Posada de El Carmen

1 de enero de 1768

Sebas celebró sin agobios el Año Nuevo al conocer que el canónigo tardaría en regresar desde Casasbuenas, la aldea donde tenía por costumbre refugiarse una vez por semana, o como mucho cada quince días. Perico, el cantinero, fue explícito al detallarle algunas de las costumbres del vecino traficante de obras de arte, las menos públicas y nunca imaginadas por el resto de los miembros del cabildo.

—Conozco a su ama desde hace mucho tiempo, de cuando yo vivía con mis padres aquí en el barrio del Pozo Amargo y ni siquiera sabía a lo que iba a dedicarme en esta asquerosa vida. Pascuala era muy amiga de mi madre, que en paz descanse, y, por eso mismo, me habla algunas veces, las que le deja el animal de su marido, de sus preocupaciones y también de don Ramón, porque hay cosas de él que no le gustan ni una pizca.

—¿Qué cosas? —preguntó el criado con la garganta escocida por el vinazo de barra que servía el tabernero en su establecimiento.

—Pues dice que compró una especie de castillo, y que poseer tantos bienes no está bien en un religioso, y mucho menos cuando se tienen para esconderse con su barragana. Ella, al parecer, va por allí algunos fines de semana con él, a la torre de Casasbuenas. ¡Todos son iguales! ¡Sanguijuelas! Estaríamos mejor sin ellos.

El cantinero escupió al suelo del que emanaba un aroma agrio que se expandía por todo el local. Perico expresaba a su manera la opinión que tenía sobre los que vestían sotana, un punto de vista sobre los curas algo desaforado pero que, en su caso, fue avivado a raíz de los intentos de Benavides para quitarle el local.

—Él es de los peores. Esquilma a las pobres monjas para vivir como un ricachón y en buena compañía de mujeres, sin respetar lo que prometió cuando se hizo sacerdote. No, no es tonto. Él mete más que muchos de nosotros y sin compromisos de ninguna especie. Así cualquiera. Está bien lo de pasar las fiestas encamado, ¿eh?

El cantinero confirmó a Sebas que Benavides y su concubina regresarían a la ciudad en la tarde del primer día del año nuevo, según le había dicho su ama. Sebas trasladó, de inmediato, a su señor lo que le había expuesto el vecino del archivero.

Don Jaime maquinaba la forma de romper el cerco organizado por el habilidoso canónigo para proteger los supuestos fondos secretos; dedujo que la existencia de una amante representaba una circunstancia que debía explorar e intentar aprovechar para culminar la misión que le había llevado hasta Toledo. Precisaba más información sobre Valeria, ese era el nombre de la mujer, y de la relación que mantenían ambos. Las cartas que robó su criado en el almacén del archivero habían sido un avance importante para ratificar lo que existía entre los dos; aquello era un paso en falso de Benavides que podía serle de gran utilidad.

En El Carmen la festividad de Año Nuevo fue especial, mucho más que la Nochevieja. Doña Adela contrató a unos músicos que actuaron toda la mañana en el patio para ir creando un ambiente adecuado para comenzar el año con alegría. Luego, con la ayuda de sus empleadas, asó dos corderos lechales en el hogar de la cocina y pidió a don Jaime, un cliente especial para ella, que se sentara con todas las mujeres en la misma mesa.

El caballero terminó por hablar de sí mismo y de su pasado forzado por las comensales, asimismo, por la ingesta de caldos extraordinarios que él nunca había probado en España. La posadera había rebuscado en la bodega para agasajarle convenientemente con unas bebidas que conservaba para celebraciones especiales.

—Son de la zona del Duero, más al norte —dijo con una pizca de orgullo—. Me los trae un vinatero solo para mí. Los vinos de esta tierra, de por aquí, de La Mancha, son ásperos.

En la sobremesa fueron más lejos con la bebida y probaron distintos tipos de aguardiente. La dueña tenía una gran variedad de licores y brebajes que llegaban a su cueva de la mano de viajeros y vendedores procedentes de muchas partes del país.

El de Seingalt terminó por entregarse al festejo ante la mirada curiosa de los preciosos ojos de Rosario que no dejaba de observarle.

—Cuéntenos, señor don Jaime. ¿Cómo son las mujeres en otros lugares? ¿Habéis conocido a muchas y por diversos países? Ya me entiende… —insinuó pícara la sobrina de doña Adela.

