Claustro de la catedral

27 de diciembre

Salieron juntos a la calle Arco de Palacio en plena diatriba. Era casi la hora del mediodía y habían estado revisando sin descanso, desde las nueve de la mañana, montañas de papeles hechos trizas, un enorme revoltijo de telas con cortinajes apolillados, objetos de culto convertidos en añicos y un largo sinfín de trastos arrojados al cuarto de basura, entre ellos numerosos libros de culto en buen estado iluminados con delicados dibujos, y algún que otro lienzo de correcta factura.

—Rodrigo, sois de una ingenuidad que me alerta y preocupa —expresó don Jaime al abandonar el Palacio Arzobispal acompañado por el secretario.

—Pero es que nos faltan las pruebas que nos permitirían actuar como queréis y, sobre todo, contar con el apoyo del conde de Teba. A él no le vamos a convencer con lo que tenemos, es demasiado bondadoso para pensar que la gente es aviesa hasta semejante extremo. Hay que extremar la prudencia antes de dar un mal paso. El archivo y la biblioteca han pasado, últimamente, a un segundo plano en las preocupaciones del cardenal. Las obras avanzan, como él deseaba, y ahora todos sus esfuerzos se encaminan a dar más protección y ayudas a las religiosas conventuales. Dice que todos se han olvidado de esas mujeres y que residen en edificios en completa ruina. Que la oración de ninguna forma justifica el abandono que las rodea. Así que debemos olvidarnos de su respaldo, salvo que logremos una prueba definitiva y concluyente de que Benavides está actuando con mala fe.

Por encima de sus cabezas se elevaba el amplio pasadizo que daba nombre a la calle, y que ordenó construir el cardenal Sandoval y Rojas para servir de paso hacia la catedral a los cardenales y a su cortejo para evitar el tener que cruzarse con los viandantes. Enfrente de ello, estaba la puerta de acceso al claustro bajo y partiendo casi de sus pies, la imponente torre con más de ochenta metros de altura.

—¿Sabéis que espesor tienen aquí los muros? —planteó el secretario cambiando de asunto y acariciando los sillares de piedra.

—Supongo que serán cimientos de un ancho singular para soportar la torre. Decidme.

—Casi seis metros.

—¿Y qué hacen esos sacerdotes en la puerta con cestos repletos de panecillos?

—Atender a los necesitados. Acercaos…

Comprendió al instante lo que había comentado Rodrigo al ver a unos andrajosos recibir la limosna de pan blanco, con forma ovalada, para calmar las necesidades de supervivencia de aquellas personas.

—Esas piezas de pan se conocen como molletes y por eso todo el mundo llama a esta puerta la del Mollete —explicó el secretario, convertido en guía improvisado con la intención de calmar el disgusto del veneciano por haber rechazado su petición para que el cardenal interviniese y detuviera la actividad del archivero de palacio.

A continuación, bajaron por unos escalones de piedra, muy desgastados, y llegaron al claustro de la catedral, un perfecto cuadrado de aproximadamente sesenta metros a cada lado que delimitaba un vergel que ocupaba todo el espacio que, en su día, tuvo la Alcaná hebrea, según le fue explicando el ayudante del cardenal.

El cielo estaba medio nublado y el sol pugnaba, sin demasiada fortuna, por abrirse algunos huecos que posibilitarían desalojar la humedad de las piedras. La luz reverberaba con fuerza en los sillares blanquecinos de los muros y en las bóvedas. El claustro invitaba a la conversación tranquila debido a la ausencia de trasiego de fieles aquella mañana. El caballero aprovechó el sosiego reinante para recuperar la cuestión sobre la que estuvieron reflexionando en palacio.

—Asombra que nadie se preocupe de lo que se arroja a la basura, de que objetos de gran valor se puedan perder de esa manera. En el archivo he visto códices griegos, hebreos, siríacos, arábigos e incluso chinos. Y los hay en corteza de papiro, en planchas metálicas y de pizarra. Asimismo, he visto devocionarios orlados con exquisitas miniaturas y manuscritos de todas las épocas, piezas que podrían admirarse en palacios, en grandes colecciones y en museos…

—Sí, y lo sabemos, sabemos de su importancia —afirmó Rodrigo—. Y todas esas piezas, las que tienen mayor valor artístico y escasa utilidad para la administración del arzobispado van a ser trasladadas aquí mismo, se depositarán en unas salas de la catedral. Allí arriba, en el claustro alto que tiene su entrada por la calle Hombre de Palo.

Levantaron la cabeza y escucharon entonces, con mayor claridad y diáfanas, las voces de numerosos niños que procedían de las galerías superiores. El secretario se apresuró a explicar:

—Ahí, en la parte alta, tienen sus viviendas los empleados seglares al servicio de la catedral, el personal que resulta imprescindible para que el templo funcione durante todo el año, no solo en lo que a la vida litúrgica se refiere, sino también en su cuidado, limpieza y vigilancia; esta última es muy necesaria para que no se deterioren las innumerables riquezas que atesora en su interior. Y lo de ahí arriba es casi como un pueblo, incluso tenemos una escuela. Ahora los niños están de vacaciones por las fiestas y juegan por las galerías.

—¿Les obligáis a vivir aquí dentro, como si fuera una cárcel?

