3 de enero
Las cartas firmadas por Valeria le dejaron intrigado. Le turbaba que ella hubiera caído en las zarpas de un individuo como el archivero. Y, seguramente, fue debido a la lamentable situación que padecía cuando conoció al, por entonces, capellán del Colegio de las Doncellas Nobles.
En una de las misivas, ella describía el viaje que tuvo que realizar desde Lyon su madre francesa para encontrarse con un soldado napolitano que servía en la guardia del rey Carlos III. Al parecer, ese hombre era el padre de Valeria y él las había llamado para comenzar juntos una nueva vida en España. El drama no se hizo esperar porque, a los pocos días del reencuentro, el militar falleció inesperadamente de una extraña enfermedad. La madre permaneció en el Palacio Real de Madrid asignada al personal de limpieza, pero tanta era su tristeza y decaimiento por lo sucedido que no pudo sobreponerse y murió al poco tiempo. Ante aquella tragedia, varias personas conocedoras de lo que había sucedido con la pareja de enamorados solicitaron ayuda al monarca para que atendiera a las necesidades de la huérfana y, como Carlos III era copatrono de la institución de las Doncellas Nobles de Toledo y tenía la potestad de proveer las plazas, una de ellas fue reservada para Valeria, a pesar de que la joven adolescente ni era española ni descendiente de cristianos viejos, ya que el padre era sefardí. Con el respaldo del monarca, nadie se opuso al ingreso de la francesa utilizando las normas por las que se regían las Doncellas Nobles y Valeria entró en el centro.
«Los problemas no fueron a menos debido a las murmuraciones a las que son tan aficionados en este país y sufrí mucho después en el colegio», escribía la mujer en su larga misiva a Benavides, cuando este era el párroco de la institución. «Durante algún tiempo estuve señalada por mis compañeras como si fuera fruto de algún desliz del rey, lo que significaba desconocer el comportamiento estricto y virtuoso de Carlos III. De cualquier manera, yo representaba una mancha en una institución que hacía ostentación de incorporar a jóvenes nobles con pureza de sangre, en su mayoría castellanas, y con antecedentes irreprochables. Para colmo de desgracias, mi desconocimiento del idioma y el retraso en los estudios, a los que había que añadir mi avanzada edad para ponerme al día con mis compañeras, llevó a las responsables del centro a ofrecerme una tarea subalterna, alejándome de mis compañeras, a tono con mi incapacidad y sospechas de origen. Pronto me hice cargo de la portería cayendo en un estado de tristeza que me llevó a intentar suicidarme. Pero llegaste tú…»
Comprobó, en las dos extensas cartas que su criado había sustraído de la mesa del canónigo cuando visitó su almacén de obras de arte, que Valeria consideró al sacerdote como un ángel de la guarda y su salvador; no en vano fue la persona que logró sacarla del agujero endiablado en el que se había refugiado para ir apagando su frágil vida, como ella misma reconocía en sus escritos.
Estaba derrumbada, sin ánimos para seguir —expresaba la guardesa del colegio con una letra redonda y preciosista—; creo que tenía fiebre a todas horas y tú, cuando apareciste, calmaste en parte mis angustias, mis temores y me hiciste despertar de nuevo.
Te lo explico, querido Ramón, para que me entiendas y permanezcas a mi lado, como tú desees. Yo no te exijo nada, para mí representas el soplo que alienta a una asustadiza y débil mujer en estas horas de desconcierto, aunque me has traído la esperanza que, poco a poco, se va introduciendo en mí y alejando el desánimo.
Al veneciano le había picado la curiosidad, pues la historia de la amante de Benavides no era para menos, e intuía que Valeria podía representar la solución al enigma que le había llevado hasta Toledo, que tal vez ella fuera la llave que le permitiría cumplir con su misión y regresar cuanto antes, con el perdón del rey francés, a su amado París.
Pidió a Sebas que investigase todo lo concerniente a aquella mujer y, por supuesto, que estuviese atento a los pasos que daba el bibliotecario del arzobispado, y comerciante de arte en sus ratos de asueto, cuando visitaba a la portera del colegio de las doncellas bien nacidas.
El 2 de enero, el canónigo repitió su rutina regresando directamente, al mediodía, a su casa de la calle Ave María, después de trabajar en los sótanos del Palacio Arzobispal.
Sebas tiró sin éxito de la lengua a Perico, el tabernero vecino de Benavides, ya que apenas tenía referencias sobre la amante de origen francés. El criado lo desconocía casi todo sobre Valeria, salvo el testimonio directo y muy expresivo recogido en las dos cartas que había robado a su protector y que había comentado con su amo.
Por la tarde, el archivero apenas modificó su ruta adentrándose por las callejuelas poco transitadas que conducían al cobertizo de las Doncellas Nobles. El criado tuvo que esforzarse para pasar inadvertido porque las pisadas retumbaban en los murallones y un simple roce se transformaba casi en una voz de alarma. Como en anteriores ocasiones, nada más atravesar la calle cubierta por el pasadizo alto, Benavides desapareció de su vista.
