Catedral Primada

Madrugada de Navidad

El primado bendijo con movimientos incesantes del hisopo a todos los que le rodeaban y, seguidamente, acompañado por los que habían concelebrado la ceremonia con él, se acercó hasta los fieles que se habían congregado en el espacio existente entre las escalinatas del altar mayor y la verja del coro. Allí, de pie, y ocupando un buen espacio de las naves laterales, estaban agrupados casi tres centenares de personas, casi el mismo número que el de los religiosos que ocupaban los lugares destinados para ellos en el coro y en la gradería del altar.

El conde de Teba esparció agua bendita por doquier que iba recogiendo de unos recipientes que portaban cuatro monaguillos. Cuando finalizó de rociar a los presentes, avanzó de espaldas hasta el retablo mayor acompañado por los obispos y diáconos; se arrodilló ante la Virgen sedente, de madera policromada y recubierta casi en su totalidad de plata, situada en el centro de la predela, y oró en silencio unos segundos. Al levantarse, y mientras le colocaban la mitra y ajustaban su casulla de finos bordados en oro y con abundante pedrería, observó con devoción la escena del nacimiento de Jesús, colocada encima del Tabernáculo. Todas las miradas se dirigieron hacia ese lugar del impresionante retablo. El cardenal Fernández de Córdova se volvió hacia el coro, bendijo de nuevo a los fieles, a los religiosos y a las monjas, y salió con su séquito por una puerta lateral que le llevaría, cruzando la girola, hasta la sacristía.

La celebración del gallo finalizaba así cerca de las dos de la madrugada y fue, entonces, cuando don Jaime subió los peldaños que conducían a la bancada del altar mayor. En una de las zonas reservadas para las personalidades civiles se hallaba la condesa de Montijo acompañada por jóvenes ataviadas con trajes negros de seda y toquillas blancas pertenecientes al colegio de Doncellas Nobles, institución muy querida por el cardenal y que fundó Martínez Siliceo, un antecesor suyo en el siglo XVI, y a la que entregaba importantes sumas de dinero procedentes de su pecunio personal, como le había descrito doña Adela cuando se interesó por ese centro.

Doña María Francisca fue decidida nada más descubrir al veneciano entre el gentío; se despidió de sus amigas y se acercó a él con una amplia sonrisa que expresaba el entusiasmo que le suscitaba encontrárselo en la catedral al finalizar la celebración de la misa del gallo. Acompañaba a la condesa, sin perderla de vista y a pocos metros de distancia, una joven religiosa que se cubría con una toca almidonada gigantesca, lo que no afeaba sus facciones, en las que destacaban una bonita boca y sus grandes ojos.

—Mi tío sabe que tengo que dar un recado a este caballero, hermana Sonsoles —advirtió la condesa—. Por lo tanto, aguardad aquí unos instantes hasta que finalice la conversación con él y, después, regresaremos a palacio, ¿os parece?

La monja no discutió las órdenes, se retiró hacia un rincón habiendo mostrado, previamente, su conformidad con una ligera inclinación de la cabeza.

Don Jaime comprobó que la espléndida figura de doña María y la elegancia con la que realzaba todos sus movimientos llamaba la atención. Él, que había tratado y conocido a reinas y emperatrices, reconocía subyugado la gracia sin par que emanaba de la aristócrata española.

—¡Feliz Navidad! —exclamó él cuando se le acercaba—. Sois una dicha para los ojos y es un placer contemplaros.

—Siempre tan atento, don Jaime —añadió la joven posando su mano desnuda entre las del hombre. El veneciano se inclinó y acarició despacio, con sus labios, la piel de la condesa.

—Me gusta decir lo que siento sin demasiados artificios cuando contemplo la obra de Dios en la mujer, la que nos hace más dichosos y gozar de…

—¿Cómo os encontráis de vuestras heridas? —interrumpió ella con ánimo de derivar la conversación hacia asuntos menos íntimos o comprometidos, a la vez que señalaba con la mirada el maltrecho hombro de don Jaime.

