Casa del marqués de Ocaña

24 de diciembre

El veneciano estaba ensimismado mientras admiraba los relieves mudéjares de estuco que decoraban, casi al completo, los muros del singular patio. El trabajo de los alarifes moriscos le tenía deslumbrado preguntándose, al mismo tiempo, si el esfuerzo, laboriosidad y singularidad artística que dejaron aquellos hombres por toda la ciudad era suficientemente reconocido. Él había comprobado el nulo entusiasmo que originaba en algunas personas, empeñadas en despojar de sus viviendas la huella de los impíos con revocos iconoclastas de pésimo gusto.

La residencia del marqués de Ocaña, don Rafael Chacón, era muy diferente, en sus muros y decoración lucía un verdadero muestrario de la excelencia mudéjar. Los capiteles de las esbeltas columnas de su casa estaban realizados con atauriques al modo musulmán y paseando por el interior se tenía la impresión de haberse trasladado a un palacete oriental, pues por doquier se reproducían elementos de aquellas latitudes con la finura de la cultura islámica. La escasez de estos trabajos artísticos en el continente europeo hacía de Toledo un lugar delicioso para cualquier visitante y él lo estaba aprovechando, ese era su mayor deseo después de conocer a doña María. Aquella joven le había animado haciéndole apreciar su estancia de diferente manera, ya no suponía una obligación forzada por la necesidad de buscar la recompensa consistente en el perdón del rey de Francia y una buena cantidad de plata. Ahora deseaba permanecer allí para tantear a la condesa y chichisbear con ella. Le apetecía el juego de la seducción que, en el pasado, había sido una de sus principales aficiones.

Mendizábal le había pedido que se viesen el día de Nochebuena, una fecha que se celebraba con mucha agitación por toda la ciudad, y escasamente apropiada para algo que no fuera lo acostumbrado durante la festividad. Para aquel encuentro urgente, el maestro masón eligió la residencia del marqués de Ocaña puesto que, según le indicó, sería más seguro hacerlo allí que en cualquier otro punto de la ciudad.

Rafael Chacón era un sencillo hermano, casi la única llama masónica contumaz capaz de oponerse a los vientos de la intolerancia en aquel lugar que fue, precisamente, foro para el enriquecimiento intelectual, el intercambio y fusión de culturas e ideas, y de apertura de miras para explorar las capacidades del ser humano en la búsqueda del secreto mediante la sabiduría.

Llegó pronto a la cita. El marqués le recibió afectuosamente y sin demandarle demasiadas explicaciones sobre lo sucedido en la calleja del Diablo, puesto que ya había sido advertido de cómo le habían herido en el hombro. Lo que sí hizo fue advertirle en la misma puerta de que Adolfo Mendizábal aún no se encontraba allí. Pero fue así como acordaron hacerlo: aparecer por separado para evitar problemas. Después del atentado que había sufrido, tenían que ser cuidadosos con los encuentros y extremar las precauciones. En eso era más precavido Mendizábal, intranquilo y muy asustado desde el asalto al señor de Seingalt.

Rafael Chacón era la viva imagen de un castellano recio. Vestía ropas oscuras, sin adorno de ninguna especie, pero de excelente calidad y muy aseadas. Tenía el pelo bastante rapado de color blanco y poseía las facciones de un campesino, pellejudo y magro, con la piel poco cuidada, curtida por el sol y la intemperie. Las manos asemejaban las raíces de un arbusto de secano. Demostró al veneciano que había adivinado la impresión que le había transmitido nada más conocerse; era un viejo perspicaz.

—La mayor parte de mi tiempo transcurre en las fincas que tengo en Aranjuez, cerca de Madrid —precisó—. Suelo ocuparme personalmente de muchas labores del campo porque es algo que me gusta y me distrae, también es bueno para motivar a los jornaleros…

—Echaréis de menos esta casa, supongo —sostuvo el visitante.

—Sí, don Jaime, claro que me acuerdo de este lugar, todos los días, como podéis comprobar, he intentado preservar sus elementos decorativos, su estilo más característico. Y en esta casa hay todo lo necesario para encontrarse a gusto, pero mi señora prefiere el campo, pues aborrece la vida de esta ciudad donde está mal visto cualquier divertimiento. Suelo venir solo a echar un vistazo y cuidar de las plantas. En ocasiones, hasta me quedo algún día para descansar y leer un poco lejos del ajetreo de la finca.

El marqués le dejó unos minutos mientras bajaba a la bodega para recoger algo de vino que él mismo cosechaba en sus tierras, dijo ufano. Durante la espera, el caballero disfrutó del vergel que Rafael Chacón había creado en el patio: helechos y una gran variedad de enredaderas tamizaban con diferentes verdes las paredes de los cobertizos y corredores. Imaginó, paseando entre las fuentes, que el agua calmaría ansiedades y calores durante la difícil temporada de estío y que la sensación de frescor convertiría aquel lugar en un edén. Había repartidas por el patio numerosas esculturas con la pátina del tiempo en su superficie, todas talladas en piedra y cubiertas de verdín. Le llamaron la atención unos leones y figuras femeninas con tocados exuberantes, eran matronas muy hermosas.