Sebas deambuló por la calle, de arriba abajo, buscando alguna persona con quien hablar un rato. No tuvo suerte, en más de dos horas solo se cruzaron con él unas ancianas que salieron de sus casas para llenar pequeños cántaros en la fuente de una plaza próxima. Antes habían correteado por allí unos chiquillos. Poco a poco, el silencio se adueñó de la zona, tan solo brotaban lejanos murmullos desde los jardines interiores. Comenzó a desanimarse pensando que sería difícil verificar lo que le había pedido don Jaime. El palacete que habitaban las doncellas tenía las puertas y ventanas cerradas como si fuera una clausura.
Sebas concluyó que tenía vedada la posibilidad de ampliar la información que precisaba sobre Valeria.
Daba vueltas por la calle rumiando la decepción, cuando escuchó ruido en la panadería y percibió movimiento a su alrededor. Se acercó hasta la puerta del establecimiento abierta de par en par. En el interior, tres jóvenes preparaban el horno, la harina y la mesa del obrador con diferentes utensilios; estaban tan concentrados en su tarea que no se dieron cuenta de su presencia. Debían estar acostumbrados a que algún curioso se detuviera en la calle para observarles mientras trabajaban. Uno de los panaderos vino hacia él mientras se limpiaba las manos con el delantal blanco.
—Hace unos días preguntasteis por el colegio de las doncellas. ¿Fuisteis vos, verdad?
El panadero estrechó afectuosamente la mano de Sebas. A este se le activó el cerebro. Tenía que aprovechar el momento y la buena disposición de aquel mocetón con expresión cordial e inteligente en su semblante.
—Sí, estoy preocupado —adelantó con gesto compungido—. Mi hermano pretende llevar al altar a una de las jóvenes, a una de esas doncellas…; ya se han visto un par de veces y se gustan, pero está preocupado porque le han dicho que las costumbres de ellas no son tan perfectas como cuentan por ahí.
El joven arrugó el entrecejo y desplazó de un lado a otro la cabeza, alarmado por lo que relataba el desconocido.
—La gente habla mucho sin saber nada de la verdad. Como ellas llevan una vida discreta, casi fuera del mundo, se inventan toda suerte de cosas sobre esas chicas. Yo sé que trabajan y las preparan para ser unas perfectas casadas. Es el mejor colegio que existe para esa formación. Aquí mismo, en el barrio, ha habido algún matrimonio y todo ha ido muy bien. La envidia es mala, ¿eh?
—¿Es cierto que viven como si fueran unas monjas?
—Bueno, sin exagerar. Salen poco, la verdad, y cuando lo hacen van acompañadas por las tías, que es como llaman a las mayores que tienen a su cargo a una compañera. En el colegio reciben la mejor educación para llegar al matrimonio en las mejores condiciones, ¿me entiende? Pero su finalidad es casarse y tener hijos, nada que ver con las religiosas. Os puedo decir que, si alguna decide meterse en un convento, le retiran la dote. Vuestro hermano puede estar tranquilo, se llevará una joya, ¿eh? —concluyó el panadero acariciando el brazo de Sebas. Era un joven fuerte, de mirada curiosa, y persona que parecía apreciar la conversación.
—Y de la portera, ¿qué me decís? —preguntó con la certeza de que el panadero estaba encantado con la charla. Los compañeros seguían concentrados en el trabajo sin echarle de menos.
—¿Qué pasa con ella? —inquirió con gesto tenso el amasador; daba la impresión de que había hurgado, de improviso, en algo que le afectaba personalmente.
—Hablan de que es la barragana de un cura. ¡Vaya modelo para las chicas! ¿No creéis? Tendrán una buena preparación, pero no pienso que sea un ejemplo para ellas mantener en la portería a una descarada.
—Es una buena mujer, y os lo digo porque trato bastante con ella. Yo le llevo el pan después del amanecer y ya está trabajando en el palacio a esas horas. Y así todo el día. Algunas veces hablo con ella y no sé por qué… —el joven panadero restregó su rostro con la mano, le costaba hablar del asunto—, esa relación que dicen que tiene, quién sabe, y… ¡Qué más da, hombre! Lo que le importa a vuestro hermano ya os lo dije: las doncellas llevan una vida conveniente para luego ser esposas… ¡Ya quisieran muchos tener a su lado a una mujer como las de ahí! Menuda suerte la suya. ¡Dejaos de bobadas! A mí me gustaría matrimoniar con una de ellas…
—¿Cuándo salen a la calle?
—En muchas ocasiones y siempre en grupo; van a la catedral, de visita a los hospitales y todos los mediodías se las puede ver por aquí cerca, en el paseo de la Virgen de Gracia, acompañadas por Valeria.