—Voy recuperándome, aunque temo que perderé movilidad durante algún tiempo. Hay otras heridas que me limitan y acosan más, son las que se enquistan en el alma después de una vida vehemente, algo excesiva. Pero nada de esto es importante al veros, vuestra presencia me renueva, vuestra mirada es un descanso para un corazón fatigado, señora.

Los fieles comenzaban a abandonar el templo y el murmullo de sus voces o el leve roce de las pisadas en el suelo adquiría una brillantez inusual al rebotar en las bóvedas, desplegándose, a continuación, por las naves con suavidad. La acústica era perfecta, como habían comprobado durante la misa solemne al escuchar las melodías que manaban del órgano mayor, semejantes al sonido de un coro de ángeles, tal y como lo percibiría un devoto al hallarse en la plenitud de su fervor. En aquel momento, y bajo la influencia de la atmósfera que le rodeaba, evocó brevemente a sus hermanos que en el Medioevo aplicaron lo mejor de sus conocimientos y sabiduría para construir templos como aquel, edificios irrepetibles por los mensajes y símbolos que escondían, por su argot secreto para mayor gloria del Señor y de los hombres despiertos, que tienen cien ojos y lo ven todo al igual que Argos, como el personaje mitológico.

Los empleados del templo iban recogiendo butacas y enseres del altar mayor. La condesa hizo una señal al capataz para que mantuviera encendidos los cirios y faroles.

—Don Jaime, podemos disfrutar de una ocasión única para contemplar a solas esta zona de la catedral.

Se acercaron al frontis ocupado por el retablo de incorruptible madera de alerce recubierta de oro que reunía la representación de diversos pasajes de la vida de Cristo. Las hermosas tallas de cada una de las escenas estaban enclavadas bajo calados doseletes. El oro bañaba el conjunto y parecía chorrear por las paredes marcando incluso las juntas de los sillares.

—En el retablo trabajaron Copín de Holanda, Almonacid, Petit-Juan, Borgoña, Gumiel, Egas, Amberes o Rincón, todos ellos renombrados artistas de la época. A los lados del altar —detalló doña María— reposan eterno sueño los restos del cardenal Mendoza, del rey Alfonso VII, Sancho III, Alfonso X el Sabio

—De ese monarca, el Sabio, tenía abundantes referencias por mis lecturas, un personaje admirable.

—Desde luego —confirmó ella—. Gracias a él se conservó la memoria de las diferentes culturas que coincidieron en esta ciudad, aunque el legado de su escuela de traductores se fuera perdiendo. Bueno, estamos rodeados por las tumbas de los antiguos reyes de Castilla y hasta debajo del presbiterio existe una capilla con los restos momificados de una santa, de santa Úrsula.

Todo lo que les ceñía estaba plagado de figuras: santos, profetas, reyes, ángeles, monstruos, animales, escudos… Durante un rato permanecieron deambulando por el altar.

—Se necesitaría más tiempo para analizar con detalle el portentoso trabajo de los numerosos artesanos que mencionasteis y que han intervenido en decorar este espacio.

—Bueno, por hoy puede que ya sea suficiente, don Jaime, continuaremos en otra ocasión admirando esta joya. El deán me indica que debemos salir, ya es hora de interrumpir por esta noche la vida en el templo —urgió la condesa mientras hacía un gesto de saludo con la mano a la autoridad catedralicia, un religioso bastante regordete y malencarado, que les observaba desde la escalinata.

—Hay algo en esta catedral española que me confunde y desconcierta —comentó el veneciano mientras se encaminaban hacia el crucero—. Creo que es la aglomeración de imágenes de todo tipo, de construcciones tales como el inmenso coro que tenemos enfrente, inconcebible en los edificios de Francia, de donde procede este estilo como bien sabéis, y de las capillas que hay por todos los rincones alterando la perspectiva original y que, por lo tanto, nos reducen la posibilidad de un diálogo directo y diáfano con lo esencial.

