22 de diciembre
—Sebas, cierra la puerta, harto estoy de escuchar la letanía del mielero que se incrusta en mi cabeza como una aciaga noche.
En el patio permanecía desde la madrugada un vendedor de arrope y miel que depositó junto al aljibe las orzas y capachos que trajeron sus dos mulas. El alcarreño salía a la calle, cada media hora más o menos, y durante un buen rato no cesaba de gritar a los viandantes que pasaban por la cuesta del Carmen, a los que bajaban hacia el río y a los que se cruzaban camino de Zocodover. Doña Adela solía permitir a algunos de sus proveedores tales licencias, a pesar de las molestias que producían a los huéspedes. Era el precio que pagaba por un suministro de calidad y a buen precio.
Don Jaime llevaba postrado casi una semana recuperándose de las heridas producidas por unos asaltantes en una callejuela cercana a la catedral, y estaba cansado del reguero de visitas que había transitado por sus dependencias privadas que ocupaban tres de las mejores habitaciones en la planta principal de la posada. En los últimos días pasaron por allí el alguacil mayor para conocer los hechos en boca de la víctima, dos sanadores parientes de la posadera, personal de la embajada con Gaspar Soderini a la cabeza, Adolfo Mendizábal en varias ocasiones, el secretario del cardenal, doña Adela casi de continuo, explayándose en carantoñas de mujer honesta poco dada a retozar sin más, y alguna vez acompañada por su sobrina Rosario, que encandiló mejor los ánimos del paciente; y hasta algún curioso hospedado en la posada que se asomaba por las rendijas estimulado por la reata de personal tan diverso que hacía las delicias de los fisgones. Por esa razón, cuando Sebas le anunció la llegada de Rodrigo Nodal, el caballero a punto estuvo de echarle de su habitación con malos modales, cansado como estaba esa mañana de escuchar al arropeño airear su mercancía con un volumen de voz estridente.
—Os pido que no os alteréis y que tengáis algo de paciencia —reclamó solícito Sebas—. Escuchadme un momento y me lo agradeceréis. Al sacerdote y apuesto secretario le acompaña un ángel, os lo aseguro. Ella es una de esas obras de la Creación que antaño os hacían afinar los sentidos para que nadie más que vos pudiera desflorar sus bendiciones, después de gozar con el chichisbeo previo que tanto os agrada. Yo, en estas tierras ásperas, en estos secarrales, no he visto una belleza igual en plena flor, presta a rezumar el néctar en el momento que alguien sepa estimularla.
—Ya veo que exageráis, Sebas —refutó el enfermo con forzado disimulo, pues en verdad se había incorporado de la cama y escuchaba al criado con la mente bien despierta. La obsequiosa descripción sobre la acompañante de Rodrigo resultaba, cuando menos, digna de interés.
—En este asunto, señor, no añado nada. Ella es lo contrario a lo que habéis visto con abundancia y reiteración en esta ciudad donde se dan los albaricoques jugosos, pero las damas en su mayoría se asemejan a las ortigas. Rodrigo me ha preguntado si estáis en condiciones de bajar hasta el patio porque no estaría bien visto que una doncella, supongo que aún retiene su virtud incólume, se presentara aquí, así por las buenas, con su alcurnia. En caso contrario, él subirá hasta el cuarto. Haced un esfuerzo porque tenéis la oportunidad de gozar con la visión de una Venus. Un estímulo que os sacará de este letargo y, a buen seguro, os lanzará hacia el cortejo del que tanto disfrutáis.
El criado conocía como nadie la debilidad principal de su señor, la clase de jóvenes que le incitaban a la correría por cualquier precio, a pesar de que los avatares de la vida y los excesos hubieran limado sus facultades amatorias y la capacidad para embelesar con el hábil y sutil galanteo. La reacción de caballero sorprendió a Sebas, no se lo esperaba.
—¡Rápido! Decidles que aguarden —urgió—, y avisad a doña Adela para que vengan a ayudarme a vestirme. Haremos un esfuerzo, pues son pocas las alegrías que me ha dado tu país.
A Sebas le entusiasmó la disposición de su señor recordándole los buenos tiempos, cuando estaba presto a descender hasta el Averno si la presa era de primera. Desde que salieron de París había permanecido taciturno, sin atender a ninguna clase de estímulos, ni siquiera a los que en otro tiempo dedicaba tantos esfuerzos. Sebas había sido cuidadoso para no perturbarle porque Cecco, su hermano, le advirtió de la congoja que le produjo la muerte de Charlotte después de alumbrar aquel niño fruto de la violación. Su pérdida le había destrozado y era evidente que el dolor permanecía alojado en su interior, como comprobó cuando le describió el sueño con la visión de la joven en la góndola igual que si fuera un vaho nocturno por los canales de Venecia. Sebas notaba que il signore Giacomo, su don Jaime, ya no era el mismo de antes: un águila para atrapar en sus dulces garras a las inocentes y jugosas víctimas femeninas, preferiblemente vírgenes, sin permitir que nadie se anticipase a él, ni que nada le impidiera obtener la presa. Era ducho en la materia y había demostrado poseer unas capacidades felinas, insuperables, como el más diestro seductor. Pero tenía reglas morales estrictas y jamás perdonaba que se forzase a una mujer como hicieron con Charlotte, la joven que él quiso más allá del deseo carnal, a la que consideró su guía, la compañera idealizada, como para Dante lo había sido Beatriz Portinari.