—¿Os parece una mala casa la propia catedral con estos maravillosos jardines y sin tener que rascarse el bolsillo? Ellos están felices, os lo aseguro, y pueden salir cuando lo deseen, fuera de su horario de trabajo, como es natural.

—¿Y cómo se os ocurrió hacer algo así, tener a los sirvientes dentro del templo?

—La verdad es que el claustro alto se hizo porque lo quiso el cardenal Cisneros, el confesor de la reina Isabel la Católica. ¿Sabéis de quién os hablo?

Confirmó tener conocimiento del personaje asintiendo con un movimiento de la cabeza y con evidentes muestras de estar interesado en la historia.

—Cisneros era una persona austera y sobria, como buen franciscano, y mandó hacer esas viviendas con el fin de establecer una vida regular para los miembros del cabildo, que se comportaban de manera poco modélica; la mayoría vivía en un concubinato escandaloso o con una cohorte de barraganas.

—¿Lo construyó para controlar a los canónigos?

—Sí —susurró el joven sacerdote.

—Pero se negaron, ¿no es cierto?

—Les gusta vivir sin demasiadas ataduras y un poco a su aire, es difícil meterles en cintura.

—En cintura…, ya entiendo —remachó el caballero—, como el responsable del archivo, Ramón Benavides. ¿Os fiais de él?

—Don Jaime, no os puedo ser más claro dada mi posición —remarcó el secretario meneando la cabeza y alejándose unos metros para terminar recostándose en una barandilla que daba paso al jardín—. Debéis comprenderlo…

—¿No sospecháis de él? Supongo que sí. Pienso que si él es el principal responsable de la conservación de los fondos documentales, él debe mantener esos fondos cuidados y en perfecto estado, evitar que sean quemados…

Aún no había desvelado al secretario la aparición del cabo salvador en el callejón del Diablo, ni el plan que había preparado con Sebas para dilucidar sus intenciones y al servicio de quién trabajaba aquel individuo que nunca le perdía de vista y que, seguramente, estaría deambulando por los alrededores a la espera de que saliera del templo. Prefería, por el momento, mantener el secreto de esa operación. Sí le había comentado, sin embargo, lo que descubrió su criado después de la misa del gallo.

Rodrigo Nodal permanecía de espaldas con las manos apoyadas en los barrotes de una verja, como si estuviera prendado de la exuberante vegetación del patio.

—Os dije que son muchas las personas que acceden a ese almacén de desperdicios y que no sabemos exactamente lo que se llevó anteanoche el tipo al que siguió vuestro criado. Quizá sea alguien de los que recogen basura para calentarse o para revender si tiene algo de valor. Es frecuente que incluso nos lo pidan abiertamente. No es nada extraño y, desde luego, no hay ninguna relación con el canónigo Benavides, al menos resulta imposible probarlo y, como os advertí, el cardenal ni siquiera me escuchará si le voy con esta historia.

—Pero los libros que pudo hojear Sebas antes de ser arrojados a las llamas no eran precisamente basura.

El veneciano había evitado contar al secretario que dos de los manuscritos obraban en su poder y que, por suerte, Sebas los había salvado de las llamas.

—Ya habéis comprobado que en ese lugar se arrojan cosas de valor que, en un momento determinado, pueden estorbar. —Se dio la vuelta para mirar de frente al caballero, le cohibía por su tamaño, tanto como por la fortaleza de su carácter, a pesar de considerarle una persona muy cordial, de modales exquisitos. Y, sobre todo, le admiraba por su preparación e inteligencia.

—¿Quién, o quiénes lo hacen?

—Cualquiera. El palacio es muy grande, se desalojan habitaciones, se hacen reformas, limpiezas, cambios de todo tipo y en algún lugar hay que almacenar lo que estorba. Puede constituir un error, una confusión sin mala intención el que lleguen allí algunos documentos de valor.

—¿Quién es Juanelo?

—¿Juanelo? —El secretario mostró su extrañeza frunciendo el ceño.

—Sí, un tal Juanelo Turriano que vivió en la ciudad en torno al año 1540 o 1550; no sé concretaros con mayor precisión cuándo estuvo aquí, era amigo de un arquitecto que se llamaba Juan de Herrera.

Al escuchar el nombre completo de la persona por la que el caballero solicitaba información y la de su amigo, pareció que Rodrigo caía en la cuenta de quién se trataba.

—Ya sé, sí…, debéis referiros a Juanelo, el italiano, uno de esos personajes de leyenda que nunca se sabe si son producto de la imaginación o se trata de alguien real, de carne y hueso. Desconozco que tuviera alguna clase de amistad con el arquitecto de El Escorial, no lo sabía. Algunos dicen que era una especie de mago y en esto puede que tengan razón.

—No os entiendo.

—En esta ciudad son muy dados a inventarse cosas, mitos y héroes a los que se reviste de poderes extraordinarios y por lo que dicen de él tiene pinta de que fuera un hechicero o algo parecido.

—¿Qué clase de poderes? —insistió don Jaime mirando fijamente al sacerdote.

—Decían que era capaz de hacer ingenios casi sobrenaturales que asombraban a las gentes y que incluso su fama traspasó las fronteras y venían de muchas partes del mundo a conocer sus inventos; se le atribuían capacidades casi milagrosas y la construcción de muñecos que se movían por sí solos y hasta hablaban y pedían limosna para ayudarle a soportar su miseria.

