Zona conventual

29 de diciembre

Lo que conoció Sebas con minuciosidad vigilando al canónigo fueron sus horarios y el trasiego en su negocio de compraventa de objetos artísticos. Durante los dos días que había permanecido sin perderle de vista, el archivero jamás alteró sus hábitos y en ellos había pocas cosas que llamaran la atención.

Nunca se perdía Ramón Benavides, al mediodía, la comida en su propia casa, situada en la calle Ave María, haciendo esquina con el callejón del Cubo, ya que distaba tan solo poco más de cinco o siete minutos de su lugar de trabajo en el arzobispado. Era una construcción baja, de una sola planta y ventanas muy pequeñas. Y, por lo que pudo apreciar Sebas recorriendo su perímetro, contaba con un jardín bastante extenso y un patio con caballerizas. Por suerte, frente a la vivienda encontró una tasca donde servían pescado del río con una fritura excelente, de tal manera que Sebas podía tomar algo mientras controlaba la puerta de Benavides. El cantinero, un tal Perico por más señas, hablaba en demasía y ya en la segunda jornada que permaneció allí el criado no perdió la ocasión de explayarse con él manejándose en un atrevimiento inaudito.

—Veo que escudriñáis la vivienda del canónigo casi sin descanso…

—No, no… —rechazó Sebas, mientras inclinaba avergonzado su cabeza hasta casi golpearse con el mostrador de metal que tenía el local.

—A mí no me vengáis con esas. No sois el primero, ni el último que lo hace, os lo aseguro. No tenéis que preocuparos porque yo… ¡chitón! ¿También os debe algún dinero? Como a todos los demás.

—No, nada de eso… —insistió el criado sin moverse un ápice, mirando de soslayo al dueño de la cantina.

—Debéis confiar, ¡hombre de Dios! Y levantar la chola porque yo no iré con el cuento a ese cura grajo. Es mi enemigo, ha intentado por todos los medios liquidar mi bar. Está chiflado y quiere echarme de aquí, le jode tenerme enfrente y que me entere de sus desmanes. ¡Ah! Y tenéis suerte porque ahora sus sirvientes no aparecen con palos que os muelen sin avisar, ¿eh? Menuda tropa, amigo.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Sebas mostrando estupor en la expresión de su rostro.

—Pues que le cubren las espaldas una pareja que, tiempo atrás, cuando tenían más fuerza, sobre todo el bestia del mayordomo, salían de la casa como fieras para proteger al cuervo y limpiar la calle de las personas que deseaban cobrar deudas pendientes. A mí, para que os enteréis, me pagan mal y tarde lo que se llevan de la cantina para el grajo, y, si me pusiera gallito, me cortarían el pescuezo, seguro. —El cantinero hizo con la mano el gesto de abrirse el gaznate—. El cura ha dado esa orden más de una vez, me lo han dicho. Y tened cuidado con él porque saldríais perdiendo, tiene amigos poderosos.

Sebas había conocido el día anterior a uno de los sirvientes que mencionaba el cantinero, era un hombre mayor que manejaba el carromato que utilizaba el canónigo para el comercio vespertino, el que solía poner en marcha después de la acostumbrada siesta.

—Ella —explicó Perico restregando la barra de latón con el extremo de su mandil verde con la pretensión de incrementar el brillo— atiende a los clientes cuando el grajo se encuentra fuera.

Aquella información debía aprovecharla si se presentaba una buena ocasión para hacerlo, pensó Sebas. Estaba atónito escuchando a Perico, no entendía cómo seguía con su negocio, a pocos metros de la casa del canónigo, si soltaba la lengua de esa manera con cualquier parroquiano. El mayor enemigo del archivero lo tenía enfrente de su casa y, por alguna extraña razón, había confiado en Sebas.

Unos pescadores que jugaban a las cartas en una esquina del local llamaron al cantinero en el preciso instante en el que Sebas salió a la calle para continuar con su labor de persecución. Cuando Perico se dio la vuelta para continuar charlando con el nuevo cliente, este había desaparecido.

Al igual que hiciera durante la jornada precedente, al filo de las cuatro de la tarde, el canónigo abandonó la casa acompañado por su cochero que manejaba el vehículo desde el pescante, siguiendo a Benavides que hacía el recorrido a pie. A partir de esa hora, a Sebas le resultaba muy fácil vigilar al archivero, podía ocurrir que se despistase pero no tardaría en localizar el carromato a la puerta de algún convento.