Cuando Sebas vio entrar en el zaguán de la posada a la mujer que acompañaba al secretario del primado, no tuvo la menor duda de que ella reunía las virtudes que más apreciaba su señor. Nunca le habría perdonado en caso de omitirle su presencia.
A pesar de haber comenzado el invierno, la mañana era luminosa y algo cálida. La joven se despojó de su capa y se adentró por los soportales del patio mientras aguardaban a que bajase el herido. Los zagales que ayudaban a los viajeros a arrinconar carros y carromatos debajo de la balaustrada se frotaron los ojos ante la elegancia de aquella dama ataviada con un vestido azul de vuelo sedoso. La belleza de la condesa de Montijo resultaba una visión inusual, pocas veces había entrado allí una mujer con idéntico porte.
El mielero se marchó a la plaza de Zocodover siguiendo las instrucciones de doña Adela. Por lo tanto, el albergue había recuperado su tranquilidad habitual. Y en verdad, era un lugar apacible y bien cuidado, de lo mejor de la ciudad. Todos los muros relucían bien enjalbegados. El patio tenía una hermosa columnata de piedra, con capiteles dóricos, que soportaban el corredor de la planta alta en la que el huésped veneciano ocupaba mucho espacio, cuatro habitaciones contando la de su criado español, e incluso tuvieron que guardar algunos de sus baúles en el sótano, pues su equipaje era semejante al de un noble de mucho copete y con abundante plata, comentó la posadera el día que llegó a Toledo.
—Mi señor, ¿bajamos? —se escuchó decir a Sebas.
Todos miraron al piso superior. Don Jaime había esmerado sus indumentarias para la ocasión y llevaba uno de sus mejores trajes, de color cereza, con un largo chaleco dorado, y una de sus pelucas más llamativas y en mejor estado. Resultaba curioso con sus andares, casi como los de un cervatillo, parsimonioso, suave en el caminar como si evitase tocar el suelo, con zapatos de medio tacón y hebillas repletas de pedrería.
Descendía por la escalera igual que si fuera un príncipe, espectacular debido a su altura, y con la levita sin abrochar dejando al descubierto una de sus camisas de primoroso encaje y con un tocado en el cuello espectacular por la calidad y abundancia de la blonda. El brazo izquierdo lo llevaba en cabestrillo y sus ojeras indicaban una lenta recuperación de las heridas sufridas una semana antes. Por suerte, el rasguño en las nalgas que le hicieron los agresores había cicatrizado en poco tiempo y pudo despojarse del vendaje, lo que le permitía llevar con holgura los calzones y que su andar no se viera afectado por la desgracia.
—¿A qué debo este honor y la fortuna de hallaros aquí, en este lugar que no os corresponde por lo que aprecian mis ojos, querida? —pronunció con descaro, besando la mano de la joven, sin esperar a que fueran presentados; ella no pudo controlar el rubor en sus mejillas—. Soy Giacomo Girolamo, caballero de Seingalt, y estoy a vuestro servicio desde este mismo instante. Podéis llamarme Jaime, como hacen vuestros paisanos. Y vos, querida dama, ¿cuál es vuestro nombre?
La condesa sonrió por el atrevimiento y quedó embelesada con los delicados modales del extranjero. Resultaba casi un anciano a su lado, ni siquiera los afeites que se había dado disimulaban su avanzada edad. Ella tenía quince años y la distancia entre los dos era evidente, pero pocas veces tenía ocasión de tratar con alguien de su distinción, con vestimenta tan peculiar y con una presencia imponente por su tamaño y apostura. Y mucho menos imaginar que lo encontraría en una posada como aquella. Quedó impresionada, además, por la frescura de su mirada y la delicadeza de su sonrisa.
Por su parte, él, tras realizar un primer y rápido examen, tuvo que dar la razón al criado. Tenía enfrente a una joven de talla mediana, perfectamente formada, de rasgos delicados, casi rafaelescos, pensó, con el pelo de color azabache y muy rizado, ojos vivaces, negros, largas pestañas y labios carnosos, excelentes para inflamar el deseo de acariciarlos con los suyos.
La fascinación en la que estaba sumida la joven le impidió tomar la iniciativa, fue Rodrigo quien intervino en su nombre.