—¿Vivía en la miseria?

—Sí, al parecer nadie le pagaba por su trabajo, ni el municipio, ni la corona. Le encargaron construir un sistema para abastecer de agua a la ciudad y él adelantó el dinero que nunca le fue devuelto.

—¿Y lo hizo, cumplió con su tarea, funcionaron esos mecanismos de los que habláis?

—Bueno, creo que puso en marcha dos especies de acueductos con sistemas muy originales y avanzados para elevar el agua, y tengo entendido que funcionaban a la perfección superando lo que se había previsto.

—Entiendo, con ello, que era capaz de realizar cosas auténticas y extraordinarias. ¿Y por qué harían algo así con él, dejarle en la miseria?

—¡Quién sabe! La leyenda en torno a él dice que, como fue el rey quien se servía del agua, la ciudad se vengó con Juanelo incumpliendo con el compromiso de mantener la instalación hasta que quedó completamente destruida. Y, desde luego, no es fácil distinguir lo que hay de verdad o de invención en esa historia. Existen cerca del puente Alcántara unas ruinas y los paisanos afirman que pertenecen a la obra que hizo para proporcionar agua corriente a la ciudad. Si os dais una vuelta por allí, seguro que se acerca alguien y os cuenta lo mismo. Lo asombroso es que solo permanezcan en el lugar unas cimentaciones y ningún resto de los armazones y engranajes que debieron sujetar la conducción que subía el agua a la ciudad. Realmente, es extraño que todo haya desaparecido si era eficaz y beneficioso para los habitantes, aparte de que tendría unas dimensiones gigantescas. Tal vez lo que hay junto al río sean únicamente los restos de un molino. Creo que en esta historia hay demasiada imaginación y la gente ve más allá de lo que es real porque le encanta inventarse historias sobre personajes del pasado, le viene bien entretenerse con fantasmas y mucho me temo que ese Juanelo es uno de los más destacados de la ciudad.

El secretario levantó la cabeza y miró al cielo brumoso que se iba espesando con las horas, pareció alertarse por algo.

—Perdonadme, se me hace tarde, tenemos en una hora la visita de un enviado del rey y debo estar presente junto al cardenal.

—¿No sabéis más de ese Juanelo?

Cuando parecía que Rodrigo iba a continuar hablando sobre el personaje se detuvo de súbito y respiró profundamente, como si le faltase el aire; abrió los ojos de par en par, eran grandes y muy negros. Cambió, por sorpresa, de asunto:

—¿Cuándo os animaréis a decirme el motivo que os ha traído a Toledo y por qué tenéis esa inclinación por investigar en el archivo del palacio? ¿Y a qué se debe vuestro palmario interés en el canónigo Benavides? Son cuestiones sencillas de responder, don Jaime, y os vendría bien hablar conmigo; creo que os sería de provecho hacerlo y no vais a perder nada por intentarlo.

—¿Os gustaría saberlo? ¿Qué gano con ello? —planteó el caballero con una mueca amable dibujada en sus labios.

—Ya os dije que podía ayudaros en vuestras búsquedas. Y lo más importante: sospecho que un amigo mío murió por meter las narices en lugares vedados de ese archivo. Eso es algo que quiero desvelar y creo que tenemos motivos para trabajar juntos. Pero hay algo más: no me gustaría que atentaran, de nuevo, contra vos; el aviso del otro día ya supuso algo serio y os conviene tener amigos…

Cruzaron sus miradas y cuál no fue su sorpresa al advertir, al mismo tiempo, que dos mujeres mayores, a pocos metros de donde estaban ellos, escudriñaban al extranjero con mucho descaro. Jamás habían visto por la ciudad a alguien con sus trazas, ni siquiera en la procesión del Corpus cuando llegaban dignatarios de la corte con un aspecto muy distinto a lo que estaban acostumbradas a encontrarse a diario.

Don Jaime llevaba una levita de color rosa, chaleco muy largo de lentejuelas doradas, zapatos, medias y calzones del mismo tono que la levita y pañuelo y puñetas de blondas llamativas por sus bordados y exagerado tamaño. El gesto firme de los dos hombres asustó a las curiosas que se alejaron santiguándose, singularmente por el hecho de la compañía complaciente del joven clérigo con lo que ellas consideraban un estrafalario personaje.

—Os diré lo que puedo deciros, que no es mucho, y no me preguntéis —expresó el de Seingalt, una vez que las mujeres desaparecieron por el interior del templo—. Debo localizar, cuanto antes, lo que esconde ese canónigo, al parecer en unas salas protegidas a las que solamente puede llegar él. En una palabra, lo que debió de encontrar vuestro amigo seminarista. Y mi intención es salvar esos manuscritos para la posteridad, antes de que sean destruidos por razones que me resultan incomprensibles de entender.

—¿Y quiénes y por qué os envían?

—Me envían porque creo saber interpretar lo arcano, se me considera un experto en el análisis de escritos relacionados con el misticismo. Es todo lo que puedo contaros…

Rodrigo Nodal expulsó el aire de sus pulmones e hizo una mueca de satisfacción que se añadió a su gesto de asombro. Por fin, el veneciano confiaba en él. Tal vez no fuera el mejor aliado, pero estaba contento de que hubiera aparecido por la ciudad.

—Es suficiente —remató—. Por el momento, no quiero saber nada más, si es todo lo que queréis contarme, don Jaime.