Mantuvieron idéntica ruta que el día anterior, hacia la zona norte del recinto amurallado, junto a las potentes defensas que quedaban aún de la época gloriosa de la ciudad. Era el lugar menos habitado de todo el conjunto, ni siquiera transitaban por allí mendigos, pordioseros o hambrientos; nada podían recibir del mundo silente, inanimado y sepulcral que pululaba por el entramado de calles estrechísimas y cobertizos que configuraban el barrio. Las puertas permanecían cerradas a cualquier hora si no había santo y seña reconocible de por medio, y los altos murallones de mampostería asemejaban barreras de protección sin troneras o huecos, salvo una hilera de celosías en la parte superior, inabordable para una persona que no llegara con una escala. La única señal de vida que asomaba hacia el exterior procedía de los jardines interiores y los huertos. La vegetación era tan fértil que sobresalía vigorosa por encima de las elevadas tapias.

Ramón Benavides era bien conocido de las hermanas que cuidaban las puertas. Solían franquearle el paso en cuanto hacía sonar la campanilla en los austeros vestíbulos de edificios que permanecían guarecidos con tornos para impedir el contacto directo con los que llegaban a aquellos centros de recogimiento.

El canónigo entró primero en un convento y salió, al poco tiempo, con las manos vacías. Luego, repitió idéntica operación mientras su criado avanzaba varios metros con el carromato hasta detenerse junto al pórtico de la iglesia de Santo Domingo el Real que daba a una plaza. En esta ocasión, el canónigo, después de varios minutos, se asomó alertando al cochero para que entrase con él en el templo. Sebas observaba la escena desde la esquina de una estrechísima callejuela, con suma precaución para evitar ser descubierto.

El silencio hormigueaba en los oídos y erizaba el vello.

Al cabo de un buen rato, salieron cargados con un saco y dos pequeñas columnas revestidas con paño de oro que llevaba el sirviente, y con un cuadro que trasladaba Benavides. En su cara se percibía satisfacción. El portón de entrada a la iglesia se cerró de golpe y el eco retumbó como la explosión de un mortero en la plazoleta. En segundos, sobrevino otra vez el mayor de los silencios, casi sepulcral.

Ya sabía Sebas lo que ocurriría después, el canónigo acudiría al palacio para trabajar en el archivo hasta las siete de la tarde mientras el criado transportaba la cosecha, después de hacer algunas entregas, hasta al almacén de la calle Ave María.

Decidió adelantarse y visitar las posesiones privadas del comerciante con sotana.

Una persona de aires cansinos y avanzada edad, la mujer del cochero sin duda, le abrió la puerta. Iba vestida casi con harapos, era lamentable ver su ropa de color negro deslucida y repleta de remiendos. Tenía el rostro perfilado por una maraña de surcos. Toda ella era una arruga de lo seca que estaba.

—Me dijo don Ramón que me enseñaría las tallas. Que fuera viéndolas, y más tarde cerraría ya el trato con él, pero que debía adelantarme para estudiar la mercancía.

—No me advirtió de vuestra llegada, pero, en fin, si lo dijo…

Había acertado en el planteamiento. No obstante, la mujer le analizó de hito en hito y dada la impresión de no entusiasmarle la apariencia del imprevisto visitante, a pesar de que había obedecido a don Jaime esmerándose en el arreglo y rasurando convenientemente su faz. Lo que menos agradaba a la empleada del canónigo y le hacía sospechar de las intenciones del individuo con expresión avispada, que tenía frente a ella en el quicio de la entrada, eran el chambergo raído y las medias calzas con agujeros que llevaba, revelando así su parvedad para trapichear con obras de arte. Sebas reaccionó de inmediato.

—Bueno, yo me encargo de buscar objetos para decorar la hermosa mansión que tiene mi señor en Olías del Rey; es tan imponente y primorosa que hasta los más refinados aristócratas de la capital vienen a visitarla con intención de inspirarse para sus palacios. Él apenas tiene tiempo de hacerlo y…, entre nosotros —Sebas se aproximó al ama y en tono confidencial, añadió—: mi señor es algo ignorante, aunque con mucha plata, muchísima, la tiene porque así nos trata —resaltó haciendo ver el descuido en sus ropas—, y prefiere que sea yo quien decida por él para no equivocarse, pues estudié en Alcalá las Artes.

La mujer pareció quedar convencida con la perorata y acompañó al supuesto comprador hasta el almacén. Transcurridos unos pocos minutos, como Sebas había previsto, llamaron al portalón del patio de la vivienda. Era el cochero que llegaba con las adquisiciones de Santo Domingo el Antiguo después de finalizar con algún reparto. El ama salió, dejándole solo, a sus anchas.

Afinó todos sus sentidos y se dispuso a no perder el tiempo. Intentó revisar cada rincón de la almoneda, que tendría una superficie de más de cien metros cuadrados, con la máxima precisión, algo que resultaba imposible. Allí había amontonados cálices, cruces procesionales, tapices, decenas de objetos en orfebrería de plata, códices miniados, copones, esculturas en piedra y madera y numerosos cuadros de varias épocas. Le llamó la atención una mesa de caoba sobre la que había numerosos papeles bien ordenados y un precioso candil de varias mechas. Supuso que sería el lugar desde el que Benavides controlaba el negocio y llevaba las cuentas. No lo dudó ni un instante y comenzó a husmear sin saber lo que buscaba realmente.

