Día de Navidad
Horas más tarde, don Jaime caminaba por el barrio judío acompañado por su criado y reflexionaba sobre el extraordinario valor de lo que contenía el archivo arzobispal horadado en las cavernas de la plaza matriz de la población, de lo que él sospechaba que podía esconder. Las dos muestras recogidas por Sebas revelaban el significado e importancia del legado que pretendían arrasar, ¡que ya estaban convirtiendo en pavesas! Estaba impresionado con el manuscrito de Valentinus, con el De figura cubica tractatus de Herrera y con los dibujos de Turriano que había tenido la suerte de admirar.
Inquietaba imaginar lo que harían los carceleros de aquel tesoro en el supuesto de enterarse de cuál era la misión que le había traído hasta la vieja ciudad española. Al menos tenía la certeza de que aún lo desconocían porque, en caso contrario, Lorenzo Seco nunca le habría salvado la vida en el callejón del Diablo. Eso creía.
—Tenemos que actuar, con mucho sigilo —le dijo a su criado cuando se acercaban a El Tránsito donde esperaba encontrarse con la condesa de Montijo—, pero sin poner freno a lo que ambicionamos, pues estoy plenamente convencido de que aquí existe una trama escabrosa, por su brutalidad y cerrazón sin límites para hacer el mal. Lo primero sería intentar sonsacar al tal Lorenzo, y cuanto antes, sin que pueda entrever lo que sabemos para impedir que conozcan nuestras intenciones.
—Tengo una manera de hacerlo —resaltó Sebas envanecido.
—Dime, ¿cuál?
—Lorenzo Seco está embobado con la Rosario, la sobrina de doña Adela, y resulta que ella precisamente bebe los vientos por mí…
—Bebe los…, no te entiendo.
—Que ella hará lo que yo le pida y nos ayudará, de eso estoy seguro.
Permaneció un rato pensativo. Aquel criado tozudo carecía de dotes para menesteres refinados, pero era hábil y, sobre todo, era leal. La propuesta para incluir a una tercera persona en la trama, la sobrina de la posadera, resultaba una complicación más que una oportunidad, aunque decidió dejarle hacer, no se perdía nada con el intento.
El paseo por el viejo barrio judío era placentero, a pesar de que aquella tarde de Navidad parecía un lugar fantasmal o tal vez por eso mismo, por las ausencias que les rodeaba, algo que les vino bien después de una noche tan ajetreada. Lo más probable era que los vecinos estuvieran descansando en sus hogares tras disfrutar de una larga sobremesa. Durante las festividades se acumulaban las comilonas desmesuradas y había escasos momentos para el reposo. Solo encontraron algunas personas en las cercanías de la iglesia de Santo Tomé, después ni un alma se cruzó con ellos, a medida que se acercaban a los rodaderos.
A medida que avanzaban por las callejuelas oían el eco de sus pisadas retumbando en los paramentos ciegos del barrio que en el pasado habitaron los sefarditas. Redujeron por un instante el ritmo de su caminar y fue entonces cuando oyeron algo que asemejaba al trasiego de unos pasos detrás de ellos.
—No es nada señor, el efecto de esos zapatos de medio tacón que lleva hoy y que son algo escandalosos —susurró Sebas al no ver a nadie por las cercanías.
—No, no… Escucha —respondió don Jaime tapando con su mano la boca del criado—. Oye…, ¿te das cuenta?, ahora, ahora se detiene, cuando nosotros lo hemos hecho. Ni es un fantasma, ni mis tacones, desde luego. Es alguien que está cerca y que nos sigue. Vamos a organizarnos para descubrirlo. Yo continuaré hacia el Tránsito y tú te ocultas en ese patio —señaló la entrada de un edificio donde se apreciaba una cancela abierta que facilitaría el acceso al interior— y, cuando aparezca, le persigues. Luego, le adelantas por algún callejón, evitándole, y nos encontramos en el parque, donde yo estaré aguardando a la condesa.
A partir de ese momento, cada uno de ellos actuó según lo hablado.
A pesar de la alerta, don Jaime intentó disfrutar con el paseo por el barrio. De hecho, percibió resonancias que le conmovieron al bordear la sinagoga de Samuel-Ha-Levi; su propia mente vigorosa las estimulaba al hallarse en un lugar para él de evocación intensa y arrebatadora. Era consciente de ello y lo estimulaba sin reservas, hasta el punto de acariciar con las manos los muros y apoyar la frente en las piedras, como intentando atrapar las huellas que contenía aquel cofre de su glorioso pasado sefardí.