Habían llegado al portalón de entrada a palacio por el que se accedía a un amplio patio en el que se guardaban las carrozas junto a los establos para la caballería.

—Os agradezco vuestra postura y colaboración, Rodrigo.

—Escuchadme bien, don Jaime: venid otro día a palacio, lo mejor será este domingo, es preferible que sea festivo. Os acompañaré al despacho del canónigo Benavides. Quiero enseñaros algo que podría aportaros bastante luz en vuestra misión.

Poco después de la conversación que había mantenido en la catedral con Rodrigo Nodal, el veneciano cruzaba Zocodover acomodado en un pequeño carruaje de relucientes maderas barnizadas y forrado de terciopelo verde en su interior. Se trataba de un coche de punto que le proporcionaba doña Adela cuando lo precisaba, con un chófer discreto y de toda confianza. Era perfecto para desplazarse por la ciudad, más apropiado que el vehículo con el que hizo el viaje desde Francia.

En un primer momento, quedó decepcionado con el resultado de su exploración por el almacén de desperdicios en palacio; llegó a pensar que, acaso, lo que halló Sebas en el río no era una muestra representativa de lo que había transportado el cabo hasta aquel horno. Quizá los serones contenían en gran parte papeles sin importancia. Sin embargo, la disposición del secretario para introducirle en el despacho del archivero le había resultado muy generosa y conveniente, y ni siquiera tuvo que explicarle con detalle las razones que le habían llevado hasta Toledo y los motivos personales que le habían empujado hasta la ciudad. Tenía la esperanza de que aquello le proporcionase una buena pista para esclarecer el misterio de la cámara secreta.

Al acercarse a la posada, solicitó al cochero que le llevase antes al río.

—¿A qué lugar, señor? —respondió el hombre que superaba con mucho los sesenta y nunca ponía trabas a las indicaciones que le hacía, ni mostraba cansancio en las esperas que debía soportar para dar un buen servicio al veneciano.

—¿Conocéis lo de Juanelo? ¿Las ruinas junto al puente de Alcántara?

La dilatada pausa indicaba su ignorancia.

—Perdonad, señor…

Detuvo el coche frente al viejo hospital de Santa Cruz y preguntó a unos viandantes. Don Jaime escuchó que alguien exclamaba: «¡El artificio, sí!».

Paco regresó al pescante y por el respiradero confirmó haber identificado el lugar al que tenían que encaminarse.

A pocos metros de El Carmen la pendiente del terreno se hacía muy pronunciada y daba aprensión descender por los terraplenes repletos de vegetación y escombros; por suerte, Paco dominaba el manejo del vehículo y sabía atemperar el doble tiro de las cabalgaduras con pulso medido. En los descampados existentes junto al cauce del Tajo no había ninguna clase de edificaciones, salvo los restos de la muralla árabe, precisamente en la zona quedaban los lienzos más antiguos del perímetro defensivo de época musulmana. Uno de los accesos a la ciudad, inaccesible para algunos carruajes, era la puerta de Alcántara, frente al puente del mismo nombre, y constituía una fortaleza de configuración oriental con estructura acodada que se encontraba en estado ruinoso, al igual que otros lugares de la ciudad que permanecían en una situación de abandono lamentable.

No muy lejos del puente, y por encima de unos rodaderos, detuvo Paco a los animales. Inmediatamente, abrió la portezuela.

—Aquí, don Jaime, aquí me han dicho que podrá ver el artificio de ese Juanelo. Pero tenga cuidado porque el suelo está resbaladizo con las lluvias de anoche y se pondrá perdido de barro. Estoy por colocar alguna tela en el suelo…

—No, no…

El cochero no dejaba de observar los zapatos de seda con lazos blancos, temeroso por el deterioro que iban a sufrir en cuanto el veneciano diera unos pasos. Él no lo tuvo en cuenta, a pesar de que daba pena ver su calzado con solo caminar un poco por el barrizal.

El río tenía un imponente caudal y sus laderas estaban cubiertas por espesa vegetación. El murmullo del agua en su avance resultaba algo tranquilizador con su monotonía. Era un lugar apacible, aunque la humedad se metía en los huesos. Don Jaime se embozó con la capa para protegerse, había dejado el sombrero en el asiento.

Por encima de sus cabezas, y a gran altura, aparecían los muros del Alcázar. Don Jaime revisó las orillas y apreció los restos de algunas construcciones que no indicaban lo que buscaba.

—¿Dónde está lo de Juanelo?

El cochero se asomó al precipicio y tras observar un rato las orillas se desprendió de la boina y movió su cabeza de un lado a otro, negando tener conocimiento de ello. De súbito, hizo una señal levantando la mano:

—¡Ya está, señor! Seguramente el guarda del puente lo sepa. Espere, que voy a preguntarle.

Paco no tardó mucho en regresar y lo hizo acompañado por un joven que, a buen seguro, era la misma persona a la que había ido a preguntar.

—Ha habido suerte, don Jaime. Aquí tiene a este estudiante, Fernando Castrillo, que se gana un jornal, a ratos, con la vigilancia en el puente. Y está versado en lo del artificio, según he podido atisbar.