—Como las de aquí, mi querida niña, os parecéis bastante y las distancias no significan nada en vosotras. Todas sois poseedoras de idénticos dones, muchas veces protegidos innecesariamente, y reducidos a la nada; otras, por desconocimiento de vuestro extraordinario poder para cambiar el mundo y a los hombres. Y yo, lo digo claramente y sin circunloquios, he nacido para honrar con devoción al sexo opuesto, os he amado siempre y he hecho cuanto he podido para lograr que me amaseis. Sobre este particular, apenas pongo reparos, cualquiera de vosotras me haría feliz —dijo clavando sus pupilas en Rosario mientras acariciaba su mano—, y yo os compensaría como mejor sé hacerlo.

Las doncellas se rieron, Sebas escuchó atónito la plática de su señor, expuesta con emoción y calidez, acaso por los efectos de la buena mesa. Rosario enrojeció con el sentido que expresaban las palabras del caballero, dichas con el descaro que estimulaba el aguardiente, pero también con su buen gusto para el chichisbeo. El rostro de don Jaime resplandecía aquella tarde con una piel sonrosada, de aspecto saludable, y resaltaba aún más su expresión aniñada. En las últimas jornadas, era frecuente verle feliz, con una dulce sonrisa dibujada en sus labios carnosos y con una mirada más transparente. Durante el ágape preparado por doña Adela dio muestras de entusiasmo, como si hubiera recuperado el vitalismo y la astucia para tratar a las mujeres. Contaba con la mejor compañía para celebrar el nuevo año, como si él mismo hubiera dispuesto la mesa: además de doña Adela y su sobrina, había dos empleadas de la posada, unas jóvenes que habían llegado de pueblos cercanos a la capital para buscarse la vida.

—¿Y qué os llama más la atención de las mujeres, qué apreciáis más en nosotras? —insistió Rosario, empeñada en no cejar en su curiosidad sobre tan curioso personaje.

—El misterio que tiene siempre lo que hacéis y el placer que dais si os ponéis a ello; si decidís entregaros, no hay mayor felicidad terrena.

—¿Y por qué nunca os casasteis? —planteó una de las doncellas, la menos agraciada. El veneciano levantó los hombros extrañado por el atrevimiento. Ella, insistió—: Nos lo dijo Sebas…

—El matrimonio suele ser la tumba del amor, lo que lo encadena sin posibilidad de redención; y, si se persiste en él, es destrozando, la mayoría de las ocasiones, a la pareja. Supone un precio muy alto y sus menguados beneficios se pierden por completo cuanto más se permanece en esa situación.

La chica reaccionó con gesto mohíno, de sorpresa, y molesta, no pareció agradarle la respuesta.

—La libertad es un bien maravilloso —continuó don Jaime con la intención de ayudar a que la doncella le comprendiera—, el mejor de todos los que recibimos. El matrimonio nos limita a un solo manjar que, con el paso del tiempo, se agria. Y creo que la monotonía seca, además, la mente de los hombres y de las mujeres.

—Bueno, Lorenza, ya lo irás comprendiendo —terció doña Adela.

La joven aún no había cumplido los dieciséis años y compartir mesa y charla con don Jaime era un privilegio para ella. Le contaría a Sebas más tarde, cuando quedó a solas con él, que su señor le había resultado como el párroco de su pueblo, pero en libertino, lo que inducía escuchándole a tener sueños de intenso vigor erótico.

Desde el momento que llegó a la posada el extranjero, Lorenza y sus compañeras de servicio estaban pendientes de todo lo que hacía. No era especialmente hermoso, llegaban allí hombres con mayor atractivo físico, pero les atraía por sus maneras y excelente educación, por su porte elegante, su desenvoltura y sus vestimentas sin igual por aquellas latitudes. Y, especialmente, por las historias que circulaban sobre sus hazañas con las damas que, sin duda, propalaba el criado.

El día de Año Nuevo no llevaba la peluca y, sin el aditamento que le protegía, se veía que le faltaba abundante pelo y parecía mayor. Pero como en cualquier otra ocasión, se cubría con una camisa de finos encajes (la planchadora de la posada se había quejado del trabajo que suponía tener preparada la delicada y abundante ropa del veneciano), calzones de seda, de color violeta, y zapatos negros, altos de tacón, con hebillas de oro.