Después de revisar inventarios y registros con ristras de cifras incomprensibles para él, consideró que allí no había nada que mereciera la pena. Intentó abrir los cajones laterales, estaban bien cerrados, miró a un lado y otro para localizar una ganzúa o alguna cosa que le sirviera para forzarlos sin hacer marcas que le denunciaran. No tuvo éxito. Entre aquel berenjenal de trastos era imposible encontrar algo que le ayudase en su propósito. Empezó a ponerse nervioso, sobre todo por la oportunidad que iba a perder. Escuchaba las voces de la pareja de criados en el patio y hasta alcanzaba a verles desde una ventana cercana; no tenía, por lo tanto, que preocuparse de ser sorprendido.

Se sentó en el sillón del canónigo y, de repente, avistó una rendija en el cajón del centro. No, no había tirado de él. Lo hizo, ¡y se abrió! Había en el interior numerosas monedas antiguas, dagas de distinto tamaño y cartas. Le llamó la atención un grupo de misivas atadas con un bramante rojo. Las acercó a su cara y las olió; era una señal casi infalible, pensó. Deshizo el nudo que las protegía y desplegó una de ellas, luego otra, y otra… Todas tenían la misma firma. Se guardó dos misivas en la faltriquera y volvió a dejar el paquete en el mismo lugar, atado como antes de su manipulación. Cerró el cajón y se puso a pasear por el depósito. Casi de inmediato, apareció el ama.

—¿Qué? ¿Ya ha encontrado lo que quería?

—Sí, desde luego. Nos pueden interesar, definitivamente, esas tallas de Adán y Eva policromadas con tanto gusto, son adecuadas para el salón del palacete de mi señor —dijo señalando dos figuras de unos cuarenta centímetros de altura.

—Creo que están a buen precio, son de un pintor extranjero, cretense por más señas, conocido como El Greco, que no gusta mucho por aquí, aunque estas figuras son de lo más logrado, ¿eh?

—Me han hablado de ese Greco —advirtió el criado—, y es del agrado de mi señor.

—Tenemos muchos cuadros de ese artista, y en Santo Tomé hay una obra de grandes dimensiones, la mejor que pintó, seguro que os suena. Es de un enterramiento, el del señor de Orgaz. La ciudad está repleta de cuadros suyos, muchos son de una legión de discípulos que tuvo. Pero tened en cuenta que las tallas son algo excepcional, supongo que ya tenéis una idea del precio por lo que hablarais con don Ramón…

El criado se dio cuenta de que la vieja estaba bien enterada de lo que se trajinaba en el almacén. Le señaló un grupo de lienzos del pintor que había mentado. Sebas los contempló con desgana, en su mayoría eran crucifixiones de esbozos casi idénticos y paleta muy oscura, algo tétrica.

Poco después de las siete apareció el canónigo Benavides por la escalinata del Palacio Arzobispal. Parecía cansado por la forma de caminar arrastrando los pies. Además, se le marcaba su joroba, un defecto que, seguramente, se hacía más ostensible cuando estaba fatigado. Sebas le aguardaba en la plaza junto a la puerta del Perdón del templo catedralicio, protegido por varios fieles que admiraban la impresionante fachada gótica. Estaba rodeado de menesterosos, chiquillos vociferantes, algunos artesanos que pretendían colocar su mercancía a los transeúntes, y numerosas señoras vestidas con diferentes hábitos como cumplimiento a toda clase de promesas y devociones. Los más numerosos eran los indigentes y tres de ellos se lanzaron sobre el canónigo, pero este indiferente a sus peticiones subió la cuesta del Arco de Palacio acelerando el paso cuanto pudo. Sebas se extrañó del camino que había emprendido, seguía una ruta opuesta a la del día anterior. Le fastidió que fuera así porque creyó que repetiría el paseo habitual hasta su casa y se encerraría allí hasta la mañana siguiente, lo que le habría permitido finalizar la vigilancia y regresar a la posada.

Benavides, a pesar de su agotamiento, se esforzaba para avanzar deprisa, como si llegara tarde a alguna cita. Se dirigió hacia la cota más alta de la ciudad y, después, continuó por una maraña de calles solitarias que obligaron a Sebas a aplicarse para no ser detectado y, al mismo tiempo, no perder su pista. Al poco rato, comenzaron a descender una pendiente pronunciada, atravesaron por un cobertizo ruinoso que amenazaba derrumbarse y, de súbito, el canónigo desapareció en un recodo que había a la derecha de la callejuela. Justo enfrente se alzaba el lateral de un recio edificio renacentista con fachada principal a una espaciosa plaza. Sebas revisó con mucha atención el lugar.