—Así es —confirmó el estudiante haciendo una pequeña reverencia y sin mirar de frente al extranjero. Llevaba una vestimenta lamentable: chambergo repleto de agujeros, calzas muy deterioradas y botines por los que asomaban algunos dedos descalzos. Iba despeinado y con algunos tiznones en las manos; sin embargo, cuando levantó la cabeza, don Jaime pudo observar su mirada ávida de curiosidad y una sonrisa muy agradable. Tendría entre dieciocho y veinte años—. Me interesa mucho lo de Juanelo.

—Y, bien, ¿dónde estaba su acueducto, Fernando?

—No queda prácticamente nada. Estaban aquí, porque fueron dos, separados por algunos metros. El primero funcionaba bien, pero él quiso hacer otro todavía más perfecto y con materiales de mayor calidad, también pretendía que el suministro del agua fuera suficiente para abastecer a la ciudad regularmente y con la capacidad para necesidades del futuro.

Don Jaime y el cochero miraron en derredor suyo con algo de desconcierto y asombro.

—Ya, ya. No hay nada y es asombroso que estuvieran aquí mismo y subieran una buena cantidad del agua del río hasta aquella altura, hasta el mismo Alcázar, lo que supone un recorrido desde el nivel del agua de más de trescientos metros ajustándose a un terreno en elevada pendiente, como estamos viendo —aseveró el joven—. Por eso eran tan fantásticos. Lo habían intentado otros ingenieros, los mejores de los Países Bajos y de otros lugares de Europa, pero nadie terminó por aceptar el encargo, salvo Juanelo, porque él era un genio y se atrevía con casi todo.

Paco se rascaba la coronilla, sin entender aquello, como si escuchara una historia de la más pura fantasía.

—Y de una obra tan gigantesca solo hay unas piedras junto al agua. —Señaló don Jaime unos arcos medio destruidos en la suposición de que allí estuvieron los cimientos.

—En efecto, son los restos del primero de sus ingenios, del segundo no hay ningún rastro, a pesar de que se utilizaron cuatrocientos carros de madera y una buen cantidad de metales, y de que todo estaba cubierto por construcciones de piedra que llegaban hasta el Alcázar para proteger los ingenios. Como si alguien hubiera querido que desapareciera la huella de aquellas maravillas.

—Es un misterio, sí… —susurró el veneciano.

—No creáis, lo que ocurrió es que había que mantenerlos para que funcionaran bien y la ciudad, eso sí inexplicablemente, decidió abandonarlos y no quiso ocuparse de su cuidado. Y, luego, fueron saqueando el material.

—¿Y cómo sabéis tanto de esto?

—Porque mi bisabuelo trabajó en los ingenios y de padres a hijos se han ido transmitiendo los hechos en mi familia.

—¿Te dijeron cómo funcionaban?

La cuestión entusiasmó al joven, era evidente que le agradaba rememorar las historias que había recibido de sus mayores.

—Claro, tengo alguna idea. Juanelo utilizaba como motor de todo ese mecanismo unas ruedas hidráulicas que hacían funcionar una combinación de armaduras con movimiento de vaivén y torres de cazos solidarios. Al oscilar cada uno de los cazos vertía sobre el siguiente, así se elevaba y transportaba el líquido que procedía de la primera fase. Eran recipientes que iban repitiendo un movimiento alternativo hasta alcanzar la altura del Alcázar. Un mecanismo insólito por las dimensiones que tenía el conjunto, desde luego. Creo que nadie había logrado algo así y que, hasta entonces, el abastecimiento de mayor altura era el de Augsburgo, que no superaba los treinta metros.

La explicación de Fernando resultaba algo compleja de entender, aunque se hacía más comprensible gracias a los giros de sus manos intentando reproducir el sistema utilizado por el ingeniero italiano.

—¿Y qué más puedes decirme, Fernando, sobre Juanelo? ¿Qué otras cosas sabes de él?

—Mi padre me contó que nadie como Juanelo era capaz de leer las estrellas…

—¿Leer?

—Sí, interpretar los astros; es decir, saber cuáles son, dónde están, sus movimientos… Y que dominaba otras ciencias, pero que todo eso es un misterio mayor.

—¿Por qué, Fernando, por qué es un misterio mayor?

—Bueno, por lo que cuentan, era muy libre en su forma de ser y de pensar, y sus conocimientos eran tan ilimitados en muchas ciencias que no gustaba a los poderosos, a todos los que asusta lo nuevo o diferente. Le cortaron las alas, dijo mi padre…