Resultaba casi imposible sustraerse a la evocación adentrándose por aquel laberinto de codos y recodos que envolvían el alma en un recogimiento singular. Al descubrir la cercanía del Tránsito, su corazón se aceleró y la vibración de los salmos místicos se fue borrando de su mente.
«¡Sea Dios con nosotros y lo ensalcemos…!», había sido el cántico que se repetía en su interior mientras estuvo anclado a las paredes de la gran sinagoga.
Había transcurrido casi un cuarto de hora desde que se separó de Sebas y durante ese tiempo casi se había olvidado de él y del seguimiento que debía estar llevando a cabo. Por primera vez, desde que se distanciaron, miró a su alrededor, hacia atrás con interés. No vio ni escuchó a nadie y, seguramente, tendría que esperar unos minutos a que apareciera por allí doña María Francisca, mujer que él consideraba de palabra y empuje. Muy pocas de las que había tratado a lo largo y ancho del continente europeo tenían un nervio parecido. Ella podía sanar alguno de los males que se le acrecentaron a raíz de la muerte de Charlotte. La condesa reunía todas las virtudes que admiraba en una joven virgen: belleza e inteligencia y la posibilidad del juego que más le incitaba: el cortejo y la conquista posterior, si es que llegaba a producirse. Aquello era lo que estimulaba con fuerza sus sentidos haciéndole sentirse vivo y vivir la existencia como él prefería, con una pasión en la que cabían además las sutilezas y el arte del chichisbeo.
Durante la espera, caminó entre los álamos del parque hasta alcanzar el borde de los rodaderos que descendían en un profundísimo terraplén hasta la misma orilla del río. Desde el lugar donde se encontraba podía escuchar el rumor de las aguas en su avance. La panorámica era espectacular, tenía a su alcance las colinas que rodeaban la ciudad y los cortados del Tajo encajonado entre riscos. El foso natural del río convertía al conjunto urbano en un recinto inexpugnable, un espacio protegido de influencias externas que, de alguna manera, se aislaba del mundo.
Hacía una buena temperatura, a pesar de que el cielo estaba cubierto de nubes poco densas con algunos claros. Se despojó de la capa antes de acomodarse en un banco de madera. El brazo ya lo tenía liberado del cabestrillo. Llevaba sus mejores galas y adornos para la ocasión; la pedrería era abundante en el ropaje y restalló con la luz rojiza del atardecer. Permaneció un buen rato concentrado en disfrutar con lo que tenía delante de sus ojos. Se sentía reanimado, recuperado del cansancio tras una noche llena de sorpresas. De súbito, escuchó alguien a su lado y se sobresaltó.
—Mi señor, os va a sorprender…
—¿El qué? —preguntó molesto por haber sido interrumpido en sus pensamientos.
—Pues que es Lorenzo —afirmó rotundo el criado.
—¿Lorenzo?
—La persona que os vigila y nos sigue sin descanso. Ahora mismo le tengo localizado. Si dieseis la vuelta, con algo de disimulo, le veríais en una esquina de la sinagoga, al otro lado del parque.
—No hace falta, te creo —aseguró el veneciano mientras intentaba recuperarse de la sorpresa. Respiró profundamente—. Y, claro, ahora lo entiendo, por esa razón, porque le han encargado no perderme de vista, apareció en el callejón del Diablo.
—Pero, don Jaime, es factible que le veáis sin problemas, os lo aseguro.
—¡Os he dicho que no preciso hacerlo! Os creo —insistió con vehemencia—. Ya sé que está ahí y que cumplía idéntica misión el día que pretendieron asesinarme. Él se vio obligado a salvarme, pero no quiso dar la cara porque su intención, su trabajo, es sórdido, como tú mismo comprobaste esta misma madrugada. Y, sin embargo, creo entender lo que está pasando, ni él ni las personas para las que esté trabajando ese Lorenzo quieren matarme, supongo. Son otros…
—Por supuesto, don Jaime. Él nunca hubiera ahuyentado a los asesinos si estaba en la trama.