—Hoy salimos de palacio para que ella, la condesa de Montijo, sobrina del cardenal, visitase a una amiga suya en el Colegio de las Doncellas Nobles. Don Luis, el conde de Teba, sugirió que después viniéramos aquí para comprobar vuestro estado. Él no ha podido hacerlo en persona porque en estas fechas apenas puede dejar la residencia y ha querido enviaros a doña María Francisca de Sales Portocarrero y Zúñiga. —Nada más escuchar el nombre, el caballero hizo una pequeña reverencia a modo de saludo—. Por cierto, ¿cómo os encontráis?
—¡Qué gran regalo el de vuestro tío! —enfatizó él sin dejar de mirar a la joven, ignorando a su acompañante—. Le apreciaba mucho, ahora le estoy más agradecido, doña María. ¿Por qué no os he conocido antes?
La intensa mirada del veneciano, su voz timbrada, profunda, hicieron que la joven se ruborizase de nuevo; no obstante, su boca mantenía una constante sonrisa demostrando encontrarse bien con el encuentro. La condesa mordió el labio inferior, gesto que extasió a don Jaime al permitirle disfrutar con la obra maestra de la naturaleza iluminando aquella mañana toledana.
Hasta la palidez del herido había desaparecido y su rostro adquiría mayor viveza. El veneciano no dudaba de ser un afortunado al recibir la visita de una mujer que poseía todo cuanto él podía desear, y lo que cualquier hombre admira con los ojos bien abiertos.
—Estoy en la ciudad pasando unos días con mi tío el cardenal. Permaneceré aquí hasta la fiesta de los Reyes Magos, luego debo regresar a mi colegio en Madrid.
—Sois un regalo para esta ciudad tan adusta y todos debemos dar las gracias al cardenal por vuestra presencia.
Rodrigo estaba atónito contemplando la escena. Sebas, feliz por ver recuperado a su señor, satisfecho al confirmar que aún no había perdido sus facultades y que sus deseos permanecían intactos. La condesita apenas podía desprenderse de la atracción que ejercía sobre ella, le observaba fijamente, aunque con modestia, porque los ojos azules, de mirada limpia y directa del caballero, le resultaban muy hermosos.
—Bien, debo deciros —don Jaime se dirigió, por fin, al sacerdote— que las secuelas del ataque perdurarán algún tiempo en mi cuerpo, pero como podéis comprobar no harán mella en mi ánimo. Y visitas como la de hoy son la mejor medicina —concluyó, haciendo una ligera reverencia a la joven y luciendo una de sus mejores sonrisas.
—Por favor, pasad al interior —quien hablaba así era doña Adela, que se acercó al grupo limpiándose las manos con el delantal.
—Os lo agradecemos —respondió Rodrigo—, pero se nos hace tarde. Debemos regresar ya a palacio.
Salieron todos hacia la calle. Había pocos transeúntes. Los palafreneros abrieron las puertas del carruaje y extendieron los peldaños para que la condesa se acomodase en el vehículo. Ella se detuvo antes de subir para preguntar:
—Don Jaime, ¿dónde os atacaron? Tengo entendido que fue cerca de la catedral.
—Así es. Estáis en lo cierto. Decidí conocer la calle en la que se rinde homenaje al diablo y allí mismo me esperaban los forajidos, aunque lo más probable es que siguieran mis pasos y, entonces, al ver que era un lugar poco movido, decidieron acabar conmigo. No les creo tan avispados…
—¿Al diablo? —comentó extrañada mientras ajustaba sus guantes de encaje.
—¿No sabíais que en la ciudad existe una calle en honor a Belcebú? Yo jamás imaginé algo así, ni he conocido nada igual.
—No, no tenía idea…
—Pues se encuentra detrás de la catedral, justo frente a la cabecera del templo. Y esa calle, la del diablo, hace esquina con la calle del Locum, ahí tenéis una barriada tenebrosa…
Percibió un ligero ahogo en el pecho redondo y bien formado de la condesita y su hermosa boca se entreabrió descubriendo unos dientes blancos y preciosos como gemas. Él se vio forzado a controlar un impulso que renacía en su interior, pues quería evitar que los demás se dieran cuenta, era una pulsión que hacía tiempo que no afloraba con tanta intensidad. Estaba contento por lo que había sentido al conocer a aquella delicia de muchacha. De nuevo, crecía un deseo que creía tener apagado.
Doña María se despojó de un guante y le tendió la mano. La suavidad de su piel y los dedos alargados que se posaron como el plumaje de un cisne entre los suyos le encendieron más. Posó sus labios en la epidermis dulzona de la condesa.
—Espero volver a veros.
—Depende de vos y de vuestra curación, estaré encantada si os reponéis enseguida —afirmó ella con picardía, un guiño que demostraba su habilidad para controlar cualquier situación.
Permaneció un buen rato en la calle, hasta que el carruaje del arzobispado desapareció por el Alcázar. Su corazón estaba alegre y las heridas que le había producido el plomo al desgarrarle el hombro habían encallecido un poco más con el encuentro.