* * *

Llegó entristecido a la posada de El Carmen. Durante el camino de vuelta desde el río pensó con amargura en la historia de Juanelo. En efecto, había sido una suerte encontrar al joven Francisco, bisnieto de alguien que conoció en primera persona los ingenios del italiano cuando todavía funcionaban y no habían sido destruidos por completo. El estudiante debía ser la única persona que no le consideraba un fantasma en la ciudad, uno de los muchos que se movían a sus anchas dentro del recinto amurallado. Juanelo era una especie de espectro, adornado con poderes extraños, irreales acaso por incomprensibles, tanto para Rodrigo, el secretario del cardenal y persona instruida, como para Paco, el discreto y humilde cochero, aunque este no tenía ninguna idea sobre él, al igual que la mayoría de sus vecinos, como comprobaría en los días siguientes al indagar sobre tan misterioso personaje. Le sorprendía el hecho de que en la ciudad aún se conservaran vestigios tan antiguos que se perdían en los anales del tiempo, de la época romana o de la ocupación árabe y, sin embargo, de una obra tan descomunal como los ingenios de Juanelo, con soluciones técnicas asombrosas, apenas construidos poco más de un siglo y medio atrás, no quedaran sino unas simples piedras. Debía encontrar una respuesta, la razón por la cual se había decidido castigar a aquel ingeniero borrando cualquier rastro de su memoria, arrasando de un plumazo con su legado, destinado a mejorar la vida de los toledanos. Desde que leyó la descripción que de él hiciera Herrera su curiosidad había ido en aumento: «No alcanza el tiempo a verle, ni memoria para recordarle, ni palabras para describirle». Era evidente que el arquitecto lo consideraba alguien excepcional por sus habilidades, alguien muy real, pero difícil de ser entendido por cualquiera. Intuía que el cataclismo en torno a Juanelo tenía alguna relación con la misión que le había traído hasta España, con los manuscritos que debía proteger y salvar aparecidos en el archivo del arzobispado. Ardía en deseos de llegar hasta el lugar donde estaban esos documentos y despejar las dudas.

Sebas aguardaba en el zaguán charlando con doña Adela. Se apresuraron a ayudarle para bajar del carruaje.

—Señor don Jaime, hoy os tengo preparada perdiz, con el mismo guiso que tanto os deleitó hace unos días.

La dueña no perdía ocasión de agradarle. Mientras subían por la escalera hacia la planta alta donde se hallaban sus habitaciones, admiró las formas generosas y firmes de la posadera y, como en el pasado, se despertaron sus deseos, lo cual resultó muy estimulante para él al considerar que iba curándose de amarguras recientes. Pero no, no intentaría nada con ella, temía que le creara una dependencia nada conveniente mientras tuviera que permanecer bajo su techo y era demasiado pronto para volver a las andadas. Además, doña Adela resultaba una mujer de una pieza, incapaz de dejarse manejar por el primero que llegara con delicadezas, de tal forma que era mucho suponer que accediera con cualquiera a ciertos trajines del cuerpo.

La posadera les acompañó hasta la misma puerta de las habitaciones y se despidió de ellos, no sin antes anunciarles que, de inmediato, Rosario les llevaría unos refrescos.

—No necesitamos nada, os ruego que, de ninguna manera, molestéis a la muchacha —rechazó el criado ante el asombro de su señor.

—Doña Adela, no le hagáis caso, yo tengo seco el gaznate, os lo agradezco de corazón —rectificó el caballero de Seingalt.

—No me gusta… —farfulló molesto Sebas cuando la mujer cerró la puerta dejándoles solos.

—¿El qué? —preguntó don Jaime mientras se despojaba de su capa y arrojaba el sombrero encima de un sillón.

—Que venga Rosario. Hoy no trabaja en el cigarral, mala suerte.

—¡Pues, según creo, habéis pasado la noche juntos, y no creo que te haya ido mal! Ardo en deseos para que me cuentes lo que ella te ha dicho.

—Precisamente por esa razón, tenemos que cuidarnos y debería haber rechazado que ahora viniese aquí. Está muy reciente nuestro encuentro y tuve que forzarla un poco para que hablase. Al vernos juntos resultará muy evidente que lo hice por vos —se lamentaba Sebas dando vueltas por la sala.

—¡Tonterías! Y suspicacias sin mucho sentido. Ella sabe muy bien que trabajas para mí. ¡Cuándo te quitarás esas sombras que suelen rondar por tu cabeza y te confunden, querido Sebas…!

Llamaron a la puerta y el caballero se precipitó para abrir él en persona. El criado se fue al dormitorio de su señor con la pretensión de esconderse allí, como si algo así fuera posible; el cortinaje que separaba las dos estancias no era lo suficientemente amplio como para lograrlo.

El veneciano ya conocía a Rosario, una muchacha espléndida por juventud y volúmenes rotundos, con un busto armonioso y firme, del que mostraba una buena proporción sin rubor, y caderas amplias, usuales en las mujeres españolas desde temprana edad. En otro tiempo, él habría pugnado con quien fuera para ser su amante, al menos para probarla una noche.

La chica depositó en la mesa una jarra con naranjada y algo de anís, una combinación que doña Adela sabía que era apreciada por el veneciano. Al colocar los vasos, se le derribó la bandeja al suelo. Al agacharse para arreglar el estropicio, descubrió a Sebas que se había asomado al oír golpear el metal contra el entarimado. Ella se ruborizó encendiendo sus mejillas y con gesto casi instintivo desplazó su melena, negra y ensortijada, para proteger el rostro de la curiosidad de los dos hombres. Pidió disculpas y salió con un movimiento del cuerpo admirable.

—Esa Rosario es toda una llamada a la acción, un fuego que reclama a voces ser consumido con la pasión. Repito vuestras palabras, ¿eh?, que tantas veces he escuchado —dijo Sebas sujetando con ambas manos el cortinaje que separaba las habitaciones, aparentemente más tranquilo, y con la mirada incrustada en la puerta por donde había salido la doncella.

—Ya compruebo cómo te trastorna la niña, ¿eh? Te comprendo sin tener que esforzarme en ello, pero ahora: a desembuchar, Sebas.