—¿Y qué pensáis de la amistad? —preguntó la otra doncella, una morena de mirada ardiente, pechugona y de labios jugosos.

—¿Con una mujer?

—Eso quiero saber —confirmó la muchacha.

—¡Vamos, niñas! ¡Ya está bien de monsergas y de molestar al señor! —intervino doña Adela.

—No, os lo ruego, dejadlas. Si hay algo que aprecio es la curiosidad que viene espoleada por la inocencia —repelió mientras daba vueltas con sus dedos a los rizos del pelo y afilaba sus pupilas por el contento que le producía conversar con las jóvenes. Ellas le miraban con admiración y respeto—. A mí me resulta difícil sentir solamente amistad por una mujer. ¿Te refieres a esa clase de amistad en la que no hay contacto físico?

—Sí… —asintió ella con un hilo de voz.

—Pues bien, tengo que ser sincero. La amistad, en su apogeo, se convierte en amor y, liberándose por medio del mismo dulce mecanismo que el amor necesita para alcanzar la felicidad, la amistad se regocija por encontrarse más fuerte tras consumar el tierno acto.

La doncella apenas comprendió la respuesta y enmudeció, pero viendo sonreír a Rosario y a doña Adela supuso que era hermoso lo que le había dicho el huésped. Bebieron todos en silencio. La posadera rellenó las copas con aguardiente de hierbas que le habían traído de Asturias. A través de los cristales de la cocina veían caer una fina lluvia que dejaba el patio como un espejo. Hacía mucho frío en la calle y los zagales se protegían en los soportales con mantas. Rosario echó más leños al fuego.

—Creo que vuestra atracción hacia algunas mujeres os ha llevado a hacer cosas sorprendentes —comentó la sobrina de la posadera después de atizar el fuego.

—Tenéis que saber que el deber de un amante es forzar el objeto de su amor a rendirse ante él.

—¿Y si no lo consigue o es rechazado? —puntualizó la dueña.

—Nunca es lícito violentar la voluntad de la pareja, cuando me refiero a forzar es utilizando los mecanismos para la conquista y la seducción. El respeto y la aceptación deben ser recíprocos como el único medio para coronar el deseo con felicidad, sin amargura. Entonces, si os importa mucho alguien y se fracasa, puede llegar a obsesionaros y haceros perder la cabeza. Me ha ocurrido más de una vez, por supuesto, porque siempre estoy buscando el amor desde que era un niño. Y puedo deciros que hubo una dama que me resultó inaccesible a pesar de mis esfuerzos para conquistarla y hacerle el amor. Ante esa situación tan desastrosa para mí, decidí curarme con sus cabellos, los confité, y me los comía para poseerla. Fue bastante complicado conseguir lo que pretendía, tuve que buscármelas con la ayuda de sus peluqueras.

—Hay cosas peores para comer y que hacen más daño —añadió jocosa Lorenza mientras soltaba una carcajada, las otras mujeres enmudecieron al escuchar la sorprendente historia del caballero.

Don Jaime sonrió ampliamente abriendo la boca, tenía los dientes destrozados y ennegrecidos por las caries y las dolencias venéreas que había padecido. A continuación, se frotó el estómago, muy castigado por los excesos de una vida errante y los mejunjes que había catado. Aquel Año Nuevo había bebido con exceso y probablemente sufriría, unas horas después o como muy tarde al día siguiente, de hemorroides. Era consciente de sus limitaciones y carencias, muchas de ellas surgidas por las diferentes enfermedades con las que se había contagiado durante el trasiego por dormitorios inmundos, pues nunca desechó una buena oportunidad, a pesar del camastro que debía utilizar para sus artes. Su piel había perdido tersura, sus músculos eran más reducidos, se cansaba más que antes cuando hacía un esfuerzo, pero aquel día el alcohol le animaba arrastrándole al olvido de los sinsabores.

Sorprendía ver a aquel hombretón reír sin parar, hacía meses que no se comportaba igual. Sebas quiso realzarle todavía más con la intención de que recuperase su confianza, la fortaleza de antaño para emprender aventuras que parecían imposibles.

—¿Sabéis que don Jaime ha sido la única persona que ha logrado escaparse de la cárcel de Los Plomos en Venecia?

