30 de diciembre
En la hora del descanso vespertino, de la siesta tan querida por los españoles en cualquier estación del año, don Jaime llegó a palacio. En la entrada principal aguardaba el secretario.
—¿Este es el mejor momento?
—El mejor —respondió Rodrigo—. Jamás aparece por aquí el canónigo en domingo y, desde luego, nunca a esta hora, salvo que le llame el conde de Teba para tratar algún asunto. Ni siquiera se acerca para cumplir con las obligaciones propias de los miembros del cabildo, cuando hay actividades relacionadas con su cargo eclesiástico.
—Desde luego, podéis estar seguro de que hoy no viene por aquí, lo sé de buena tinta, creo que es la expresión que utilizáis.
El veneciano realizó esa afirmación levantando la cabeza antes de atravesar el poco agraciado pórtico del edificio. Manos inexpertas habían realizado en granito aquel pegote, como lo calificó el primer día que entró en la sede del arzobispado. En el exterior había muy poca luz, el cielo amenazaba tormenta cubierto de espesas nubes de color negruzco. No se decidió a cruzar el umbral hasta terminar de echar un vistazo a la plaza. A su izquierda, justo en un lateral del Ayuntamiento, se ocultaba, sin lograrlo por completo, su persistente sombra: Lorenzo Seco. Pensó que le gustaría encontrar el momento para agradecer al cabo que le hubiera salvado la vida en el callejón del Diablo y que, de algún modo, fuera el responsable de que llegaran hasta sus manos dos excelentes manuscritos.
Hoy poco podría hacer el esbirro para sorprender a don Jaime y apenas importaba su presencia en la plaza de la catedral, ya que carecía de la posibilidad de alertar sobre la visita que iba a hacer al archivo. El canónigo había partido hacia el mediodía con destino a su torre medieval en un pueblo de la provincia. Sebas se había enterado de ese viaje en la taberna de Perico, ya que este había sido requerido por el ama del eclesiástico para rellenar varias botas de vino, una de ellas la que utilizaría Benavides para refrescar el gaznate por los caminos de tierra que tendría que atravesar con su cabalgadura. Y el tabernero, como era su costumbre, había hablado sin cortapisas con su nuevo parroquiano.
Rodrigo dirigió a don Jaime hacia los sótanos del palacio para explorar las dependencias privadas del archivero.
—Os guardaré gratitud por lo que hacéis en mi ayuda.
—Yo deseo desenmascarar a quien se sirve a sí mismo, y no a la Iglesia a la que debe fidelidad y respeto —respondió el secretario—. De cualquier manera, aguardad todavía, no sé si seré capaz de facilitar vuestras indagaciones. Solo tengo una intuición y, por lo tanto, no es más que una posibilidad remota.
La puerta del despacho de Ramón Benavides tenía dos hojas de madera maciza y grandes cuarterones tallados con figuras de condenados quemándose en las llamas del infierno. El secretario movió varias veces el tirador sin lograr que se abriera. El caballero recapacitó si no se habría anticipado en las muestras de agradecimiento que acababa de manifestar hacia el joven sacerdote. Rodrigo le hizo un gesto indicándole calma, introdujo la mano en el bolsillo de su sotana y extrajo una reluciente llave que, de inmediato, colocó en la cerradura encajando a la perfección.
—Tiens, il fallait bien m’en prévenir! Vous étiez en train de m’inquiéter…[6]
—¿Cómo decís? —preguntó el secretario al mismo tiempo que lograba liberar el pestillo.
—Que podríais haber avisado, me llevé un susto tremendo, no sabía que teníais una llave.
—Las monjas tienen duplicados para abrir cualquier puerta del edificio. Benavides se hizo de rogar para no cumplir con esa exigencia, pero es un mandato del cardenal y nadie está exento de la misma.