—No os comprendo, don Jaime.

La liberté avant tout.[2] Quiero decir con ello que reniego de supersticiones y milagrerías, de los mediadores que se hacen dueños de la verdad cerrando los ojos a los creyentes.

—En eso estamos de acuerdo: la libertad para elegir o rechazar.

—Así debe ser, doña María, pues las mujeres poderosas por naturaleza, cuando permanecéis en un régimen donde predomina la libertad, con permisividad en las costumbres, os erigís como las principales protagonistas.

La condesa detuvo sus pasos para contemplar, con descaro, la claridad de los ojos de su acompañante. Este se giró para hacer lo propio con ella.

—A vuestro lado se aviva el riesgo de idealizaros —dijo el caballero—. Sois como una pequeña Venus con una inteligencia y una belleza a flor de piel.

Nuevas sensaciones afloraban en el alma del hombre. Sonrió y con su dedo índice acarició el entrecejo de la joven. Ella se estremeció con el contacto y descubrió a sor Sonsoles, unos metros atrás, observándoles con los ojos encendidos por la sorpresa y un ligero enrojecimiento en sus mejillas.

—Bien, salgamos… —indicó con firmeza doña María señalando a los servidores del templo que aguardan para echar el cerrojo al altar mayor y al deán que les observaba con gesto de pocos amigos.

Nada más bajar las escalinatas del crucero, los empleados se dispusieron a cerrar la verja de hierro forjado con barrotes negruzcos y manchas de estaño que protegía la zona del altar, una maravillosa obra de arte que fue encargada en su día, según subrayó doña María, por el cardenal Tavera. Debajo de uno de los dos púlpitos situados junto a la cancela, aguardaba Sebas.

De súbito, el veneciano se detuvo en seco como si hubiera atisbado un peligro y avanzó unos pasos dejando sola a la condesa y haciendo caso omiso a la presencia de su criado, al que ni siquiera saludó. Era como si algo le hubiera llamado poderosamente la atención. Contrajo los músculos de su rostro. Su mirada se concentró en la puerta del Reloj, la más antigua de la catedral, situada en uno de los brazos del crucero; por allí salían unos pocos fieles, los que habían sido más remisos a la hora de abandonar el templo. Entonces, casi sin dejar de mirar al mismo punto, llamó a Sebas y se lo llevó hacia el centro de las naves laterales.

—Debes seguir —alertó con contundencia en la voz— a aquel hombretón alto. El que lleva la capa negra y se cubre ahora con un sombrero de plumas azules y blancas.

—Sí, le veo, señor. ¿Y por qué?

—Estoy casi seguro de que es el tipo que ahuyentó en el callejón del Diablo a los que pretendían asesinarme. Hazlo con discreción sin que advierta que le vigilas. Yo debo atender a la condesa. Nos vemos en la posada. ¡Rápido!

—Comprendo… —asintió el criado encaminándose hacia el exterior del templo.

—Perdonad, doña María, la descortesía —pronunció al regresar a su lado. Ella aguardaba extrañada y con gesto mohíno por el anormal comportamiento que había tenido su acompañante—. Lo vais a entender, era muy importante que hablase con Sebas, sin perder un segundo, después de ver a alguien que podría esclarecer la identidad de los que me atacaron.

—¿Estáis seguro?

—Creo que sí.

—Comprendo y disculpo vuestra ausencia, claro está. Bien, se ha hecho algo tarde y nosotras debemos regresar al Palacio Arzobispal.

—¿Cuándo tendré la suerte de volver a veros?

—Hoy, por la tarde, tengo previsto visitar el Tránsito, sobre las cuatro.