—pronunció el criado despacio, facilitando que las mujeres apreciaran el significado de lo que les decía.

—Bueno, es una historia vieja, no quisiera aburriros con ella —expresó con falsa humildad Giacomo.

Todas, al unísono, le hicieron el mismo ruego, querían saciarse con el relato de la proeza.

—Ocurrió hace mucho tiempo, hace ya más de once años que salí de allí por el tejado de la prisión como un avezado saltimbanqui. —Rosario y las doncellas le miraban como si estuvieran junto a alguien irreal, un personaje fantástico al que casi podían tocar; Sebas había logrado lo que pretendía—. Y tuve que hacerlo así porque me habían encerrado, quince meses antes, simplemente por tener aficiones incomprensibles para los espíritus ignorantes y limitados. Me robaron un gran espacio de mi vida sin delito conocido, con acusaciones sin fundamento. La envidia puede provocar injusticias inaceptables. Y es cierto lo que dice Sebas de I Piombi, de Los Plomos, que se encuentra en el mismo Palacio Ducal de Venecia, nadie se había escapado antes.

—¿Y cuáles eran vuestras aficiones, las que os llevaron a sufrir ese castigo? —curioseó doña Adela.

—¿Y cómo lograsteis salir? —interrumpió Rosario.

—De una en una, os responderé. Antes un trago. —Lo dio largo, agotando el aguardiente; después, golpeó el vaso contra la mesa pidiendo que se lo llenasen de nuevo. Tenía los ojos achispados y resaltaba más la congestión por su color azul clarísimo. Deshizo el lazo del pañuelo blanco que llevaba anudado al cuello para respirar sin presión—. Mis aficiones no hacían daño a nadie, ni eran delictivas en absoluto, me gustaba estudiar libros de ocultismo, de alquimia, de filosofía y de mística, algo bastante común por cierto y que aficiona a nobles y monarcas, como bien sabéis, doña Adela, y también me atraía el amor prohibido, que atrae a la mayoría de los hombres, no podemos negarlo, ¿verdad? Pero, en realidad, fui castigado como consecuencia de la envidia que me profesaba un personaje siniestro, que me odiaba y tenía mucha influencia con los inquisidores. Un pobre diablo, de nombre… ¡qué más da! Fue una experiencia que deseo relegar para apartarla eternamente.

—Y los amores prohibidos ¿no hacían daño a nadie? —puntualizó una de las doncellas.

—Claro que no. En aquel momento mi mayor amor era el de una monja de noble cuna y alcurnia, la superiora del convento de Santa Maria degli Angeli de Murano. A nadie perjudicaba nuestra relación, como podéis imaginar. Era recíproco, como os dije antes, y aceptado por ambos. No hacía daño, solo bien a los dos.

—Lo suyo es jugar con fuego —comentó doña Adela—. Y bien, ¿cómo lograsteis salir de esa prisión?

—Por el tejado de plomo que cubre el Palacio Ducal. Conseguí hacer una abertura con una pica que tenía escondida en mi Biblia. Me encomendé a mis oráculos, Ariosto y Horacio, y ellos me ayudaron en la arriesgada fuga. Y os aseguro que, de no actuar así, aún permanecería encerrado.

—Parece fácil como lo explicáis —dijo la dueña.

—Solo lo es con el apoyo de quienes te quieren y desean tu bien.

—No entiendo —dijo Rosario. El resto de mujeres expresaban en sus rostros idéntico desconcierto.

—Ya os dije que don Jaime es un sabio —concluyó Sebas.

Antes de marcharse a sus aposentos, disfrutó admirando los robustos senos de las doncellas y pronunciando algunas lindezas sobre las virtudes de las que hacían gala. El alcohol y el calor que desprendía la chimenea las había forzado a desprender las ataduras de sus blusas. Y ellas, mientras la dueña y la sobrina atendían en la puerta a unos viajeros que acababan de llegar a la posada, se animaron a hacer algunos arrumacos al veneciano.

Finalmente, se retiró a su cuarto.

«No le reconozco —pensó Sebas—, mucho es lo que le carcome el alma para desaprovechar la oportunidad que ha tenido al alcance de su mano. Lo que más le gustaba antes era dar las primeras lecciones de amor carnal a una joven, y Lorenza temo que aún no ha recibido ninguna».