Accedieron a la sala de trabajo del canónigo, una espaciosa estancia carente de luz natural al igual que gran parte de las salas que componían el archivo y la biblioteca. Lo primero que hicieron fue encender las velas y candiles que encontraron, era la única manera de poder moverse entre las montañas de papeles y libros que había esparcidos por todas partes. La anterior visita que hicieron juntos al canónigo fue breve, y la presencia de Benavides solo permitió que apenas tuvieran tiempo para escudriñar por encima lo que había en su despacho.
—Y, bien, ¿qué queríais enseñarme? —preguntó el caballero.
—Debemos esperar unos minutos —respondió Rodrigo cerrando los párpados y concentrándose—. Aguardad y lo sentiréis. Cuando permanezco aquí un rato con la puerta cerrada, me doy cuenta de que entra aire por algún sitio y, por ello, deduzco que debe existir un acceso, una entrada a algún pasadizo.
—Vaya, os descubrís entonces. Habéis intentado fisgonear antes.
—Para qué negarlo… —dijo el secretario—. Y menos, a vos.
—Pues no hay nada a la vista, desde luego. ¿Y no tenéis ninguna idea?
—No, ninguna. Esperad a que entre los dos podamos dar con esa corriente.
Se despojó de su capa y de la casaca para apreciar mejor lo que le describía el secretario; asimismo, comenzó a desplazarse alrededor de la habitación con las palmas de las manos abiertas para sentir el aire que pudiera proceder de otro recinto anexo.
Rodrigo quedó deslumbrado con las ropas del caballero. Llevaba un chaleco largo, casi hasta las rodillas, de su color favorito, el rosa, adornado con bordados florales muy delicados que cubrían la mayor parte del tejido. Era algo espectacular, nunca había visto el sacerdote un atavío de tanta calidad y belleza. Al caer en la cuenta de la impresión que había producido su indumentaria, don Jaime comentó acariciando su vestimenta:
—Todo es de París, querido amigo. Estoy seguro de que os gustaría llevar algo así, en España sois de una gran tristeza con la ropa…
—Nos preocupan otras cosas.
—¿Acaso pensáis que soy un frívolo? No, disfruto de todos los placeres, ninguno causa penas si se sabe manejarlos.
—Entiendo, don Jaime, pero yo me debo a otras exigencias.
—Mejor dejemos esta charla para otro momento.
—Por supuesto, ahora debemos permanecer en silencio, concentrarnos en lo que buscamos —propuso Rodrigo—. Por ejemplo, cada uno debe explorar una parte de la sala.
El secretario comenzó a revisar la zona de la entrada, mientras el veneciano hacía lo propio en la pared opuesta, detrás de la mesa de trabajo del canónigo.
Debían desplazarse con lentitud y cuidado para no tropezar, puesto que había esparcidos por el suelo numerosos rollos de papel ahuesado atados con cintas de colores y bastantes libros. El muro que inspeccionaba don Jaime estaba cubierto por una estantería de caoba, de unos quince metros de largo, con varias secciones. Sus anaqueles atesoraban algunas joyas cuyos lomos iba acariciando mientras repasaba en silencio lo que había escrito sobre ellos: Le roman de la rose del siglo XIII, una Biblia de la misma época, el Codex Justinianus, dos obras de Séneca, un leccionario maronita, una edición impresa de La ética de Aristóteles del siglo XV, otra de la gramática latina de Juan de Pastrana, un libro de milagros escrito por el obispo de Tuy, otro de medicina del siglo anterior perteneciente a Andreas Versalius, una obra de Diego de Covarrubias, un atlas de Gerardus Mercator…
Precisamente, el atlas interesó al caballero y lo retiró de la estantería. Estaba impreso en 1602 y contenía numerosos mapas magníficamente coloreados. Se acomodó en el sillón del canónigo para admirar la edición. Justo a la altura de su nuca quedaba el lugar vacío de la repisa que antes ocupó el grueso tomo. Se detuvo en la representación del mapamundi con el dibujo del Polo Norte, era la primera vez que un cartógrafo había señalado la posición de los hielos y, por lo tanto, su existencia en ese lugar del planeta. El veneciano tenía referencias de la publicación, pero nunca había llegado a tener en sus manos la obra de Mercator.