—¿Valeria? —fingió Sebas.
—Sí, precisamente con la portera, quien además se encarga de las compras y es responsable de miles de tareas en el colegio. Ahí todo funciona bien, la plata que reciben del arzobispado es suficiente y procede del legado del cardenal Silíceo, el fundador del centro, y también reciben todo lo que precisan del actual cardenal. Bueno, tengo que dejaros… —El panadero miró al interior del local donde sus compañeros se afanaban en la preparación de la hornada.
—Os agradezco mucho lo que me habéis referido, pues ello le dará sosiego a mi hermano. Y espero no haberos complicado la tarea con el tiempo que me habéis dedicado…
—En absoluto, amigo —expresó el joven—, no sabéis lo aburrida que es la noche y lo extensas y dilatadas que son sus horas, se agradece una conversación, de vez en cuando, para acortar el tiempo y hacer algo diferente a estar siempre viendo a las mismas personas… —concluyó, guiñando un ojo a sus colegas que le respondieron con idéntico gesto. Después, volvió a estrechar la mano de Sebas y se despidió de él.
Permaneció en la calle durante un buen rato pensativo, meditando sobre lo que acababa de contarle el panadero. Buscó un poyete para sentarse, cerca de la portería del colegio. Apenas se veía nada por el lugar, la noche era muy cerrada.
Admiraba mucho a su señor veneciano, en eso no había ninguna clase de duda o resquemor, ahora recibía buena paga de él, pero estaba cansado de la vida que llevaba a su lado. Comenzaba a echar en falta su tierra burgalesa que lindaba con las Vascongadas. La dulzura de aquel paisaje y la excelente comida de aquellos pagos. Estaba decidido a pedirle a don Jaime que le dejara regresar a su terruño, del que salió hacía más de veinte años para ver el mundo y, si fuera posible, decirle a Rosario que se marchara con él.
De cualquier manera, al finalizar la misión que había traído al caballero hasta España, daría por concluidos sus servicios, este sería su último trabajo con él. Le dolía hacerlo porque el señor daba la impresión de estar agotado, necesitado de una mano amiga; en realidad a don Jaime también le vendría bien retirarse pronto de la vida errática y de las aventuras que habían caracterizado toda su existencia. Le resultaría difícil hacerlo porque siempre estaba maquinando una empresa o un viaje, muchos de ellos solicitados por sus amigos rosacruces o por los masones.
Encerrado en sus pensamientos, se sobresaltó al ver avanzar hacia él una sombra compacta. Reaccionó raudo regresando, a toda prisa, hasta la panadería, sin perder de vista a la persona que subía por la ligera pendiente de la calle.
—Perdona, se me olvidaba hacerte una pregunta —planteó al tahonero que, en esta ocasión, permaneció trabajando sin apartarse de la mesa del obrador.
—Dígame…
—¿A todas ellas les entregan una dote cuando salen para contraer matrimonio?
—Por supuesto, desconozco la cantidad pero es bastante plata, salvo, como le dije, que eviten casarse. ¡Vaya suerte la de su hermano!
El agradecimiento y saludo de despedida a su salvador fue algo brusco. Salió casi corriendo a la calle para confirmar lo que había intuido cuando surgió la sombra debajo del cobertizo de las doncellas. Aceleró el paso cuanto pudo y tuvo suerte.
En un recodo de la recoleta plaza de la Cruz, junto a una farola, se había detenido el canónigo, con un comportamiento extraño. Abrió su sotana y sacó de la entrepierna un crucifijo de madera negra de casi medio metro. Miró a su alrededor con la intención de verificar fehacientemente que nadie pasaba por allí o estaba observándole desde alguna ventana. Era casi medianoche y por el lugar solo merodeaban algunos famélicos gatos. Benavides dio la vuelta al crucifijo acercándolo a la luz de textura aceitosa, suficiente para que la talla de marfil relumbrase en la noche como un fogonazo. Acurrucado en una esquina de la plaza y con la protección de un carromato, Sebas pudo distinguir a la perfección la escena.
Benavides, tras una revisión fugaz de la pieza que sujetaba entre sus manos, extrajo una tela de su faltriquera y envolvió cuidadosamente el crucifijo ocultándolo a la vista. Seguidamente, salió de la plaza con paso acelerado. Sebas no le perdió el rastro preguntándose por el extraño proceder del archivero. Si había adquirido la pieza o constituía un presente, ¿por qué la había llevado, en un primer momento, escondida debajo de la sotana? Y si conocía la escultura con anterioridad a la supuesta transacción, ¿por qué se detuvo en la plaza con aspavientos de malhechor para analizarla debajo de una tenue luz?
El canónigo hizo todo el camino hasta su casa dando grandes zancadas, a medio correr. Sebas terminó agotado, y llegó a la conclusión de que aquel hombre temía ser descubierto en medio de la noche.