Sugirió con un gesto a su criado que se acomodase a su lado en la mesa, un mueble oscuro como todo el mobiliario que tenía el establecimiento regentado por doña Adela. El veneciano tuvo que renegar de sus preferencias para soportar una decoración tan tétrica. Un sacrificio impagable, repetía con frecuencia.

—Me he tranquilizado al verla. Es de las que no abandonan fácilmente al hombre que han elegido, si reciben lo que quieren y precisan.

—Bonito pensamiento, Sebas. Resulta curiosa tu ingenuidad, nunca aprenderás.

Prefirió el criado no recordar a su señor que, en efecto, contaba con un pasado magistral en el dominio del chichisbeo y la conquista de las mujeres, pero en los últimos años había sido engañado por más de una debido a su exceso de confianza.

Sebas llenó los vasos con el refresco preparado por doña Adela y, al terminar, el veneciano tuvo que forzarle para que se sentara en una butaca, puesto que evitaba acomodarse a su lado para no alterar las reglas de la servidumbre.

—Rosario —dijo al fin Sebas, después de beber la naranjada— trabaja en una finca que está en los alrededores, al otro lado del río, en una zona repleta de albaricoqueros y almendros. Allí, en un hermoso cigarral, que es como llaman por aquí a las mansiones del campo, vive el que fuera alcalde mayor de la ciudad. Lo mejor es lo que viene a continuación…

Sebas dio otro trago a su vaso antes de proseguir. Don Jaime le urgió con el gesto para que adelantase lo esencial de lo que tuviera que explicarle.

—… ¡Lorenzo está a sus órdenes! —pronunció, de repente, el criado con tono triunfal, después de calmar la sed.

—¿Quieres decir que trabaja con Rosario? Por esa razón se conocen. ¿Y qué?

—No me explico bien.

—Desde luego —replicó con una mueca complaciente en los labios don Jaime mientras retiraba su peluca y la dejaba sobre las rodillas. A continuación, frotó con los dedos hacia atrás su pelo canoso, poco espeso y con unas entradas tan amplias que despejaban la frente de una forma excesiva. Luego, aspiró un poco de rapé y estornudó varias veces—. Por favor, te ruego que continúes —solicitó después de limpiarse la nariz. Sebas aguardaba que finalizase el trajín del amo para hablar.

—Lo importante, lo que quiero deciros es que en esa casa Rosario ha visto reunido varias veces al que fuera regidor de Toledo con Lorenzo y nuestro canónigo.

—Eso es algo, sí.

—Y allí el que da las órdenes, como os decía, el cabecilla es Luis Medina de la Hoz, que es como se llama el dueño de la casa, el regidor, ¿me explico?

—Sin duda ahora lo haces, y bien…

—Rosario me ha contado que escuchó en una ocasión, reunidos todos, comentar algo de un caballero extranjero, libertino, con ideas aventuradas y de vida licenciosa, al que había que impedir que se moviese a su antojo por la ciudad, como él pretendía. ¿Y a quién pensáis que se referían?

—Ya… Entiendo —musitó pensativo.

—Ella me ha dicho que están excelentemente relacionados con las fuerzas vivas de la ciudad, que acaban de organizar su tinglado y todavía son pocos, que su forma de pensar es… —dudó buscando la expresión conveniente—. ¿Cómo decirlo? Antigua, intolerante… Les desagrada, según cree Rosario, lo que viene de fuera, lo diferente. No sé si ahora me sigue bien, señor.

—Te sigo, sí. Supongo que son como una organización —añadió el caballero— que desearía preservar las esencias del pasado, bueno, del pasado que a ellos les parece mejor, con un pensamiento uniforme. No creo que acepten rescatar ni promover la diversidad que hubo en esta ciudad para las mancias, ni aceptar a cualquier persona que llegue desde otro lugar con ideas diferentes a las suyas, a su dogma ya establecido desde y para siempre.

—Es algo así, como lo decís, al menos es lo que pude entrever de la conversación que mantuve con Rosario —aseveró el criado.

—Este es un lugar maravilloso, Sebas, y muy poco conocido. Aquí se cultivó la magia ancestral y la mística cabalística, herederas de la que Tubaal, Tu-it-it, Hércules, Hermes y otros grandes sabios enseñaron después del gran diluvio. Aquí florecieron los poseedores del secreto de la piedra filosofal, la clavícula de Salomón y el Génesis de Henoch, amén de otros reservados conocimientos del pasado más glorioso de la humanidad. Y fueron esenciales las escuelas establecidas por toda la ciudad durante el Medioevo para la mística y las ciencias, que desarrollaron mentes privilegiadas congregadas en este espacio santificado por la sabiduría de los grandes maestros de antaño. Y me temo que ese grupo que se reúne en el cigarral donde trabaja Rosario desea todo lo contrario: enterrar la huella de aquel tiempo, que nunca aflore en esta ciudad y que sus enseñanzas se diluyan, se pierdan hasta el fin de los tiempos.

Sebas atendió con admiración la descripción que hizo su señor y asentía con la cabeza y mirada de asombro, a pesar de su ignorancia para interpretar conceptos tan elevados con los que se expresaba. Él se consideraba su más fiel seguidor, el primero, aunque la mayoría de las cosas que decía o hacía el veneciano se escapaban a su comprensión. Pero tenía la certeza de que poseía el don de la palabra para atrapar a cualquier mujer e, incluso, a los hombres que quisieran escucharle. Era la envidia de todos porque siempre tenía a su alcance la palabra precisa para iluminar en medio de la confusión, y sus conocimientos parecían ilimitados.

