa, de largas piernas, que él supuso bien formadas. Los rasgos delicados de su rostro no se veían perjudicados al estar embutida en la toca.

Por un instante, se reconoció a sí mismo durante el examen que hacía a sor Sonsoles. Años atrás habría especulado con la intención de conquistar a la condesa y, sin perder un minuto, a su acompañante, a pesar de sus hábitos, o precisamente por ellos. Tenía delante a las dos clases de mujeres que más le excitaban, dos seres en los que confluían su avidez por explorar la dicha hasta el límite, que avivaban sus sentimientos por indagar en un mundo donde hallaría inocencia e inexperiencia voluptuosa que él enriquecería con su quehacer. Almas que deseaba dominar por entero.

—Doña Leonor de la Gándara os espera. ¿La traigo al jardín? —preguntó la monja inclinando ligeramente la cabeza y cerrando los párpados, como si le avergonzase interrumpir el escarceo de los amantes, o el hecho de ser analizada por el caballero con los ojos inflados de deseo.

—Sí, por supuesto, hacedla venir —confirmó la condesa.

En cuanto sor Sonsoles se dio la vuelta, notó el abrazo que doña María Francisca de Sales le dio por la espalda, agarrada a su cintura como un animalillo juguetón y asustado. Nada reconvenía la pulsión de una joven fogosa como ella. Tendría que animarse a degustar aquel manjar en cuando pudiese desplazarse a Madrid. Entre tanto, sus ojos seguían las evoluciones de la monja. Sí, aquella curiosidad insistente por la religiosa le venía a confirmar su recuperación, otra cosa es cómo respondería su físico maltrecho en el supuesto de intentar dar el paso por la conquista. No en vano había sufrido una reciente herida de bala y, desde hacía meses, al levantarse por las mañanas le dolían todas las articulaciones. Demasiadas enfermedades llevaba a cuestas, demasiadas locuras y… ¡la maldita decrepitud de los años!

La condesa intentaba, por todos los medios, besarle el cuello pellejudo. Él se giró e introdujo sus dedos en el pelo brillante y rizado de la aristócrata. En ese mismo instante vio, de reojo, a su amiga avanzar entre los parterres. Modificaron, de inmediato, su actitud ante la presencia de la doncella.

Había visto a doña Leonor en la misa del gallo junto a la condesa. No podía pasar desapercibida para nadie con sus grandes ojos verdes, sus rasgos afilados, de nariz aguileña, y su curiosidad similar a la de un cervatillo. Era casi una niña, tendría dos años menos que doña María, aunque apuntaba ya formas de mujer suntuosa que podían adivinarse bajo un vestido de lo menos favorecedor.

Una vez hechas las presentaciones y tras las palabras de cortesía habituales, las dos amigas se apartaron de él dejándole solo. Ellas se encerraron en cuchicheos que se soplaban mutuamente al oído sin parar, debido a que el potente curso del río producía un estruendo que ahogaba cualquier rumor.

Don Jaime se entretuvo en grabar en su retina los diferentes matices de verdes existentes entre la espesa vegetación, en disfrutar de las cambiantes luces que se iban formando con el paso de las nubes por el cielo. Aquel paraje de drama y dolor en el pasado se había convertido en un auténtico paraíso.

La exclamación de la colegiala le rescató de la contemplación del paisaje:

—¡Estoy indignada, doña María! ¡Resulta increíble que haya desaparecido de la capilla el crucifijo! Es una talla de marfil que tiene mucho valor para mí, fue un regalo de mi padre al colegio. Y nadie me da explicaciones convincentes…

Él, que aguardaba la ocasión propicia para entablar una charla con doña Leonor, entre otras cosas para hablar de Valeria, no tuvo ninguna duda de que había llegado el momento de intervenir. Conocía desde dos días antes cómo había huido el anticuario Benavides del colegio con una pieza similar a la que describía doña Leonor oculta bajo su sotana. Se acercó a las mujeres con los oídos bien abiertos esperanzado.