—Sí, pero esta no es una conclusión tranquilizadora —razonó con un gesto de preocupación—. Por un lado, tenemos a alguien o algunos, de los que no sabemos nada, que desean verme bajo tierra y, por otro, a quienes quieren evitar que cumpla con mi misión, lo que sería desmoralizador porque supondría que me han descubierto, o están ahí persiguiéndome sin que sepamos cuáles son sus verdaderas intenciones, entre los que hay que incluir a ese cabo incendiario. El panorama es bastante desolador, ¿no crees?
Sebas carecía de una respuesta. Permanecieron unos segundos en silencio, casi hipnotizados por el vaivén de las luces y sombras que acariciaban los montículos situados en la ribera opuesta del río, dependiendo del movimiento de las nubes en su travesía por el cielo.
—¡Don Jaime!
—Otra vez, ¿qué pasa ahora, Sebas?
—¡La dama, vuestra condesa! —anunció el criado señalando con su brazo derecho hacia una de las entradas del parque—. Viene por allí, y con esa deliciosa y atractiva monja pegada a sus faldas. Son dos mujeres excelentes, ¿verdad? —concluyó Sebas rascándose la coronilla y ajustándose después los pantalones y el chambergo como si fuera a ser examinado por ellas—. ¡Lástima que una ande con hábitos!
Avanzaba doña María como si acariciara con los pies el suelo de arenisca. Los rasgos delicados, aniñados, de su rostro y, al mismo tiempo, sensuales por sus labios carnosos y ojos igual que si fueran ascuas de mirada pícara, curiosa e intensa, encendieron los sentidos del veneciano propenso sobre todo a las doncellas vírgenes, desde que decidiera explorar el mundo femenino hasta el límite de sus posibilidades. Al verla aparecer por el Tránsito, despejó cualquier preocupación, olvidándose de su misión, de que su vida estaba amenazada, de que a pocos metros un cabo fortachón como un animal fiero seguía sus pasos y hasta de lo que habían encontrado la noche anterior. Él renacía con la presencia de la dama, reforzaba su estima castigada por recientes desengaños. Al contemplar a la joven condesa acercarse con una dulce sonrisa, complaciente, se daba cuenta de que aún no estaba acabado para el escarceo.
En esos instantes, oía el fluir del río por su escarpada tronera y el rumor lejano de la ciudad como una caricia en el golpear misterioso de la vida. Ninguna otra reverberación le alcanzaba, aparte del latido de su corazón, mientras permanecía de pie aguardando que doña María llegara a su lado.
Sebas se separó de su amo con una ligera inclinación de la cabeza, sin dejar de admirar y asombrarse por los atavíos de la aristócrata. Ella llevaba un vestido de color verde con pliegues desde la cintura que asemejaban una cascada de seda, cubría los hombros con una medio capa del mismo tono y sobre el cuello destacaba un collar de perlas negras, las mismas que adornaban los extremos de sus orejas. Todo sencillo, liviano, sin adornos recargados como solía portar su señor, que en ella lucían fantásticamente. Eran culturas diferentes, costumbres que chocaban, no así en la forma de pensar y en la atracción mutua. A eso ya estaba acostumbrado Sebas, a contemplar cómo mujeres de diferente educación, edad o compromiso eran atrapadas por el buen hacer de su amo.
Sor Sonsoles adoptó idéntico comportamiento al de Sebas, alejándose unos metros en el mismo instante en el que el caballero tomó la mano de la condesa, enfundada en un largo guante negro, para saludarla con devoción.
—Admiro vuestra decisión para convocarme en este vergel y darme la oportunidad de seguir conociéndonos —expuso él sin reprimir el entusiasmo y con un tono de voz dulce y firme, envolvente igual que la espuma.
—Debéis saber que rechazo las limitaciones que impone esta sociedad a las mujeres. Hay una igualdad natural entre los dos géneros y es intolerable la subordinación histórica que hemos sufrido —afirmó ella mientras avanzaba unos pasos. Él se colocó a su lado, sorprendido por la contundencia de la que hacía gala la joven. Tenían una estatura dispar, aunque la de la condesa era bastante fuera de lo común por lo que había observado el veneciano en la ciudad—. No he olvidado lo que dijisteis sobre la influencia y predominio de las mujeres cuando existe un régimen donde tienen alguna libertad.
—Estoy seguro de ello, doña María. Y la presencia de las mujeres fomenta la dicha y el goce de vivir.
—No me refería a ese particular. Creo que nosotras somos jueces perspicaces y el mundo sería mejor, más moderado, si se atendiesen nuestras opiniones.