En primer lugar, el trasiego de numerosas personas por la empinada cuesta de Chapinería que regresaban a sus hogares después de asistir a la misa del gallo, de beodos y pedigüeños por los alrededores de la plaza de las Cuatro Calles, y de cantantes de villancicos y coplas variopintas, cargados de aguinaldos alcohólicos, que discurrían por la calle Hombre de Palo, permitieron a Sebas avanzar con la máxima discreción a escasos metros de la persona que no debía perder de vista, según le había ordenado don Jaime que hiciera.

El tipo era ancho de espaldas, de buena planta aunque algo obeso, e iba embozado desafiando las medidas de Esquilache, el ministro que había prohibido el año anterior el uso de capas largas. Había en su forma de caminar y de dar empujones abriéndose paso unas maneras reconocibles que resultaron familiares para Sebas.

El individuo parecía tener mucha prisa y no se distraía por los reclamos diversos con los que se cruzaba. Se adentró por la calle de la Trinidad rozando la minúscula acera que perfilaba la fachada trasera del Palacio Arzobispal. Por aquel lugar había menos transeúntes, casi todos beodos tras la celebración en sus casas de la Nochebuena, que ingerían un copioso ágape regado con bebidas de diferente grado alcohólico; era una jornada en la que se aceptaba ese comportamiento estimado como normal al ser reflejo del entusiasmo que debía provocar la festividad. Los más bebidos, casi hasta la extenuación y que pasaban la noche deambulando por las calles, solían ser personas solitarias o indigentes que recibían sustanciosos aguinaldos de almas piadosas, a pesar de que estas conocían la utilización que harían los más desgraciados con los presentes navideños. Resultaba curioso que la fiesta religiosa sirviera de excusa para tales licencias. Uno de los ajumados, y además enfermo de enanismo, que iba dando traspiés portando una zambomba casi del tamaño de su cuerpo, golpeó sin propósito a la persona que perseguía Sebas. Recibió el achispado un fuerte empujón y cayó rodando por el suelo de guijarros al tiempo que estallaba en mil pedazos el instrumento musical navideño de barro cocido que llevaba. El embozado no detuvo su marcha, aunque se volvió a mirar el estropicio que había provocado sin atender a los lamentos del enano.

En ese mismo instante, Sebas estuvo tentado de emitir una exclamación al apreciar una parte de las facciones del individuo. ¡Creyó reconocer a Lorenzo Seco!, el soldado con el que tomaba chatos de vino algunas tardes cerca de la posada, cuando no tenía que acompañar a su señor. Se contuvo porque le sorprendió el comportamiento violento que había tenido con el borrachín y, sobre todo, porque quizá se tratara de otra persona. Decidió ser precavido y no darse a conocer. Era extraño que de ser Lorenzo nunca le hubiera dicho nada sobre lo ocurrido en el callejón del Diablo con don Jaime, si aquel hubiera sido su salvador. Y, sin embargo, el parecido era asombroso.

De repente, desapareció de su vista al doblar hacia la izquierda, en un quiebro de la calle que no se apreciaba claramente, era como si hubiera atravesado el muro de recia mampostería. Tanto es así que al llegar Sebas a ese punto lo único que apreció fue una estrechísima calle en pendiente y ni rastro del perseguido. Era un desnivel pronunciado, un terraplén que bordeaba las dependencias arzobispales, pues el amplísimo perímetro del palacio ocupaba varias manzanas. El problema, y grave, es que al individuo parecía habérsele tragado la tierra. Sebas comenzó a encontrarse mal, intranquilo por su despiste. El señor se molestaría y, cuando regresara a la posada de El Carmen sin ofrecerle nada nuevo sobre la persona que hizo huir a sus atacantes, se sentiría muy decepcionado. Y para colmo, al haber perdido el rastro del embozado, persistiría la incertidumbre sobre su verdadera identidad.