—¿Y cómo ha logrado Rosario interpretar el significado de lo que se dice en esa casa donde trabaja, de las intenciones de los que asisten a las reuniones que convoca el regidor?

—Sonsacándoselo a Lorenzo —dijo el criado.

—¿Y cuál ha sido la moneda a cambio? Nada es gratis.

—Ella debe facilitarle que husmee por nuestros aposentos.

Arrugó el entrecejo mientras meditaba sobre lo que acababa de desvelar el criado. Al cabo de un rato, exclamó:

—¡Perfecto! Preparemos el terreno para que no consiga ninguna clase de información y tanto él como sus jefes permanezcan en el desconcierto. Y tú, Sebas, vas a perseguir al enemigo, igual que hace Lorenzo, día y noche. Serás la sombra del canónigo Benavides, con la misma dedicación que el cabo cuando sigue mis pasos.

—Pero debo atenderos, ocuparme de vuestras necesidades… —expresó el sirviente pesaroso.

—No te preocupes por mí. Permaneceré más tiempo en mis habitaciones, a partir de ahora. Necesito descanso, todavía no me he recuperado por completo de las heridas, y pretendo esbozar un libro sobre el cubo como medida áurea, y buscaré también algo de placer…

—¿El placer? ¿Cómo? —preguntó el criado rascando su coronilla calva, sin entender la postura de don Jaime. Seguidamente, se restregó la cara que llevaba sin afeitar desde hacía dos semanas, lo que por otra parte era bastante frecuente en él.

Don Jaime observó un buen rato a su querido sirviente antes de proseguir:

—No comprendo cómo una muchacha tan bien puesta como Rosario pierde los aires o, ¿cómo se dice…?

—Be-be-los-vien-tos —remachó Sebas el dicho que el amo no lograba recordar.

—Bueno, pues eso, bebe cuando eres un zarrapastroso, creo que lo decís así. Qu’est-ce que j’ai fait pour mériter un valet si malpropre?[5] —Se levantó y caminó hasta el ventanal. De espaldas a Sebas, añadió—: Hoy te lavas, rasuras esa barba y espero que dejes de oler a chorizo y vino. De lo contrario, te reduciré la paga. No puedo permitirte ese aspecto tan…, ¡tan español!

—De acuerdo, de acuerdo, don Jaime. Pero respondedme, ¿cómo buscaréis placer dentro de esta posada? No será la dueña la que os quita el sueño…

—¡Cómo eres de limitado! Siempre estás con lo mismo. Lo que quiero es descanso, mucho descanso, para tomar aliento y rehacerme. Entonces, el placer se convierte en imaginación. Existe el placer reflexionando en la tranquilidad, deshaciéndose de todo y elevándose…

—No os conozco. Me engañáis, me gustaría veros de esa guisa…

—¿Guisa…?

—De esa manera. Placer con la imaginación, decís. ¡Qué tontería, señor!

—Sebas, tienes demasiados prejuicios, y un granito de ignorancia, para llegar a ser uno de los nuestros.

El criado volvió a restregarse la coronilla, se levantó de su asiento ajustando el ceñidor de los pantalones y antes de salir del cuarto se despidió de don Jaime prometiéndole hacer todo lo que le había pedido.

La habitación de Sebas estaba separada de la de su señor por una pesada puerta, por lo que para llegar a ella no tenía necesidad de salir hasta el corredor. Aquella tarde, el criado dejó abierta una rendija para observar lo que hacía don Jaime. Transcurridos unos pocos minutos, vio cómo se incorporaba de la butaca y, lentamente, se fue tumbando en el suelo boca abajo, con el cuerpo completamente extendido y descalzo. Al igual que en anteriores ocasiones en las que había presenciado a su amo en idéntica actitud, este comenzó a recitar con los ojos cerrados y los labios acariciando el entarimado una serie de plegarias y a repetir alguna divisa cual letanía sin desenlace.

In eo movemur et sumus.

Lo pronunció varias veces y Sebas lamentó no saber latín para entender lo que decía. A continuación, insistió en otro rezo, esta vez expresado en su propio idioma.

Con le ginocchie della mente inchine.

Sebas tradujo: «Arrodillándose con el espíritu».

Después no hubo más palabras, ni movimientos de su cuerpo o cualquier indicio de que el caballero respirase. Parecía muerto. Por fin, extendió los brazos que antes tenía pegados al tórax y hubo más silencio. Los segundos se hicieron interminables para el criado; aguardaba expectante, haciendo él mismo esfuerzos para que sucediera algo como lo que había contemplado años atrás.

¿Fue una visión, una alucinación o algo real? Lo había visto en alguna otra ocasión y dudaba de lo que veía por lo increíble que resultaba. Era probable que su imaginación recrease la imagen.

Lo cierto es que Sebas, tras varios minutos de incertidumbre, de percibir cómo don Jaime se diluía con la luz, igual que un espíritu de ultratumba, como si estuviera en otra parte, fue testigo de cómo su cuerpo se separaba levemente, muy levemente, y se elevaba del suelo. Muy poco, al igual que otras veces. El criado restregó sus ojos atónito y con aprensión por presenciar algo más propio de espectros. Tuvo miedo…