Resultaba insólito que el archivero se hubiera esfumado delante de sus narices. Por fin, localizó una pequeñísima puerta en un chaflán de la calle. No había campanilla ni aldaba, y supuso que alguien le estaba esperando en la misma entrada o el canónigo abrió con su propia llave. De cualquier manera, la maniobra fue rapidísima. Examinando la zona, comprobó que el edificio por el que había desaparecido el canónigo era una dependencia de la construcción señorial, que estaba al otro lado de la calle, y que ambas se comunicaban mediante un pasadizo elevado recubierto de cristales opacos, de colores llamativos y emplomados.

Aguardó a que saliera armándose de paciencia. Transcurrieron pesarosas dos…, tres horas…, y no dio señales de vida. Tampoco por la calle vio a mucha gente durante la larga espera: dos labriegos que regresaban a sus hogares y una señora cargada con un capazo repleto de verduras.

Se encontraba en una zona apartada del centro, con pocas casas de vecindad y algunos conventos para no variar. Comenzó a inquietarse, la noche era bastante fría y con el cielo casi cubierto. Debido a la tensión que suponía la espera y sin poderse mover para no ser pillado en un despiste, comenzaron a dolerle casi todos los músculos, los pies se le estaban congelando. Había mucha humedad en el ambiente. La vega del río estaba próxima, una calima brumosa se fue apoderando de la barriada y soplaba una brisa gélida que se aceleraba con los altos murallones. Tenía que persistir, de lo contrario no se lo perdonaría don Jaime, y decidió pasar el rato revisando las misivas que había sustraído de la casa de Benavides. Eran cartas de amor. Nada mejor para distraerse.

Le dio un vuelco al corazón al terminar de leer la correspondencia que recibía el canónigo, había hecho bien en retirar las cartas de la mesa donde guardaba sus papeles. Con ellas no tenía ninguna duda de que obtendría los parabienes de su señor, ya que representaban un material excelente para desvelar la vida secreta del canónigo. Seguramente, don Jaime sabría cómo actuar cuando conociera lo que Benavides hacía en sus ratos libres y la clase de aventuras que reclamaban su interés. ¿Acaso estaba en ese instante el clérigo disfrutando de una de sus correrías?

A eso de las once y media de la noche, oyó algo de jaleo al principio de la calle, en la parte alta. Se retiró unos metros del lugar desde el que tenía controlada la puerta por la que se esfumó el canónigo, pero no consiguió saber qué era lo que estaba pasando ni la procedencia del ruido. No quiso alejarse mucho, ya que la neblina difuminaba los perfiles de las casas y temía perder a Benavides.

Transcurridos varios minutos, volvió a sumirse la calle en el más absoluto silencio.

Al rato, oyó el golpear de unas cabalgaduras y el rodar de un carro. Se detuvieron donde anteriormente detectó voces. Decidió asumir el riesgo y acercarse para conocer lo que estaba pasando.

Era una panadería, los trabajadores descargaban sacos de harina de una carreta. Sebas se dirigió al encargado, un individuo joven y con aspecto afable.

—Buenas noches, ¿sabéis qué es aquel edificio de allí abajo?

El panadero se asomó al centro de la calle para observar la construcción a la que se refería el desconocido.

—Sí, el de allí —señaló Sebas los muros de aspecto palaciego.

—Es el Colegio de las Doncellas Nobles.

—Y el otro, el que hay justo enfrente —apuntó al edificio por el que había desaparecido el canónigo.

—Es para el servicio del centro. ¿Lo veis?, están unidos por ese pasadizo elevado.

—¿Y a estas horas se puede visitar a las doncellas? —remarcó el criado.

—¡Claro que no! Eso es imposible. Debéis venir mañana al mediodía, salvo que haya alguna urgencia y entonces debéis hablar con la portera. Nosotros lo sabemos bien porque, como veis, somos vecinos y les suministramos el pan.

Sebas agradeció las explicaciones, deseó a todos los presentes una buena jornada de trabajo nocturna y se fue hacia la posada con la intención de cenar algo; estaba necesitado especialmente de descanso. Lo hacía con la conciencia tranquila porque podía asegurar que el canónigo pasaría allí toda la noche. Y creía saber quién sería su acompañante.

Acarició el bolsillo donde había guardado las cartas que recogió de la mesa de Benavides en su almacén y aceleró el paso hacia el centro de la ciudad. Era consciente de que la tarde había dado unos frutos excelentes para lo que pretendía don Jaime y estaba deseoso de trasmitirle noticias que le iban a agradar.