En esas cuitas estaba cuando oyó chirriar algo metálico. Hacia la mitad de la cuesta, completamente a oscuras, creyó atisbar una especie de trampilla que se desplazaba en un lateral del muro ciego. Lo intuyó, porque apenas podía ver lo que ocurría a unos treinta metros de distancia de donde se encontraba por la falta de luz. Pasados unos segundos, oyó un golpe sordo de algo muy voluminoso que caía al suelo; supuso que un enorme saco había sido lanzado a la calle. Se pegó a la pared de ladrillos para que nadie pudiera darse cuenta de su presencia. Casi contuvo la respiración para no hacer ruido, a pesar de que el bullicio en las calles adyacentes era tan intenso que un simple rumor en la cuesta quedaba amortiguado. Por el hueco de la pared que estaba protegido con la rejilla salió alguien que no llevaba sombrero ni capa. Por su silueta dedujo que podía tratarse de Lorenzo y, de cualquier manera, lo más seguro es que fuera el individuo que había perseguido desde la puerta del Reloj de la catedral. Respiró más tranquilo, lo había pasado mal creyendo que había perdido su rastro. El tipo recogió el bulto que permanecía en mitad de la cuesta y lo cargó sobre sus espaldas descendiendo, a continuación y apresurado, hacia la plaza de la Catedral bordeando las paredes del palacio del cardenal primado.

La plaza estaba vacía y no había mucha luz porque la luna se encontraba en cuarto menguante y aún restaban más de tres horas para que amaneciese. Dos guardias con camisas blancas abullonadas, capas negras, botas altas y picas entre sus manos, que patrullaban junto a los muros de la casa consistorial, saludaron a Lorenzo; las farolas permitieron verle mejor y ahora Sebas estaba casi seguro de que se trataba del cabo. Los centinelas debían de tener un trato frecuente con él, pues rieron alguna gracia suya y le desearon buenas fiestas con mucha efusividad. Cuando la pareja de piqueros entró en el edificio que custodiaban, Lorenzo se desplazó raudo hacia la calle del Cardenal Cisneros moviéndose sigilosamente, pegado a los muros de la capilla mozárabe de la catedral. Del mismo pórtico de la casa del deán desató un pollino que se hallaba sujeto a una argolla mirando a su alrededor para comprobar que nadie le veía. Luego, vació el contenido del saco en los serones que colgaban del jumento y protegió lo que había depositado con unas mantas.

Sebas empezó a notar cansancio.

Se había ocultado para observar los movimientos del individuo en los jardines que quedaban junto a la fachada de la casa de la villa, protegido por la trasera de un pretil de granito y con una botella de anís entre las manos que había recogido del suelo para no levantar sospechas. Se preguntaba por el hecho de que en la residencia de una autoridad eclesiástica alguien hubiera dejado un animal de carga para trasladar lo que él entendía que eran papeles valiosos de palacio, puesto que la basura no se movía con tanto cuidado, nocturnidad, y en una fecha tan señalada. ¿Y qué hacía allí un tipo que fue cabo de la guardia real actuando con tanto secretismo, dedicado a esas tareas en vez de divertirse en la festividad como el resto de sus conciudadanos? Parecía evidente que trataba de ocultar algo. Comenzaba a resultar interesante aquella persecución, pensó Sebas, a pesar de estar agotado, y determinó que no se daría a conocer hasta tener mayores certezas sobre lo que hacía Lorenzo y dominar la situación.

El anormal comportamiento del cabo durante esa madrugada, sumado a su huida del callejón del Diablo cuando evitó que remataran al caballero de Seingalt, entrañaba algo inquietante que debería ser desvelado, y él haría cualquier esfuerzo con tal de conseguirlo. Había hecho bien su señor, concluyó Sebas, pidiéndole que no perdiera la pista de aquella persona cuando lo descubrió en la catedral al finalizar la ceremonia del gallo.