—Cuando se os da juego, sois osadas, desde luego. Ocurrió en Francia, con Luis XIV; entonces se llegó a acusar a las damas de constituir un estado dentro del Estado.
—Pienso que es conveniente afeminar un poco a la sociedad, ¿no creéis?
—Tenía otra opinión de las españolas, fogosas pero sin poner trabas a diversas formas de servidumbre, aceptando que su vida esté condicionada por el mandato que imponen sus esposos o padres.
—Pues estáis equivocado, don Jaime. Hay que profundizar en Descartes, señor —añadió con voz melodiosa y media sonrisa—. Aquí, algunas lo hacemos, os lo aseguro. El filósofo destaca que no es posible reducir la mente humana, la de los hombres y la de las mujeres, por supuesto. Y en esa creencia debemos mantenernos para que nadie limite nuestras posibilidades, pues no cabe duda de que somos iguales en la mayoría de los aspectos —insistió la condesa, observando de reojo a su acompañante y resaltando con firmeza las últimas palabras.
—No puedo estar más de acuerdo con vos, y yo diría que nos superáis en algunas cosas para compensar que nosotros lo hacemos en otras, lo que, ciertamente, nos iguala y complementa. Pues, como señalaba el barón Montesquieu, paradójicamente, la falta de libertad de las mujeres contribuye a fomentar los peores vicios que es necesario evitar: la mentira, el engaño y hasta la perversión del deseo.
—Bien es cierto, don Jaime, pero Montesquieu llega más lejos, si cabe. En De l’Esprit des Lois resalta que las mujeres somos más perspicaces que los hombres para analizar diversos comportamientos, como os señalé, y, por lo tanto, debemos acceder a cualquier oficio o profesión, qu’en dites vous, monsieur?[3]
—Lo que os dije: que nos superáis, especialmente en los sentimientos, en la generosidad y también en el egoísmo. Y sois soberanas a la hora de la entrega, cuando así lo disponéis; también en la fortaleza, vuestra biología os ahorma para ello. Y, bien, compruebo que estáis atenta, como es evidente, a todo lo que ocurre a vuestro alrededor e, incluso, más allá. ¡A la última, querida condesa! Moi, bien sûr, je me rends à vos charmes.[4]
No se amilanó ante la exhibición de doña María, avispada y con una excelente formación, como pocas entre las mujeres de su corta edad y experiencia, salvo que estas, según la opinión del caballero, residan en la capital de las luces y convivan en un ambiente refinado y repleto de oportunidades intelectuales. Lo de la española era inaudito, desde luego, aunque a él no le sorprendió porque ya intuyó en ella trazas de una mujer especial. Había conocido a algunas jovencitas como la condesa y la dificultad que suponía su conquista le obligaba a ser más vigoroso y lúcido. Y, así, saludó con un gesto de admiración y respeto cada muestra de desenvoltura de la sobrina del cardenal.
Se encaminaban hacia una sencilla fuente donde jugaban dos niños arrojando piedras a un estanque repleto de carpas rojizas y blanquinegras.
—También concluye Montesquieu en sus Pensées que la felicidad es posible en este mundo, doña María. —El caballero deslizó su mano, con la máxima delicadeza y levedad, por la espalda de la joven; ella recibió gustosamente la caricia demostrándoselo con una sonrisa y bajando ligeramente los párpados—. Y para ello hay que saber disfrutar del momento, de esos instantes que no desearíamos cambiar por ningún otro.
Enmudecieron en sus cavilaciones, solo se oía el discurrir del río y su sonido golpeando las pendientes cubiertas de pequeños matorrales. Caminaban observándose por el rabillo del ojo. Ella se desprendió de uno de los guantes y posó la yema de los dedos en el brazo herido del veneciano. De inmediato, azorada por la vivencia que estaba experimentando junto a un hombre casi anciano para ella, se separó de su lado y corrió hacia el estanque; allí cogió una piedrecilla y la arrojó al agua. Los niños sonrieron con su presencia imitándoles en el juego.
Lo presintió en ese momento mientras ella, con disimulo, no le perdía de vista. Aquella damisela estaba a su alcance si afilaba los sentidos y se esforzaba, con suma habilidad, en la conquista. Se había establecido una ligazón entre las dos almas que lo permitía, a pesar de que aún tendría que superar algunas barreras para lograrlo.