De repente, comenzó a sentir frío en la espalda y un leve flujo de aire, a ráfagas, en el cuello, a pesar de llevar anudado un pañuelo de encaje con varias vueltas. Dedujo que era la impresión que le estaban provocando los mapas de Mercator. El frío se hizo algo más intenso y, entonces, apartó el atlas para observar al sacerdote. Rodrigo permanecía arrodillado en una esquina de la sala tocando con sus manos el suelo.
La sensación de frescor se hizo continua, giró un poco la cabeza hacia atrás. En el espacio que ocupaba el libro de Mercator, la madera del fondo estaba partida. Se levantó deprisa y enfrentó su mano a la rendija. Por allí entraba una débil corriente de aire que circulaba sin parar.
—Es aquí… —pronunció—. Teníais razón, Rodrigo. Creo que he dado con ello.
—Y tenemos algo similar cerca —reveló el sacerdote tras comprobar lo que decía don Jaime y colocó su mano, inmediatamente después, en la balda que se encontraba a la altura de sus rodillas—. Fijaos.
Retiraron algo agitados una buena cantidad de libros y, a medida que progresaban, la corriente de aire se iba intensificando. Era casi inapreciable, se precisaba poner la máxima atención para detectarla, pero estaba allí y les animaba en la tarea para despejar las repisas.
—Mirad: ¡unas bisagras! —alertó Rodrigo una vez retirados bastantes volúmenes.
En el lateral de una de las secciones aparecieron negros remaches sobre la madera. Fueron apartando los libros con cuidado hasta vaciar todos los estantes del módulo.
—Deberíamos dejarlo todo como estaba al terminar —advirtió el veneciano—, y nos va a suponer un buen esfuerzo.
El sacerdote comenzó a desplazar el mueble sin dificultad tras la descarga de lo que contenía. Y don Jaime demostró estar recuperado de sus heridas, él solo movió la mesa del canónigo y su silla facilitando que el estante girase noventa grados para descubrir al completo el hueco de la pared.
Apareció ante ellos una sólida plancha de metal negruzco, sin aberturas o espacio para las cerraduras, tampoco había asideros de ninguna especie. Era una puerta ciega. Cruzaron miradas de asombro. Uno de los perfiles verticales y esquinados de la placa tenía una espaciosa holgura, de casi un centímetro, por la que se colaba el aire, muy frío, que seguramente procedía de una galería interior. Rodrigo empujó con fuerza sin que cediese lo más mínimo.
—Yo creo que es de hierro y no entiendo cómo se abre porque en el quicial tiene herrajes para su movimiento —comentó el sacerdote mostrando los elementos que había descrito.
—Ya, y para esta puerta las monjas carecen de llave, me temo.
Don Jaime la examinaba con esmero y mucha atención, casi de cuclillas, y con todo su corpachón ocupando una amplia extensión de la pieza, casi sin dejarle ver a Rodrigo. Al aproximarse el sacerdote pudo observar al caballero girando con la yema de los dedos unas pequeñas ruedas que tenían números grabados en su superficie.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Sorprendente. Una coincidencia maravillosa para aquel que tiene vocación de viajero y curiosidad de águila. Hará unos tres años que estuve en San Petersburgo —cavilaba sin modificar su posición y con la mirada fija en los cajetines con las ruedas que no dejaba de acariciar, igual que si estuviera palpando algo mágico—, y fue allí dónde encontré, por primera vez, este invento, en el equipaje de una princesita, por más señas. Ay, ¡qué mujer! Si yo os contara…
—¿Y de qué se trata el invento? —insistió Rodrigo con asombro.
