Posada de El Carmen

Día de Navidad

El propio Lorenzo Seco, con su acción incendiaria, había confirmado la existencia de un archivo secreto, o algo de ese tenor, que el canónigo Benavides manejaba a su antojo y sin darlo a conocer como era de obligado cumplimiento, al trasladar durante la noche más importante del año en el orbe cristiano documentos y manuscritos desde la trasera del Palacio Arzobispal hasta un horno purificador situado en la ribera del Tajo. Seguramente, el cabo secundaba órdenes de personas poderosas para actuar con tanta alevosía. Esa fue la conclusión a la que llegó don Jaime tras escuchar con mucha atención a Sebas.

Algo tendrían que hacer, y lo más rápido posible, porque de lo contrario cuando alcanzasen la cámara subterránea, si es que llegaban a ella, podría haber desaparecido todo lo que contenía. Lo más importante era evitar la alarma para que, al menos, los incendiarios no acelerasen el saqueo. Por alguna razón incomprensible en ese momento, el canónigo había decidido eliminar cualquier rastro del archivo y daba la impresión de que la mejor manera de conseguirlo era arrojar a las llamas la memoria de un pasado que él deseaba borrar entre cenizas para que las generaciones futuras permaneciesen en la ignorancia de algunos hechos.

El veneciano no había dormido durante la noche anterior esperando a Sebas, ni siquiera se recostó un rato en la cama. Estuvo dando vueltas por sus habitaciones, salió de vez en cuando al pasillo, e incluso permaneció unos minutos en la puerta de la posada con la esperanza de ver llegar al criado bajar desde Zocodover.

Sebas apareció con la amanecida, sudoroso, a pesar del frío, y muy irritado. Le explicó con el máximo detalle todo lo que presenció en las cercanías del Palacio Arzobispal, el viaje de los documentos y los libros a lomos de un borrico por la cuesta interminable del Pozo Amargo y, finalmente, cómo fue testigo de la barbarie que se cometía junto al río. No intervino por desconocimiento de lo que pretendía llevar a efecto el cabo Seco. «Me habría enfrentado a él para impedírselo de haber sabido cuál era la carga del animal. Al principio, supuse que eran desperdicios lo que arrojaba al fuego, aunque suponía un comportamiento de lo más extraño», comentó Sebas. Su señor consideró que era mejor así, que les daba cierta ventaja e impunidad para actuar.

Las obras recuperadas venían a demostrar el especial significado de lo que se escondía en los sótanos de la residencia cardenalicia y la acción criminal que suponía su eliminación. Resultaba indignante que algo así pudiera estar sucediendo, comentó don Jaime a su criado tras escuchar el relato de lo que presenció a orillas del Tajo.

La ira fue creciendo en el veneciano al revisar someramente los libros salvados de la destrucción. Uno de ellos pertenecía al arquitecto Juan de Herrera y otro estaba escrito por Basileus Valentinus.

Cuando Sebas se retiró a descansar para recuperarse de una noche tan ajetreada, el caballero fue acariciando las páginas de la obra de Valentinus. Pocas personas habían gozado del privilegio de tocar el mismo pergamino sobre el que el monje benedictino del siglo XV describió con delicada letra gótica algunos de sus experimentos alquímicos. El veneciano se emocionó. Aquel monje francés era bien conocido por él, y su Scripta Chimica, publicada recientemente en París, constituía una de sus obras más apreciadas, uno de los manuales que utilizaba con frecuencia para sus estudios. Basileus Valentinus, conocido por los Hermanos como «rey poderoso», pues a esa denominación correspondía su nombre griego que aludía a su poder como alquimista, era uno de los grandes maestros al haber descubierto con sus ensayos el antimonio y el ácido clorhídrico. Y en otro orden de cosas, sus trabajos le habían llevado a mejorar los procesos de elaboración de diferentes tipos de alcoholes.

En concreto, el tratado de Valentinus conservado en la cripta secreta del Palacio Arzobispal se ocupaba de la extracción del cobre y otros metales a partir de distintos compuestos. Aquello era un tesoro del que nadie se habría desprendido jamás. Solo la más profunda ignorancia o ceguera podía promover una acción criminal como la de convertir en cenizas un tratado tan valioso para el conocimiento.

El de Seingalt depositó el manuscrito del monje sobre una mesa y dirigió su mirada hacia el cielo grisáceo que recortaba la sólida construcción del Alcázar. Abrió el balcón de par en par con intención de refrescarse. Anhelaba calmar su irritación ante el despropósito mayúsculo que se estaba dando en aquel solar. ¿Cómo había llegado hasta allí el manuscrito de Valentinus? ¿Y por qué querían destruirlo? Solo alguien muy trastornado era capaz de propiciar esa catástrofe.