De repente, la condesa desapareció en un laberinto formado por tupidos setos de poda regular. Antes de seguir sus pasos, él comprobó lo que hacían Sebas y la monja. Conversaban, a mucha distancia, cerca de la sinagoga, y el cabo perseguidor no se encontraba por las cercanías. Entró en el dédalo de arbustos y no tuvo que caminar mucho para dar con ella. Esperaba semioculta su llegada. Parecía un animalillo necesitado de protección, era como si toda su furia y empuje se hubieran sosegado súbitamente. Por el contrario, la sangre golpeaba con fuerza las sienes del hombre, y no pudo ni quiso resistirse, apaciguar el deseo, y la cogió por la cintura. Tuvo dudas de si se estaba precipitando, pero no, ella entreabrió la boca y estalló el resplandor de su dentadura blanquísima y la humedad en los labios…
Él todavía titubeó, aguardó unos segundos, fue durante una mínima porción de tiempo, ella no se retiraba. La ayudó a elevarse un poco del suelo, tomándola por la cintura; sintió algo de dolor en el hombro y la besó rozando livianamente sus labios. Eran jugosos, frescos… Los de él, ardientes.
Fue un contacto breve, pero sentido con intensidad por ambos, sellado para siempre en sus recuerdos.
El caballero permitió que ella apoyara la planta de sus zapatos en el suelo. La condesa no oponía ninguna clase de resistencia para el juego. Entonces, él posó su mano ávida sobre uno de los pechos de la condesa, palpando lo que no podía besar por estar protegido con el corpiño. Era redondo, firme, contundente y dilatado. Seguidamente, intentó abordar con cuidado, por encima del vestido, el atrio del templo de la joven. Doña María sonrió, sus ojos vibraron mostrando una mezcla de asombro y perplejidad por participar, sin recelo, en las caricias de aquel hombretón. Él se contuvo, decidido a no darse un homenaje en aquellas circunstancias. Frenó su ardor y se retiró. Ella respiraba agitadamente, azorada… Evitó mirarle durante unos segundos. Cuando se recuperó, dijo:
—Suelo venir muchas tardes por aquí. Y me quedo un rato en una casa del arzobispado que está encima de la roca Tarpeya. Es la mejor vista de los montes que rodean la ciudad —susurró, dubitativa, con algo de rubor en sus mejillas—. Os gustaría conocerla…
—Sí, me gustaría ver ese lugar. ¿Hoy, o podemos encontrarnos en otra ocasión?
—No lo sé…
Respondió turbada, confundida por una situación que preveía complicada y que ella había favorecido irresponsablemente, pero que contaba con innumerables mercedes. La más excelsa era compartir el vigor y distinción del caballero, su maestría con la palabra y su voluptuosidad. Le agradaba también el calor de su respiración, de sus manos y su cuerpo; su mirada refrescante y, al mismo tiempo, cautivadora; el perfil aguileño, los rasgos aniñados en un hombre maduro, ya casi en la vejez, pero con un cuidado en lo físico y en el trato que reducían el declive, aportándole fortaleza. A todo ello había que sumar su anchura viril, protectora y envolvente.
Estaba aturdida por la vivencia experimentada en el laberinto y por la mezcolanza de sensaciones, en gran medida contradictorias. Le tenía cerca, podía presentir las sacudidas de su corazón, de una potencia descomunal. Percibió en él agotamiento y observó la profusión de los surcos en su frente y las arrugas que rodeaban sus ojos, algo cansados, demacrados. En las huellas de su epidermis se plasmaban con nitidez muchos de sus sufrimientos y alegrías.
Doña María pretendió desmenuzar, en un rápido examen, su comportamiento considerando que acaso se había precipitado y sido imprudente. No, no se arrepentía de nada, pero al escuchar la voz de sor Sonsoles, se alejó deprisa de su lado y, sin mediar palabra, le dejó entre los arbustos.
Él permaneció un buen rato caminando por los setos, rumiando sobre el inevitable discurrir del tiempo y las heridas que iba marcando en su alma. Quizá debido a su edad la condesa había salido huyendo. Tal vez no lo conociera todo sobre las mujeres y su complejidad fuera mayor de lo que él imaginaba. A pesar de la destreza que había demostrado en múltiples suertes con ellas, no dominaba por completo el conocimiento de sus almas; poseían una red con extremidades que abarcaban lo físico y lo mental alcanzando una sensibilidad superior, en cualquiera de sus facetas, a la que tenían los hombres.