—Tranquila, estará allí dentro, habrá que buscar bien; con paciencia, seguro que aparecerá pronto… —comentó la condesa en tono tranquilizador. Doña Leonor tenía el rostro congestionado.

—No, no. Lo hemos buscado por todos los lugares del colegio, no hemos dejado ningún rincón sin revisar y…

—Perdón —carraspeó don Jaime anunciando su presencia y disculpándose por la interrupción—, he escuchado sin quererlo. ¿Os han robado alguna cosa?

—Sí, eso ha sido, no hay duda —dijo acelerada la doncella noble, como si estuviera aguardando oír algo de ese tenor—. Y estoy muy disgustada porque era uno de los pocos recuerdos que teníamos de mi padre. Mi madre lo donó al colegio con mucha generosidad…

—¿Tenía…, tiene mucho valor? —preguntó él.

—Desde luego, es una soberbia escultura de Alonso de Berruguete que recibió mi padre como parte de una deuda que tenía contraída el duque de Osuna con él, por su labor como administrador de las fincas de los Girón en Andalucía.

—Lo siento, si puedo ayudaros en algo, contad conmigo… Por cierto, en Urbino, vi pinturas de un tal Berruguete, ¿es el mismo artista?

—Ese debe de ser el padre —aclaró la condesa—, Pedro Berruguete. Su hijo era escultor y fue quien talló las sillas altas del coro de la catedral.

—¿Las habéis visto? —preguntó el caballero a las jóvenes.

—¿El qué? —señaló doña Leonor distraída y con los ojos enrojecidos.

—Los sillones de madera del coro. ¡Nunca imaginé encontrar escenas paganas y de amor carnal en un templo religioso! Es extraordinario el buen rato que deben pasar los miembros del cabildo mientras permanecen allí sentados.

Las dos sonrieron. El comentario del veneciano y su tono agradable, sosegado, relajó por un instante a las damiselas. Doña Leonor se abrazó a su amiga.

—No os preocupéis, aparecerá el maravilloso crucifijo, nadie puede ocultar en el colegio una obra como esa —dijo la condesa.

—De eso, estoy completamente seguro…

—¿De qué? —preguntó doña María sujetando contra su pecho la cabeza de la colegiala.

—De que va a aparecer —añadió él sin darse cuenta del alcance de lo que decía.

Lentamente, doña Leonor fue recuperándose de la zozobra.

—Allí hay otra compañera —indicó don Jaime señalando a una mujer joven que se hallaba en el porche con idéntica indumentaria a la de doña Leonor: vestido azul abotonado hasta el cuello, de muy poco vuelo, capa del mismo tono y guantes blancos.

—Es mi tía, le dije que solo venía a despedirme y estará preocupada. Tenemos que regresar al colegio, ya es la hora. Espero que nos veamos otra vez —sugirió doña Leonor al caballero con los ojos como luminarias.

—Yo también lo deseo —respondió él acercando la mano de la joven a sus labios y haciendo después una reverencia.

En cuanto desaparecieron las colegialas por el interior del edificio, habló a doña María:

—No os podéis imaginar lo que me habéis ayudado con este encuentro en Roca Tarpeya. Os lo agradezco de veras. Creo que estoy más cerca de cumplir con mi misión y pronto podremos vernos en Madrid. Una pregunta, ¿conocéis a Juanelo, un ingeniero italiano que trabajó en esta ciudad?

—No, en absoluto, ¿debería conocerle? —respondió ella—. Siempre buscando personajes extraños.

—Lo único que me interesa sois vos.

La condesa se sintió feliz escuchándole y entreabrió sus carnosos labios mientras echaba la cabeza hacia atrás y bajaba levemente los párpados. La besó y ninguno de los dos se preocupó de si alguien les estaba observando, alejaron sus prevenciones para disfrutar de aquel instante inolvidable…