—Pues, no quiero decepcionaros, pero este tinglado nos indica que la puerta solo se abrirá si llegamos a conocer una clave secreta, de seis cifras… ¡Mejor dicho! Las dos claves secretas para los dos rodillos que han instalado en esta fortaleza. Cuando lo sepamos, podremos explorar lo que protege, lo que hay detrás. Y debe ser algo muy importante, pues se han tomado muchas molestias.
—¿Sin llaves?
—Exacto. Nos lo han puesto difícil, Rodrigo. El canónigo sabe lo que hace o, simplemente, aprovechó la existencia anterior de este montaje para sus cosas. Los códigos que precisamos puede tenerlos fuera de nuestro alcance, en un sitio difícil de encontrar, o conservarlos sin más en su propia memoria. Y es probable que los lleve encima. Complicado lo tenemos, puede que aquí termine nuestra aventura…
Comenzó a desplazar su mirada por toda la sala como si estuviera buscando el escondite de los códigos. Seguidamente, se puso a revisar sin muchas esperanzas la mesa del canónigo. El secretario del cardenal permanecía inmóvil, paralizado, sin saber cómo actuar.
—Nos la ha jugado —comentaba Rodrigo ausente—, y lo peor de todo es que el conde de Teba está contento con su labor, nunca bajará hasta aquí, yo no tengo argumentos para denunciarle y, si habla con él, dará por buenas sus palabras, creerá incluso que lo que he descubierto no es más que para proteger los documentos confidenciales del arzobispado o cualquier cosa que se le ocurra.
Don Jaime apenas atendía, revisaba con insistencia, palmo a palmo, los cajones del archivero. Estaban prácticamente vacíos. Pasados varios minutos, se dio por vencido.
—Rodrigo, aquí no hacemos nada. Por hoy es suficiente, y es bastante lo que hemos avanzado. Hay que estar satisfechos, os lo aseguro, a pesar de las dificultades que hemos encontrado…
—¿De verdad, don Jaime? —preguntó más animado.
—Por supuesto, ahora sabemos qué es lo que precisamos para entrar, dónde se hallaría lo que buscamos y que se trata de algo importante. Eso es mucho más de lo que conocía antes de bajar hoy aquí, os lo agradezco. Ya descifraremos el enigma. Encontrar una barrera es un estímulo, algo que tenemos que doblegar. Si fuera fácil, resultaría aburrido. —El caballero finalizó su parlamento mientras se cubría con la capa.
Juntos pusieron en orden el despacho para evitar que el canónigo detectara la visita que le habían hecho y, por supuesto, que llegara a sospechar que conocían la entrada al escondrijo de la supuesta galería secreta.
Una vez en el recibidor del palacio, hicieron tiempo hasta que dejó de llover. La tormenta que había caído sobre la ciudad impregnó de agua los muros de la catedral y sus perfiles destacaron sobre el cielo de grisura.
En las escaleras de la plaza, don Jaime se despidió de su compañero en la aventura que habían compartido aquella tarde. Después, con una amplia sonrisa y un intenso brillo en los ojos, dijo:
—Lo único que lamento es tener que dedicarme a localizar túneles dentro del despacho de Benavides, en vez de atender a la joven condesa y buscar la manera de encontrarme con ella.
—Hoy no está aquí, en palacio, por las tardes suele ir a una residencia del arzobispado que está junto al río. De cualquier manera, debéis ser prudente y cuidadoso con doña María, es casi una mujer por su aspecto, se ha desarrollado rápido y con fortaleza, mucho más de lo que podíamos imaginar hace unos meses, pero carece de la preparación y de la experiencia para responderos con las mismas armas que vos poseéis. Ella, como se suele decir, acaba de salir del cascarón, no sé si me entendéis…
Asintió con un ligero movimiento de la cabeza y evitó replicar a la insinuación que le hacía el sacerdote. Y, de ninguna manera, se le pasó por la cabeza comentarle que, precisamente, la candidez de la joven era lo que le incitaba con más ardor para volcarse en ella.