En el mismo instante en el que apareció Rafael Chacón, acompañado por un sirviente que portaba una bandeja con el vino, vasos y algunas viandas, sonó la campanilla de la puerta. Era Adolfo Mendizábal, traía cara de preocupación, y no tardó mucho en demostrar cuál era la causa, después de los saludos de rigor.

—Don Jaime, debemos actuar con rapidez.

—Lo primero es lo primero —intervino el marqués—. Sentémonos a disfrutar de este caldo.

Se acomodaron en unos sillones de tijera, bajo el corredor, para degustar el vino de un color cárdeno. Les cobijaba una techumbre de madera policromada con dibujos de reminiscencias moriscas. Las filigranas eran de una delicadeza asombrosa. Los débiles rayos del sol concentraban en el soportal la energía haciendo cálida la atmósfera. En una esquina, el marqués había instalado un nacimiento con pequeñas figuras de barro, algo que últimamente se había puesto de moda por toda la ciudad.

Bebió de su copa y notó en la garganta el arañazo hiriente del líquido. Era un vino fuerte, de sabor contundente e intenso aroma.

—El jamón, y preferiblemente el queso de oveja, son imprescindibles para disfrutar como Dios manda de una cosa y de la otra, suponen un maridaje perfecto. Y, luego, algo de mazapán casero, que en estas fechas es obligado —sugirió Rafael Chacón ofreciendo los manjares de la tierra a los compañeros en creencias e inquietudes—. Ahora les dejo, para que hablen en confianza.

Nada más salir el anfitrión, Mendizábal volvió a precipitarse con sus cuitas, a expresar sus deseos en tono angustioso.

—Don Jaime, debéis partir sin demora. Es arriesgado que permanezcáis más tiempo en la ciudad e, incluso, en España.

El veneciano le observó con asombro y disgusto por el agobio que emanaba del maestro de la logia madrileña.

—¿A qué tanta prisa? ¿Deseáis que abandone la búsqueda que me ha traído hasta aquí y que salga corriendo asustado? Por nada del mundo haría algo así, salir con el rabo entre las piernas. No es mi estilo y me niego a comportarme de esa manera.

—Pues sí, tenéis que hacerlo.

—¿Y, por lo tanto, perder la recompensa y el perdón del rey de Francia? No, ¡nunca!

Adolfo Mendizábal reaccionó aturdido ante la contundencia del caballero que había apartado, por un momento, la suavidad de sus modales. Lo que desconocía el madrileño, que tanto se había esforzado para que don Jaime viniese a Toledo, era la tentación consagrada en una joven de la nobleza que impedía al veneciano plantearse un rápido regreso o comportarse como alguien asustadizo y temeroso por el ataque que había sufrido en una solitaria calle. Doña María era un reclamo poderoso que limaba las dificultades.

—Peor es perder la vida o acaso la tenéis en poca estima. Porque es evidente que se os persigue con saña. En esta ocasión han fallado en el intento, pero me temo que volverán a intentarlo. Mis gestiones no han tenido el éxito deseado para lograr desvelar dónde y quién decidió el macabro mandato y poner algún remedio rápido a tamaña determinación para acabar con vos.

El venerable maestro de la agonizante logia Tres flores de lys no daba crédito a lo que veía: el caballero lamía sus dedos después de degustar varias lonchas de jamón, como si estuviera indiferente ante lo que él había expresado. Para colmo, sonreía como si las amenazas le fueran ajenas.

Mendizábal apretó los párpados y se esforzó en buscar argumentos que conmovieran a su interlocutor. Estaba muy afectado por lo ocurrido, más que la propia víctima, como era fácil comprobar viéndole disfrutar de la colación que les había ofrecido el marqués de Ocaña. Mendizábal se restregó las sienes pobladas de un cabello acaracolado con la pretensión de relajarse. En ese instante el veneciano le invitaba a brindar. Una espesa bruma se precipitaba en el patio oscureciendo el día; el aire se iba enfriando.

—Bebamos por la sabiduría que encierra la propia existencia y los dones que nos rodean, pues la vida debe ser vivida con todos sus riesgos y bendiciones —recalcó don Jaime levantando su copa. Temió Mendizábal que la bebida estuviera afectando en exceso a su hermano—. Porque siempre nos alcanza algo bueno cuando nos asolan los peligros —concluyó.

Unieron sus copas y el tintineo del cristal retumbó en las paredes talladas de filigranas y con gusto por la exuberancia.

—Ocurrió algo milagroso en el callejón endiablado. La luz no nos abandona jamás si la buscamos con ahínco.

El madrileño abrió los ojos de par en par y brillaron como aceitunas negras. Casi no podía hablar y fue un susurro lo que brotó de sus labios.