Durante unos segundos, se relajó con las consideraciones sobre la utilidad de su persecución y se olvidó de husmear los movimientos de Lorenzo, tanto fue así que al incorporarse de su escondite se alarmó. ¡Había desaparecido! Afinó el oído y oyó en la lejanía el eco de los cascos de la cabalgadura golpeando en los guijarros, trufado, a su vez, con el griterío de un borracho que deambulaba por el lugar. Salió corriendo de los jardines de la casa de la villa y, después de moverse velozmente, llegó hasta el comienzo del Pozo Amargo donde pudo avistar, al fondo de la pendiente, a Lorenzo. Aquella era una zona populosa, una barriada de gente humilde que él apenas había transitado.

La inclinación de la calle era muy pronunciada y el cabo tiraba de las riendas del asno con cautela para evitar resbalar en el piso húmedo.

Por suerte, había en la interminable bajada hacia el río numerosos quiebros, plazoletas, adarves y callejones que fueron utilizados por Sebas para no ser descubierto. Descendían hacia las playas del Tajo y para ello debían hacer un recorrido con un desnivel profundo de casi doscientos metros.

Cerca de los rodaderos, a pocos metros de la pequeña iglesia de San Sebastian, uno de los templos sagrados más antiguos de la ciudad perteneciente a la época visigoda, Lorenzo se detuvo acercándose a besar un pequeño crucifijo situado junto a la puerta del templo. Tuvo la precaución de acompañarse por el animal para vigilar que nada le ocurriera a la preciosa carga que transportaba con tanto esmero. Después de hacer una reverencia se puso el sombrero y se embozó con la capa. Hacía bastante frío y la humedad del río calaba hasta los huesos. En aquel inhóspito paraje ribereño, con escasa arboleda, se oían cánticos navideños que procedían de algunas cuadrillas de muchachos que merodeaban por el lugar disfrutando de un trasnoche festivo sin final. También se escuchaba el curso del Tajo horadando, sin descanso, la estrecha garganta; el avance del río generaba un sonido envolvente por los cerros que lo habían encajonado. Era un eco penetrante y monótono.

Lorenzo tiró del borrico hacia un terraplén que llegaba casi hasta la misma orilla del agua. Sebas le vio entrar en una sencilla construcción de piedras, una especie de garita que supuso que sería utilizada para controlar los accesos a la ciudad desde aquel lugar. El cielo iba clareando deprisa.

El cabo salió al exterior y retiró los serones al pollino llevándoselos dentro. Poco después unas llamas iluminaron la caseta, el fuego alcanzó tanta intensidad que el resplandor se propagó por los alrededores reflejándose hasta en la superficie del río. Sebas comprobó que no se encontraba nadie por las cercanías; con mucha precaución se acercó hasta el refugio y al mirar por el ventanuco acreditó, ahora sin ninguna reserva, la identidad de Lorenzo Seco mientras este lanzaba a una chimenea libros, fascículos y lo que parecían códices manuscritos. Aquello era una locura, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Dudó qué hacer, pero decidió salir de allí cuanto antes.

Al retirarse de la garita descubrió en la misma entrada, junto al animal, dos volúmenes tirados en el suelo y los recogió. El pirómano seguía distraído con su labor.

Sebas aceleró el paso cuanto pudo hasta coronar el terraplén dirigiéndose, a continuación, por la empinada cuesta del Pozo Amargo. Apenas podía respirar por el esfuerzo y por el agobio que le había supuesto el seguimiento. Quería llegar pronto a la posada de El Carmen, antes de que amaneciera por completo. Ni siquiera se entretuvo en curiosear los manuscritos que había salvado de la quema. Deseaba contar a don Jaime lo que había visto y urgía hacerlo porque imaginaba la preocupación de su señor por su retraso. Pensó que tal vez se disgustase al saber que no había intentado abordar al cabo, pero creía haber hecho lo adecuado. Ya tendrían ocasión de tirar de la lengua de aquel malandrín. No se les podía escapar ahora; le tenían bien pillado y debería responder de sus actos inconcebibles y extraños.