Con el paso de las horas las incógnitas se fueron amontonando. ¿Cuáles serían los trabajos, las obras de los sabios que habían usurpado ya a la memoria colectiva de las gentes? ¿Qué ceguera podía alimentar algo tan canallesco? ¿Por qué actuaban así? ¿Qué les movía a comportarse como unos vulgares criminales?…

Le indignaba que pretendieran soterrar el conocimiento de los avances que unos pocos habían logrado con sus búsquedas y su entrega a lo largo del tiempo. La misión que le habían encomendado en París, a iniciativa de Mendizábal, cobraba ahora más sentido y no debía fracasar. Hasta aquel día, lo único que le había movido era alcanzar el perdón del rey francés y la recompensa en oro, sin sospechar la magnitud de lo que debía resolver. Ahora estaba irritado por la tropelía que se pretendía cometer. Y tamaña vileza debía ser impedida.

Bien entrada la mañana se dispuso a examinar el segundo manuscrito que Sebas protegió de las llamas, una extraña obra surgida de las manos de un arquitecto español que respondía al nombre de Juan de Herrera. Para conocer más del personaje, había pedido a doña Adela que le buscase algún texto o referencia sobre él.

* * *

La dueña de la posada regresó al poco rato con un libro.

—Señor, mi biblioteca no es digna de alguien con vuestros conocimientos —resaltó doña Adela con el volumen deshojado y maltrecho entre la manos, pegado a su mandil. La mujer tenía el rostro ajado por el cansancio de las últimas horas festivas, pero nada perjudicaba la viveza de sus ojos y la buena disposición para atenderle—. Sin embargo, conocéis lo mucho que me agrada la lectura y tengo por costumbre conservar lo que los viajeros olvidan o me regalan. Y fue precisamente un comerciante francés quien me dejó este libro curioso en el que se compara Les Invalides de París con nuestro Escorial. Supongo que os será útil, porque incluye una extensa semblanza del arquitecto Herrera que os permitirá conocerle algo mejor. Es todo lo que os he podido conseguir hoy, no es el mejor día para encontrar según qué cosas.

Agradeció a doña Adela su esfuerzo y perspicacia. Siempre estaba dispuesta a ayudarle, de tal manera que se encontraba excelentemente servido en la posada. Debió de ser una mujer hermosa y atractiva en sus años jóvenes pero ahora, ya viuda, descuidaba en exceso su aspecto; en caso contrario, a buen seguro que tendría una numerosa legión de pretendientes. Estaba volcada en poner todos los medios a su alcance para que los clientes no desearan cambiar de alojamiento y echaran de menos El Carmen a su partida.

El libro que le trajo era un detallado estudio, como ella le había anticipado, sobre la influencia del monasterio-palacio de El Escorial en Les Invalides, demostrando con numerosos grabados, de extraordinario realismo, la indiscutible relación existente entre ambos edificios. De igual manera, abordaba el simbolismo existente entre el recorrido en espiral del palacio de Versalles con la obra de Herrera, destacando la influencia del arquitecto español en construcciones levantadas durante el reinado de Luis XIV.

Los autores del libro consideraban a Herrera como el mago del rey Felipe II por la afinidad existente entre los dos hacia lo esotérico y por la inclinación de ambos hacia las ciencias ocultas.

Le llamaron poderosamente la atención las referencias que hacían los autores a Llull como inspirador del pensamiento filosófico del arquitecto renacentista español. No en vano, el mallorquín Llull era uno de los personajes más admirados por el veneciano, uno de los grandes maestros herméticos cuya obra precisaba todavía de análisis más certeros y abiertos para comprender su visión de lo metafísico.

Por lo que pudo deducir, posteriormente, en el texto del propio Herrera que había permanecido enterrado en los subterráneos del arzobispado toledano, el arquitecto, matemático, filósofo e ingeniero había reducido todas las figuras geométricas utilizadas por Raimundo Llull para alcanzar una especie de entendimiento racional de la Creación mediante formulaciones matemáticas —pienso, luego existo y, por lo tanto, existe Dios— a una sola: el cubo. Para Herrera, tal y como se comprobaba en las páginas amarillentas y bastante dañadas que había recogido Sebas a las puertas del horno incinerador, con el entendimiento del cubo se llegaba al entendimiento del Universo. «La matriz de existencia del cubo es el propio cubo —señalaba el arquitecto de Felipe II—, por ello nos lleva al nivel superior de la Creación con mayor perfección que cualquier otra figura o superficie». Consideraba Herrera al cubo como la raíz del Arte, especialmente cuando maneja volúmenes como en la arquitectura. La exaltación del cubo, explicaba Herrera, genera una arquitectura de expresión severa. «Ha de ser una arquitectura de planos, de escuadra y arista, de huecos rotundos, de geometría contundente; una arquitectura de la determinación y permanencia, una obra telúrica que brote del paisaje, al igual que los templos de la Antigüedad, aquí, y más allá de los océanos, cuya máxima expresión son las pirámides egipcias: la obra de arte como resultado de una operación mágica».