—Decidme, no os entiendo…

—Cuando los dos esbirros iban a rematarme en aquel callejón siniestro… —Se detuvo para agotar el contenido de su copa, luego volvió a llenarla, la botella estaba quedándose vacía—. Sí, recuerdo sus rostros enrabietados por haber errado los tiros en el primer intento, uno de los plomos se alojó en mi hombro, el otro me rozó el muslo; entonces, en el mismo instante en el que yo me desangraba derrumbado en unas escaleras de ladrillo, a la espera de una muerte segura, puesto que uno de los matarifes apuntaba hacia mi cabeza y el compinche al centro de mi pecho para darme el paseo sin posibilidad de retorno, apareció gritando desde lo alto del callejón una especie de gigante. Y tal fue su desmesura en las amenazas y su arrojo que los dos mercenarios no tuvieron tiempo de darle al gatillo o pensaron que era arriesgado hacerlo, aunque supusiera perder el botín.

—Dudo, como os he dicho, que únicamente les interesara robaros, y me lo confirma vuestro relato: querían acabar con vuestra vida, ese era el encargo que tenían. Me parece algo evidente.

—Bien, no importa. Lo esencial para mí es que se detuvieron y hoy puedo disfrutar de la vida, maestro Mendizábal. Aquel grandullón gentilhombre, que debieron enviarme mis ángeles protectores, surgió de la nada como mi salvador, permitiéndome que yo os pueda contar esta historia…

El maestro de la logia madrileña transformó, a medida que escuchaba el relato, la cara de asombro inicial en una expresión ladina.

—¿Por qué nunca hablasteis de esa persona?

—Porque fue milagroso.

—No os entiendo —musitó Mendizábal.

—A mí me lo pareció. Era grande, como os dije, pero como un fantasma lo recuerdo, completamente desdibujado en mi mente, yo estaba debilitado. Sé que corrió detrás de los bellacos y que nunca regresó a mi lado para atenderme. Milagroso y extraño, ¿no os parece?

—Desde luego —afirmó pensativo el madrileño—. Y, sin embargo, esa casualidad no os garantiza nada si hay otra ocasión de peligro, como todo parece indicar, puede volver a producirse porque, salvo que encontremos a ese salvador, es imposible atajar la amenaza ante la impunidad de la que gozan los asesinos en este momento.

—Adolfo, no hay certeza de nada, ni de que vuelva a repetirse algo así. Y prefiero pensar que, si una vez tuve un protector, es probable que lo tenga para siempre. De cualquier manera, decidme: ¿ya no queréis que indague en los secretos del archivo arzobispal? Fue vuestra demanda la que me hizo llegar hasta aquí.

El caballero volteó su mano derecha apuntando al rostro de Mendizábal. Tenía los dedos repletos de anillos y sus reflejos hirieron las pupilas de su compañero. Este intentaba comprender las motivaciones del extranjero para arriesgar su propia vida en el intento. No tardaría mucho, esa misma mañana, en desvelarse una de ellas, acaso la principal de todas.

—Sé que os atrae la misión, pero nada indica que logremos descubrir el secreto que nos ha unido, nada sabemos de cómo localizar los arcones, ni siquiera sabemos si es real su existencia o fue fruto de la enajenación de un joven seminarista. Por lo tanto, ¿por qué permanecer en la ciudad, don Jaime, cuando os persiguen sin piedad las alimañas?

—¡Hombre de poca fe! Solo con hablar un rato y tratar al archivero resulta evidente que ese canónigo, mal encarado, esconde algo importante, que carece de escrúpulos y conciencia. —Llenó de nuevo las copas dejando casi vacía la botella. Después de dar un largo trago, prosiguió—: Además, hoy tenemos la misa del gallo en la catedral y la condesa asistirá. Allí estaré para disfrutar de este día.

—Por Dios, ¿qué tiene que ver lo que me contáis con las pesquisas en el archivo? —preguntó Mendizábal con el estupor marcado en su rostro.

—Mucho, querido amigo, muchísimo. —El veneciano hizo un gesto de dolor producido por la profunda herida que tenía en su hombro—. En primer lugar, sospecho que estabais en lo cierto y el archivero nos oculta muchas cosas y que, mientras investigo, voy a implicarme en estas festividades como cualquier vecino, especialmente después de conocer a la sobrina del cardenal, doña María Francisca de Sales Portocarrero. Ella ilumina esta ciudad y yo deseo recoger la luz si fuera posible.

—¿Dónde pasaréis la noche, con quién cenaréis? Yo debo partir inmediatamente a Madrid para acompañar a mi familia.

—Yo estaré en la posada de El Carmen, con doña Adela y nuestros sirvientes. Seguro que nos divertimos. Desde esta mañana, nada más amanecer, allí solo se escucha el sonido de las zambombas y panderetas acompañando a hermosos villancicos que cantan las doncellas y los zagales en el patio de luces del edificio. Hacía una eternidad que no vivía algo tan familiar y me siento feliz. Nada me estropeará la fiesta…