En otro apartado del libro, exponía Herrera: «El cubo es fundamento de todo lo que existe porque la figura geométrica es el resultado de la triple operación sobre sí misma de una misma cantidad, lo que indica la profunda semejanza con la Trinidad y la Unidad Divina». La postura de Herrera se sustentaba en la filosofía de Llull y al igual que el maestro mallorquín concedía a las figuras geométricas una cualidad que permite entender tanto la realidad como la dimensión oculta de las cosas.

Evocaba don Jaime, en esos instantes, con la lectura del texto del arquitecto, la postura del maestro Llull, que él había analizado en otro tiempo, al considerar que por el número somos instruidos para no equivocarnos, la hermenéutica matemática permite alcanzar la verdad revelada: la ciencia del número como la clave para interpretar el mensaje divino. Era algo extraordinario. Llull destacaba los números que resultan de la triple operación de una misma cantidad, pues son reflejo de muchas cosas, tales como el nueve. De hecho, calculaba, el nueve incluso contiene al ángel caído. 6+6+6=18=1+8=9.

Nueve es divisible por tres, número perfecto que representa la Trinidad. Nueve fueron los caballeros enigmáticos que fundaron el Temple. Y nueve son los sabios y maestros rishis quienes, desde los tiempos remotos del rey hindú Asoka, protegen el conocimiento secreto para salvar la humanidad, y son mencionados como los Nueve Desconocidos, ya que a muy pocos, más allá de ellos mismos, les está permitido saber dónde se encuentran en cada generación.

Por suerte, concluyó el veneciano tras una somera lectura del texto de Herrera, la mathesis, la matemática hermética del arquitecto deudor de Llull, sería, al menos, salvada para las gentes gracias a la intervención de su criado. Pero no dejaba de preguntarse por las maravillas que aún permanecerían dentro del archivo secreto y que él debía recuperar cuanto antes.

Halló una de esas maravillas en el interior del libro de Herrera. Eran varios dibujos del sistema solar en los que figuraban, con bastante minuciosidad, los movimientos de los seis planetas y de otros cuerpos celestes próximos a ellos. Era el trabajo de un astrónomo, sin duda, porque uno de los esquemas mostraba la situación de las constelaciones en el firmamento con una precisión extraordinaria.

Le llamó la atención la fecha de 1534 que aparecía junto a la firma del autor, un tal Juanelo Turriano. Resultaba asombroso que alguien en aquel tiempo y lugar tuviera una visión heliocéntrica del espacio, establecida después por Copernicus y considerada herética, contraria a la geocéntrica, y que aún tardaría varios años en ser derrotada definitivamente gracias a los avances de científicos como Galileo y Kepler.

En los dibujos que el arquitecto y visionario Juan de Herrera había conservado dentro de su manuscrito se detallaban a la perfección las posiciones relativas de los astros y se indicaban las leyes que rigen sus movimientos alrededor del Sol, tal y como lo describiría el polaco Niklas Koppernigk, que fue considerado un herético por manifestar algo opuesto a la teología cristiana.

Herrera indicaba, de su puño y letra detrás de uno de los dibujos, que «los conocimientos astronómicos y la habilidad en la mecánica de Juanelo le permiten construir extraordinarios ingenios, tales como relojes que muestran las horas españolas, italianas, francesas y de muchas naciones, con las fases de la Luna, el crecimiento y decrecimiento de las mareas; en suma, máquinas que contienen tantas cosas que no alcanza el tiempo a verle, ni memoria para recordarle, ni palabras para describirle».

Los esquemas del sistema solar realizados por Turriano venían a confirmar su asombrosa capacidad para la astronomía y demostraban la clarividencia de los hombres que convivieron en el ámbito toledano donde, en el pasado, habían florecido todas las ciencias. Quizá Juanelo y Herrera fueron los últimos de aquella estirpe, porque luego sucedió el silencio y un pensamiento dogmático.